Capítulo 15
La revuelta
El final del
verano se estaba presentando con un poco de frío. Las últimas lluvias
veraniegas azotaban los caminos, que estaban convertidos en auténticos barriales,
donde era difícil el paso de los animales y casi imposible el tránsito de
carretas.
El domingo dieciséis
de septiembre, fray García Diéguez, franciscano, párroco de Jerécuaro, que se
había comprometido con el Padre Miguel; estaba terminando de oficiar la misa de
ocho, cuando vio llegar a Anselmo, quien apresurado se dirigió a la sacristía;
cuando hubo terminado el oficio, el religioso se dirigió al encuentro con
Anselmo.
—¿Qué ocurre
Anselmo?, te veo muy agitado y me alarmas.
—¡Que ya ha
empezao, Padre!, ─dijo casi sin aliento, mirando en todas direcciones para
cerciorarse de que no había extraños─. Esta mañana ha llegao un enviado de don
Miguel y nos dice que fueron descubiertos, por lo que se tuvo qué adelantar el
levantamiento. En la madrugada han liberado a los presos y todo el pueblo se armó
de lo que pudo. Al grito de "¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo el mal
gobierno!, ¡viva Fernando VII!", se lanzaron hacia Atotonilco, donde el padre
Hidalgo tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe para llevarla como estandarte.
Lo más preocupante es que un grupo de descontentos van gritando consignas en
contra de los españoles y me temo que esto pueda degenerar en excesos; según
los informes, ahora se dirigen a Guanajuato cruzando la sierra de Santa Rosa.
—Gracias por
avisarme, Anselmo; vuelve ahora a la gruta y carga las armas y municiones en
los animales, yo hablaré con mi gente de confianza y nos encontraremos en el
camino a Acámbaro; mientras tanto, yo le mandaré recado a doña María Catalina
Gómez de Larrondo, para que haga lo propio; ella tiene instrucciones de pasar
la noticia al padre Morelos y que Dios nos ilumine y en su infinita
misericordia perdone nuestros pecados.
—Amén, ─respondió
el indígena y salió a cumplir con su misión─.
Tal como lo
temía Anselmo Casimiro, el grupo de resentidos contra los españoles iba
gritando ¡Vamos a matar gachupines!, lo que dio lugar a lamentables hechos de
sangre contra gente inocente; eso ya no se podía detener. A media mañana del día
veintiocho de septiembre, el grupo rebelde llegó a Guanajuato. Las calles
estaban desiertas; ya había llegado la noticia del levantamiento. Las autoridades
y notables de la ciudad se habían refugiado en la alhóndiga de Granaditas, resguardados
por un batallón de realistas, que custodiaban los granos que se almacenaban en
el lugar.
El
Intendente Juan Antonio Riaño mandó a la guardia cerrar las puertas para evitar
el paso de la turba. Los macizos portones de mezquite fueron cerrados y desde
la azotea, los soldados disparaban a todo aquel que se atreviera a acercarse a
la puerta. Mientras los insurgentes se desesperaban por no poder tomar el
edificio, se acercó al cura Hidalgo un hombre, Juan José de los Reyes Martínez,
a quien apodaban “el pípila”; decían que tenía cara de guajolote, que le
propuso quemar la puerta para poder entrar.
—Pero hombre de Dios, ─repuso el Sacerdote─
¿cómo supones que podremos llegar a la puerta?, los soldados que están en la
azotea nos acabarían en pocos minutos.
—Perdone, padrecito,
pero si uste lo permite, yo lo puedo intentar, si me colocan una loza en el
lomo, me puedo acercar y pegarle fuego a la puerta.
El Cura
Hidalgo lo vio alejarse, cerca de él se encontraba su hermano Mariano, a quien
preguntó:
—¿Sabes quién
es este hombre, Mariano?, ─señalando a quien le acababa de proponer quemar las
puertas de la alhóndiga─.
—Sí, le conozco,
se llama Juan José de los Reyes, lo conocen como “el pípila” y es oriundo de
San Miguel el Grande, es un minero de La Valenciana.
