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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 21 de marzo de 2020

Las grutas de la - Capítulo 15

Capítulo 15


La revuelta


El final del verano se estaba presentando con un poco de frío. Las últimas lluvias veraniegas azotaban los caminos, que estaban convertidos en auténticos barriales, donde era difícil el paso de los animales y casi imposible el tránsito de carretas.
El domingo dieciséis de septiembre, fray García Diéguez, franciscano, párroco de Jerécuaro, que se había comprometido con el Padre Miguel; estaba terminando de oficiar la misa de ocho, cuando vio llegar a Anselmo, quien apresurado se dirigió a la sacristía; cuando hubo terminado el oficio, el religioso se dirigió al encuentro con Anselmo.
—¿Qué ocurre Anselmo?, te veo muy agitado y me alarmas.
—¡Que ya ha empezao, Padre!, ─dijo casi sin aliento, mirando en todas direcciones para cerciorarse de que no había extraños─. Esta mañana ha llegao un enviado de don Miguel y nos dice que fueron descubiertos, por lo que se tuvo qué adelantar el levantamiento. En la madrugada han liberado a los presos y todo el pueblo se armó de lo que pudo. Al grito de "¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!", se lanzaron hacia Atotonilco, donde el padre Hidalgo tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe para llevarla como estandarte. Lo más preocupante es que un grupo de descontentos van gritando consignas en contra de los españoles y me temo que esto pueda degenerar en excesos; según los informes, ahora se dirigen a Guanajuato cruzando la sierra de Santa Rosa.
—Gracias por avisarme, Anselmo; vuelve ahora a la gruta y carga las armas y municiones en los animales, yo hablaré con mi gente de confianza y nos encontraremos en el camino a Acámbaro; mientras tanto, yo le mandaré recado a doña María Catalina Gómez de Larrondo, para que haga lo propio; ella tiene instrucciones de pasar la noticia al padre Morelos y que Dios nos ilumine y en su infinita misericordia perdone nuestros pecados.
—Amén, ─respondió el indígena y salió a cumplir con su misión─.
Tal como lo temía Anselmo Casimiro, el grupo de resentidos contra los españoles iba gritando ¡Vamos a matar gachupines!, lo que dio lugar a lamentables hechos de sangre contra gente inocente; eso ya no se podía detener. A media mañana del día veintiocho de septiembre, el grupo rebelde llegó a Guanajuato. Las calles estaban desiertas; ya había llegado la noticia del levantamiento. Las autoridades y notables de la ciudad se habían refugiado en la alhóndiga de Granaditas, resguardados por un batallón de realistas, que custodiaban los granos que se almacenaban en el lugar.
El Intendente Juan Antonio Riaño mandó a la guardia cerrar las puertas para evitar el paso de la turba. Los macizos portones de mezquite fueron cerrados y desde la azotea, los soldados disparaban a todo aquel que se atreviera a acercarse a la puerta. Mientras los insurgentes se desesperaban por no poder tomar el edificio, se acercó al cura Hidalgo un hombre, Juan José de los Reyes Martínez, a quien apodaban “el pípila”; decían que tenía cara de guajolote, que le propuso quemar la puerta para poder entrar.
 —Pero hombre de Dios, ─repuso el Sacerdote─ ¿cómo supones que podremos llegar a la puerta?, los soldados que están en la azotea nos acabarían en pocos minutos.
—Perdone, padrecito, pero si uste lo permite, yo lo puedo intentar, si me colocan una loza en el lomo, me puedo acercar y pegarle fuego a la puerta.
El Cura Hidalgo lo vio alejarse, cerca de él se encontraba su hermano Mariano, a quien preguntó:
—¿Sabes quién es este hombre, Mariano?, ─señalando a quien le acababa de proponer quemar las puertas de la alhóndiga─.
—Sí, le conozco, se llama Juan José de los Reyes, lo conocen como “el pípila” y es oriundo de San Miguel el Grande, es un minero de La Valenciana.
—Me acaba de proponer quemar las puertas para poder tomar el edificio.
Es esa plática estaban cuando vieron que el referido Juan José, con una losa atada a la espalda, llevando un atado de leña y una antorcha; se acercaba avanzando agachado a la puerta principal de la alhóndiga y le pegaba fuego a la puerta.
Los disparos que desde la azotea hacían los guardias, rebotaban contra la losa que protegía al valiente. Luego de unos minutos, la puerta entera era consumida por el fuego, penetrando las fuerzas Insurgentes, ante el terror de los españoles guarecidos en ella. La lucha duró varias horas, la Guardia Real ofreció una escasa resistencia; se vieron sometidos por la superioridad numérica de los atacantes. Fue una matanza terrible; lo mismo cayeron militares que civiles. La turba enardecida no respondía más que al instinto, liberando el rencor acumulado por tantos años de abusos recibidos.

