Regreso de Michoacán
Los tres hombres se sentaron a la mesa, el
anfitrión les sirvió un café, mientras su esposa se afanaba en la cocina preparando
la cena de la familia.
—Oiga, Ingeniero, me contaron que anoche se
quedaron platicando con los viejos hasta muy tarde.
—Así es, Don José, repuso Fortuna, lo que pasa
es que nos empezaron a contar una historia muy interesante que, se desarrolló
en esta hacienda, hace muchos años, allá por mil setecientos noventa y tantos.
No sé qué tanto sepa usted de ella.
—Solo lo que contaba mi padre, a él se lo transmitió
mi abuelo y así ha sido, de padres a hijos desde siempre. Yo a mi vez se la he
contado a mis hijos y lo que pretendemos es que estas historias, ciertas o no,
aunque yo pienso que tienen algo de verdad, no se pierdan en el tiempo, hasta
que haya alguno que le interese ponerlas por escrito.
—Tienen razón, intervino Pedro, es importante
conservar estas historias; es lo que les da sustento a estas fincas tan viejas.
La vida de las familias siempre tiene partes interesantes. Aunque, a decir verdad,
cuando se van pasando esas historias de boca a boca, en cada oportunidad le
adornan con alguna cosilla, de manera que, cuando pasan los años y aquí estamos
hablando de cuando menos doscientos años, ya la historia verdadera se ha
enmascarado con tal cantidad de maquillaje, que es muy difícil descubrir la
verdad; no obstante, son como el espíritu de las fincas, siguen dándole vida,
aún cuando los tabiques se acaben.
—!Mire nomás, don José!, qué bien habló el
Pedrito, él que siempre es tan callado. Pero tienes toda la razón, Pedro, esas
historias no permiten que mueran estas fincas, que son parte de la historia de
nuestro país.
—A ver, señores, dijo la esposa de Don José
entrando con una budinera con la cena, ya es la hora de cenar y dejen la
plática para la sobremesa, si no luego qué platican.
Terminada la cena y los comensales satisfechos,
se reanudó la plática referente a las historias de la hacienda.
—Cuénteme, Ingeniero, dijo Don José, ¿en qué se
quedó la plática de anoche?
—Lo último que contaron fue que los tres amigos
regresaron de su viaje a Michoacán y les fue como en feria, creo que hasta
cintarearon a alguno.
—Esa parte yo creo que es real, los capataces
acostumbraban esos castigos, sobre todo cuando algún peón se ausentaba sin
avisar; temían que se les fueran y no debemos olvidar que los encomenderos eran
dueños de tierras y almas.
—Tiempos muy ingratos, pobre gente, ─dijo Pedro─
imagínese don José, si así el ingeniero nos trae sin comer hasta la noche, pobres
indios de aquellos tiempos.
—Te la voy a hacer buena, Pedro, dijo el
Ingeniero siguiendo la broma de su ayudante.
—Pero no perdamos más tiempo, dijo Don José, vamos
a ver si están los viejos para que sigan con su narración.
Don Tomás y Don Silvestre, los relatores de la
noche anterior, ya se encontraban esperando la llegada del Ing. Fortuna. Además
de varios hombres mas, se encontraba un viejecito de nombre Atilano, invidente
que había sido jardinero en la hacienda y quien era reconocido por su buen
humor, quien al darse cuenta que habían llegado el ingeniero y su ayudante, así
como el señor Ortiz, de inmediato se dirigió a ellos:
—Qué bueno que vinieron, ingeniero, ─dijo el
viejo─ pos por lo que me contaron estos, viene la mejor parte de la historia y
tú también José, hace tiempo que no nos “vemos”. ─dijo socarronamente el
invidente─.
—Ya hace tiempo, Atilano, pues ya “ves” que
siempre ando ocupado con mis vacas y los asuntos del Comité del Agua. Pero
mejor sigan con la historia, que a mi también me interesa escucharla.