—Me acaba de
proponer quemar las puertas para poder tomar el edificio.
Es esa
plática estaban cuando vieron que el referido Juan José, con una losa atada a
la espalda, llevando un atado de leña y una antorcha; se acercaba avanzando agachado
a la puerta principal de la alhóndiga y le pegaba fuego a la puerta.
Los disparos
que desde la azotea hacían los guardias, rebotaban contra la losa que protegía
al valiente. Luego de unos minutos, la puerta entera era consumida por el fuego,
penetrando las fuerzas Insurgentes, ante el terror de los españoles guarecidos
en ella. La lucha duró varias horas, la Guardia Real ofreció una escasa
resistencia; se vieron sometidos por la superioridad numérica de los atacantes.
Fue una matanza terrible; lo mismo cayeron militares que civiles. La turba
enardecida no respondía más que al instinto, liberando el rencor acumulado por
tantos años de abusos recibidos.
Anselmo se
encontraba supervisando la carga de los animales con las armas, municiones y
pólvora que habían logrado acumular; organizando a la gente, de a pie y de a
caballo, que saldría para escoltar el envío que hacían a las fuerzas insurgentes
y que mandarían a Acámbaro, para ponerlo a disposición del cura Hidalgo.
En las
primeras horas de la tarde tenía todo dispuesto, partiendo cuando la noche
empezaba a caer, a fin de evitar cualquier enfrentamiento que pudiera poner en
peligro toda la operación; aunque aún no tenía noticias del avance insurgente,
consideraba que no llegarían a Acámbaro antes del lunes por la tarde.
Cuando
llegaron a la casa de doña María Catalina Gómez, se enteraron de que ella ya
había lanzado a sus seguidores, armándolos de puñales y machetes, a someter a
la escasa guarnición de la plaza; lo que había logrado, haciendo preparativos
para defender la ciudad; no dudaban que el general Calleja pronto se enteraría
de la situación e intentaría retomar esa importante plaza. Felicitó a Anselmo
Casimiro y recibió con beneplácito las armas y municiones que llevaban. Hacía
unas horas que había enviado mensajes al cura Morelos, enterándolo de la situación,
a fin de que estuviera alerta a los acontecimientos.
Doña Catalina tuvo amistad con
Miguel Hidalgo y Costilla. Acompañada de su cajero y el torero Luna marchó a su
hacienda San Antonio para reclutar un pelotón de peones a los que armó con
puñales, machetes y pistolas para atacar una comitiva de europeos con destino a
Valladolid. Dejó heridos a todos los viajeros, y después los entregó al
ejército independiente en Acámbaro
“María Catalina escribió la siguiente carta a
Hidalgo: "Habiendo sabido que pasaban por este pueblo tres coches con
europeos con destino a Valladolid, hice que mi cajero auxiliado con algunos
sujetos saliese a aprehenderlos; suponiendo que de este modo servía a vuestra
excelencia, y cooperaba a sus ideas. Se logró en efecto la acción prendiendo al
conde de Casa Rul, intendente del expresado Valladolid y al teniente coronel de
Dragones de México, pero con tanta ventaja que para nuestra parte no se derramó
una gota de sangre y para la de ellos todos quedaron gravemente heridos. Yo
quedo gloriosamente satisfecha de haber manifestado mi patriotismo y deseosa de
acreditar a vuestra excelencia los sentimientos de amor y respeto que tengo a
su persona. Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Acámbaro octubre 7 de
1810". (Wikipedia)
Al cuidado
de Serafín habían quedado unos cuantos hombres, quienes continuaban fabricando
pólvora y municiones; así como los herreros trabajando en las fraguas. Los
hombres viejos ahora colaboraban como arrieros, buscando los materiales
necesarios y acarreando leña para el abastecimiento de los habitantes de la
gruta.