Anselmo se encontraba supervisando la carga de los animales con las armas, municiones y pólvora que habían logrado acumular; organizando a la gente, de a pie y de a caballo, que saldría para escoltar el envío que hacían a las fuerzas insurgentes y que mandarían a Acámbaro, para ponerlo a disposición del cura Hidalgo.
En las primeras horas de la tarde tenía todo dispuesto, partiendo cuando la noche empezaba a caer, a fin de evitar cualquier enfrentamiento que pudiera poner en peligro toda la operación; aunque aún no tenía noticias del avance insurgente, consideraba que no llegarían a Acámbaro antes del lunes por la tarde.
Cuando llegaron a la casa de doña María Catalina Gómez, se enteraron de que ella ya había lanzado a sus seguidores, armándolos de puñales y machetes, a someter a la escasa guarnición de la plaza; lo que había logrado, haciendo preparativos para defender la ciudad; no dudaban que el general Calleja pronto se enteraría de la situación e intentaría retomar esa importante plaza. Felicitó a Anselmo Casimiro y recibió con beneplácito las armas y municiones que llevaban. Hacía unas horas que había enviado mensajes al cura Morelos, enterándolo de la situación, a fin de que estuviera alerta a los acontecimientos.
Doña Catalina tuvo amistad con Miguel Hidalgo y Costilla. Acompañada de su cajero y el torero Luna marchó a su hacienda San Antonio para reclutar un pelotón de peones a los que armó con puñales, machetes y pistolas para atacar una comitiva de europeos con destino a Valladolid. Dejó heridos a todos los viajeros, y después los entregó al ejército independiente en Acámbaro
“María Catalina escribió la siguiente carta a Hidalgo: "Habiendo sabido que pasaban por este pueblo tres coches con europeos con destino a Valladolid, hice que mi cajero auxiliado con algunos sujetos saliese a aprehenderlos; suponiendo que de este modo servía a vuestra excelencia, y cooperaba a sus ideas. Se logró en efecto la acción prendiendo al conde de Casa Rul, intendente del expresado Valladolid y al teniente coronel de Dragones de México, pero con tanta ventaja que para nuestra parte no se derramó una gota de sangre y para la de ellos todos quedaron gravemente heridos. Yo quedo gloriosamente satisfecha de haber manifestado mi patriotismo y deseosa de acreditar a vuestra excelencia los sentimientos de amor y respeto que tengo a su persona. Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Acámbaro octubre 7 de 1810". (Wikipedia)
Al cuidado de Serafín habían quedado unos cuantos hombres, quienes continuaban fabricando pólvora y municiones; así como los herreros trabajando en las fraguas. Los hombres viejos ahora colaboraban como arrieros, buscando los materiales necesarios y acarreando leña para el abastecimiento de los habitantes de la gruta. 
Cuando tuvo todo organizado, acompañado de sus inseparables amigos Ignacio y Domitilo, Serafín se encaminó a la hacienda de Puruagua, para poner sobre aviso a su madre y a Ana María y, de ser posible, también a don Francisco de Urzúa. Cuando llegaron ya estaba obscuro y penetraron por la puerta de la huerta, encontrando a Juana en la cocina, ignorante de lo que estaba sucediendo en las ciudades cercanas a la Villa de Dolores.
—Buenas noches, mamacita, saludó Serafín cariñoso. Necesito hablar con Ana María y con don Francisco, si es posible.
—‘Orita tan merendando, mejor esperamos a que terminen, pos luego se enmuina el patrón si les interrumpo, pero siéntense pa servirles un taco.
Juana sirvió unos platos de frijoles y tortillas calientes a los muchachos y salió rumbo al comedor, para ver si algo se ofrecía a los patrones; entró sigilosa y se apostó cerca de la mesa de servicio, donde estaban las cacerolas con los alimentos.
Don Francisco cenaba en silencio; Ana María se dio cuenta de la presencia de su nana, a quien miró y entendió que algo quería decirle. Luego salió Juana, en el mismo silencio con que había entrado al comedor.
Al terminar de cenar y con el permiso de su padre, se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina. Cuando vio a Serafín corrió a abrazarlo.
—¡Serafín, Serafín!, ¡qué bueno que viniste!, te extraño tanto…
—Yo también te extraño, Ana María, pero he estado muy ocupado y vengo a prevenirlos, ─dijo mirando a ambas mujeres─ nos han avisado que ya empezó el levantamiento que se esperaba hasta diciembre; no sé cuántos días tarde en llegar aquí, pero no creo que sean más de dos; mi padre ya debe estar en Acámbaro y yo quiero llevarlas a lugar seguro; si tu padre lo desea, también lo llevaremos; puede haber violencia contra los españoles.
Las mujeres se miraron asustadas; no esperaban que la situación se desarrollara tan pronto.
—Déjame hablar con mi padre, Serafín; ya sabes cómo se enoja cuando te ve en la hacienda, espero hacerlo entrar en razón.
La joven salió presurosa en busca de su padre, a quien encontró aún en la mesa, pensativo, en tanto degustaba una copa de vino.
—Papacito, quiero hablar con usted…
—Dime, hija mía, ─respondió levantando la vista para mirar a Ana María, dándose cuenta de que la chica se encontraba agitada, nerviosa─.
—He recibido noticias de que ya empezó el levantamiento de que se ha estado hablando; se teme que la chusma empiece a matar españoles, o a quienes piense que lo son.
—No te preocupes, Ana María, no se atreverán a desafiarme; bien saben que no lo permitiría y mi venganza sería terrible.
—No se confíe, papacito, mejor vamos a lugar seguro, Serafín está aquí para llevarnos a donde no nos puedan hacer daño.
—No menciones a ese mal nacido, solo nos llevará a entregarnos con los rebeldes, con los de su calaña.
—Perdone que lo contradiga, papacito, pero Serafín es bueno y solo busca que no nos vayan a hacer daño, nos protegerá a mi nana Juana y a mí y si usted lo acepta, también a usted, nos llevará a lugar seguro.
—Si estás tan segura, ─repuso obstinado don Francisco─ vete tú con la nana Juana, pero dile a ese sinvergüenza que, si algo te sucede, lo despellejaré vivo con mis propias manos.
La joven abrazó a su padre y le hizo prometer que, si se veía en peligro, no dudara en mandar buscar a Serafín con cualquiera de los sirvientes, ellos sabían cómo hallarlo.
Ana María volvió a la cocina, al lado de su nana y Serafín; Juana ya tenía preparado un atado con sus pocas pertenencias; la joven se colocó sobre los hombros una capa de viaje y se caló el sombrero; los tres se dirigieron al pasaje, cuya entrada estaba disimulada entre la paja del granero; Serafín retiró la paja, dejando al descubierto una portezuela de no más de una vara de alta; sirviéndose de una barra, el muchacho abrió la portezuela, tomó una antorcha apagada que había en el granero y mojándola en aceite la encendió; luego penetró al pasaje, sin permitir que le siguieran las mujeres, hasta estar seguro que no tendrían contratiempos. Con la antorcha fue quemando las grandes telarañas que con el paso del tiempo se habían formado. Rápido recorrió el pasaje hasta llegar a la salida, medio oculta por la vegetación, donde ya le esperaban sus amigos, quien al verle se levantaron para recibirlo.
—Qué pues, Serafín, ¿ya vienen las mujeres?, ─preguntó Agustín─.
—No, amigos, solo entré yo a explorar el pasaje, pero ya me esperan en la entrada, ahora regreso por ellas; buscaré a alguien que vuelva a ocultar la entrada. Es posible que me dilate; tenemos que meter algunas cosas de valor de Ana María, para después irlas llevando de a poco. Yo creo que mejor se van pal frente de la hacienda; así pensarán que yo estoy con mi madre y mañana, antes de que salga el sol, nos veremos aquí mismo. Por favor, vean la manera de conseguir unos caballos para las mujeres; por mi parte lo comentaré con Ana María, para ver si pueden ser caballos de la hacienda, más tarde les mando la razón, espérenla junto al árbol. Donde se juntan los hombres por la noche.
—Ta güeno, ─repuso Domitilo─ tú no te dispriocupes, que pa eso semos tus ayudantes, ¿qué no?
Sonriendo ante los disparates que hablaba su amigo, Serafín les agradeció su cooperación y se regresó por el pasaje, donde ya le esperaban, ansiosas, Ana María y la nana Juana.
—Todo está despejado, les dijo para tranquilizarlas, pero yo creo que debemos traer tus pertenencias de valor, le dijo a Ana María; de otra manera las puedes perder, si tienes dinero o joyas, te podrán servir más adelante. Vamos a la casa, mientras yo hago otros preparativos.
—También es necesario, Ana María, que le digas al caballerango que muy temprano te tanga listos dos caballos y se los deje a Agustín y Domitilo; te van a llevar de paseo, pero debe ser antes de que salga el sol, los muchachos estarán esperando al frente de la hacienda. ¿Considera que sea de confianza? No debe decírselo a nadie.
—No te preocupes por eso, ─contestó la nana Juana─ yo me encargo de que lo haga alguien de toda nuestra confianza, tú asegúrate que estén los muchachos para recibir los caballos.
Esa misma noche llegó un carruaje llevando a un personaje que buscaba a don Francisco de Urzúa; era cerca de la una de la mañana cuando el conductor del carruaje se apeó para llamar a la puerta de la hacienda, luego de largos minutos abrió la puerta uno de los sirvientes, medio amodorrado y envuelto en una cobija.
—¡Qué escándalo, amigo!, ¿no ve que la gente se encuentra dormida?
—Pos han de perdonar, ─habló el cochero─ pero el patrón quiere palabriar con don Francisco, dice que’s urgente y, pos el mandao no es culpable, ¿Qué no?
—Bueno, pos así la cosa cambea, ¿y quién es el patrón?, porque si voy a despertar a don Francisco y no le llevo la razón completa, pueque me ande cintareando.
—Dile que don Everardo de Bustos, viene de Guanjuato.
El sirviente se perdió en la obscuridad de las galerías; solo se escuchaban los pasos a todo correr por los largos pasillos. Poco después se empezaron a encender las luces y el sirviente volvió a la puerta, dejando entrar al carruaje, luego condujo al visitante a la sala, donde le ofrecieron un café, que aceptó gustoso, en tanto llegaba el hacendado. Al cochero lo llevaron a la cocina principal, donde le sirvieron de cenar. Cuando don Francisco se presentó en la sala, don Everardo se levantó del equipal y se apresuró a ir al encuentro del anfitrión.
—Don Francisco, ─dijo tendiendo la mano─ gracias por recibirme, le traigo noticias muy graves; este medio día una chusma encabezada por un cura, el tal Miguel Hidalgo, ha tomado la alhóndiga de Granaditas y han pasado a cuchillo a los españoles y criollos que se encontraban en el lugar; la Guardia Real ha sido superada por la cantidad de gente vociferante, armada con palos y hoces. Fue algo horrible, yo he podido escapar, aunque no pude saber de Fermín, mi hijo; se había ido de paseo a la presa de los Pozuelos. He venido a ponerle sobre aviso y a pedirle me dé asilo por unos días; temo que, si regreso, puedan matarme. Hemos despachado mensajeros a México, pero tardarán dos o tres días en llegar y otros tantos en volver con alguna respuesta.
—En verdad me habéis alarmado, don Everardo; aunque hace unos momentos mi hija me hizo algunos comentarios; me parecía imposible que la chusma se quiera enfrentar al ejército Real. Por lo demás, no se preocupe, querido amigo, que aquí estará usted seguro, voy a dar órdenes de que se mantenga una vigilancia constante para que no nos vayan a sorprender.
—Por lo pronto, vamos a descansar, le mostraré su habitación; ya mañana tomaremos alguna decisión. Supongo que usted no ha cenado, así es que pasemos al comedor y enseguida le servirán algo caliente.
Los amigos se dirigieron al comedor y don Francisco impartió algunas órdenes a unos sirvientes que estaban en espera de instrucciones del amo. Mientras llevaban algún alimento, don Francisco sirvió una copa de coñac a su huésped y se sirvió otra para él; se daba cuenta que la noche podría ser larga.
Pretextando algunas diligencias a realizar, don Francisco dejó solo a don Everardo y se dirigió a los aposentos de Ana María, a quien encontró colocando algunas prendas en un baúl, ayudada por la nana Juana.
—Hija mía, ─dijo abrazando a Ana María─ tenías razón en lo que me contaste, ya se ha iniciado la revuelta en Guanajuato y debemos esperar muchos problemas; vete con tu nana y ese muchacho, Serafín. Dile que te proteja, ya veré cómo recompensarlo, tu seguridad es lo más importante para mí.
—Venga con nosotras, papacito, yo me moriría si a usted le sucede algo.
—No puedo ahora, hija mía, recién ha llegado don Everardo de Bustos y me ha contado de las atrocidades que se están cometiendo; se quedará unos días en la hacienda y yo debo ver que todo esté bien; espero que la violencia no llegue a la hacienda, en todo caso, si veo que hay peligro, iré en tu busca. ¿Sabes a dónde las llevará Serafín?
—No lo sabemos, don Francisco, intervino la nana Juana, ni creo que nos lo digan; pero si lo juzga necesario, mande un peón a que lleve una razón a Serafín, le aseguro que llegará a él y vendrá de inmediato si usted le necesita.
—Gracias, Juana, ─era la primera vez que le agradecía algo a la mujer─ pero me respondes con tu vida por la seguridad de Ana María.
—Le aseguro que estará bien, don Francisco, si mi hijo viene por nosotras, es que nos llevará a donde no corramos ningún peligro.
—A propósito, papacito, ─dijo Ana María─ me llevaré dos caballos y partiremos antes del amanecer, si quiere usted hablar con Serafín, saldremos por el granero.
—Por qué por el granero, ¿van a tirar alguna pared?
—No, papacito, en ese sitio está la entrada a un túnel que nos lleva hasta el río, será bueno que usted lo conozca, por si necesita escapar sin ser visto.
Tal como le aconsejó Ana María, don Francisco estuvo puntual en el granero, ya Serafín había metido el baúl de la joven y solo esperaban despedirse de don Francisco.
—Papacito, deme su bendición, y espero que nos podamos reunir muy pronto, yo estaré esperando noticias suyas.
La joven se acercó a su padre, le abrazó y besó en ambas mejillas, mientras las lágrimas inundaban sus ojos.
—Serafín, ─dijo dirigiéndose al joven─. Sé que no hemos tenido una buena relación, pero siempre has protegido a mi hija; hoy la pongo en tus manos y espero que me la devuelvas sana y salva, yo te recompensaré. Dime a dónde las llevarás.
—Perdone, don Francisco, pero por nuestra propia seguridad no se lo puedo decir; pero si necesita mandar alguna razón, dígale a cualquier peón que me la lleve y me llegará, téngalo por seguro. Solo le pediré que ordene que, cuando nos vayamos, cierren la puerta del túnel y le amontonen la paja, para volverla a disimular.
—No te preocupes, muchacho, que así lo haremos, que Dios los acompañe y, si te es posible, hazme saber que están bien.
Los dos hombres se miraron a los ojos y se estrecharon las manos, cerrando una brecha que estaba abierta desde siempre; se encontraron dos seres humanos con un mismo fin, la protección de Ana María, depositaria de dos amores distintos, pero igual de intensos.
Cuando las tres personas se perdieron en la obscuridad del túnel, don Francisco cerró la puerta y él mismo echó paja contra el muro, volviendo a quedar fuera de la vista de cualquier curioso.
Protegidos por la obscuridad de la noche, que no se decidía a amanecer, los tres amigos caminaban guiando a los caballos del ronzal, llevando a cuestas los dos amores de Serafín, su madre y Ana María; cuando los primeros rayos del sol tocaron la cumbre de la sierra de San Agustín, los cinco caminantes se encontraban seguros en el interior de la gruta, ante el asombro de las mujeres y las miradas curiosas de los habitantes del lugar.
 

