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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 4 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 2


Serafín


Serafín ha salido de mañana sin decir a su madre a donde se dirige, solo se llevó unos tacos y un bule con agua para beber, lo que deja ver que comerá en alguna parte y su regreso a casa será ya tarde. El joven es un buen caminante y conocedor de toda la región. La montaña la conoce como la palma de la mano; desde chamaco acostumbra a irse con su palomilla a recorrerla en busca de aventuras.
La montaña es parte de la sierra de San Agustín, al poniente de Jerécuaro; tiene algunas zonas muy escarpadas y de difícil acceso, pero Serafín y sus amigos han encontrado pasos que para ojos inexpertos pasan desapercibidos; de forma que, entrando por una serie de cuevas, se puede llegar a la cima, sin tener qué hacer un recorrido de varias horas y con grandes esfuerzos y peligros físicos. Estas galerías son casi un laberinto, donde es posible extraviarse con facilidad.
Los muchachos, a través de años de exploración, ha ido haciendo marcas que solo sus ojos miran y entienden, a fin de llegar a diferentes puntos. Saben en qué parte y de qué ruta valerse para llegar al sitio donde hay suficiente agua dulce; en caso de necesitarlo, por donde llegar en pocos minutos al exterior; ya sea en la cima de la montaña o volver a Jerécuaro; o cruzar la montaña y salir hacia Acámbaro. Lo que en un principio fue para los muchachos un juego, ahora se ha convertido en un secreto bien guardado, que están seguros les servirá mas adelante.
Serafín es el líder del grupo desde que eran pequeños y con mucho, demuestra también ser el mas inteligente; el muchacho tuvo la oportunidad de aprender lo mismo que Ana María; la niña le pasaba las lecciones que recibía de sus preceptores; de esta forma, a diferencia de sus congéneres que morían analfabetos. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, Serafín aprendió a leer y escribir. Valiéndose también de los libros que la niña le prestara, Serafín se convirtió en un lector constante, lo que lo fue llevando a aumentar el número de sus amistades, las cuales ya no eran solo sus amigos de la infancia, sino que era invitado a reuniones con personas interesadas en diferentes tópicos. Sus nuevas amistades eran indígenas y mestizos descontentos con el dominio de los españoles y, aún a riesgo de su libertad y de su vida, planeaban alguna forma de terminar con tal situación. No tenían una idea segura, pero algunos que habían viajado por distintos rumbos, comentaban haber escuchado de cierta persona que pertenecía a un grupo de conjurados, al igual que ellos. En su viaje no pudo averiguar quién, ni dónde se reunían; por propia seguridad, solo lo informaban a personas muy seguras, quienes primero eran investigadas de forma soterrada.
En esas reuniones, serafín escuchaba todo, pero hablaba poco, no obstante, iba guardando en su memoria los datos que en algún momento pudiesen serle de utilidad. Algo que lo detenía, era el pensar en Ana María; aunque ella era criolla, su padre era español y de los principales encomenderos.
Aunque Serafín nunca había sido castigado con golpes, no desconocía que, por ese sistema arbitrario de explotación del indígena, le habían privado de conocer y vivir con su padre. Fue ya de joven que su madre le dijo el nombre de su progenitor. Cuando fue a buscarlo, hacía unos meses que nadie sabía de él; algunos pensaban que se iría a acercar a la hacienda; no había dejado de amar a Juana, la madre de Serafín. En esos tiempos Anselmo era un hombre joven, pero por esos ritmos de trabajo y la mala alimentación, las personas no llegaban a viejas con facilidad, por lo que decidió escapar de esa vida.
Ya tendría tiempo Serafín para conocer a ese padre ausente por injustas razones. También picaba su ánimo el saber que por una condición racial, no podía manifestar a Ana María el amor que sentía; era casi seguro que, de enterarse don Francisco le mandaría matar, o cuando menos lo enviaría lejos, tal vez a las minas de alguno de sus amigos; sitios en donde se moría muy joven, sobre todo cuando entraban a lo socavones siendo niños.
