El Convento de Capuchinas de Acámbaro
La vida de
Ana María siguió su curso, por la mañana sus clases y por las tardes los paseos
acompañada por Serafín, que se desvivía por complacerla, cuando menos mientras don
Francisco se mantuviera fuera de la hacienda, porque cuando estaba, Serafín no
podía ni acercarse a la finca; entonces los dos muchachos se extrañaban.
Ya la joven
estaba en edad de ingresar a alguna institución donde recibiera una educación formal,
por lo que don Francisco estaba investigando cual sería la apropiada. Al final
tenía dos opciones, o el Convento de las Hijas de María en Valladolid, o el de
las Hermanas Capuchinas en Acámbaro. No era que tuviera la intención de enclaustrarla,
pero no había escuelas para señoritas, por lo que solo las religiosas podían
ocuparse de esa misión tan delicada: Enseñar y cuidar de las niñas de los
nobles novohispanos.
La Orden de monjas Capuchinas regía su vida alrededor del coro; comenzaban
el día a las cuatro de la mañana, cuando al son de matracas se levantaban para
acudir al coro, donde recibían la bendición de la prelada; daban gracias y a
las cuatro y media decían la prima, y la tercia, se descendía luego al coro
bajo a hacer meditación de un punto que se proponía; ahí permanecían para oír
misa, y acabada esta, se rezaban la sexta y la nona y luego salían a tomar
colación y a la sala de labor. Las vísperas se rezaban a las dos, y las
completas a las cinco, estando en
oración hasta las seis. Volvían al refectorio a comer y otra vez al coro, hasta
las ocho, en que se iban a dormir para retornar a las once, también con
matracas, a rezar los maitines y laudes.
Don Francisco viajó a Acámbaro a entrevistarse con la abadesa, la hermana
Felipa, mujer adusta y enérgica, quien había tomado ese nombre en memoria de Felipe
de Jesús, primer mártir mexicano, jesuita muerto en Japón.
Nacida y educada en España, llegó a México en edad madura, con la
encomienda de fundar la Casa de las Capuchinas en Acámbaro; de eso ya habían
pasado sus buenos quince años. En ese tiempo, Sor Felipa tenía cuarenta y cinco.
Recibió a don Francisco en su oficina. Aunque su misión principal era preparar
Siervas de Jesús Sacramentado; su intención muy personal, era servir a los
poderosos de Nueva España para alcanzar una posición de poder y hacer fortuna.
Su vida en las barriadas de Madrid había sido de penurias y privaciones.
Un padre alcohólico, una madre
enérgica y brutal y una niñez de maltratos y hambre, habían dejado en la mujer
un carácter harto difícil y un alma llena de ambiciones. Su ingreso al convento
fue una salida de esa vida infeliz que llevaba; sin embargo, se esforzó en
aprender y se disciplinó, siempre teniendo en la mira el ir ascendiendo en
posiciones dentro de la Orden.
De sus
hermanas mayores, nunca supo. Alguien le dijo alguna vez que se dedicaban al
comercio de la carne y el pecado, por lo que ella no quiso buscarlas. De las
menores, no quiso ayudarlas, ello le representaría un lastre qué arrastrar en
la meta que se había trazado. Durante veinticinco años supo guardar muy bien
sus intenciones, logrando al final que le encomendaran la fundación y dirección
del nuevo convento en tierra americana. Lo único que nunca aceptó, fue el trato
con los hombres; aún cuando ella tenía un cierto atractivo cuando joven, el
solo recuerdo de su padre llegando borracho a su casa; gritando y golpeando a
la mujer y renegando de las hijas, le hizo mantenerse apartada del sexo
masculino.
Quizá en el
fondo se le hubiera formado un cierto carácter homosexual; aunque al parecer
disfrutaba viendo a las jóvenes monjas, nunca se supo que hubiera tenido algún
acercamiento sospechoso hacia otra mujer. En su fuero interno sabía de la gran
pecadora que llevaba dentro y, a fin de ir pagando sus culpas acostumbraba
llevar un silicio en la espalda, lo que la obligaba a caminar encorvando la
espalda. Su hábito color café y el cordón con tres nudos colgando y anudado a
la cintura, le recordaban que era una hija espiritual de San Francisco, lo que
mas le carcomía el alma;s se daba cuenta que su gran mentira podía engañar a
los hombres, pero jamás engañaría a Dios.
Pero esos
pensamientos eran solo para sí misma; su actitud hacia los demás, no cambiaba;
era el mismo ser despótico que todas las religiosas de la abadía repudiaban. En
esos pensamientos estaba cuando alguien llamó a su oficina:
—Pase, ─dijo
autoritaria la abadesa─.
—Buenos
días, reverenda Madre, ─saludó don Francisco─ soy el padre de doña Ana María de
Urzúa.