La vida en la gruta

Tomás, Silvestre y Atilano se encontraban rodeados de hombres maduros y jóvenes, todos deseosos de escuchar las historias que los tres viejos les contaban. Atilano, el viejo invidente, era el que mejores historias se sabía, o, cuando menos, quien les ponía mas sabor; tal vez algunas partes de las historias las inventara, pero en todo caso, imaginación tenía, pues entretejía hechos reales con sus propias fantasías, haciendo historias fascinantes, pintorescas y muy estimulantes para las mentes jóvenes.
—Cuéntanos, Tomás, tú eras caballerango de la hacienda y debes haber conocido historias. ─Pidió don Atilano─.
—Es verdá, yo mesmo era caballerango, pero ya habían pasao cien años desde la historia que cuenta Atilano, cuando yo era chamaco, fue cundo empezó la “bola”. Siempre me ha parecido curioso que hayan sido cien años justos lo que separa a las dos revoluciones importantes de México. Pero volviendo a la historia, lo que yo escuchaba de escuincle, era que, pa bien de Puruagua, nunca pasaron por aquí los ejércitos en lucha, pos siempre ganaban pa Acámbaro o pa Querétaro y al pueblo no lo tocaron, por esa razón la hacienda se conservó, cuando más sufrió fue cuando la mentada Reforma Agraria; tonces sí la pasamos más canija, sobre todo los patrones, pos les quitaron todo; casi, solo les dejaron el casco de la hacienda y doce hectáreas de tierras y no se crea que fue para beneficiar a los peones, nada de’so, pos a nosotros nos dieron tierras en el monte, entre las piedras y las buenas tierras se les quedaron los líderes y políticos; eran gente que no sabía cuál era el tallo y cuales las raices, pero se hicieron ejidatarios, onque nunca venían a sus tierras, pos las alquilaban.
–Pero, ¡Ah qué muchachos estos!, ya me hicieron salir de la historia, ya tense sosiegos, pa poderme acordar bien.
Don Tomás siguió el relato de Atilano:
—Pos como nos dijo Atilano, los muchachos y Juana llegaron a la gruta en San Agustín, en tanto don Francisco se quedaba en la hacienda, acompañando a don Everardo, pensando que en ese lugar no tendrían problemas. Pa su buena suerte, el movimiento ganó pa Acámbaro, onde los esperaba doña María Catalina Gómez de Larrondo, quien días antes había sorprendido a una partida de soldados realistas que transportaba oro y dinero. Días después, en la mañana del domingo había detenido unas carretas, donde viajaban algunos principales rumbo a Valladolid, la gente de María Catalina hirió a todos los viajeros y los llevaron presos; antes habían tomado el control del pueblo y estaban preparando las defensas, previendo que Calleja tratara de recuperar la importante plaza.
—Solo unos cuantos peones, enterados de alguna manera que se habían levantado contra las autoridades de Guanajuato, se atrevieron a intentar tomar la hacienda de Puruagua, cosa que don Francisco impidió por medio de sus más fieles sirvientes. Como había ofrecido a Ana María, le envió una nota oral dirigida a Serafín; se la dio a uno de los peones y, sin decir más, el hombre salió apresurado a cumplir el encargo. El recado cambió varias veces de manos y de lengua; pues se decía en purépecha, el habla de los naturales de esa región; era necesario ser muy cautos en mantener en secreto el refugio de San Agustín; cuando llegó a las manos de Ana María, solo le informaron que su padre se encontraba bien y le urgía a que volviera a la hacienda.
—Ora déjame contarla a mí, dijo el viejo Atilano, pos esa historia de la niña Ana María, siempre me ha cudrao.
—Ta bueno, aceptó Tomás, como que tú le pones más sabor a la historia. En esos momentos hizo presencia el ingeniero Fortuna, que llegaba de la Ciudad de Guanajuato, saludando a todos.
—Buenas noches, amigos, ¿me estoy perdiendo de algo?
—Buenas ingeniero, respondió Atilano, no es mucho lo que hemos palabriao, tamos en el momento en que Serafín y Ana María han llegao al refugio de la gruta, el día siguiente a la toma de la Alhóndiga de Granaditas.
 