—Pos con el permiso de Tomás y Silvestre, yo les
voy a contar lo que sigue, pos como yo soy indio, igual que aquellos muchachos,
me pasaron algunos datos que solo se pasaban entre nosotros; 'hora ya es
distinto, pos pasaos tantos años, ya no es lo mesmo.
Don Atilano dio principio a su relato:
El nahual se presenta
Serafín,
Ignacio y Domitilo siguieron su vida más o menos normal. Después de la cintariza
recibida, ya se cuidaban de no faltar a sus labores, pero al final del día, los
muchachos se dirigían en busca de su amigo, en las cercanías de la hacienda. Se
juntaban en un lugar boscoso en el cerro, por donde bajaba un arroyo y con pedazos
de carbón, sobre las piedras mas grandes, Serafín les iba pasando las lecciones
que él recibía de parte de Ana María; de forma rudimentaria, los muchachos
empezaron a leer y escribir, con muchos errores, pero alguna luz se estaba haciendo
en sus cabezas. Además de las lecciones, Serafín les hablaba de cosas que le
platicaba Ana María; algunas venían en los libros que leía, otras las escuchaba
de labios de su padre o de sus maestros y amigos; aseguraban que en España
había descontentos; en las colonias, los criollos estaban siendo dejados de
lado en cuanto a la Administración Pública, quedando todo en manos de
españoles. En fin, que las condiciones se estaban dando para tratar de poner
fin a esa situación de servidumbre en que vivían los mestizos y otras castas,
así como
los indios, quienes desde que fueron creados, poseyeron la tierra.
Ignacio y Domitilo no alcanzaban a ver a qué se refería Serafín, pero
estaban dispuestos a ir tras él, como siempre se lo habían ofrecido.
Cierto día en que se reunieron en el sitio de costumbre, los muchachos
escucharon unas como voces apagadas que provenían de un recodo del arroyo,
donde había una pequeña cueva, casi nada mas una depresión del talud del cauce.
Con mucho cuidado se fueron acercando al sitio, casi en silencio; se ocultaron
detrás de unas matas, podían ver hacia el lugar de donde venía el sonido. El
sitio estaba obscuro, miraban una luz difusa, como de brasas de una hoguera
terminada. Aunque los tres estaban llenos de miedo, pues pensaban que podía ser
un espíritu malo, continuaron su observación, en tanto continuaban los
sonidos... !aammmmm... aammmmm... aammmm!
Cuando estaban a punto de retirarse, escucharon una voz con toda
claridad:
—No te vayas, Serafín, a ti te estoy esperando... no tengas miedo,
acércate, no soy ningún espíritu, pero tengo cosas importantes qué comunicarte.
Mirando a sus amigos, que lo veían con ojos suplicantes, Serafín sintió
dentro de él la necesidad de acudir al llamado. Se incorporó y de a poco se fue
acercando a la boca de la cueva. La persona que estaba dentro arrojó un trozo
de ocote y se alzó una flama suficiente para iluminar el lugar. Serafín vio
entonces que, sentado con las piernas cruzadas, estaba un anciano con los ojos
cerrados; vestía una especie de taparrabos, sandalias de cuero y una capa que
parecía ser de piel de leopardo. La cabeza la tenía cubierta por una banda
alrededor, de donde salían plumas de varios colores, así como algunos caracoles
y piedritas de obsidiana. El hombre volvió a hablar:
—Serafín, yo soy tu abuelo, padre de tu padre. Tú eres mi sangre y mi
heredero. Debes saber que yo soy un nahual, tal vez esto te sorprenda, nos han
hecho mala imagen. No es cierto que hagamos el mal a nadie, mucho menos que les
chupemos la sangre; ni nos comemos a los niños; esto es lo que los curas le han
dicho a los indios, para acercarlos a las iglesias, pero no es verdad.
—Si en verdad eres mi abuelo, ¿por qué no me buscaste antes? Y, algo
importante para mi, ¿dónde está mi padre?