—Ya recuerdo,
don Francisco de Urzúa, pase usted, por favor y tome asiento para que podamos platicar
con tranquilidad.
La Abadesa
tomó asiento en un sillón de respaldo alto, invitando a don Francisco a
acompañarla. La religiosa hizo sonar una campanilla y de inmediato entró una
religiosa a atender el llamado.
—Sor
Altagracia, vea con nos sirvan un poco de chocolate y unas galletas de las que
hornearon anoche.
—Usted dirá,
Don Francisco, ¿en qué podemos servirle?
—Madre, mi
hija, doña Ana María, está por cumplir quince años, aunque ha recibido lecciones
con buenos preceptores, es necesario que empiece a tener una educación mas
profesional; como usted está enterada, en estas tierras no hay colegios para
señoritas, por lo que he pensado que tal vez usted la admitiera sin ser una
novicia, no es mi deseo que profese.
—Tiene usted
mucha razón, don Francisco, en estas tierras tan alejadas del Centro, parece
ser que nadie piensa en la educación de las niñas, de las chicas de buenas
familias y nobles costumbres.
─Como usted
debe estar enterado, nuestra santa Orden no está dedicada a la educación, pero
tenemos también el sagrado deber de velar por nuestras niñas; tratándose de
hijas de buenas familias, como la vuestra, las acogemos con gran alegría. Pero
nuestra orden es pobre; vivimos de las limosnas que nuestros benefactores generosos
nos aportan, por lo que nos vemos en la penosa necesidad de pedir a quienes nos
solicitan tal servicio, la aportación de una dote para la educación de sus
hijas.
—Desde luego
que lo entiendo, reverenda Madre, en verdad os digo que la dote de mi hija es
generosa; busco para ella, la mejor educación que una señorita de su clase debe
tener.
—Muy bien,
Don Francisco, envíeme a su hija y me comprometo a tenerla durante cuatro años;
el costo de esos cuatro años es de seis mil maravedíes, mas otros mil para
beneficio de la Orden, si usted está de acuerdo.
En esa
charla estaban, cuando sor Altagracia entró silenciosa, portando una charola
con una jarra de aromático chocolate y un platón de olorosas galletas; sirvió
dos tazas y sin pronunciar palabra volvió a salir, tan en silencio como había
entrado. Sor Felipa ofreció una de las tazas a su invitado, acercando las
galletas para que las probara, lo que hizo con deleite el hacendado, elogiando las
atenciones y la calidad de las viandas.
—Una cosa
mas, Don Francisco, debe usted saber que nuestras pupilas, al entrar al convento,
se retiran del mundo; por ser una cuestión especial, los familiares de las
niñas aceptadas para su educación, tienen cierta libertad, las pueden visitar
una vez al mes, el cuarto domingo, después de la Misa dominical; todo esto lo
hacemos para evitar distracciones a nuestras jóvenes; por lo demás, serán
tratadas con la misma disciplina que las novicias y religiosas profesas, si
usted está de acuerdo, esperamos a doña Ana María para el próximo domingo.
La suerte de
la niña estaba echada; la voluntad del padre era absoluta, no admitía discusión.
El domingo siguiente, Ana María abordó la carroza particular de su padre y en
una carreta aparte, llevaban un baúl con sus pertenencias. Sor María del
Refugio acompañó a su señora hasta la propia abadía, pero no pudo permanecer en
el convento como era su intención; ello representaría una interferencia en su
educación, por lo que, muy a su pesar, don Francisco la devolvió al padre
Salanueva, para que él la regresara a su convento; no obstante, le hizo la
promesa de que al salir Ana María de su retiro, la volvería a llamar. La
religiosa se retiró triste y llorosa; se había encariñado de la chica. La vida
ya no fue la misma en la hacienda; para Serafín había perdido todo interés, por
lo que decidió irse del pueblo.
Conoce el Camino del nahual
Decidido,
Serafín habló con su madre; ya tenía 16 años y se sentía con la suficiente
confianza para enfrentar solo la vida que le tocara. Su preparación como nahual
aún no terminaba y su abuelo Abundio Casimiro ya era viejo; tal vez no quedara
mucho tiempo para que le siguiera enseñando. Juana, su madre, lo entendió y
haciendo a un lado su dolor de madre, comprendió que su hijo tenía que hacerse
un hombre y defenderse solo; ella no iba a estar a su lado toda la vida. Entendió
también que la ausencia de su niña Ana María, era el principal motivo de la
partida de su hijo. El muchacho se hincó y la madre le dio su bendición y un
consejo; «Debes ser siempre un hombre honrado, no desees el mal para nadie y
nunca olvides tus orígenes»
Serafín se
echó el morral al hombro, donde su madre le había puesto algunos alimentos y
avanzó resuelto, sin volver la vista atrás, como le había dicho su abuelo: «No
veas hacia atrás, tu futuro está delante» El muchacho fue en busca de sus
amigos Ignacio y Domitilo, quienes enterados de los planes de Serafín, también
habían decidido irse con él; los padres de los muchachos estaban de acuerdo en
ello; la vida en las tierras del encomendero, cada día eran peores, además les
llegaban noticias de grupos aislados que hablaban de un levantamiento para
acabar con esa forma de esclavitud; recomendaron a sus hijos tener cuidado, no hablar
de esas cosas con desconocidos, pero estar pendientes para unirse a la
rebelión, si lo consideraban apropiado.