En definitiva, tendría que trabajar para colaborar en la expulsión de los españoles de México, por lo que, sin comentarlo con nadie, se fue a Chupícuaro, donde alguien le dijo que moraba su padre, un respetado hijo de chamán, que ya para entonces vivía retirado en el monte, ante la persecución que le hacían los testaferros del encomendero que dominaban esas tierras del bajío. No tuvo suerte en hallarlo y volvió a Puruagua.

Unos cuantos meses después, Serafín se fue a la lejana villa de Valladolid; en alguna reunión habían comentado que en un pueblo denominado Churumuco, vivía un cura que hablaba de esas cosas que le interesaban: rebelarse contra la tiranía de los españoles; no de forma abierta, por supuesto, pero se iba formando un círculo de adeptos a su alrededor. Supo que el cura era hijo de un indio, carpintero de oficio. En ese viaje no obtuvo respuestas, solo vagas referencias; ni un solo nombre. No obstante, no faltó quien se fijara en ese indígena alto, de cuerpo musculoso.
Pasaron los meses y Serafín y sus amigos seguían explorando las extensas cuevas de la sierra de San Agustín, las que solo eran conocidas por algunos cuantos naturales que procuraban mantener ocultas las entradas. La que estos muchachos utilizaban se localiza en algún sitio cercano al río que pasaba cercano a Jerécuaro.
Sin un fin específico, Serafín pidió a sus compañeros ir haciendo acopio de víveres en las cuevas, utilizando para ello cántaros de barro, para evitar que algunos animales se los fueran a comer. Llevando de a poco, llegaron a tener una buena provisión. También y sin nadie pedirlo, fueron dejando algunas herramientas y armas rudimentarias, como machetes, hoces y barras de hierro. Algún sentimiento interno los movía, tal vez el mas evidente sería el de querer alejarse de la vida sometida a los encomenderos y a una vida sin futuro; como habían vivido sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos; en una cadena de miserias y sufrimientos sin fin.
Pero no podían vivir siempre alejados de sus familias, no por ahora; así que siempre volvían a sus casas y sus trabajos. Serafín era el mas afortunado, ya que vivía en las cercanías de la hacienda y trabajaba dentro de ella, haciendo trabajos de jardinería; siempre cuidando de lejos a Ana María y pasando de vez en cuando algunas tardes juntos, como cuando eran niños.
Cuando la joven podía escapar de sus tediosas clases, corría en busca de su amada Juana, que le cocinaba los rústicos platillos que desde niña tanto gustaban a Ana María. Por las tardes, cuando la chica se dirigía a la capilla a rezar el Rosario, Juana y serafín procuraban también ir a rezar, de manera que podían estar cerca de ella sin que nadie les regañara; la vieja Juvencia, al fin indígena, toleraba que estos sirvientes rezaran a la misma hora que su niña, por su parte, el Padre Castillejas se mostraba complacido en ver que su labor evangélica diera frutos en esas criaturas del Señor.

Los invitados empezaron a llegar desde el viernes por la noche, Serafín estaba encargado de recibir las caballerías y conducirlas a los establos, donde otros peones se encargaban de desensillarlas, limpiarlas y darles agua y hierba fresca. Esa labor le gustaba al muchacho porque le agradaban los caballos y los animales respondían con docilidad al trato del caballerango. Otros invitados llegaban en carretas y diligencias, y eran recibidas por otros sirvientes, que se encargaban de conducir los carros a sitio seguro y de atender a los carreteros y conductores. Todo estaba bien, hasta que arribó Don Fermín de Bustos, el pretendiente de Ana María, que por ser bien recibido por Don Francisco, se sentía ya con derechos sobre los sirvientes de la casa.
—¡Toma las riendas, muchacho!, le exigió don Fermín a Serafín, quien de cualquier manera tenía qué hacerlo.
En su enojo al ver de quien se trataba, el joven lo hizo con cierta brusquedad, lo que hizo que el caballo reculara, para desagrado del jinete, que enfurecido cruzó el rostro de Serafín con el fuete. Llevándose la mano a la cara, estuvo a punto de echarse encima de Fermín, pero previendo su reacción, un viejo sirviente, José Encarnación, el viejo Chon, se interpuso entre los jóvenes, deteniendo el caballo y a Serafín, a quien aplacó de forma enérgica.