—Esas son preguntas inteligentes. La respuesta a la primera es que no te
busqué porque aún no estabas preparado. Todos los hombres tenemos un destino
qué cumplir; el tuyo es importante para tu pueblo, pero todavía no lo puedes saber,
hasta que sea el momento. La segunda pregunta le correspondería responderla a Anselmo,
mi hijo y tu padre, pero por ahora él no puede venir a verte. Siempre te ha
amado y ama a tu madre desde siempre. Hace tiempo que se fue del pueblo; no
soportó más el vivir atado al surco y a las arbitrariedades del hacendado y su
capataz, quienes le han impedido ir a verte y ver a tu madre. Es todo lo que te
puedo decir por ahora, ya tendrás ocasión de verlo y él te explicará.
—Sé que tienes dos buenos amigos, Serafín y eso es bueno; deben ser como
dos hermanos menores para ti, cuídalos, enséñales y protégelos. Siempre estarán
junto a ti y serán tu protección. Ellos no lo saben, pero están unidos a ti
desde antes de nacer. Ahora son Ignacio y Domitilo, en su oportunidad te diré
cuales son los nombres secretos de ustedes tres. Quiero preguntarte, ¿Crees en
lo que te he dicho y confías en mi?
—Sí creo, abuelo, porque lo siento en mi corazón y porque mi madre
siempre me ha hablado de mi padre y un poco de ti y sí confío, porque sé que
nunca me harás mal, porque soy tu sangre.
—Así es hijo mío. Estos viejos ojos ya no ven la luz del sol, pero sí
ven dentro de los corazones y de las almas de los hombres.
Hasta ese momento, Serafín no se había dado cuenta que su abuelo estaba
ciego; pendiente de sus palabras, no había reparado en que el viejo seguía con
los ojos cerrados.
—Perdona, abuelo, no sabía que eras ciego, ¿te puedo llevar a tu casa?
—No es necesario, hijo mío, yo vivo en el monte y sé los caminos. De
alguna forma te he visto cuando vienes con tus amigos y he estado presente
cuando les das las lecciones; hasta hoy, que era cuando me tenía que presentar
ante ti. Pero basta de charla, ustedes deben volver a sus casas, a nadie le
hables de que me han visto; sigan con su vida normal y yo les volveré a llamar.
Ahora vete, hijo y que los dioses te guíen y te protejan.
Siguiendo los consejos de su abuelo, los muchachos continuaron con su
vida normal; Serafín en la hacienda e Ignacio y Domitilo en sus labores en el campo.
Pasaban días sin verse; sus trabajos se terminaban hasta que el sol se ponía,
por lo que cuando llegaban a sus jacales, estaban tan agotados que solo
pensaban en dormir.
Por su parte Serafín había vuelto a ver a Ana María, entre semana era feliz,
porque podía estar cerca de ella durante el día. Por las tardes los jóvenes
caminaban por los jardines de la hacienda y ella le pasaba las clases que había
tomado; así fue aprendiendo que el mundo es algo mas que el espacio de tierra en
que nacieron y viven; aprendió que hay un mar océano que une dos mundos opuestos
y que es de donde vienen los conquistadores. No le dice nada a Ana María, pero
siente que cada día crece el odio hacia esos seres que han esclavizado a su pueblo.
Los fines de semana son diferentes; entonces llegan los amigos y los
músicos y el despreciable don Fermín, quien lo veía y sonriente se burlaba de
él’ Se daba cuenta que el fiel sirviente estaba enamorado de la muchacha, a
quien él seguía alhagando con regalos y atenciones, pero sin dejar ver sus torcidas
intenciones. Tenía bien claro que él no era una persona que pudiese estar atado
a una persona por ese convencionalismo llamado matrimonio. No, las mujeres eran
para divertirse de vez en cuando, sin problemas, sin compromiso, en particular
para los seres afortunados como él mismo.