Cuando tuvo
todo organizado, acompañado de sus inseparables amigos Ignacio y Domitilo,
Serafín se encaminó a la hacienda de Puruagua, para poner sobre aviso a su
madre y a Ana María y, de ser posible, también a don Francisco de Urzúa. Cuando
llegaron ya estaba obscuro y penetraron por la puerta de la huerta, encontrando
a Juana en la cocina, ignorante de lo que estaba sucediendo en las ciudades
cercanas a la Villa de Dolores.
—Buenas noches,
mamacita, saludó Serafín cariñoso. Necesito hablar con Ana María y con don Francisco,
si es posible.
—‘Orita tan
merendando, mejor esperamos a que terminen, pos luego se enmuina el patrón si
les interrumpo, pero siéntense pa servirles un taco.
Juana sirvió
unos platos de frijoles y tortillas calientes a los muchachos y salió rumbo al
comedor, para ver si algo se ofrecía a los patrones; entró sigilosa y se apostó
cerca de la mesa de servicio, donde estaban las cacerolas con los alimentos.
Don Francisco
cenaba en silencio; Ana María se dio cuenta de la presencia de su nana, a quien
miró y entendió que algo quería decirle. Luego salió Juana, en el mismo
silencio con que había entrado al comedor.
Al terminar
de cenar y con el permiso de su padre, se levantó de la mesa y se dirigió a la
cocina. Cuando vio a Serafín corrió a abrazarlo.
—¡Serafín,
Serafín!, ¡qué bueno que viniste!, te extraño tanto…
—Yo también
te extraño, Ana María, pero he estado muy ocupado y vengo a prevenirlos, ─dijo
mirando a ambas mujeres─ nos han avisado que ya empezó el levantamiento que se
esperaba hasta diciembre; no sé cuántos días tarde en llegar aquí, pero no creo
que sean más de dos; mi padre ya debe estar en Acámbaro y yo quiero llevarlas a
lugar seguro; si tu padre lo desea, también lo llevaremos; puede haber violencia
contra los españoles.
Las mujeres
se miraron asustadas; no esperaban que la situación se desarrollara tan pronto.
—Déjame
hablar con mi padre, Serafín; ya sabes cómo se enoja cuando te ve en la hacienda,
espero hacerlo entrar en razón.
La joven
salió presurosa en busca de su padre, a quien encontró aún en la mesa,
pensativo, en tanto degustaba una copa de vino.
—Papacito,
quiero hablar con usted…
—Dime, hija
mía, ─respondió levantando la vista para mirar a Ana María, dándose cuenta de que
la chica se encontraba agitada, nerviosa─.
—He recibido
noticias de que ya empezó el levantamiento de que se ha estado hablando; se
teme que la chusma empiece a matar españoles, o a quienes piense que lo son.
—No te
preocupes, Ana María, no se atreverán a desafiarme; bien saben que no lo
permitiría y mi venganza sería terrible.
—No se
confíe, papacito, mejor vamos a lugar seguro, Serafín está aquí para llevarnos
a donde no nos puedan hacer daño.
—No
menciones a ese mal nacido, solo nos llevará a entregarnos con los rebeldes,
con los de su calaña.
—Perdone que
lo contradiga, papacito, pero Serafín es bueno y solo busca que no nos vayan a
hacer daño, nos protegerá a mi nana Juana y a mí y si usted lo acepta, también
a usted, nos llevará a lugar seguro.
—Si estás
tan segura, ─repuso obstinado don Francisco─ vete tú con la nana Juana, pero
dile a ese sinvergüenza que, si algo te sucede, lo despellejaré vivo con mis
propias manos.
La joven
abrazó a su padre y le hizo prometer que, si se veía en peligro, no dudara en
mandar buscar a Serafín con cualquiera de los sirvientes, ellos sabían cómo
hallarlo.