Mientras Serafín se iba a reunir con los hombres a fin de supervisar la fabricación de pólvora y municiones, Juana se fue con las mujeres para ayudarles en la preparación de los alimentos, a la espera que regresara Anselmo, su marido.
Por su parte, Ana María, quien en un principio fue vista como una intrusa, pronto se ganó la confianza de las madres, al proponerles formar una escuela para enseñar a los niños a leer y escribir, por lo que, al aceptar las madres, se puso a habilitar un espacio en la zona de las mujeres, para poder acomodar a los niños. 
Cuando se reunieron a comer con Juana, Ana María y Serafín ya habían platicado respecto a la estancia de la joven entre los insurgentes y la chica había decidido quedarse al lado de su querido compañero; por su parte, Serafín seguía viviendo ese amor secreto que sentía por Ana María; ya vería cómo irse declarando a la joven, aprovechando la cercanía que tendrían en adelante.
—Serafín, ─dijo Ana María cuando terminaron de comer─ me preocupa mi padre, se quedó en la hacienda y temo que lo puedan atacar.
—Para que estés más tranquila, enviaré a uno de los hombres de confianza para que se entere como están las cosas en la hacienda.
Serafín salió, dejando a su madre y a Ana María comentándose los pormenores de sus actividades del día. Juana estaba enterada de la buena disposición de la mayoría de las mujeres para que sus hijos aprendieran a leer y escribir; intuían que sería bueno para los niños cuando terminara la guerra. Poco después regresó Serafín, a informarles que ya había salido una persona en busca de noticias a la hacienda de Puruagua.
—¿Qué noticias tienes de tu padre, hijo mío?, preguntó Juana. 
—No mucho, madre, solo sé que entregó las armas y municiones en Acámbaro y parece que partió rumbo a Valladolid, a reunirse con el Cura José María, es el Padrecito que conocimos cuando nos fuimos con unos arrieros; es un buen hombre y parece que es amigo del cura Hidalgo, el que empezó este levantamiento, con quien estábamos aprendiendo alfarería en el pueblo de Dolores. Yo espero que mañana tengamos noticias; se estableció un sistema de mensajeros que van y vienen constantes. También debe de llegar temprano el carbonero, que se llevará la pólvora que estamos fabricando, necesitamos mantener abastecida a la gente de Acámbaro.
—Bueno, madre, me tengo que regresar al trabajo, las dejo solas para que platiquen a gusto; me cuida a la niña Ana María, dijo mirando con ojos de enamorado a la muchacha.
—Vete sin pendiente, muchacho, ─contestó Juana, interpretando la mirada que había hecho a Ana María y pensando cómo le podría hacer para favorecer a su hijo─.
Serafín llegó a la zona que se tenía habilitada como fábrica de pólvora y municiones; había una gran actividad. Había muchachos que, casi como un juego, fabricaban bolitas de barro, habiendo aprendido a hacerlas de diferentes medidas y muy regulares en su tamaño; cuando llenaban una charola de barro cocido, la llevaban a la zona de quemado, donde unos hombres atizaban los fogones y colocaban las charolas, para cocer las bolitas, una vez frías, eran colocadas en cántaros, para ser acarreadas sobre asnos o mulas por los arrieros, quienes disimulaban el contenido de los cántaros, poniendo encima algunos otros productos. Luego de verificar que en ese departamento tenían una buena producción, se dirigió al fondo de la gruta, donde solo trabajan personas adultas, era un trabajo de alto riesgo y no podían comprometer, además de la integridad de las personas de la gruta, el abastecimiento de pólvora para los insurrectos. 
—Qué bueno que vienes, Serafín, dijo uno de los encargados, ya se nos ta terminando el azufre, yo pienso que si no llega hoy por la noche el arriero, vamos a tener qué parar la fabricación de pólvora.
—Yo creo que llega antes de que amanezca, Chema, si terminan con el azufre, sigan pulverizando el carbón y el salitre, para hacer la mezcla en cuanto llegue el arriero. Sería bueno también que descansaran un poco, en llegando el azufre, ya no se va a poder.
—Pue’que tengas razón, ya algunos tan cansaos y no vayan a hacer una burrada. Los voy a mandar por tandas, pa que no se pare de a tiro el trabajo. De todas formas, ya tenemos algo de material listo pa que se lo lleven, hicimos cinco quintales y dos arrobas de pólvora de diferentes granos y cosa de diez quintales de bolitas de barro cocido.
—Los felicito, ─dijo Serafín─ con eso que les mandemos tendrán para unos días, pero hay que apurarle a la fabricación; las acciones se van a incrementar.
Luego de revisar varias dependencias, Serafín volvió al lado de Juana y Ana María, quienes ya tenían preparada la cena, que sería comunal, entre varias familias amigas de su madre. La charla era animada y Ana María participaba entusiasmada, como cualquier vecino de Puruagua.
Luego de cenar, Serafín invitó a Ana María a caminar un poco; de forma natural, la joven tomó la mano de Serafín, quien sintió un estremecimiento en su espalda; era la primera vez, ya de grandes, que tocaba la mano de su amada. Llegaron hasta uno de los accesos de las grutas, localizado a media altura del cerro. Serafín observó a través de los matorrales que ocultaban la entrada, cerciorándose de que no hubiera nadie curioseando en los alrededores.
Cuando se sintió satisfecho, invitó a Ana María a salir; una luna esplendorosa, de las que solo se miran en el mes de octubre, filtraba sus rayos entre las ramas de los pinos y los oyameles. El ruido de los grillos y el esporádico ulular de alguna lechuza, invitaban a la meditación en la placidez del bosque; una suave brisa movía las ramas y un viento fresco corría entre la vegetación. Ana María se envolvió en un chal de lana que llevaba sobre los hombros para conservar el calor del cuerpo, no obstante, le pareció maravilloso salir al aire libre y mirar el cielo estrellado que los envolvía. La pareja caminó despacio, como alargando el momento casi mágico que estaban viviendo. Serafín consideró que era ahora, o no tendría otra oportunidad como aquella.
—Ana María, ─empezó medio tropezando con sus palabras─ hace tiempo que quiero decirte algo, pero me da miedo que pueda perderte.
—Dime lo que quieras, Serafín, que no habrá nada que me haga retirarme de ti.
Serafín se alejó unos pasos y se recargó en una gran roca basáltica, en tanto Ana María miraba al joven, pero ya no con ojos de niña, sino de una mujer apreciando el físico de un muchacho que se está convirtiendo en hombre. Lejos en el tiempo parecía haber quedado aquel niño que todos los días compartía sus tardes y a quien le enseñaba de las lecciones que ella misma recibía; aquella limpia amistad y cariño que nació en los dos niños se convirtió, sin apenas darse cuenta, en amor auténtico.
—Tú bien sabes que siempre te he querido, desde que éramos niños; tal vez no te diste cuenta, pero llegó un momento en que yo no podía concebir un día, sin disfrutar de tu compañía, no te imaginas cuánto de extrañé en esos meses que pasamos en San Miguel, sin tener la seguridad de que te encontraría… soltera. Me mataban los celos cuando pensaba que el odioso de Fermín de Bustos te estuviera rondando, decidido a pedir tu mano.
Ana María lo escuchaba en silencio, presintiendo y anhelando que su confesión fuese en la dirección que ella esperaba; su educación y los convencionalismos le impedían lanzarse a sus brazos y decirle que ella lo amaba desde siempre… siguió escuchando.
—Lo que quiero decirte, Ana María, es que… estoy enamorado de ti y si tú no me aceptas, no diré nada, solo me iré a la guerra a servir a los indios, que son mi pueblo. Tal vez sea yo muy poca cosa para ti y tendrás razón, pero el corazón no sabe de esas cosas: se ama a tal o cual persona, sin tasa y sin precio.
—Serafín, ─repuso Ana María con la vista baja─ entiendo lo que me dices y me siento muy halagada, entiendo muy bien cuál es tu preocupación y la oposición que habrá de parte de mi padre; debo decirte que no me importa, porque yo también te amo y si tú vas a la guerra, yo iré a tu lado, aunque preferiría que permanezcamos aquí; estaremos cerca de mi padre y podremos ayudarle en caso de necesidad. No temas, amado mío, que juntos podremos enfrentar lo que venga.
Ana María extendió los brazos, llamando a Serafín, quien nervioso acudió al llamado de la joven y se estrecharon en un cálido abrazo, tanto tiempo esperado. Serafín estaba como en un sueño, aspirando el suave perfume de flores que emanaba de la tersa piel de Ana María. Unos besos tímidos, primerizos para ambos, sellaron ese compromiso de amor, bajo la plateada mirada de una luna llena, que parecía sonreírles. Un remanso de amor en medio de una guerra que iniciaba, igual que esa pareja. Abrazados con calidez, los jóvenes se quedaron recargados en la roca, mirando las estrellas, hablando sin palabras; sus corazones latían al mismo ritmo.

 —Sabe Dios cuanto tiempo pasaron así, ─continuó relatando don Atilano─ el viejo jardinero ciego tenía atento a su auditorio; pendientes de las historias que el viejo relataba; ¿cómo ve ingeniero Fortuna?, esta hacienda de Puruagua está llena de leyendas; pero ninguna como ésta, tan romántica. Pero este viejo ya está cansao, las riumas me acaban cuando ‘toy mucho tiempo sentao y estos carajos muchachos me hacen recordar viejos recuerdos. Mejor le seguimos mañana, ¿le parece bien?
—Claro que sí, ─repuso el ingeniero─ ha de perdonarme que no me haya dado cuenta del tiempo que llevamos escuchándolo, pero la historia es fascinante y tan cercana a nuestra historia patria, que casi creí ver pasar al cura Hidalgo, con su estandarte de la guadalupana al frente de su ejército de valientes mexicanos. Mañana, sin falta, aquí estaré para enterarme de las andanzas de esos muchachos.

—Buenos días, ingeniero, ─saludó el señor Ortiz ─¿cómo durmieron, después de tantas historias del viejo Atilano? ¡Ah que hombre!, ─exclamó el ranchero─ vaya que sabe ponerles pimienta a las historias, si ese viejo hubiera aprendido a leer y escribir, bien podría llenar muchas páginas con las historias vividas y recreadas en su imaginación.
—Buen día, don José, tiene usted mucha razón, ese buen hombre, Atilano, nos cuenta las historias tan reales, que nos deja soñando toda la noche. Yo me pasé buena parte de ella en viajes oníricos, en compañía de Serafín y Ana María, creo que hasta los casé en mis sueños, aunque Atilano no nos ha llevado hasta ese punto de la historia.
—Tienen razón, ─aseveró Pedro─ don Atilano, más que contar una historia, casi nos proyecta una película; ojalá que alguna vez a alguien se le ocurriera escribir las historias de ese hombre, de seguro se venderían bien.

jueves, 19 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 16 (final)