De nada habían valido las recomendaciones de su padre don Everardo de
Bustos y Santillana, que ya estaba cansado de sacar de problemas a su
primogénito y tenía en gran estima a don Francisco de Urzúa, encomendero y
propietario de la hacienda de Puruagua; hombre muy apreciado en la Corte, pero don
Everardo se daba cuenta que el hijo era un “calavera” que solo hacía caso a sus
instintos. Durante la semana, se paseaba con sus primos en Acámbaro, viviendo
de fiesta en fiesta y de taberna en taberna; siempre a la caza de alguna joven
guapa a quien cortejar, para hacerla objeto de sus bajas pasiones y si estas
noticias no habían llegado a oídos de don Francisco, era por el oro que el
muchacho sabía repartir entre los ofendidos.
Llegó a la
hacienda el sábado por la mañana, acompañado por sus primos y una pandilla de
muchachos que le coreaban sus tonterías, quienes vivían sus francachelas a
expensas del disipado heredero.
Para
evitarse contratiempos, Serafín se mantuvo alejado del sitio de llegada de los
visitantes, dejando que otros peones se hicieran cargo de las cabalgaduras. A
media mañana, los jóvenes salieron a bordo de unas carretas adornadas con
flores, con destino a Puruagüita, sitio de esparcimiento donde había unos
borbollones de agua caliente y se formaban pozas muy agradables para retozar.
Las personas mayores acudían a ese lugar a aliviar sus dolencias reumáticas.
Sor María del Refugio no se separaba de su protegida Ana María, ante el
evidente enojo de Don Fermín.
Por su parte, Serafín y sus amigos, que se habían ausentado del trabajo
sin permiso, cuidaban a distancia los movimientos de los jovenzuelos. En tanto
los sirvientes levantaban las tiendas para proteger a los visitantes del fuerte
sol y otros se ocupaban de preparar los alimentos, los jóvenes inventaban
juegos y danzas con las muchachas; siempre tratando de alejarlas de las miradas
de sus nanas y cuidadoras. De cuando en cuando, los muchachos sacaban botas de
vino que habían llevado de contrabando, procurando convidar a las nanas, a fin
de tratar de emborracharlas, lo que fueron logrando sin que las encargadas de
las chicas se dieran cuenta.
El calor del medio día también hizo estragos en Sor María del Refugio,
quien se quedó dormida a la sombra de un árbol. Habiendo estado de acuerdo en qué
hacer, los amigos de don Fermín se fueron hacia las pozas con sus damas, en
tanto el rufián, mediante engañifas, se retiraba con Ana María a una zona
boscosa un poco alejada. La inocente chica pensaba que era parte de los juegos
y corría feliz de la mano de don Fermín; pero Serafín no era tan inocente, por
lo que se fue acercando sigiloso en compañía de sus amigos, hasta colocarse a
una distancia prudente, que, sin ser visto, pudiesen dar ayuda a Ana María.
Sintiéndose seguro, el astuto Fermín abrazó con fuerza a Ana María, que
por mas que trataba de defenderse, no podía ante la fuerza física del abusivo
muchacho; pero antes de que lograra sus aviesos fines, Serafín lo levantó
jalándolo de la camisa; Fermín se revolvió furioso y al ver que se trataba del
sirviente, extrajo de entre sus ropas un afilado puñal, pretendiendo dar muerte
al intruso. Ignacio, al ver la desigual pelea, alcanzó a Serafín un leño lo
suficiente grande y fuerte para hacer frente al furioso muchacho; como dos gallos
de pelea, los jóvenes giraban sin perderse de vista; uno tratando de herir al
rival y el otro esperando el momento de defenderse. Don Fermín lanzó una puñalada,
a lo que respondió Serafín blandiendo el leño y esquivando el puñal, Fermín se
agachó y el palo abanicó el aire. Ambos jóvenes recuperaron sus posiciones y
siguieron girando.