Ana María
volvió a la cocina, al lado de su nana y Serafín; Juana ya tenía preparado un
atado con sus pocas pertenencias; la joven se colocó sobre los hombros una capa
de viaje y se caló el sombrero; los tres se dirigieron al pasaje, cuya entrada
estaba disimulada entre la paja del granero; Serafín retiró la paja, dejando al
descubierto una portezuela de no más de una vara de alta; sirviéndose de una
barra, el muchacho abrió la portezuela, tomó una antorcha apagada que había en
el granero y mojándola en aceite la encendió; luego penetró al pasaje, sin
permitir que le siguieran las mujeres, hasta estar seguro que no tendrían
contratiempos. Con la antorcha fue quemando las grandes telarañas que con el
paso del tiempo se habían formado. Rápido recorrió el pasaje hasta llegar a la
salida, medio oculta por la vegetación, donde ya le esperaban sus amigos, quien
al verle se levantaron para recibirlo.
—Qué pues,
Serafín, ¿ya vienen las mujeres?, ─preguntó Agustín─.
—No, amigos,
solo entré yo a explorar el pasaje, pero ya me esperan en la entrada, ahora
regreso por ellas; buscaré a alguien que vuelva a ocultar la entrada. Es
posible que me dilate; tenemos que meter algunas cosas de valor de Ana María,
para después irlas llevando de a poco. Yo creo que mejor se van pal frente de
la hacienda; así pensarán que yo estoy con mi madre y mañana, antes de que
salga el sol, nos veremos aquí mismo. Por favor, vean la manera de conseguir
unos caballos para las mujeres; por mi parte lo comentaré con Ana María, para
ver si pueden ser caballos de la hacienda, más tarde les mando la razón,
espérenla junto al árbol. Donde se juntan los hombres por la noche.
—Ta güeno, ─repuso
Domitilo─ tú no te dispriocupes, que pa eso semos tus ayudantes, ¿qué no?
Sonriendo
ante los disparates que hablaba su amigo, Serafín les agradeció su cooperación
y se regresó por el pasaje, donde ya le esperaban, ansiosas, Ana María y la nana
Juana.
—Todo está
despejado, les dijo para tranquilizarlas, pero yo creo que debemos traer tus
pertenencias de valor, le dijo a Ana María; de otra manera las puedes perder,
si tienes dinero o joyas, te podrán servir más adelante. Vamos a la casa,
mientras yo hago otros preparativos.
—También es
necesario, Ana María, que le digas al caballerango que muy temprano te tanga
listos dos caballos y se los deje a Agustín y Domitilo; te van a llevar de paseo,
pero debe ser antes de que salga el sol, los muchachos estarán esperando al
frente de la hacienda. ¿Considera que sea de confianza? No debe decírselo a
nadie.
—No te
preocupes por eso, ─contestó la nana Juana─ yo me encargo de que lo haga alguien
de toda nuestra confianza, tú asegúrate que estén los muchachos para recibir
los caballos.
Esa misma
noche llegó un carruaje llevando a un personaje que buscaba a don Francisco de
Urzúa; era cerca de la una de la mañana cuando el conductor del carruaje se
apeó para llamar a la puerta de la hacienda, luego de largos minutos abrió la
puerta uno de los sirvientes, medio amodorrado y envuelto en una cobija.
—¡Qué
escándalo, amigo!, ¿no ve que la gente se encuentra dormida?
—Pos han de
perdonar, ─habló el cochero─ pero el patrón quiere palabriar con don Francisco,
dice que’s urgente y, pos el mandao no es culpable, ¿Qué no?
—Bueno, pos
así la cosa cambea, ¿y quién es el patrón?, porque si voy a despertar a don Francisco
y no le llevo la razón completa, pueque me ande cintareando.
—Dile que
don Everardo de Bustos, viene de Guanjuato.
El sirviente
se perdió en la obscuridad de las galerías; solo se escuchaban los pasos a todo
correr por los largos pasillos. Poco después se empezaron a encender las luces
y el sirviente volvió a la puerta, dejando entrar al carruaje, luego condujo al
visitante a la sala, donde le ofrecieron un café, que aceptó gustoso, en tanto
llegaba el hacendado. Al cochero lo llevaron a la cocina principal, donde le
sirvieron de cenar. Cuando don Francisco se presentó en la sala, don Everardo
se levantó del equipal y se apresuró a ir al encuentro del anfitrión.