Sin una
idea concreta, los muchachos se fueron rumbo a Jerécuaro y al llegar al arroyo
se desviaron para continuar por el cause hasta encontrar la entrada a las
grutas; caminaron con la seguridad de quien conoce sus terrenos. Arribaron a una
sala donde habían ido haciendo acopio de armas; armas rústicas, como lanzas,
flechas, hachas, lanzaderas, etc. También habían llevado una fragua y algunas
piedras de carbón, esto lo había suministrado un herrero que estaba decidido a
luchar para terminar con la esclavitud a que estaban sometidos. En grandes
cántaros de barro habían almacenado maíz mezclado con un poco de cal apagada, a
fin de preservar el grano de las plagas. Tenían leña suficiente y por el agua
no se podían preocupar, la había en abundancia en el interior de las grutas.
Así pasaron
muchas horas, los muchachos visitaron distintas grutas y Serafín fue haciendo
un plano, para que, en caso de ser necesario, pudiesen llevar a otras personas,
sin peligro de que se perdieran en esos laberintos. Había lugares en que
existían algunos respiraderos naturales, que por el exterior estaban
semiocultos por la vegetación, por medio de las cuales se daban cuenta del
tiempo que hacía en el exterior.
Una gruta
profunda, les gustaba de forma especial; los muros estaban cubiertos de
dibujos; algunos hechos como con las manos, las había de distinto tamaño y diferente
color; otras representaban algunos animales que debieron existir en algún momento
en esos parajes, Animales muy grandes, en comparación con algunos hombres
representados. Esos extraños animales tenían unas orejas grandes; unas trompas
como robustas serpientes y largos y retorcidos cuernos que les salían del hocico.
Con seguridad eran fantasías de los antiguos artistas. Al fondo de los animales
se miraba un cerro alto que echaba humo y lumbre; tal vez su dios Curicaveri
les haya dicho lo que deberían dibujar. Había restos de lumbradas y cazuelas
con polvos rojos, verdes y azules; ¡a saber qué comerían!
Cansados de
caminar, los muchachos se tendieron a descansar sobre unas rocas, dispuestos a
preparar fuego donde hacerse la cena; se dieron cuenta que ya estaba obscuro en
la superficie mirando el cielo a través de uno de los respiraderos.
A través de
los años habían ido colocando hachones que les guiaban e iluminaban en los
tramos donde no había paso de luz natural. Conforme avanzaban, iban apagando antorchas,
a fin de no desperdiciarlas. En la semipenumbra de la gruta, de pronto vieron
un leve resplandor, era como un lucero distante, pero a poco se fue agrandando,
aumentando la intensidad de su luz. Los amigos de Serafín miraban asustados, en
cambio él estaba tranquilo; desde un principio supo de qué se trataba; más bien
de “quién” se trataba, así que, viendo la alarma de sus amigos, los tranquilizó
al decirles:
—No
se preocupen, amigos, es mi abuelo, Abundio Casimiro, el nahual.
—Ja, ja,
ja, ─se escuchó la risa del viejo─ ya no es tan fácil sorprenderte, Serafín,
pero aún te falta mucho por aprender.
—Lo sé
abuelo, lo sé y no sabes cuánto te agradezco lo que me has enseñado. Qué bueno
que hayas venido, tengo cosas que preguntarte.
—Muy bien,
hijo mío, deja a tus amigos que descansen y tú y yo iremos a caminar y a platicar.
El viejo
nahual y su nieto se fueron caminando hacia el fondo de la gruta, donde se
recibía una caída de agua, formándose un estanque de agua fresca y cristalina.
El viejo encendió una hoguera y ambos se sentaron sobre unas piedras, al calor
del fuego.
—Y bien,
Itzmin, ─utilizó el nombre secreto─ dime, ¿qué me quieres preguntar?
—Abuelo,
nos hemos salido del pueblo, ya no toleramos vivir en esa esclavitud; algunas
personas nos dicen que hay descontento de la gente por la misma situación,
¿también nosotros debemos unirnos a algún grupo de descontentos?