—!Asosiégate, muchacho!, ─le dijo a Serafín─ to'vía no es tiempo de que hagas nada, ¡asosiégate!
Serafín hizo caso del prudente consejo del viejo y se dio la vuelta para retirarse, ante la sonrisa de suficiencia de Fermín que, con paso lento, mirando a todos desde su altura, penetró en la hacienda. Serafín echaba espuma por el coraje, sobre todo por tratarse del que consideraba su rival y persona que podría hacerle daño a Ana María. Se retiró a la cocina, donde su madre, al verlo llegar con el rostro marcado por un cardenal, se apresuró a atenderlo, poniéndole un emplasto de hierbas para bajar la hinchazón.
—¿Pos qué te pasó m'hijo?, ─preguntó al muchacho, que solo bajó la cabeza para que su madre no viera las lágrimas de coraje que le corrían por las mejillas─.
Poco después, ya mas tranquilo, Serafín salió de la cocina y se fue a situar al pie de una de las ventanas que daban al salón de música, para poder observar a su amada Ana María y tener vigilado al odiado señorito. Pensaba «que no se atreva a tocarla o hacerle daño, soy capaz de matarlo» Sentía que era demasiado el tiempo que Ana María estaba al lado del malvado muchacho.
Alguna de las amigas de la anfitriona tocaba alegres melodías al piano. Las chicas formaban grupos, platicaban y reían; otras coqueteaban con los muchachos, que deambulaban por el salón, como buscando pareja. Los invitados, hombres y mujeres, bailaban a los acordes de la música de piano, mientras los sirvientes repartían bebidas de frutas y bocadillos. El salón, bastante iluminado por las velas colocadas en los candelabros, proporcionaba brillos y sombras a los rostros de los jóvenes. En un grupo de hombres, Serafín distinguió la figura de Fermín, rodeado de aduladores, como si él fuese el anfitrión; de vez en cuando, el grupo volteaba hacia donde se encontraba Ana María, como para confirmar algo que les decía Fermín. Serafín lo miraba con ojos encendidos de rencor.
Al ocultarse el sol, el viento empezaba a enfriar el ambiente; escuchaba el movimiento de las plantas y los murciélagos empezaban su nocturno volar en busca de alimento. La música iba disminuyendo, hasta que los invitados pasaban al comedor para merendar.
Mas noche, la vieja Juvencia se acercó a Ana María y algo le susurró al oído; a partir de entonces se empezó a disolver la reunión. La vieja se llevó a las chicas a sus habitaciones y algunos sirvientes acompañaron a los jóvenes a sus aposentos. Otros mozos levantaron vasos y platos y apagaron los candelabros. A poco, la hacienda quedó en silencio y la obscuridad fue envolviendo los corredores y jardines, solo permaneció encendida una tímida vela en el vestíbulo de entrada. Como entendiendo la situación, la luna se ocultó detrás de los cerros y las nubes la cubrieron. El patio olía a “huele de noche”, tenue y perfumado.

El viaje

Días después del incidente con don Fermín, Serafín salió de su casa en busca de algunos de sus compañeros, que habían convenido en cruzar la sierra e ir a Acámbaro para continuar hasta un sitio llamado Churumuco, en las cercanías de Valladolid, donde, según algunas referencias recibidas, se encontraba un señor cura que al parecer era partidario de quitar el poder a los gachupines; sus informantes le habían dicho que preguntaran por el padrecito José María, pero que se mostraran cautos, para no despertar sospechas; en caso de ser detenidos por los soldados, deberían inventar alguna historia que fuese creíble.