—Don
Francisco, ─dijo tendiendo la mano─ gracias por recibirme, le traigo noticias
muy graves; este medio día una chusma encabezada por un cura, el tal Miguel
Hidalgo, ha tomado la alhóndiga de Granaditas y han pasado a cuchillo a los
españoles y criollos que se encontraban en el lugar; la Guardia Real ha sido
superada por la cantidad de gente vociferante, armada con palos y hoces. Fue
algo horrible, yo he podido escapar, aunque no pude saber de Fermín, mi hijo; se
había ido de paseo a la presa de los Pozuelos. He venido a ponerle sobre aviso
y a pedirle me dé asilo por unos días; temo que, si regreso, puedan matarme.
Hemos despachado mensajeros a México, pero tardarán dos o tres días en llegar y
otros tantos en volver con alguna respuesta.
—En verdad
me habéis alarmado, don Everardo; aunque hace unos momentos mi hija me hizo algunos
comentarios; me parecía imposible que la chusma se quiera enfrentar al ejército
Real. Por lo demás, no se preocupe, querido amigo, que aquí estará usted
seguro, voy a dar órdenes de que se mantenga una vigilancia constante para que
no nos vayan a sorprender.
—Por lo
pronto, vamos a descansar, le mostraré su habitación; ya mañana tomaremos
alguna decisión. Supongo que usted no ha cenado, así es que pasemos al comedor
y enseguida le servirán algo caliente.
Los amigos
se dirigieron al comedor y don Francisco impartió algunas órdenes a unos
sirvientes que estaban en espera de instrucciones del amo. Mientras llevaban
algún alimento, don Francisco sirvió una copa de coñac a su huésped y se sirvió
otra para él; se daba cuenta que la noche podría ser larga.
Pretextando
algunas diligencias a realizar, don Francisco dejó solo a don Everardo y se
dirigió a los aposentos de Ana María, a quien encontró colocando algunas
prendas en un baúl, ayudada por la nana Juana.
—Hija mía, ─dijo
abrazando a Ana María─ tenías razón en lo que me contaste, ya se ha iniciado la
revuelta en Guanajuato y debemos esperar muchos problemas; vete con tu nana y ese
muchacho, Serafín. Dile que te proteja, ya veré cómo recompensarlo, tu
seguridad es lo más importante para mí.
—Venga con
nosotras, papacito, yo me moriría si a usted le sucede algo.
—No puedo
ahora, hija mía, recién ha llegado don Everardo de Bustos y me ha contado de las
atrocidades que se están cometiendo; se quedará unos días en la hacienda y yo
debo ver que todo esté bien; espero que la violencia no llegue a la hacienda,
en todo caso, si veo que hay peligro, iré en tu busca. ¿Sabes a dónde las
llevará Serafín?
—No lo sabemos,
don Francisco, intervino la nana Juana, ni creo que nos lo digan; pero si lo juzga
necesario, mande un peón a que lleve una razón a Serafín, le aseguro que
llegará a él y vendrá de inmediato si usted le necesita.
—Gracias,
Juana, ─era la primera vez que le agradecía algo a la mujer─ pero me respondes
con tu vida por la seguridad de Ana María.
—Le aseguro
que estará bien, don Francisco, si mi hijo viene por nosotras, es que nos
llevará a donde no corramos ningún peligro.
—A propósito,
papacito, ─dijo Ana María─ me llevaré dos caballos y partiremos antes del
amanecer, si quiere usted hablar con Serafín, saldremos por el granero.
—Por qué por
el granero, ¿van a tirar alguna pared?
—No,
papacito, en ese sitio está la entrada a un túnel que nos lleva hasta el río,
será bueno que usted lo conozca, por si necesita escapar sin ser visto.
Tal como le
aconsejó Ana María, don Francisco estuvo puntual en el granero, ya Serafín
había metido el baúl de la joven y solo esperaban despedirse de don Francisco.