En tanto se desarrollaba el duelo, Ana María miraba aterrada y muda la
desigual pelea, sin atreverse a intervenir; corría el peligro de ser alcanzada
por el puñal, o por la estaca; Ignacio y Domitilo, mientras tanto, estaban
pendientes de que no fueran a llegar los amigos de Fermín, quien hizo un
movimiento de engaño y mientras Serafín bajaba el palo, logró alcanzarlo con el
puñal en el antebrazo izquierdo. Serafín se recuperó sin hacer caso a su herida
y en tanto Fermín contemplaba la sangre, el herido le asestó un estacazo en la
cabeza, cayendo Fermín sin sentido.
De inmediato, Serafín corrió al lado de Ana María, para cerciorarse de
que se encontraba bien, la chica casi se desmaya al ver la sangre en el
antebrazo de Serafín y desgarrando el olán de una de sus faldas, le vendó la
herida a su buen amigo, abrazándolo con alegría. Ignacio se acercó a Fermín y
comprobó que solo estaba inconsciente. Preocupada, Ana María recomendó a
Serafín que se fuera, porque el capataz era capaz de matarle para quedar bien
con su padre y el mismo Fermín, era un muchacho vengativo y trataría de
cobrarse la afrenta.
Serafín accedió a irse, pero antes le pidió a Ana María que se fuera al
lado de sor María del Refugio, así él estaría seguro de que no le pasaría nada.
Accedió la chica y Serafín y sus amigos se fueron al monte, a perderse hasta
que se enfriara el asunto. Cuando don Fermín, se levantó hecho un basilisco
buscando a Serafín, Ana María se hizo la sorprendida y le reclamó al muchacho
su grosera actitud, al grado que su cuidadora les pidió volver en el acto a la
hacienda. Este penoso incidente dio al traste con ese paseo que tantas ilusiones
había despertado. Los sirvientes levantaron las tiendas y la comida a medio
preparar y todos se fueron a comer a la hacienda; bueno, no todos, porque don
Fermín y sus secuaces se disculparon por tener qué atender otros asuntos.
En realidad, don Fermín se fue en busca de información que lo pudiera
llevar a donde se pudiera esconder Serafín; no hubo quien le diera tal
información, no obstante, el grupo estuvo recorriendo la sierra en busca de los
tres amigos; éstos conocían muy bien su terreno y desde lejos miraban cómo
daban vueltas sin hallarlos. Hubo momentos en que estuvieron a escasos diez
metros unos de otros, pero pasaron sn ver a los fugitivos, quienes, de
quererlo, pudieron haberlos sorprendido y hacerles daño; no era oportuno, ya
tendrían la ocasión de hacerlo.
Pasó casi un año, desde aquel incidente, Don Fermín se alejó de la
hacienda, había perdido la confianza de Ana María; cuando Don Francisco se
enteró, pidió a la servidumbre que se impidiera el paso a Fermín y sus amigos y
lo mismo le comunicó a don Everardo de Bustos, padre de Fermín, quien, apenado,
ofreció disculpas a don Francisco, ofreciendo poner un correctivo ejemplar a su
calavera hijo. Desde luego nunca lo hizo, pero bastó para alejar al muchacho de
la hacienda de Puruagua.
Serafín volvió a sus actividades en la hacienda y a sus paseos con Ana
María y continuó su aprendizaje; siguió reuniéndose con sus amigos, pasándoles
las lecciones y compartiendo con ellos las lecturas que Ana María le
proporcionaba. Poco a poco sus mentes se fueron abriendo a otras visiones del
mundo en que vivían. Sus reuniones nocturnas siempre estaban pendientes de que
en algún momento pudieran ser llamados por el abuelo de Serafín. Pasaron los
meses sin tener ninguna noticia del anciano, por mas que los muchachos vagaban
por distintos rumbos, no encontraban ni señas de que el hombre hubiese pasado
por esos lugares.