Capítulo 16


Adiós abuelo


En las cuevas había una gran actividad; temprano en la madrugada, había llegado el carbonero, que también llevaba, metidos entre el carbón, costales de azufre, que les enviaban desde Amecameca, en las faldas del Popocatépetl.
El viejo don Goyo, vigilante del Valle de México, procuraba a sus hijos, los indios, la materia que generaba en su interior, para ayudarles en su lucha por la emancipación.
También arribaron unos arrieros procedentes de Toluca, que además de llevarles maíz, sal y azúcar, llevaban noticias del avance de la guerra. Se enteraron de que el cura Hidalgo, había sido nombrado capitán general del ejército Insurgente en Celaya. Luego de haber dado una fiera batalla en el Monte de las Cruces, derrotando a las tropas realistas al mando de Torcuato Trujillo. Todos los habitantes de las cuevas, que trabajaban para la causa libertaria, lanzaban los sombreros al aire, gritando “vivas” por el Cura Hidalgo y sus bravos compañeros, que entregaban su sangre en busca de la ansiada libertad.
Las buenas noticias recibidas, los llenó de ánimo y reanudaron sus labores, a fin de enviar pólvora y municiones a las tropas insurgentes. A media mañana de ese día, se presentó el viejo chamán ciego, abuelo de Serafín y hombre muy respetado y conocido en los alrededores. El anciano pidió que llamaran a su nieto, cosa que hizo con diligencia uno de los niños que correteaban por el lugar. Al enterarse Serafín de la llegada de su abuelo, corrió a su encuentro.
Al ver al viejo invidente, sintió una punzada en el corazón, se le veía cansado, disminuido, casi en los huesos, 
—Querido abuelo, ─dijo besando respetuosamente la mano del anciano─ qué bueno que haya venido, me hace mucha falta.
—Ñeto mío, sangre de mi sangre y hueso de mis huesos, nuestro amado dios Curicaveri, me ha permitido hallarte, pues debía hacerlo, antes de partir a reunirme con mis antepasados.
—No, abuelo, ─dijo entristecido Serafín─ usted no morirá todavía, pues me hace falta aprender más.
—No, muchacho, tu enseñanza ha terminao, lo demás lo irás aprendiendo en el camino de tu vida, siempre bajo la mirada y guía de Curicaveri, a quien deberás servir con fidelidad y entrega total. Pero no me interrumpas, antes bien, llévame a donde estemos solos, pues te traigo un mensaje de nuestro dios Curicaveri
Tomando del brazo al viejo invidente, Serafín lo condujo a una pequeña cueva no muy grande, que conducía a la parte trasera de la caída de agua; un sitio poco conocido por los habitantes del lugar. La cortina de agua impedía que los vieran y el ruido de la caída, ocultaba sus voces. Serafín acomodó a su abuelo en una roca, recargado contra la pared de la cueva.
—Abuelo, perdone mi torpeza, no le he ofrecido algo para desayunar, pues supongo que no lo ha hecho.
—No te preocupes, hijo mío, que ya no me hará falta, mejor déjame agarrar resuello pa poder entregarte el mensaje.
El viejo cerró los ojos casi muertos y se quedó quieto, como concentrado en su propia respiración, cuando sintió que estaba preparado, empezó a hablar:
—Serafín, chamán por señalamiento de Curicaveri, con lo que honra a este humilde servidor suyo, estas son las palabras de nuestro dios y señor:
“Itzmin, hijo mío, desde que fuiste enviado al mundo, llevabas escrito tu destino, lo primero fue enseñarte el arte del chamán y a tierna edad lo has aprendido; se te ha dicho que tendrías días de guerra y sufrimiento y que ésta sería larga y cruenta, apenas empieza y pasarán muchas lunas para que termine, pero al final triunfará mi pueblo.
Tú en lo personal, tendrás importante participación, pero en tu destino no está matar, sino ayudar a que tus hermanos vivan, por eso eres chamán. Tendrás sufrimientos, pero también alegrías, tu sangre de hijo de Curicaveri, se unirá a la sangre de los opresores y de ella surgirá un nuevo pueblo, que será fuerte y grande, eso no lo verás, pero tu descendencia será grande. Tendrás riqueza y poder, pero nunca te olvides de tu origen ni de tus hermanos, siempre estarás para ayudarlos. En su momento te avisaré cual de tus hijos será tu heredero como chamán, todo está escrito en el Gran Libro. Ahora necesito a mi lado a tu abuelo y maestro, él ha cumplido ya con el compromiso adquirido antes de los tiempos. Ahora es tu propio tiempo”
–Este es el mensaje, amado ñeto. Ahora déjame dormir, busca a tu madre y traila a mi lao, pa darle mi bendición; a tu padre ya lo he visto y sabe lo que ocurre, te manda ocupar su sitio y si nuestro amado Curicaveri lo permite, pronto se reunirá con ustedes, en tanto, cuida de Juana, mi hija y madre tuya. Ve pronto…
Apesadumbrado, Serafín salió en busca de su madre, a quien encontró junto con Ana María, cuando Juana se enteró de la llegada de su suegro y del estado en que se encontraba, pidió a su hijo que le llevara a su presencia. Serafín llevó a las mujeres hasta la cueva, detrás de la caída de agua, donde estaba, casi desfalleciente, el viejo chamán.
—Padrecito, ta bueno que haiga venido, o’verá, le voy a hacer los calditos que tanto le gustan, pa que se ponga bueno.
—No, hijita, este viejo ya no tiene remedio, ya voy a reunirme con mis antepasados, mi trabajo está completo, ‘hora todo queda en manos de ustedes, mi amado ñeto Serafín, deberá seguir las enseñanzas que ha recibido y tú deberás ayudarlo en lo que puedas, mi’hijo Anselmo, tu marido, volverá a tu lao. Serafín unirá nuestra sangre a la de nuestros dominadores, esto lo permiten nuestros dioses para que nos demos cuenta que todos semos una misma carne. Tu descendencia será grande, gracias a esa unión. Ahora debo descansar, solo una última cosa les pido, que mi bastón y mi sombrero sean quemados cuando me estén velando y las cenizas las coloquen en la caja en que me entierren.
—Itzmín, amado ñeto, cuando yo muera, mi morral es tuyo, eso es todo lo que tengo y lo único que me hizo falta para servir a Curicaveri, mi Señor, encontrarás algunas cosas que, tal vez, no encuentres útiles en este momento, consérvalas de todas formas, más adelante sabrás pa qué sirven. Nunca te dejes llevar por la avaricia, no es buena. Siempre tendrás lo que te haga falta pa tu subsistencia y cuando tengas familia, lo suficiente pa que vivan.
Ahora mírame a mí y verás si algo me falta para partir al lao de mis antepasados. De nada me servirá una capa de oro, o sandalias de plata, o una corona de piedras preciosas. Esas cosas solo servirían pa que alguien se pelié por ellas, sin importar si se tuvieran que enfrentar hijos contra padres o hermanos contra hermanos. En la vida hay que ir ligeros, pues cuando nos llamen los dioses, nuestros tesoros estarán en nuestra alma y en los bienes que háigamos hecho entre nuestros hermanos.
Cuida siempre a tus padres, a tu mujer y a tus hijos; has buenos amigos, pa que siempre te tiendan una mano; recuerda que nunca debes cobrar por tu trabajo como chamán, es tu obligación curar a tus hermanos y ellos te darán lo necesario pa vivir. Acércate, hijo mío. ─dijo el chamán, colocando una mano sobre la cabeza del muchacho─. Que nunca te falte la guía de Curicaveri, nuestro dios y Señor, que su palabra la entiendas y nunca hagas mal uso del “teonanacatl”, el alimento de los dioses. 
Diciendo lo anterior, el chamán se quedó dormido. Ana María, que había escuchado las palabras del anciano, no entendía bien si se había referido a ella, o a que Serafín estaba destinado a tener otra compañera, pero ya el tiempo iría mostrando los caminos de cada ser humano.
Por lo pronto, debería ir al lado de su padre en cuanto fuese posible. Miraba a Serafín y a su madre que, aunque no lloraban, reflejaban en sus rostros una gran tristeza. De manera inconsciente, Ana María se acercó a Serafín y apoyó su mano en el hombro del joven, como compartiendo su tristeza, e infundiéndole la certeza de su apoyo. La respiración del viejo se fue haciendo lenta y dificultosa. Sin ayuda de nadie, Serafín levantó con sus fuertes brazos el mermado cuerpo de su abuelo y lo llevó fuera de la cueva, que debería permanecer oculta lo más posible.
Juana consiguió un petate y sobre él colocaron el cuerpo del viejo chamán. Los habitantes de la gruta se empezaron a reunir alrededor del cuerpo del chamán, quien expiró su último aliento, tornando su rostro un velo de placidez, como el de quien ha recibido un premio por la labor terminada.
De alguna parte, alguien llevó cuatro hachones, que colocaron a modo de cirios mortuorios. Unos músicos, llegados de algún lugar, empezaron a hacer sonar un tamborcillo y una chirimía, los instrumentos rituales de los chamanes y un grupo de danzantes, entre ellos los amigos Ignacio y Domitilo; iniciaron una danza que se prolongaría por muchas horas, en medio de rezos y alabanzas a los dioses de los indios y a Jesucristo y su Santa Madre, en un extraño sincretismo. Serafín se atavió con sus emblemas de chamán, comió el sagrado “teonanacatl”, presidiendo la ceremonia luctuosa de su amado abuelo, en tanto Juana y otras mujeres se afanaban en preparar alimentos y café con charanda, el aguardiente de los tarascos, para aguantar la desvelada.
En algún momento cesó la danza, mas no la música, que solo se hizo tenue; en ese punto, Serafín extrajo su bracerillo y luego de encenderlo, echó trozos de copal y empezó una oración:
 —”Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor suyo que ha sido llamado a su presencia y permítanle llegar hasta ustedes, luego de haber terminado su labor entre los hombres. Que su carne y sus huesos, que son carne de mi carne y hueso de mis huesos, pase a nutrir la tierra, de donde procedemos, para honor de nuestro amado Padre Curicaveri. Hoy comeré el “teonanacatl”, alimento sagrado de ustedes, benevolentes dioses de mis padres, permitan que pueda ver en el tiempo y conozca sus designios”
Ana María presenciaba la ceremonia luctuosa con respeto, pero sin entender lo que todo ello significaba; además que todo se realizaba en la lengua purépecha, algo que ella no entendía, ya habría tiempo de entenderlo cuando se lo explicara Serafín. Al terminar las oraciones del joven chamán, se reanudó el baile y la música.
Danzantes y músicos tocaban y bailaban sin descanso, sin beber agua ni comer alimento alguno, en una especie de ofrenda al difunto distinguido que estaban velando. En ese momento, Serafín, valiéndose de un atado de leña que habían acercado, colocó la madera de manera especial, colocando las insignias del chamán difunto, a fin de quemarlas, como fue su última voluntad.
Todos guardaban un respetuoso silencio, las mujeres con los rostros cubiertos por los rebozos y los hombres con los sombreros en las manos y la cabeza baja, solo se escuchaba el rítmico sonar de la música y el acompasado golpear de los pies de los danzantes contra el piso. Al terminar las oraciones, todos se dirigieron a las viandas, incluyendo músicos y danzantes, brindando con charanda por la vida eterna del difunto.
Luego de comer, se fueron turnando para no dejar solo al difunto y los músicos reiniciaron la música, que ahora era lánguida y plañidera. Las mujeres recogieron los restos de la comida y volvieron a la cocina, a seguir preparando los alimentos y bebidas para la madrugada.
A la mañana siguiente llegó Anselmo, el padre de Serafín; Juana corrió a abrazarlo y a informarle de la muerte de su padre. Anselmo se retiró a lavarse y se presentó ante el cuerpo de su padre, a rendirle los respetos debidos, casi en silencio hizo las oraciones requeridas para el viaje del anciano al mas allá y pidió a sus antepasados lo recibieran con música y bailes, que hubiera suficientes alimentos para mitigar el hambre que no hubiera satisfecho en su vida entre los hombres y a Curicaveri que lo recibiera a su lado, con la misericordia de un padre que recupera a un hijo. Luego se sentó junto a Serafín y pasándole un brazo sobre los hombros, le transmitió la fuerza y la entereza que requeriría para seguir el trabajo de su abuelo.
El duelo duró tres días, al término del cual, el cuerpo del anciano fue envuelto en el petate y colocado sobre una parihuela rústica, hecha de varejones, la que fue cargada por Anselmo, Serafín, Ignacio y Domitilo.
Por seguridad, el sepelio se llevó a cabo en horas de la noche, hasta una cueva elegida con antelación, donde se excavó la tumba. Se procedió a colocar el cuerpo con la cabeza hacia el oriente, hacia donde sale el sol, para que el difunto no fuera a equivocar el rumbo que lo llevaría hacia la morada de Curicaveri.