Tal como lo planearon, los muchachos llevaban provisiones para un par de días; por el agua no se preocupaban, conocían los sitios donde había manantiales en la sierra. Harían la travesía subiendo a los cerros, no querían correr riesgos y que alguien los viese entrar a las cuevas; como las cavernas también tenían entradas por las partes altas, cuando tuvieran que acampar, lo harían en el interior de alguna de ellas. Debían tener mucho cuidado; en los montes había fieras peligrosas, como osos y leones de montaña; también podrían hallar gato montés. Los muchachos llevaban sus hondas y suficientes piedras. Valiéndose de alguna herramienta de las que tenían ocultas en las cuevas, los muchachos cortaron unas ramas e hicieron unas estacas con punta, que les podrían servir para enfrentar a alguna fiera, aunque contaban con ser prudentes y saber interpretar bien las huellas que los animales dejaban en el monte.
Como hombres del campo, los jóvenes salieron en las primeras horas de la mañana, aún obscuro y empezaron a caminar rumbo a Jerécuaro, para de allí empezar a subir con rumbo a Acámbaro, siguiendo el camino real; para cuando el sol empezó a calentar, los jóvenes ya casi habían llegado a la cima del cerro mas cercano a Jerécuaro, cerca de un ojo de agua prendieron una hoguera y calentaron algunas tortillas que llevaban; en sus morrales llevaban un atadillo con sal gruesa y algunos chiles y con eso hicieron su primer alimento; de común acuerdo, no llevaban algo mas substancioso, confiaban en que en el monte podrían cazar algún conejo o un guajolotl, piezas que abundaban en la sierra. Después de descansar un poco y apagar la lumbre con un poco de agua, Serafín y sus amigos retomaron su camino; pensaban llegar a Acámbaro a las primeras horas de la tarde, en tanto caminaban, los muchachos charlaban:
—Bueno, Serafín, ─preguntó Ignacio, uno de los muchachos, indígena, al igual que Serafín─ ¿si jallamos al curita, pos que le vas a decir?
—En verdad no sé, pero ya se me ocurrirá algo. Yo creo que si le decimos que estamos bien enmuinaos con los gachupines, nos va a hacer caso. Le diré “Creo que su tata era indio, como yo”, por lo que creo que nos entenderá.
En esa charla caminaban; el ruido que hacían al pisar las hojas muertas, en momentos les ocultaba otros sonidos. Serafín, entrenado por su abuelo, mantenía sus sentidos alertas. Hacia abajo del monte discurría el camino real. De pronto, Serafín alertó a sus compañeros:
─!Silencio!, agáchense y no hagan ruido.
─¿Qué ocurre, Serafín? ─Preguntó Ignacio en susurros, buscando en todas direcciones, intentando mirar lo que había alertado a su amigo─.
Poniéndose un dedo en la boca, Serafín les indicó estar en silencio; señalando hacia el camino, donde empezó a pasar un grupo de lanceros de la Reina; sus caballos de guerra, eran grandes y pesados y su cabalgar bastante conocido por los indígenas, siempre temerosos de sus abusos.
—Unos por indios y otros por mestizos, pero pos a todos nos tratan pior que animales, crioque comen mejor sus perros qui'uno, ─afirmó Domitilo cuando pasó el peligro y se pudieron levantar─.
—Pos sí es cierto, ─continuó Domitilo─ a mí de nada me vale que mi tata haya sido un gachupín, pos nomás cargó a mi mama y aluego se largó y lo único que he sacado, son palos de los gachupines.
En esas pláticas, los muchachos externaban el resentimiento que había hacia la clase dominante y pensaban que ahora que estaban jóvenes era el momento de buscar alivio a esa situación; aunque no sabían de qué forma hacerlo; sabían que enfrentarse con los gachupines, era ir directo a la horca, o cuando menos acabar en las minas.
Mientras estuvieron en lo alto de la sierra, los pinos les proporcionaban una agradable sombra, que los protegía de los hirientes rayos del sol, un cielo azul sin nubes en una canícula bastante caliente que invitaba a permanecer a la sombra para protegerse; pero ellos no se podían detener, les urgía llegar a Churumuco y encontrar al cura indicado.
En cuanto empezaron a bajar hacia el pueblo, los árboles comenzaron a ralear, hasta que el camino real solo estaba bordeado de magueyales; uña de gato y zarzas espinosas; ni donde taparse el inclemente sol. Así, sin haber visto ni una lagartija, llegaron hambrientos a las goteras del pueblo. Hallaron unas tapias donde se sentaron a descansar y a sombrearse un poco; como no podían hacer lumbre por temor a que les llamaran la atención, los muchachos comieron unas tortillas frías, con algunos chiles y sorbos de agua fresca que llevaban en sus bules.