Luego de un año, se encontraban los muchachos en su clase nocturna, cuando
de pronto vieron surgir frente a ellos un enorme puma, los ojos amarillos le
brillaban por la luz de la fogata de los muchachos, quienes atemorizados se
quedaron inmóviles, esperando que en cualquier momento se les lanzara encima. Para
aumentar su asombro, el animal se irguió y bajo la piel apareció el anciano
ciego, quien, sonriente, les habló bromista.
—No se espanten, hijitos, aunque hace tiempo no nos hemos visto, siempre
estoy pendiente de ustedes; hoy vamos a continuar la plática que dejamos pendiente
hace unos meses. Acompáñenme.
El viejo empezó a caminar sin tropiezos entre la vegetación del monte,
en completo silencio, como si fuera un felino; los muchachos, en esa obscuridad,
caminaban casi a tientas, tropezando con raíces y troncos. El abuelo, como si
los viera, sonreía. Esa era la primera lección de muchas mas que estaban por
venir. Luego de casi una hora, llegaron
a un claro donde había una gran piedra plana, el chamán se sentó en ella y puso
a un lado su bordón, la caminata le había hecho transpirar, por lo que se quitó
la capa de piel de puma. Poco después llegaron los tres amigos, jadeantes y
sudorosos, arañados y golpeados por las ramas, dejándose caer exhaustos junto
al anciano, quien no perdía su sonrisa.
—¿Se cansaron, hijitos?, preguntó socarrón el viejo, esto fue solo una
muestra de lo que tendrán que aprender para superarse a sí mismos. Tendrán qué
aprender a caminar a ciegas, sin hacer ruido. Primero empezaremos por conocer
sus nombres secretos, para saber cuales serán las características que tendrán
que desarrollar. Empezaremos contigo Serafín, ─dijo, en tanto extraía del
morral un pequeño braserillo, haciendo arder unas ramitas y colocando encima un
poco de copal, que al calentarse empezó a llenar el ambiente de su suave aroma,
avivando los sentidos─.
Continuó explicando a su nieto:
—Siéntate con las piernas cruzadas, respira con tranquilidad y cierra
los ojos. En tanto el muchacho adquiría un ritmo de respiración pausado y
tranquilo, el nahual extrajo de su morral unos pequeños hongos secos y negros;
sobre la piedra y envueltos en unas hojas verdes, los molió aplastándolos con
las manos, hasta que quedaron casi en polvo; luego extrajo una hoja verde mas
chica y envolvió una pequeña parte del polvo, acercó el bocado a Serafín y le
pidió abrir la boca, masticar y tragar lo que le estaba dando. Masca con calma,
sentirás el sabor un poco amargo, pero soportable; no abras los ojos y
concentra tu pensamiento en la estrella de la tarde... el viejo hablaba en voz
baja, tranquilizante... ¿Ves la estrella? Es muy brillante y parece que se
agranda.
Los amigos de Serafín miraban como hipnotizados lo que estaba
ocurriendo, sentían algo de miedo, pero no era cosa de mostrarse débiles en
esos momentos. Serafín terminó de masticar y un hilo de espuma blanca le escurrió
por la comisura de la boca, tuvo un ligero estremecimiento y habló:
—Honorable abuelo y maestro, estoy ante ti para recibir tus enseñanzas
con humildad; la fuerza de nuestros antepasados me sostiene y apoya. Te
escucho.
—Muy bien, Serafín, mi nieto elegido; el Gran Espíritu, creador de todo
lo que vemos y de lo que nos está oculto, Señor de todos los hombres, los
animales y toda la vida. Dueño del mundo. Cuando naciste y de acuerdo con lo
que su sabia mano escribió para ti, te dio un nombre. Yo te ordeno que, con
mucha humildad, sin ver su rostro, le pidas que te revele el nombre que
escribió en el Libro, escucha muy bien lo que te diga.