El triunfo del amor

El estado de luto se mantuvo durante una semana, aunque por las mañanas no se suspendió la producción de materiales necesarios para la guerra. Los mensajeros iban y venían con las noticias, aunque causó desconcierto entre los habitantes de la gruta, el saber que el Ejército Insurgente se había retirado hacia el centro del país, después de haber triunfado en el Monte de las Cruces y del desacuerdo tenido entre el cura Hidalgo e Ignacio Allende. No obstante, no causó problema entre los trabajadores, encargados de mantener abastecido a los Insurgentes, entendiendo que era un solo ejército, en busca de un mejor país.
Ya con calma, Serafín explicó a Ana María el significado de la ceremonia que había presenciado, relatándole las experiencias que habían vivido con su abuelo durante el tiempo de enseñanza que compartieron.
La diaria cercanía y la imagen que Serafín tenía entre su gente, así como la presencia física del joven, fueron penetrando en el ánimo de Ana María, quien al fin descubrió que lo que sentía por el muchacho, era verdadero amor; las horas que pasaba separada de él, se le hacían pesadas y monótonas, aunque algo las suavizaban los cuidados que le prodigaba Juana, su nana y madre de su amado Serafín.
Por la noche volvió Serafín al lado de las mujeres, luego de un pesado día de trabajo, pero se habían obtenido buenos resultados y se habían podido enviar tres cargas de pólvora y dos de municiones con rumbo a Guadalajara, a donde se encaminaba el ejército Insurgente, luego de su retiro del Monte de las cruces. La marcha era fatigosa; había que ir en busca de los Insurgentes, enviando mensajeros y exploradores, indagando, suponiendo; caminando día y noche a fin de encontrarse en algún punto de la ruta.
Serafín, aunque cansado, se sintió bien al lado de Ana María. Luego de cenar, la invitó a caminar un poco y se llegaron hasta la cueva, detrás de la cortina de agua, donde había hablado con su abuelo; ambos jóvenes se encontraban callados, un tanto abrumados por los recuerdos de lo vivido en ese lugar. En cierto momento, entre el sonido del golpe del agua, les pareció escuchar la voz del viejo chamán: “Serafín, Ana María, hijos míos, nuestro dios, Curicaveri, lo tiene escrito en su Libro, ustedes unirán sus sangres para dar paso a una gran decendencia. La guerra que están viviendo ayudará a la creación de una raza fuerte. La vida no les será fácil, pero si persiste el amor, podrán enfrentar todos los inconvenientes. Tu padre, Ana María, será el primer obstáculo para vencer. Intentará por todos los medios, separarlos, amenazará con enviarte a España, pero no desistan; cuando tenga en sus brazos a tu hijo, que será su nieto, su rabia se calmará y se dará cuenta que no puede oponerse a la fuerza del amor. Sigan adelante, amados hijos, hagan caso al llamado de sus corazones. Yo me estoy retirando ahora, dejo para siempre esta amada tierra, pero siempre me encontraré cerca de ustedes para guiarlos y orientarlos, hasta donde nuestros dioses lo permitan. Queden en el amor de Curicaveri y de este abuelo vuestro”
Los jóvenes estaban aterrados, Ana María se encontraba abrazada a Serafín, se sentía segura entre los fuertes brazos del muchacho. Poco a poco, sus rostros tan cercanos, fueron girando para verse de frente. No hubo necesidad de palabras, sus almas, a través de la mirada, se decían lo necesario para comprender que el mensaje póstumo del abuelo era cierto. Sus labios se unieron y del beso tierno y sumiso, se pasó al ósculo ardiente, exigente, pasional. Sus cuerpos se unieron y Ana María se volvió depositaria de una herencia genética de siglos.
Ahora, dos razas, en apariencia irreconciliables, se hicieron una sola, amalgamada por el amor de dos jóvenes envueltos en una vorágine de sucesos incontrolables para ellos, pero determinantes para sus hijos y descendientes futuros.
Luego de la entrega total, cansados y sudorosos por las ardientes caricias, los jóvenes se recostaron sobre sus propias ropas, abrazados, en silencio, cada uno pensando en las palabras que deberían pronunciarse, luego de la consumación de su amor.
La primera en hablar fue Ana María.
 —Serafín, amado mío, esto ha sido maravilloso, luego del susto al escuchar las palabras de tu abuelo, fue como si unas manos firmes y amorosas, nos hubieran acercado. No tengo miedo, en tanto esté segura de tu amor.
—Nunca dudes de ese amor, Ana María, es un sentimiento que nació desde que éramos muy pequeños. Me miro yo en un cajón, dormido entre burdas cobijas de lana y tú en un hermoso canasto forrado de seda, cubierta con finas mantas de Holanda; criados los dos por un mismo amor y unas cálidas manos, las de mi madre, que nos amó por igual y a quien debemos esa temprana cercanía. Ambos nos amamantamos de la misma leche, por lo que ya desde entonces, unimos nuestras sangres. Ahora iremos a hablar con don Francisco, tu padre. Si lo prefieres, primero pediremos al Sacerdote que bendiga nuestra unión o, si lo deseas de otra forma, pediré tu mano a tu padre y luego nos casaremos en el sitio que dispongas. Por lo pronto, hablaremos con mis padres y ellos nos darán algún sabio consejo.
Los muchachos se vistieron y tomados de la mano abandonaron ese recinto, que sentían santificado por su entrega de amor, lugar al que volverían con frecuencia; era el mejor refugio para estar a solas. Al llegar a la gruta principal, Serafín se dirigió hacia su lugar de trabajo, donde estaba seguro encontraría a su padre, en tanto que Ana María se llegó a donde estaba su nana Juana, para ayudarle en las labores del día, más tarde se ocuparía de la enseñanza de los niños.
Al verla llegar, Juana notó un brillo diferente en los ojos de Ana María y sin tener necesidad de ninguna explicación, se dio cuenta que su niña había encontrado el amor.
En tanto, Serafín se reunió con Anselmo, su padre, ocupado en organizar los trabajos de fabricación de pólvora.
—Buenos días padre, ─saludó Serafín, besando la mano de su progenitor─. Antes de que se vaya, le voy a pedir que hablemos con mi madre y Ana María.
—Claro que sí, hijo mío, eres ya un hombre y necesitas tomar decisiones como hombre, si te parece bien, lo haremos a la hora de la comida, pos yo debo partir al caer la tarde, para alcanzar a las tropas del Cura Morelos.
—Gracias, padre, así lo haremos. Ahora me ocuparé de la fabricación de las bolitas, para que se pueda llevar una buena carga. Padre e hijo se separaron, a fin de ocuparse de sus respectivas tareas.
Una gran cantidad de burros y mulas se encontraban en espera de ser cargados, los arrieros se ocupaban en distribuir las cargas en sus animales, a fin de ocultarla de forma conveniente con mercancías de consumo cotidiano; en cuanto estaban listos, salían de la cueva, siempre en recuas no muy grandes, a fin de no llamar la atención.
Como habían convenido, a la hora de la comida se reunieron Anselmo Casimiro y su hijo Serafín, con Juana y Ana María. La familia comió en un ambiente de alegría, pocas veces habían tenido esa oportunidad; cuando Serafín era pequeño, don Francisco se encargó de separar al matrimonio, impidiendo que, incluso, se conocieran padre e hijo, el hacendado tenía prohibido que Anselmo fuera a la hacienda. Sin que nadie hiciera referencia a ello, Ana María estaba muy consciente de la injusticia que su padre había cometido con esta buena familia. Las tortillas recién hechas y los guisos de Juana hacían las delicias de todos.
Cuando terminaron de comer, Anselmo extrajo un envoltorio de entre sus ropas y les obsequió con un delicioso dulce de tuna, que uno de los arrieros le había llevado. Luego de degustar el delicioso postre, Anselmo inició la plática.
—Bien, Serafín, pos tú dirás, que quieres palabriar con nosotros, dijo tomando la mano de su esposa.
—Padres, no estoy seguro de cómo vayan a tomar lo que les vamos a decir, pero Ana María y yo, queremos casarnos; sé muy bien que don Francisco se opondrá, pero quiero saber si ustedes nos apoyan; lo que tenía qué ser, ya pasó, así es que, de cualquier forma, nosotros seguiremos juntos, pero deseamos tener la bendición de nuestros padres.