Descansaron un poco y luego continuaron su marcha hacia la salida del pueblo; pasaron la noche en el monte, ya en camino hacia Churumuco, donde pensaban llegar al día siguiente. Antes de que se ocultara el sol, los muchachos se toparon con una parvada de palomas, utilizando sus hondas pudieron atrapar cuatro aves, un tanto escasas de carne, pero ya tenían algo para cenar. Prepararon una buena hoguera donde pudieron asar las palomas y calentar unas tortillas, que ya por lo frías, se convirtieron de tostadas, aún así les parecieron deliciosas. El sitio donde iban a pasar la noche estaba protegido por grandes piedras y gruesos robles; con los estómagos satisfechos, los muchachos se pusieron a platicar:
—Bueno, Serafín, tú eres el mas leido de nosotros, pos ¿por qué no te sales pa juera del pueblo?, allí no tienes posibilidá cual ninguna.
—Tienes razón, Domitilo, pero no quiero dejar a mi madre y ella no desea abandonar a Ana María; se da cuenta que don Francisco no le hace mucho aprecio a la muchacha. Pero yo creo que si mi madre se empeña en ello, me tendré que salir yo solo.
¿Cómo sólo, Serafín?, ─intervino Ignacio─ si nosotros semos como tus escuderos, no nos vas a dejar afuera, ¿qué no, Domitilo?
—Pos claro, si nosotros semos parejos contigo, Serafín, onde vayas tú, allá mesmo iremos nosotros.
—Gracias amigos, sé muy bien que cuento con ustedes, pero no quiero forzarlos a seguirme a una empresa que no sé en qué pare.
—Tú no tengas apuro por nosotros, ─ratificó Ignacio─ onde tú vayas, nosotros iremos.
Está bueno, muchachos, ahora vamos a dormir, que mañana hay que seguirle.
Los amigos se dieron la vuelta y se acomodaron para conciliar el sueño, cosa que el cansancio de la caminata les ayudó a lograr; solo Serafín se quedó pensando: «Por mas que estuviera enamorado de Ana María, se daba cuenta de que no llegaría a nada y no por Ana María, aunque bien sabía que ella lo veía como a un hermano; pero don Francisco era capaz de matarlo, antes que dejar que tuviera alguna relación con su hija. Y luego estaba el asunto ese de don Fermín; se le hacía una mala persona y eso, pensaba, «podría ser un camino de sufrimientos para Ana María. No, en definitiva, tendría que hacer algo para tener qué ofrecerle a la muchacha; se daba cuenta de que no era mas que el hijo de una sirvienta, un peón mas de su padre.»
Pensando en esas cosas, el muchacho se fue quedando dormido, jaló la orilla de su sarape y se tapó la cara. La fogata les proporcionaba calor y seguridad contra los animales. Led gustaba el olor del monte al ponerse el sol; algunas plantas florean de noche y esparcen sus aromas.
Muy de mañana al día siguiente, los tres amigos se pusieron en camino, preguntando a unos arrieros que iban de paso, los muchachos se enteraron de la ruta más directa a Valladolid, por lo que tomaron el camino real. Cuando empezó a levantar el sol, los amigos se internaron en el bosque, en busca de algún animal que pudiesen cazar para desayunar; entre los arbustos descubrieron un nido de guaxolotl y cerca de él un macho de buen tamaño, Domitilo era el que tenía mas habilidad con la honda, así que colocó una piedra en la redecilla y haciendo girar la honda sobre su cabeza, lanzó la piedra, que se detuvo en el pecho del ave, que cayó entre convulsiones de muerte; los muchachos corrieron a atraparla, teniendo mucho cuidado de no ser alcanzados por los filosos espolones o por las robustas alas; en cuanto murió el animal, se dedicaron a desplumarlo en caliente, luego Serafín extrajo de su faja una navaja de pedernal y abrió en canal al ave, sacándole las vísceras; separó las piernas, muslos y pechuga y dejaron el resto a los animales carroñeros del bosque. En seguida prepararon una buena lumbre y sobre piedras calientes asaron la carne. Esa mañana almorzaron como reyes; cerca de ellos se encontraba un árbol de cuauhtzapotl, escogieron cuatro frutos maduros y comieron la jugosa y dulce pulpa. Ya satisfechos sus estómagos, los amigos volvieron al camino real y casi caído el sol llegaron a las afueras de Valladolid, donde se cruzaron con otros arrieros, a quienes preguntaron cual era el mejor camino para llegar a Churumuco.