—Papacito, deme
su bendición, y espero que nos podamos reunir muy pronto, yo estaré esperando
noticias suyas.
La joven se
acercó a su padre, le abrazó y besó en ambas mejillas, mientras las lágrimas
inundaban sus ojos.
—Serafín, ─dijo
dirigiéndose al joven─. Sé que no hemos tenido una buena relación, pero siempre
has protegido a mi hija; hoy la pongo en tus manos y espero que me la devuelvas
sana y salva, yo te recompensaré. Dime a dónde las llevarás.
—Perdone, don
Francisco, pero por nuestra propia seguridad no se lo puedo decir; pero si
necesita mandar alguna razón, dígale a cualquier peón que me la lleve y me
llegará, téngalo por seguro. Solo le pediré que ordene que, cuando nos vayamos,
cierren la puerta del túnel y le amontonen la paja, para volverla a disimular.
—No te
preocupes, muchacho, que así lo haremos, que Dios los acompañe y, si te es
posible, hazme saber que están bien.
Los dos
hombres se miraron a los ojos y se estrecharon las manos, cerrando una brecha
que estaba abierta desde siempre; se encontraron dos seres humanos con un mismo
fin, la protección de Ana María, depositaria de dos amores distintos, pero
igual de intensos.
Cuando las
tres personas se perdieron en la obscuridad del túnel, don Francisco cerró la
puerta y él mismo echó paja contra el muro, volviendo a quedar fuera de la
vista de cualquier curioso.
Protegidos
por la obscuridad de la noche, que no se decidía a amanecer, los tres amigos
caminaban guiando a los caballos del ronzal, llevando a cuestas los dos amores
de Serafín, su madre y Ana María; cuando los primeros rayos del sol tocaron la
cumbre de la sierra de San Agustín, los cinco caminantes se encontraban seguros
en el interior de la gruta, ante el asombro de las mujeres y las miradas
curiosas de los habitantes del lugar.
La vida en la gruta
Tomás, Silvestre y Atilano se encontraban rodeados de hombres maduros y
jóvenes, todos deseosos de escuchar las historias que los tres viejos les
contaban. Atilano, el viejo invidente, era el que mejores historias se sabía,
o, cuando menos, quien les ponía mas sabor; tal vez algunas partes de las historias
las inventara, pero en todo caso, imaginación tenía, pues entretejía hechos
reales con sus propias fantasías, haciendo historias fascinantes, pintorescas y
muy estimulantes para las mentes jóvenes.
—Cuéntanos, Tomás, tú eras caballerango de la hacienda y debes haber
conocido historias. ─Pidió don Atilano─.
—Es verdá, yo mesmo era caballerango, pero ya habían pasao cien años
desde la historia que cuenta Atilano, cuando yo era chamaco, fue cundo empezó la
“bola”. Siempre me ha parecido curioso que hayan sido cien años justos lo que
separa a las dos revoluciones importantes de México. Pero volviendo a la
historia, lo que yo escuchaba de escuincle, era que, pa bien de Puruagua, nunca
pasaron por aquí los ejércitos en lucha, pos siempre ganaban pa Acámbaro o pa
Querétaro y al pueblo no lo tocaron, por esa razón la hacienda se conservó,
cuando más sufrió fue cuando la mentada Reforma Agraria; tonces sí la pasamos más
canija, sobre todo los patrones, pos les quitaron todo; casi, solo les dejaron
el casco de la hacienda y doce hectáreas de tierras y no se crea que fue para
beneficiar a los peones, nada de’so, pos a nosotros nos dieron tierras en el
monte, entre las piedras y las buenas tierras se les quedaron los líderes y
políticos; eran gente que no sabía cuál era el tallo y cuales las raices, pero
se hicieron ejidatarios, onque nunca venían a sus tierras, pos las alquilaban.
–Pero, ¡Ah qué muchachos estos!, ya me hicieron salir de la historia, ya
tense sosiegos, pa poderme acordar bien.