—Hijos, míos, habló Juana, pos si ustedes son parte de mi alma, cómo no apoyarlos y, pos sí, lo seguro es que se enmuine don Francisco, pero mi niña Ana María tendrá qué hacerlo entrar en razón.
—¡Ah que muchachos estos!, dijo Anselmo rascándose la cabeza, ¿pos tonces, ya’stuvo?
—Pues sí, apá, repuso apenado Serafín, abrazando a Ana María, es que nos queremos bien harto y solo pasó…. Pero en verdad, queremos casarnos bien, si ustedes nos dan licencia.
—¡Pos nomás faltaba que no!, ─dijo airada Juana─ pos si ya la hicieron, ‘ora hay que componerla. A lo mejor está mejor asina, ¿no cres viejo?
—Pos pueque tengas razón, Juana, si se presentan con don Francisco, ya casaos, pos ya que mas podrá hacer…. Le voy a mandar un recao a Fray García Diéguez, el Párroco de Jerécuaro, yo no podré hablar con él, pos me tengo que ir, pero tú sí, Juana. Los tres platiquen con él y a ver qué les dice.
Tal como lo propuso Anselmo, se hizo, aunque él ya no se pudo quedar; tenía qué salir con la última recua que iba con destino a Valladolid, a tratar de encontrarse con el Cura Morelos. Cuando llegó Fray García Diéguez, enterado ya del asunto que lo llevaba, pidió le llevaran con doña Juana, la madre de Serafín; de inmediato atendieron su petición, llegando al lado de las tres personas interesadas, quienes, poniendo una rodilla en tierra, besaron la mano del franciscano.
 —¡Pues que la habéis hecho buena, muchachos!, conociendo a don Francisco, esto le va a dar un gran disgusto. Pero vamos a ver, vosotros os queréis casar, ¿no es así?
—Desde luego que sí, Padre, ─repuso Ana María con firmeza─ si usted está dispuesto a darnos la bendición.
—Así es, Padrecito, ─intervino Juana─ los muchachos se aman y, pos tienen razón, ¿Qué no?
—Desde luego… Desde luego que sí. Los voy a casar ahora mismo y después mandaré una nota a don Francisco, anunciando nuestra llegada. Yo los apadrinaré en este negocio y pediremos a Dios que lo ilumine y acepte lo irreparable.
Los muchachos se abrazaron felices y abrazaron a Juana, quien mostraba una sonrisa amplia y satisfecha.
No obstante, el interés del Sacerdote por llevarlos a la presencia de don Francisco, las cosas no se pudieron hacer como se planeaban; las necesidades de la guerra los envolvió, sin que Serafín se pudiera retirar de su frente de trabajo; los requerimientos de pólvora, hicieron que redoblaran esfuerzos para poder abastecer a los combatientes.
En esas condiciones, Fray García, solo pudo casar a los novios, para que no vivieran en pecado, quedando pendiente la celebración de la boda y, desde luego, la entrevista en Puruagua con el hacendado. El frente de la guerra se desarrollaba en Guadalajara y sus alrededores, así como en el sur, con las fuerzas al mando del Cura Morelos.
Mientras tanto, la naturaleza tampoco descansaba y el vientre de Ana María empezaba a mostrar que una nueva vida se gestaba en sus entrañas. Los muchachos estaban felices y Juana casi enloquecía de contento, procurando los mejores alimentos posibles para su niña, evitándole trabajos pesados, que pudieran poner en riesgo a su nieto.
Por su parte, Serafín se esmeraba en su trabajo, ganando el respeto de todos sus compañeros, incrementando el ya ganado como chamán y curandero de heridas; no pasaba día en que no le hicieran llegar a personas que habían sido heridas en las batallas; desde luego que no era mucho lo que podían hacer por ellas, si acaso la ingesta de algunas bebidas adormecedoras, que les atenuaban el dolor o permitían hacer alguna amputación de forma rústica, valiéndose más de la fe, que de la ciencia médica. En realidad todos estaban en las manos de Dios.
Cuando se vio que ya no era posible seguir retrasando el encuentro con don Francisco, Fray García envió la nota, avisando de su llegada. Ese día salieron de mañana, a bordo de una carreta proporcionada por el sacerdote, a fin de que Ana María fuera cómoda, siempre al cuidado de Juana, en tanto Serafín y Fray García Diéguez viajaban en el pescante.
Cuando llegaron a la hacienda, el religioso descendió de la carreta y se hizo conducir a la presencia de don Francisco, encargando a Serafín que condujera la carreta a las caballerizas y pasaran por la cocina para alcanzarlos en la sala, donde él le explicaría a don Francisco la situación, a fin de evitar una situación que se pudiera tornar violenta.
—Fray García, ─saludó don Francisco al recién llegado─ qué gusto que hayáis venido, pero en vuestra nota decíais que mi amada Ana María vendría con usted.
—Y así es, don Francisco, solo que antes quiero tener una breve charla con usted, si lo permite.
Inquieto y temeroso de recibir funestas noticias, el hacendado invitó al sacerdote a tomar asiento, sirviéndole una copa de Oporto.
—Dígame usted, reverendo Padre, que me tiene el alma en un hilo, ¿le ha pasado algo a mi adorada hija?...
—Calma, calma, don Francisco, Ana María se encuentra más que bien, lo que sucede es que los caminos de Dios son inescrutables para los hombres y la vida da vueltas que en ocasiones tardamos en comprender. Esta guerra nos ha desquiciado y hemos tenido que adaptar nuestras vidas a situaciones no previstas.
—Vamos, vamos, padre, que no le dé más vueltas al asunto y vamos al grano, que empiezo a perder la paciencia.
—Así sea, don Francisco. En efecto, aquí está su hija, pero se ha casado y esa unión ha sido bendecida por Dios, a tal grado, que pronto usted será abuelo.
El hacendado se quedó mudo, miraba al sacerdote como si no lo conociera, de pronto explotó.
─¿Que se ha casado mi hija? Y ¿quién es el desgraciado que se la ha llevado sin mi permiso? ¿Cómo es posible que me diga que es una unión bendecida por Dios? ¡No puede ser si yo no estoy de acuerdo!
—¡No blasfeme, don Francisco!, ─dijo enérgico el franciscano─. La voluntad de Dios está por encima de cualquier hombre, ni el rey, ni el propio Papa, se atreverían a tal.
—De cualquier manera, ─refutó el hacendado─ quiero conocer a ese hombre y ver a mi hija.
El Sacerdote hizo una seña a un sirviente que esperaba y fue en busca de los recién llegados. Grande fue la sorpresa recibida por don Francisco, al constatar que su hija se hallaba en avanzado estado de gravidez y que el padre del niño era el odiado indio, hijo de la nana Juana. —Pero ¿cómo te has atrevido, descastado? ─Dijo levantando el fuete, pero el Sacerdote detuvo el brazo que ya se descargaba sobre Serafín─.
—No, don Francisco, no soy un descastado, amo a su hija desde que éramos niños y la he respetado siempre. El amor no tiene distingos de razas o clases. Nos hemos casado por la Ley de Dios y esperamos un hijo, que será su nieto.
—Papacito, ─suplicó llorosa Ana María─ perdóneme, deme su bendición y acepte a este hijo que Dios nos manda y acepte a Serafín como un hijo, es el hombre que mi corazón eligió y el padre de mi hijo y nieto suyo.
—Y tú, Juana, te encargué que cuidaras a mi hija y mira lo que me traes, toleraste a tu hijo y eres tan culpable como él mismo. ¡Salgan de mi casa de inmediato!
—No, padre, si salen ellos, yo también me voy, ─amenazó Ana María, mirando con dureza a su padre─.
—Calma… calma… ─pidió fray García─ ambos están diciendo cosas que luego les hará arrepentirse, yo les pido serenidad.
—Serenidad, ¡un cuerno! ─dijo obstinado don Francisco─ si esta desvergonzada se quiere ir con su indio, allá ella, ¡que se largue!
Ana María se acercó a Serafín y Juana y, sin apenas decirse nada, los tres estuvieron de acuerdo que lo mejor era retirarse en esos momentos; se veía imposible llegar a algo razonable con don Francisco. Fray García estuvo de acuerdo en que era mejor salir, de momento.
—Padre, nos vamos ahora, como es su voluntad, le recuerdo que su nieto nacerá a fines de mayo o principios de junio, entonces volveremos a que lo conozca, pero si antes desea vernos, ya sabe cómo localizarnos. Los cuatro salieron en silencio, dejando al hacendado rumiando su enojo y frustración.
En cuanto estuvo a solas, sacó de su cava una botella de Brandy y se sirvió una generosa cantidad. Estaba decidido a ahogar su pena en el vino.