 Les dieron las señas, indicándoles que ellos se dirigían al mismo pueblo, por lo que hablaron con el jefe de los arrieros para que les permitiese viajar con ellos, ofreciéndose a trabajar para ganarse los alimentos, a lo que el jefe accedió; en esos caminos nunca sobraban brazos fuertes para ayudar y, en caso necesario, para hacer frente a las partidas de bandidos que asolaban los caminos. El jefe del grupo les indicó que necesitarían dos jornadas para llegar a Tipetío.
Puestos de acuerdo, los tres amigos se integraron al grupo para cumplir con lo que fuese necesario y no pasó mucho tiempo en que se requirió la participación de los muchachos. El camino real los llevaba subiendo y bajando montes; había pasos pedregosos y otros de humedales, donde los animales se hundían en el fango y se negaban a avanzar, terminando por echarse; para levantarlos, había qué descargarlos, levantarlos entre varios y luego de llevarlos a terreno firme, volver a cargarlos;  los arrieros  llevaban como veinte animales, entre asnos y mulas y cuando se presentaban estos casos, los brazos de los tres muchachos eran de mucha utilidad. Como ya se había perdido mucho tiempo en esas maniobras, el grupo no se detuvo a la hora de la comida, sino que continuaron hasta un pequeño caserío que se encontraba a orillas de un pequeño arroyo.
Los perros anunciaron su llegada y los habitantes del lugar salieron a recibirlos, eran conocidos de varios años. Luego de descargar los animales, comisionaron a los muchachos a limpiar a burros y mulas, les dieron de comer y beber. Cuando terminaron de atenderlos, ya estaba casi obscuro; estaban cansados y hambrientos y dieron cuenta de la comida que les obsequiaron. Luego de cenar se retiraron a acostarse envueltos en sus sarapes, quedando dormidos de inmediato.
Al día siguiente, mucho antes de la salida del sol, el encargado de hacer los alimentos ya tenía preparado el café y una cazuela de huevos con chile y frijoles, así como una provisión de tortillas que les prepararon las mujeres del caserío. Durante el almuerzo, el jefe les explicó que estaban por llegar al punto mas peligroso del trayecto; estarían en la parte alta de la montaña, donde eran frecuentes los asaltos. Fueron repartidos algunos mosquetes entre la gente de confianza del jefe de la recua; a los amigos solo les recomendaron que se mantuvieran alertas. Una avanzada de exploradores fue enviada por delante, a fin de que avisaran en caso de encontrar gente armada.
Como a las diez de la mañana la recua estaba en movimiento, cuando se recibió el aviso de los exploradores; el grupo empezó un suave descenso hacia el río, que había qué cruzar en un vado, luego de batallar con los animales y la carreta del bastimento, que era tirada por fuertes bueyes, comenzó la penosa ascensión que los llevaría hasta la cima de la montaña; en cierta parte, el camino se internaba en un pequeño cañón, cuando se escuchó un silbido de unos de los exploradores, avisando que en lo alto del cerro estaba una partida de hombres armados.
