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LA CATACUMBA ROMANA

martes, 31 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 6


El Convento de Capuchinas de Acámbaro

La vida de Ana María siguió su curso, por la mañana sus clases y por las tardes los paseos acompañada por Serafín, que se desvivía por complacerla, cuando menos mientras don Francisco se mantuviera fuera de la hacienda, porque cuando estaba, Serafín no podía ni acercarse a la finca; entonces los dos muchachos se extrañaban.
Ya la joven estaba en edad de ingresar a alguna institución donde recibiera una educación formal, por lo que don Francisco estaba investigando cual sería la apropiada. Al final tenía dos opciones, o el Convento de las Hijas de María en Valladolid, o el de las Hermanas Capuchinas en Acámbaro. No era que tuviera la intención de enclaustrarla, pero no había escuelas para señoritas, por lo que solo las religiosas podían ocuparse de esa misión tan delicada: Enseñar y cuidar de las niñas de los nobles novohispanos.
La Orden de monjas Capuchinas regía su vida alrededor del coro; comenzaban el día a las cuatro de la mañana, cuando al son de matracas se levantaban para acudir al coro, donde recibían la bendición de la prelada; daban gracias y a las cuatro y media decían la prima, y la tercia, se descendía luego al coro bajo a hacer meditación de un punto que se proponía; ahí permanecían para oír misa, y acabada esta, se rezaban la sexta y la nona y luego salían a tomar colación y a la sala de labor. Las vísperas se rezaban a las dos, y las completas  a las cinco, estando en oración hasta las seis. Volvían al refectorio a comer y otra vez al coro, hasta las ocho, en que se iban a dormir para retornar a las once, también con matracas, a rezar los maitines y laudes.
Don Francisco viajó a Acámbaro a entrevistarse con la abadesa, la hermana Felipa, mujer adusta y enérgica, quien había tomado ese nombre en memoria de Felipe de Jesús, primer mártir mexicano, jesuita muerto en Japón.
Nacida y educada en España, llegó a México en edad madura, con la encomienda de fundar la Casa de las Capuchinas en Acámbaro; de eso ya habían pasado sus buenos quince años. En ese tiempo, Sor Felipa tenía cuarenta y cinco. Recibió a don Francisco en su oficina. Aunque su misión principal era preparar Siervas de Jesús Sacramentado; su intención muy personal, era servir a los poderosos de Nueva España para alcanzar una posición de poder y hacer fortuna.
Su vida en las barriadas de Madrid había sido de penurias y privaciones. Un padre alcohólico, una madre enérgica y brutal y una niñez de maltratos y hambre, habían dejado en la mujer un carácter harto difícil y un alma llena de ambiciones. Su ingreso al convento fue una salida de esa vida infeliz que llevaba; sin embargo, se esforzó en aprender y se disciplinó, siempre teniendo en la mira el ir ascendiendo en posiciones dentro de la Orden.
De sus hermanas mayores, nunca supo. Alguien le dijo alguna vez que se dedicaban al comercio de la carne y el pecado, por lo que ella no quiso buscarlas. De las menores, no quiso ayudarlas, ello le representaría un lastre qué arrastrar en la meta que se había trazado. Durante veinticinco años supo guardar muy bien sus intenciones, logrando al final que le encomendaran la fundación y dirección del nuevo convento en tierra americana. Lo único que nunca aceptó, fue el trato con los hombres; aún cuando ella tenía un cierto atractivo cuando joven, el solo recuerdo de su padre llegando borracho a su casa; gritando y golpeando a la mujer y renegando de las hijas, le hizo mantenerse apartada del sexo masculino.
Quizá en el fondo se le hubiera formado un cierto carácter homosexual; aunque al parecer disfrutaba viendo a las jóvenes monjas, nunca se supo que hubiera tenido algún acercamiento sospechoso hacia otra mujer. En su fuero interno sabía de la gran pecadora que llevaba dentro y, a fin de ir pagando sus culpas acostumbraba llevar un silicio en la espalda, lo que la obligaba a caminar encorvando la espalda. Su hábito color café y el cordón con tres nudos colgando y anudado a la cintura, le recordaban que era una hija espiritual de San Francisco, lo que mas le carcomía el alma;s se daba cuenta que su gran mentira podía engañar a los hombres, pero jamás engañaría a Dios.
Pero esos pensamientos eran solo para sí misma; su actitud hacia los demás, no cambiaba; era el mismo ser despótico que todas las religiosas de la abadía repudiaban. En esos pensamientos estaba cuando alguien llamó a su oficina:
—Pase, ─dijo autoritaria la abadesa─.