—Hijo mío,
esa pregunta que me haces, no es sencilla de responder; por una parte, debes
respaldar a tu pueblo, pero por otra, hoy dejas una forma de esclavitud, te
metes en una lucha que puede costarte la vida y al final, caerás en otra forma
de servidumbre.
—¿Pero por
qué es esto, abuelo? ¿Por qué el hombre no puede ser libre de buscar su vida en
donde mejor le parezca?
—Sí, hijo,
el hombre nació libre, el Creador así lo hizo; pero siempre habrá alguien mas
poderoso por encima de ti y tratará de dominarte. Esto no debe distraer tu
deseo de libertad, mas bien, debe mantenerte alerta, para no caer en
situaciones parecidas.
—Entonces,
abuelo, ¿qué debemos hacer?
—Deja que
te responda tu corazón, lo hará en el momento preciso.
—Ahora,
hijo, deberás seguir con tu aprendizaje; el camino es largo y pesado, pero si
quieres ser un nahual, deberás seguirlo. El siguiente paso para aprender es la
comunicación espiritual; para ello te debes acostumbrar a comer los hongos
sagrados, son "teonanácatl”, es
decir, “alimento de los dioses”. Primero
deberás saber identificarlos, conocerlos muy bien para saber cuándo es buen
tiempo para cortarlos; recuerda que son sagrados, así es que deberás verlos con
reverencia. No puedes comerlos en cualquier momento, primero debes estar
preparado para hacerlo; hay distintas variedades de hongos sagrados, algunos
los reconocerás por sus brillantes colores, pero ¡cuidado!, pueden ser
venenosos, que es la forma en que los dioses castigan a aquellos que pretenden
comerlos sin ser nahuales. Los en verdad sagrados, no son tan vistosos; pueden
parecer hasta insignificantes y los que no los conocen los despreciarán.
Unos son
como pequeños clavillos y otros como cazuelitas, ambos de color café claro, no
son muy grandes y abundan en las zonas boscosas, a la sombra de grandes pinos; abundantes
en la temporada de lluvias, pero en el monte, cerca de los manantiales, siempre
los podrás encontrar. La mejor hora para recogerlos, es antes de que levante el
sol. Con los primeros rayos deberás estar preparado para cortarlos, pero un día
antes debiste haberlos encontrado. Lo primero que harás, será quemar copal en
tu braserillo, que siempre deberá ir contigo. Le pedirás permiso a los dioses
para cortarlos y comerlos, esa noche te dormirás sin probar alimento y en
sueños te llegará la respuesta de los dioses; si esa noche no recibes la
respuesta, es que no debes cortar y comer esos hongos; entonces deberás volver
a buscarlos y repetir la ceremonia, hasta que recibas el aviso.
—Ahora,
Itzmín, deberás descansar, tienes un largo camino por recorrer, es el llamado “camino del nahual”, no esperes ver una
vereda por donde caminar, se le llama así por ser el destino de los nahuales;
para llegar a serlo, deberemos caminarlo y en ese recorrido iremos aprendiendo.
Tu destino está trazado desde que el Creador hizo el mundo; yo he visto una
parte de ese destino y tendrás que dirigirte a ciertos pueblos, caminarás hacia
el Valle de Huatzindeo, donde está la ciudad de San Andrés de Salvatierra; en
ese lugar permanecerán unos días, escuchen lo que la gente dice, pero no
hablen, sean invisibles, muévanse sin prisa, siempre vayan limpios, así serán
invisibles, es posible que algún nahual te reconozca; tú también te darás
cuenta y deberás escucharlo, seguir sus recomendaciones y él te indicará cuando
debes continuar y hacia donde deberás seguir tu camino. Ahora, hijo, ve a
descansar junto con tus amigos; mañana, antes de que salga el sol, deberán
empezar a caminar, lleven una camisa y un calzón limpios, para que se cambien
antes de entrar al pueblo, la ropa que se quiten deberán lavarla, para
cambiarse en el siguiente pueblo, ¿está claro?
—Está
claro, abuelo. ¿Te volveré a ver?
—Mas
adelante, cuando menos lo esperes o cuando te vea en dificultades, quizá no me
veas como ahora, pero tú sabrás identificarme. Que los dioses te acompañen.
El viejo
nahual se convirtió en una pequeña luz y desapareció casi al instante. Serafín
se quedó parado, como clavado al suelo, hasta que se dio cuenta que estaba
solo, entonces volvió al lado de sus amigos; ellos dormían, así que avivó el
fuego y se acostó envuelto en su cobija. Esa noche su sueño fue inquieto,
poblado de animales extraños y nahuales que le hablaban y le llamaban; su
abuelo estaba a su lado y lo detenía para que no acudiera a esos llamados, que
le harían daño. Luego durmió tranquilo y su cuerpo descansó.
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