Todos se prepararon para ser atacados, ataron los animales a los árboles de los lados del camino, parapetándose detrás de los árboles; los muchachos se quedaron al lado del camino, aunque entre la vegetación no podían usar sus hondas; de pronto se empezó a escuchar un intenso ruido de cascos. Entre gritos y disparos hicieron su aparición los primeros jinetes;  los muchachos salieron de entre los árboles y prepararon sus hondas; en tanto los arrieros que tenían mosquete, empezaron a disparar; eran solo cinco o seis armas de fuego, por lo que había largos lapsos de tiempo sin que dispararan, en lo que recargaban sus armas; esos momentos lo utilizaban los tres amigos para accionar sus hondas; como siempre, Domitilo era el que mejor acertaba; casi era jinete por piedra, en tanto que Serafín e Ignacio, tiraban cinco piedras para abatir a un jinete, así y todo, no dejaron pasar a los asaltantes, que se tuvieron qué retirar, dejando diez cuerpos en el campo; ocho de ellos solo estaban heridos; a esas personas y de acuerdo a la costumbre, se les ahorcó, colgándolos de los árboles cercanos; los dos muertos fueron cubiertos con piedras, para evitar que se los comieran las fieras. Era una costumbre terrible, pero era una manera de impartir una forma de justicia, que las Autoridades virreinales estaban lejos de poder cumplir a cabalidad, por lo que hacían la vista gorda ante tal situación.
Por parte de la reata, se tenían cuatro heridos, que fueron colocados en la carreta para ser llevados al siguiente poblado, que era Tipetío, a donde llegaron ya casi de noche; de inmediato dieron parte a las autoridades judiciales del lugar, quienes partirían al día siguiente a dar fe de los cadáveres. Los heridos fueron atendidos por el curandero local; no había médico en ese pueblo.
El jefe de la recua llamó a los amigos y los felicitó por su valentía y efectiva cooperación en la defensa del grupo, invitándolos a unirse de manera definitiva a ellos. Serafín, a nombre de los tres, le explicó que solo iban a Churumuco en busca de un señor cura y luego de hablar con él, volverían a su pueblo. De cualquier forma, el jefe les recomendó que los esperaran para volver con ellos, de esa forma irían más seguros y podrían ganar unos duros en su viaje, a lo que Serafín respondió que tratarían de hacerlo.
En Tipetío estuvieron detenidos durante tres días, en tanto los heridos sanaban, tiempo que emplearon los muchachos para conocer los alrededores; conocieron también al cura del lugar, que resultó ser un español, que estaba satisfecho con la situación que imperaba en el país, mismo que sentía como una extensión de España. Ni Serafín, ni sus amigos, hicieron alusión alguna al descontento que sentían contra la actual situación; se dedicaron a cumplir con sus obligaciones religiosas, a fin de no despertar suspicacias entre los vecinos; no obstante, entre el grupo de arrieros encontraron dos o tres que dejaban entrever su deseo de cambios; dos de ellos eran de origen indígena y un mestizo. El jefe era un criollo, buena persona, pero desde luego que no permitiría que cambiara una situación que para él era natural y ventajosa.
El día de la partida, la actividad empezó casi de madrugada y con la primera luz se pusieron en movimiento, aún faltaba un buen trecho para llegar a la cima y empezar a bajar hacia el río Grande o Tepalcatepec. En ese tramo fueron acompañados por un escuadrón de Lanceros, enviados por la Autoridad Militar de la zona. Fue un tramo especial y difícil; el camino estaba compuesto por piedras de todos tamaños, lo que hacía lento el avance; en particular de la carreta de bastimentos, en una de tales piedras, se rompió una rueda, lo que nos ocasionó un retraso de medio día; aunque se llevaba una rueda de repuesto, el descargar la carreta, desmontar el eje y volver a cargar, ocasionó a una buena demora. Aprovechando la parada forzosa para preparar los alimentos y comer; de ahí en adelante ya no se podían detener, hasta llegar a Turicato, el siguiente poblado. Al caer la tarde alcanzaron apenas la cima de la montaña, procediendo a armar el campamento; llegaron tan cansados, que solo pensaban en dormir, dejando la comida para el día siguiente. Los muchachos tuvieron que retrasar el descanso, antes tenían qué limpiar y alimentar a los animales.