—Como se podrá imaginar, ingeniero Fortuna, dijo don Atilano, la vida de ese hombre cambió a partir de ese día; si antes lo sostenía la esperanza de ver a su hija, en unos momentos todo ello se acabó. Pero pos ya lo platicaremos mañana, pos este viejo ya no aguanta como antes.
—A que don Atilano, usted tiene mas cuerda que cualquiera de nosotros, pero está bien, mañana tenemos mucho trabajo, ya casi terminamos la obra.
Todos los escuchas se fueron retirando a sus domicilios, José Fortuna se quedó con Pedro, don Lupe y don José, para ponerse de acuerdo para lo que había por hacer al día siguiente.
—A que Atilano este, para qué quieren cines si con las historias de este hombre se pueden llenar varios libros.
—Tiene razón, ingeniero, ─dijo don José─ este hombre es un libro de historias inimaginables. No sé si al perder la vista se le desarrolló la capacidad cerebral, pero no se recuerda que fuera tan platicador. Cuando yo era joven, don Atilano ya era un hombre, muy serio y trabajador, pero también muy borracho, parece que a resultas del alcoholismo fue perdiendo la vista, pero mire nada mas qué cambio.
—Es cierto, ─corroboró Lupe─ soy un poco menor que José y bien me acuerdo del Atilano de aquellos años, se juntaba con los amigos para tomar, hasta caerse de borracho, era una calamidá para su familia.
—Para fortuna de todos, ─intervino Pedro─ nos tocó conocer a este hombre interesante, que parece haber vivido desde siempre, pues cuenta sus historias como si las hubiera vivido.
Esa noche, un poco antes de lo usual y en medio del regocijo general por la conclusión de la obra, se reunieron los amigos de siempre alrededor de don Silvestre y don Atilano, los hombres viejos del pueblo, todos en espera de conocer en qué paraba esa historia que el viejo invidente les contaba.
—Pues aquí estamos, don Atilano, ─dijo el ingeniero─ para que nos cuente el resto de esa historia tan interesante.
—Pos o’verá, nos quedamos en que el hacendao se quedó solo, echándose unos vinos pa no sentir tanta soledá y echando sapos por lo enmuinao que’staba.

Llenos de tristeza por la reacción del hacendado, Ana María y Serafín se abrazaban en silencio, en tanto que Juana, triste también, pero apenada por haberle fallado al patrón, iba sumergida en sus propios pensamientos. Por su parte, Fray García, a solas en el pescante, se imaginaba a don Francisco viviendo a solas en esa enorme hacienda, teniendo a su familia viviendo en la gruta, por su orgullo mal entendido y ese desprecio que sentía por los naturales de esas maravillosas tierras.
Llegaron a la gruta ya de noche, por lo que se retiraron a sus espacios y se acostaron, cada uno con sus propios misterios. Los ronquidos de los durmientes de los alrededores, así como el suave sonido del correr del agua, los fue sumiendo en un profundo sopor, hasta quedar dormidos.

Pasaron la temporada navideña concentrados en la producción de pólvora y en la fabricación de armas forjadas; las bolitas de barro cocido ya no se fabricaban, pues los insurgentes habían logrado fabricarlas con plomo, que eran más efectivas, por lo que ahora todas las personas estaban dedicadas a la pólvora, habiendo logrado casi una producción en línea, pues cada grupo tenía una función específica y nadie se podía atrasar; eso propiciaba retrasos en la fabricación final. 
Para mediados de febrero les llegaron noticias alarmantes: el Ejército Insurgente había sido derrotado en el Puente de Calderón y sus caudillos se dieron a la fuga, dicen que rumbo al Norte.
Son meses de incertidumbre y nerviosismo, empieza a haber deserciones entre los habitantes de la gruta, pero todos juran ante la imagen de la Virgen de Guadalupe, que jamás revelarán las entradas a las cuevas.
A finales de mayo, como lo había dicho Ana María, su embarazo llegó a término, habiendo parido un robusto hombre, dentro de esas cuevas que ahora, con tan poca gente, se les hacían enormes. Al niño lo bautizó Fray García con el nombre de Francisco Anselmo, como sus abuelos. De Anselmo, se supo que había muerto en el Puente de Calderón, aunque otras personas decían haberlo visto huir junto con el Cura Hidalgo; algunos decían que había quedado, herido en Guadalajara. La verdad nunca se supo y Juana se resignó a vivir una viudez de incertidumbre, sin una tumba donde llorar y llevar flores. 
De don Francisco de Urzúa, encomendero y hacendado de Puruagua, pocas noticias llegaban y nunca más volvió a buscar a su hija. Se dio a la borrachera y mal cuidaba sus propiedades, que empezaron a caer en el abandono, el ganado se fue muriendo o se lo iban robando y la hacienda se fue volviendo una ruina de abandono y descuido.
Se dice que el matrimonio de Serafín y Ana María se fue a vivir a Acámbaro, llevando consigo a Juana, ahora nana de su propio nieto. En realidad, ya no se supo mucho de ellos.
Años después alguien dijo haber visto a un chamán ya viejo, acompañado de un muchacho alto y fuerte, de tez blanca y pelo negro y lacio, que se estaba preparando como chamán. Agustín y Domitilo siguieron de ayudantes del chamán Serafín; ambos se casaron y procrearon familias numerosas. Ambos aprendieron a leer y escribir. Agustín estudió para Maestro y Domitilo se hizo músico, llegando a dirigir la Banda Municipal de Acámbaro. Pasaron los años y un día hallaron muerto a don Francisco, tirado a la orilla de su cama, rodeado de botellas de aguardiente vacías. Los fieles sirvientes cerraron la hacienda, sin tocar nada, esperando que algún día volviera doña Ana María, a reclamar su herencia, cosa que no ocurrió. De las cuevas, nunca se han vuelto a encontrar las entradas, han pasado casi doscientos años, durante ese tiempo ha habido deslaves, movimientos sísmicos, etc. Deben estar las entradas en algún lugar, tal vez algún día alguien las encuentre y entonces se aclararán muchas cosas de la historia.

Esa fue la historia de esta vieja hacienda, Luego del reparto agrario, le quitaron casi todas sus tierras y pueblos, solo dejaron el casco de la hacienda y doce hectáreas de tierras labrantías. Un día llegaron nuevos propietarios y ahora son sus descendientes los que administran la propiedad. Del apellido Urzúa, ya no se supo. De los Casimiro, de origen indio, de vez en cuando llegan noticias, que ven a los descendientes por aquí o por allá, son como los fantasmas, que todos hablan de ellos y nadie los ha visto.
Dicen que en la hacienda espantan por las noches; que se ve el ánima de don Francisco, vagando por los corredores y a quien se encuentra, le pregunta por Ana María, dicen que eso le pasó a un cierto Juvencio, que de la impresión se quedó mudo. Pero esas han de ser “charras”.
—Como las que tú nos cuentas, Atilano, ja, ja, ja.
—Ya te oyí, Tomás, si bien que te conozco la voz, pero o’verás viejo carajo, luego nos “veremos”, ja, ja, ja.



FIN


Sergio Amaya Santamaría.

Enero 12 de 2010

Ciudad Juárez, Chih.

Febrero 29 de 2020

Playas de Rosarito, B. C.