—Buenos días, reverenda Madre, ─saludó don Francisco─ soy el padre de doña Ana María de Urzúa.
—Ya recuerdo, don Francisco de Urzúa, pase usted, por favor y tome asiento para que podamos platicar con tranquilidad.
La Abadesa tomó asiento en un sillón de respaldo alto, invitando a don Francisco a acompañarla. La religiosa hizo sonar una campanilla y de inmediato entró una religiosa a atender el llamado.
—Sor Altagracia, vea con nos sirvan un poco de chocolate y unas galletas de las que hornearon anoche.
—Usted dirá, Don Francisco, ¿en qué podemos servirle?
—Madre, mi hija, doña Ana María, está por cumplir quince años, aunque ha recibido lecciones con buenos preceptores, es necesario que empiece a tener una educación mas profesional; como usted está enterada, en estas tierras no hay colegios para señoritas, por lo que he pensado que tal vez usted la admitiera sin ser una novicia, no es mi deseo que profese.
—Tiene usted mucha razón, don Francisco, en estas tierras tan alejadas del Centro, parece ser que nadie piensa en la educación de las niñas, de las chicas de buenas familias y nobles costumbres.
─Como usted debe estar enterado, nuestra santa Orden no está dedicada a la educación, pero tenemos también el sagrado deber de velar por nuestras niñas; tratándose de hijas de buenas familias, como la vuestra, las acogemos con gran alegría. Pero nuestra orden es pobre; vivimos de las limosnas que nuestros benefactores generosos nos aportan, por lo que nos vemos en la penosa necesidad de pedir a quienes nos solicitan tal servicio, la aportación de una dote para la educación de sus hijas.
—Desde luego que lo entiendo, reverenda Madre, en verdad os digo que la dote de mi hija es generosa; busco para ella, la mejor educación que una señorita de su clase debe tener.
—Muy bien, Don Francisco, envíeme a su hija y me comprometo a tenerla durante cuatro años; el costo de esos cuatro años es de seis mil maravedíes, mas otros mil para beneficio de la Orden, si usted está de acuerdo.
En esa charla estaban, cuando sor Altagracia entró silenciosa, portando una charola con una jarra de aromático chocolate y un platón de olorosas galletas; sirvió dos tazas y sin pronunciar palabra volvió a salir, tan en silencio como había entrado. Sor Felipa ofreció una de las tazas a su invitado, acercando las galletas para que las probara, lo que hizo con deleite el hacendado, elogiando las atenciones y la calidad de las viandas.
—Una cosa mas, Don Francisco, debe usted saber que nuestras pupilas, al entrar al convento, se retiran del mundo; por ser una cuestión especial, los familiares de las niñas aceptadas para su educación, tienen cierta libertad, las pueden visitar una vez al mes, el cuarto domingo, después de la Misa dominical; todo esto lo hacemos para evitar distracciones a nuestras jóvenes; por lo demás, serán tratadas con la misma disciplina que las novicias y religiosas profesas, si usted está de acuerdo, esperamos a doña Ana María para el próximo domingo.
La suerte de la niña estaba echada; la voluntad del padre era absoluta, no admitía discusión. El domingo siguiente, Ana María abordó la carroza particular de su padre y en una carreta aparte, llevaban un baúl con sus pertenencias. Sor María del Refugio acompañó a su señora hasta la propia abadía, pero no pudo permanecer en el convento como era su intención; ello representaría una interferencia en su educación, por lo que, muy a su pesar, don Francisco la devolvió al padre Salanueva, para que él la regresara a su convento; no obstante, le hizo la promesa de que al salir Ana María de su retiro, la volvería a llamar. La religiosa se retiró triste y llorosa; se había encariñado de la chica. La vida ya no fue la misma en la hacienda; para Serafín había perdido todo interés, por lo que decidió irse del pueblo.

Conoce el Camino del nahual

Decidido, Serafín habló con su madre; ya tenía 16 años y se sentía con la suficiente confianza para enfrentar solo la vida que le tocara. Su preparación como nahual aún no terminaba y su abuelo Abundio Casimiro ya era viejo; tal vez no quedara mucho tiempo para que le siguiera enseñando. Juana, su madre, lo entendió y haciendo a un lado su dolor de madre, comprendió que su hijo tenía que hacerse un hombre y defenderse solo; ella no iba a estar a su lado toda la vida. Entendió también que la ausencia de su niña Ana María, era el principal motivo de la partida de su hijo. El muchacho se hincó y la madre le dio su bendición y un consejo; «Debes ser siempre un hombre honrado, no desees el mal para nadie y nunca olvides tus orígenes»
Serafín se echó el morral al hombro, donde su madre le había puesto algunos alimentos y avanzó resuelto, sin volver la vista atrás, como le había dicho su abuelo: «No veas hacia atrás, tu futuro está delante» El muchacho fue en busca de sus amigos Ignacio y Domitilo, quienes enterados de los planes de Serafín, también habían decidido irse con él; los padres de los muchachos estaban de acuerdo en ello; la vida en las tierras del encomendero, cada día eran peores, además les llegaban noticias de grupos aislados que hablaban de un levantamiento para acabar con esa forma de esclavitud; recomendaron a sus hijos tener cuidado, no hablar de esas cosas con desconocidos, pero estar pendientes para unirse a la rebelión, si lo consideraban apropiado.