Las noches en esas alturas, solían ser frescas, no obstante estar en verano, pero era maravilloso observar esos cielos estrellados, sin ninguna luz que impidiera contemplar la Creación de Dios; era tanto el cansancio de Serafín, que le impedía conciliar el sueño. Una lechuza hacía su lúgubre llamado desde algún árbol, ante el sobresalto de los indígenas que componían la arria; se tenía por creencia que el llamado de la lechuza anunciaba la muerte de alguno de ellos. No obstante, sus compañeros dormían a pierna suelta, sin darse cuenta del medio que los envolvía.
Al día siguiente se levantó temprano el campamento, había que ganarle al sol, al llegar al nivel del río, la temperatura podía ser elevada; no obstante, había qué bajar con cuidado, los animales podían resbalar y caer por las barrancas. La bajada fue descansada y para el medio día ya se encontraban a la orilla del río Tepalcatepec, donde descansaron; para la hora de la comida, el calor y los mosquitos eran bastante molestos pero los amigos tuvieron la oportunidad de nadar y refrescarse en las aguas del río. Aprovecharon la ocasión para lavar su ropa y cuando reanudaron la marcha, iban frescos y limpios. Después de cruzar el río por un vado, continuaron por la margen derecha hasta llegar a Turicato, lo que lograron con las primeras sombras de la noche. Este era un pueblo grande, donde concurrían comerciantes de los alrededores para instalarse el Día de Plaza, lo cual se realizaría al día siguiente.
Antes de salir el sol empezaron a instalarse los puestos, coronados por mantas de todos los colores imaginables, lo que creaba un paisaje muy vistoso. Había comercio de compra venta o el tradicional trueque, aún practicado por estos pueblos serranos. Ese día se encontraban varias recuas que iban a expender su mercancía o a cambiarla por otra que se vendiera en otros mercados. Se podía comprar pescado traído de la costa; frutos de tierra caliente, como plátano, mango, chirimoya. Zapote, etc.; de las zonas altas llevaban manzana, durazno, membrillo. Se encontraba alfarería de Pátzcuaro, tejidos de Valladolid, metates y molcajetes de piedra llevados de tierras lejanas y, desde luego, toda la gama de hortalizas y granos que se cultivaban en las fértiles tierras de esa provincia. Los tres amigos no paraban de asombrarse de las maravillas que miraban, lamentando no tener suficiente dinero para comprar tantas cosas que se les antojaban.
Estos eventos, con todo y que eran importantes para la economía de la región, también tenían sus inconvenientes, uno de los cuales era la venta de bebidas embriagantes, unas fermentadas del maíz como el tesgüino y otras de un tipo de maguey, como el pulque y el aguamiel; ambas bebidas se vendían en grandes cantidades, por lo que al caer la noche, se miraba a los arrieros y comerciantes dando tumbos por las calles, ésto desde luego propiciaba las rencillas y pleitos.
Esa noche los muchachos presenciaron una pelea entre dos arrieros de diferente grupo; el motivo pudo haber sido cualquier desacuerdo dado entre borrachos: los resultados fueron funestos; luego de agredirse a golpes, el que iba mas en desventaja, extrajo de entre su calzón de manta un cuchillo de hoja curva, llamado “tranchete”, con el que dio un tajo en el vientre a su contrincante, quien murió en la calle, con los intestinos de fuera. El agresor se dio a la fuga, sin que le pudieran dar alcance. Situaciones como esta eran normales en sitios donde se vendía el aguardiente con tanta facilidad.
Al día siguiente del del mercado, a media mañana, la recua se puso en movimiento para la última jornada, llegando a Churumuco en las primeras horas de la tarde. A los muchachos se les hacía curioso  el nombre, hasta que un anciano les explicó: « Su nombre deriva de la palabra tarasca Churumekua que significa "pico de ave"» El camino fue tranquilo y descansado, era la parte mas baja de la zona, donde el río se remansaba y discurría con tranquilidad. Los muchachos se despidieron de los arrieros, manifestando la posibilidad de esperarlos para su regreso, que les llevaría entre cinco y seis días. El templo, dedicado a San Pedro, era la construcción que destacaba en el pueblo, por lo que los tres amigos se dirigieron a ella, confiando en hallar algo que buscaban sin saber a ciencia cierta qué era.

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