Serafín permaneció en silencio un largo tiempo, en momentos movía la
cabeza en señal de asentimiento, siempre con la cabeza baja y los ojos
cerrados. Luego de largos minutos, enderezó el tronco de su cuerpo y habló:
—Amado abuelo, el Gran Espíritu se ha dignado escucharme y me ha
revelado mi nombre secreto, este es Itzmín, el trueno, porque todos lo escuchan
y muchos le temen y mi animal es el gavilán; me indicó que el resto me lo
enseñarás tú mismo.
—Muy bien, Itzmín, ese será tu nombre entre nosotros, fuera de aquí seguirás
siendo Serafín. Tu animal es el gavilán y deberás adquirir sus cualidades. Ser
rápido y elegante en tus movimientos; tener una vista aguda a distancia y
moverte en silencio. Cuando domines esas cualidades, entonces podrás ser un
auténtico gavilán. Ahora bien, el nombre que el Gran Espíritu te eligió,
deberás hacerlo valer entre los hombres, pero sin revelarlo: que todos te
escuchen y muchos te teman, eso te hará fuerte para cumplir la misión que
iremos conociendo mas adelante. Ahora recuéstate y duerme, descansa tu mente y
tu espíritu.
Serafín obedeció el mandato de su abuelo y se recostó sobre la piedra,
cubriéndose con su sarape y cayendo en un profundo sueño. «En ese estado
onírico se vio a sí mismo volando a gran altura, planeando elegante aprovechando
las corrientes de aire. Se vio al frente de un grupo de hombres: Unos sanos y
fuertes, empuñando algunas armas, otros enfermos y unos mas heridos, el gavilán
se posó sobre una rama y a todos ayudaba, luego se obscureció el cielo y hubo
un gran estruendo de golpes y voces, de gritos de dolor y de arengas. El
graznido del ave era como un grito que llenaba la obscuridad, pero no se miraba
dónde estaba el gavilán.» Ya no supo mas. Durmió tranquilo, relajado.
Después de algunos minutos de descanso y meditación, Ignacio y Domitilo
permanecieron en silencio, sin saber qué deberían hacer, mirándose el uno al
otro, sin hallar la respuesta. Volvió a hablar el viejo nahual.
—Ahora te toca a ti, Ignacio.
El muchacho se sobresaltó al escuchar su nombre, su rostro adquirió una
palidez temerosa, pero se puso en pie y se acercó al anciano, que permanecía con
los ojos cerrados, como durmiendo, con esos ojos muertos a la luz.
—Siéntate con las piernas cruzadas y cierra los ojos. Respira con tranquilidad,
no temas. Siento vibrar tu alma por el miedo, pero debes estar tranquilo si
quieres ayudar a Serafín. Ustedes son como hermanos y yo te veo como a mi
nieto. No temas, hijo mío.
El viejo continuó hablando con tranquilidad a Ignacio, quien a poco
empezó a respirar con suavidad, sin temor alguno. Entonces, al igual que a
Serafín, el nahual le dio a comer el bocado de hongos en polvo, pidiéndole que
lo mascara con lentitud. En la boca del muchacho se activó la salivación y el
bocado se hizo digerible; el gustillo amargo le molestó poco y sintió que su
cuerpo se hacía liviano. A lo lejos escuchó el ulular de un búho, pero no le
inquietó, solo escuchaba la voz del anciano nahual y a su nariz llegaba el
dulzón aroma del copal.
—Ahora, Ignacio, vas a estar en presencia del Gran Espíritu, no lo mires
a la cara, pues morirías en el acto, humíllate ante Él y escúchalo, Él te dirá
cosas importantes.
Por un largo rato, Ignacio permaneció en silencio, en tanto el nahual
ponía mas copal y otras substancias en el braserillo, para envolver en humo aromático
el espacio en que se hallaban; la luna, impasible, continuaba su eterno vagar,
indicando el paso de las horas. El viento susurrante, llevaba mensajes de paz y
armonía en el milenario bosque; en el valle, los pueblos dormían el sueño de la
ignorancia o la indiferencia, mientras que, en el claro del bosque, cuatro
almas recibían una iluminación anunciada en la eternidad del tiempo. Al fin habló
Ignacio.