Sin una idea concreta, los muchachos se fueron rumbo a Jerécuaro y al llegar al arroyo se desviaron para continuar por el cause hasta encontrar la entrada a las grutas; caminaron con la seguridad de quien conoce sus terrenos. Arribaron a una sala donde habían ido haciendo acopio de armas; armas rústicas, como lanzas, flechas, hachas, lanzaderas, etc. También habían llevado una fragua y algunas piedras de carbón, esto lo había suministrado un herrero que estaba decidido a luchar para terminar con la esclavitud a que estaban sometidos. En grandes cántaros de barro habían almacenado maíz mezclado con un poco de cal apagada, a fin de preservar el grano de las plagas. Tenían leña suficiente y por el agua no se podían preocupar, la había en abundancia en el interior de las grutas.
Así pasaron muchas horas, los muchachos visitaron distintas grutas y Serafín fue haciendo un plano, para que, en caso de ser necesario, pudiesen llevar a otras personas, sin peligro de que se perdieran en esos laberintos. Había lugares en que existían algunos respiraderos naturales, que por el exterior estaban semiocultos por la vegetación, por medio de las cuales se daban cuenta del tiempo que hacía en el exterior.
Una gruta profunda, les gustaba de forma especial; los muros estaban cubiertos de dibujos; algunos hechos como con las manos, las había de distinto tamaño y diferente color; otras representaban algunos animales que debieron existir en algún momento en esos parajes, Animales muy grandes, en comparación con algunos hombres representados. Esos extraños animales tenían unas orejas grandes; unas trompas como robustas serpientes y largos y retorcidos cuernos que les salían del hocico. Con seguridad eran fantasías de los antiguos artistas. Al fondo de los animales se miraba un cerro alto que echaba humo y lumbre; tal vez su dios Curicaveri les haya dicho lo que deberían dibujar. Había restos de lumbradas y cazuelas con polvos rojos, verdes y azules; ¡a saber qué comerían!
Cansados de caminar, los muchachos se tendieron a descansar sobre unas rocas, dispuestos a preparar fuego donde hacerse la cena; se dieron cuenta que ya estaba obscuro en la superficie mirando el cielo a través de uno de los respiraderos.
A través de los años habían ido colocando hachones que les guiaban e iluminaban en los tramos donde no había paso de luz natural. Conforme avanzaban, iban apagando antorchas, a fin de no desperdiciarlas. En la semipenumbra de la gruta, de pronto vieron un leve resplandor, era como un lucero distante, pero a poco se fue agrandando, aumentando la intensidad de su luz. Los amigos de Serafín miraban asustados, en cambio él estaba tranquilo; desde un principio supo de qué se trataba; más bien de “quién” se trataba, así que, viendo la alarma de sus amigos, los tranquilizó al decirles:
—No se preocupen, amigos, es mi abuelo, Abundio Casimiro, el nahual.
—Ja, ja, ja, ─se escuchó la risa del viejo─ ya no es tan fácil sorprenderte, Serafín, pero aún te falta mucho por aprender.
—Lo sé abuelo, lo sé y no sabes cuánto te agradezco lo que me has enseñado. Qué bueno que hayas venido, tengo cosas que preguntarte.
—Muy bien, hijo mío, deja a tus amigos que descansen y tú y yo iremos a caminar y a platicar.
El viejo nahual y su nieto se fueron caminando hacia el fondo de la gruta, donde se recibía una caída de agua, formándose un estanque de agua fresca y cristalina. El viejo encendió una hoguera y ambos se sentaron sobre unas piedras, al calor del fuego.
—Y bien, Itzmin, ─utilizó el nombre secreto─ dime, ¿qué me quieres preguntar?
—Abuelo, nos hemos salido del pueblo, ya no toleramos vivir en esa esclavitud; algunas personas nos dicen que hay descontento de la gente por la misma situación, ¿también nosotros debemos unirnos a algún grupo de descontentos?