—Venerable abuelo, el Gran Espíritu me ha hablado, me ha indicado mi
nombre secreto, es Coyoltzin, que significa, pequeño cascabel; estoy señalado
para llevar alegría a mis hermanos, es contagiosa y les aliviará sus momentos
de tristeza, que son muchos y vendrán mas; también es un aviso de que vienen
tiempos mejores, aunque antes de que lleguen habrá sufrimientos. Eso es lo que
me ha dicho, pero no lo entiendo.
No te preocupes, Coyoltzin, que yo te iré indicando el camino que
seguirás, al igual que a Itzmín, te digo que tu nombre, fuera de aquí, seguirá
siendo Ignacio. Tu nombre significa pequeño cascabel y, como bien sabes, los
cascabeles provienen de la serpiente, por lo tanto, deberás aprender a moverte
con cautela, tu alegría se escuchará y alegrará a tus hermanos, pero la
serpiente también es astuta y deberás aprender a serlo para que tus enemigos no
te sorprendan. Aprenderás estas cualidades bajo mi guía y cuando estés
preparado, yo te indicaré cual será tu misión. Ahora deberás descansar, tu
esfuerzo ha sido grande.
Tocó luego el turno a Domitilo, quien de inmediato se acercó al nahual, le
habló con respeto:
—Honorable abuelo, toy aquí pa recibir tus enseñanzas; quero ser un fiel
acompañante de Serafín, a quen quiero como un hermano y por quien toy dispuesto
a dar la vida.
—Lo sé, hijito, lo sé muy bien; como les dije, siempre he estado cerca
de ustedes. Siéntate como has visto hacerlo a tus amigos, cierra los ojos y
respira con tranquilidad.
En tanto se relajaba Domitilo, el viejo nahual se puso a preparar sus cosas.
Atizó la lumbre del brasero, le puso mas copal y una piedrita de ámbar, con lo
que el aroma alcanzó una delicadeza especial, envolviendo al joven y ayudándole
a tener una concentración adecuada. Satisfecho con el estado mental del
muchacho, el curandero le dio el bocado de hongos y le repitió lo mismo que a
sus amigos. En tanto el chico se encontraba en ese viaje espiritual. El nahual
empezó a tocar una dulce melodía en una pequeña flauta de carrizo. El sonido
era suave y adormecedor, ayudando a Domitilo en su estado de relajación. Luego
de un tiempo, el joven habló:
—Amado abuelo, he seguido tu guía y he’stado en la presencia del Gran
Espíritu; en mi viaje a la casa del Señor del mundo, he sido acompañado por un
espíritu de Luz, cuyo nombre es Hiuhtonal,
quien me ofreció estar cerca de mí durante toda mi vida. El Gran Espíritu miró
en su gran Libro y me dijo mi nombre, Azcatl,
mi animal es la hormiga.
—Muy bien, Azcatl, ese es tu
nombre secreto y, en efecto, quiere decir hormiga, por lo que deberás desarrollar
sus características: inteligencia, trabajador, organizado y fiel. Cuando estés
preparado, nos reuniremos y continuaremos la enseñanza. Ahora, al igual que tus
hermanos, debes descansar.
Domitilo se recostó junto a sus amigos y en pocos minutos estaba dormido.
El viejo los miró con amor indulgente; los sahumó con el braserillo; luego tocó
la flauta y tañó un tamborcillo y al ritmo de la música, danzó alrededor de la
gran piedra. La luna, Kutzi, se
ocultó en el horizonte. Tata Jurhiata,
Señor Padre Sol, hermano y esposo de Kutzi,
empezó a asomar en la lejanía; algunas aves se lanzaron a su diario vuelo, en
busca del sustento. El Señor de la vida anunciaba el nuevo día. El viejo
invidente se alejó silencioso en busca del reposo. Los tres amigos recibieron
los acariciantes rayos de Tata Jurhiata
y se sintieron reconfortados.
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