—Hijo mío, esa pregunta que me haces, no es sencilla de responder; por una parte, debes respaldar a tu pueblo, pero por otra, hoy dejas una forma de esclavitud, te metes en una lucha que puede costarte la vida y al final, caerás en otra forma de servidumbre.
—¿Pero por qué es esto, abuelo? ¿Por qué el hombre no puede ser libre de buscar su vida en donde mejor le parezca?
—Sí, hijo, el hombre nació libre, el Creador así lo hizo; pero siempre habrá alguien mas poderoso por encima de ti y tratará de dominarte. Esto no debe distraer tu deseo de libertad, mas bien, debe mantenerte alerta, para no caer en situaciones parecidas.
—Entonces, abuelo, ¿qué debemos hacer?
—Deja que te responda tu corazón, lo hará en el momento preciso.
—Ahora, hijo, deberás seguir con tu aprendizaje; el camino es largo y pesado, pero si quieres ser un nahual, deberás seguirlo. El siguiente paso para aprender es la comunicación espiritual; para ello te debes acostumbrar a comer los hongos sagrados, son "teonanácatl”, es decir, “alimento de los dioses”. Primero deberás saber identificarlos, conocerlos muy bien para saber cuándo es buen tiempo para cortarlos; recuerda que son sagrados, así es que deberás verlos con reverencia. No puedes comerlos en cualquier momento, primero debes estar preparado para hacerlo; hay distintas variedades de hongos sagrados, algunos los reconocerás por sus brillantes colores, pero ¡cuidado!, pueden ser venenosos, que es la forma en que los dioses castigan a aquellos que pretenden comerlos sin ser nahuales. Los en verdad sagrados, no son tan vistosos; pueden parecer hasta insignificantes y los que no los conocen los despreciarán.
Unos son como pequeños clavillos y otros como cazuelitas, ambos de color café claro, no son muy grandes y abundan en las zonas boscosas, a la sombra de grandes pinos; abundantes en la temporada de lluvias, pero en el monte, cerca de los manantiales, siempre los podrás encontrar. La mejor hora para recogerlos, es antes de que levante el sol. Con los primeros rayos deberás estar preparado para cortarlos, pero un día antes debiste haberlos encontrado. Lo primero que harás, será quemar copal en tu braserillo, que siempre deberá ir contigo. Le pedirás permiso a los dioses para cortarlos y comerlos, esa noche te dormirás sin probar alimento y en sueños te llegará la respuesta de los dioses; si esa noche no recibes la respuesta, es que no debes cortar y comer esos hongos; entonces deberás volver a buscarlos y repetir la ceremonia, hasta que recibas el aviso.
—Ahora, Itzmín, deberás descansar, tienes un largo camino por recorrer, es el llamado “camino del nahual”, no esperes ver una vereda por donde caminar, se le llama así por ser el destino de los nahuales; para llegar a serlo, deberemos caminarlo y en ese recorrido iremos aprendiendo. Tu destino está trazado desde que el Creador hizo el mundo; yo he visto una parte de ese destino y tendrás que dirigirte a ciertos pueblos, caminarás hacia el Valle de Huatzindeo, donde está la ciudad de San Andrés de Salvatierra; en ese lugar permanecerán unos días, escuchen lo que la gente dice, pero no hablen, sean invisibles, muévanse sin prisa, siempre vayan limpios, así serán invisibles, es posible que algún nahual te reconozca; tú también te darás cuenta y deberás escucharlo, seguir sus recomendaciones y él te indicará cuando debes continuar y hacia donde deberás seguir tu camino. Ahora, hijo, ve a descansar junto con tus amigos; mañana, antes de que salga el sol, deberán empezar a caminar, lleven una camisa y un calzón limpios, para que se cambien antes de entrar al pueblo, la ropa que se quiten deberán lavarla, para cambiarse en el siguiente pueblo, ¿está claro?
—Está claro, abuelo. ¿Te volveré a ver?
—Mas adelante, cuando menos lo esperes o cuando te vea en dificultades, quizá no me veas como ahora, pero tú sabrás identificarme. Que los dioses te acompañen.
El viejo nahual se convirtió en una pequeña luz y desapareció casi al instante. Serafín se quedó parado, como clavado al suelo, hasta que se dio cuenta que estaba solo, entonces volvió al lado de sus amigos; ellos dormían, así que avivó el fuego y se acostó envuelto en su cobija. Esa noche su sueño fue inquieto, poblado de animales extraños y nahuales que le hablaban y le llamaban; su abuelo estaba a su lado y lo detenía para que no acudiera a esos llamados, que le harían daño. Luego durmió tranquilo y su cuerpo descansó.

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