Don Tomás siguió el relato de Atilano:
—Pos como nos
dijo Atilano, los muchachos y Juana llegaron a la gruta en San Agustín, en
tanto don Francisco se quedaba en la hacienda, acompañando a don Everardo,
pensando que en ese lugar no tendrían problemas. Pa su buena suerte, el
movimiento ganó pa Acámbaro, onde los esperaba doña María Catalina Gómez de
Larrondo, quien días antes había sorprendido a una partida de soldados
realistas que transportaba oro y dinero. Días después, en la mañana del domingo
había detenido unas carretas, donde viajaban algunos principales rumbo a
Valladolid, la gente de María Catalina hirió a todos los viajeros y los
llevaron presos; antes habían tomado el control del pueblo y estaban preparando
las defensas, previendo que Calleja tratara de recuperar la importante plaza.
—Solo unos
cuantos peones, enterados de alguna manera que se habían levantado contra las autoridades
de Guanajuato, se atrevieron a intentar tomar la hacienda de Puruagua, cosa que
don Francisco impidió por medio de sus más fieles sirvientes. Como había
ofrecido a Ana María, le envió una nota oral dirigida a Serafín; se la dio a
uno de los peones y, sin decir más, el hombre salió apresurado a cumplir el
encargo. El recado cambió varias veces de manos y de lengua; pues se decía en
purépecha, el habla de los naturales de esa región; era necesario ser muy
cautos en mantener en secreto el refugio de San Agustín; cuando llegó a las
manos de Ana María, solo le informaron que su padre se encontraba bien y le
urgía a que volviera a la hacienda.
—Ora déjame contarla a mí, dijo el viejo Atilano, pos esa historia de la
niña Ana María, siempre me ha cudrao.
—Ta bueno, aceptó Tomás, como que tú le pones más sabor a la historia.
En esos momentos hizo presencia el ingeniero Fortuna, que llegaba de la Ciudad
de Guanajuato, saludando a todos.
—Buenas noches, amigos, ¿me estoy perdiendo de algo?
—Buenas ingeniero, respondió Atilano, no es mucho lo que hemos
palabriao, tamos en el momento en que Serafín y Ana María han llegao al refugio
de la gruta, el día siguiente a la toma de la Alhóndiga de Granaditas.
Mientras
Serafín se iba a reunir con los hombres a fin de supervisar la fabricación de
pólvora y municiones, Juana se fue con las mujeres para ayudarles en la preparación
de los alimentos, a la espera que regresara Anselmo, su marido.
Por su
parte, Ana María, quien en un principio fue vista como una intrusa, pronto se
ganó la confianza de las madres, al proponerles formar una escuela para enseñar
a los niños a leer y escribir, por lo que, al aceptar las madres, se puso a
habilitar un espacio en la zona de las mujeres, para poder acomodar a los
niños.
Cuando se
reunieron a comer con Juana, Ana María y Serafín ya habían platicado respecto a
la estancia de la joven entre los insurgentes y la chica había decidido
quedarse al lado de su querido compañero; por su parte, Serafín seguía viviendo
ese amor secreto que sentía por Ana María; ya vería cómo irse declarando a la
joven, aprovechando la cercanía que tendrían en adelante.
—Serafín, ─dijo
Ana María cuando terminaron de comer─ me preocupa mi padre, se quedó en la
hacienda y temo que lo puedan atacar.
—Para que
estés más tranquila, enviaré a uno de los hombres de confianza para que se
entere como están las cosas en la hacienda.
Serafín
salió, dejando a su madre y a Ana María comentándose los pormenores de sus
actividades del día. Juana estaba enterada de la buena disposición de la
mayoría de las mujeres para que sus hijos aprendieran a leer y escribir; intuían
que sería bueno para los niños cuando terminara la guerra. Poco después regresó
Serafín, a informarles que ya había salido una persona en busca de noticias a la
hacienda de Puruagua.
—¿Qué
noticias tienes de tu padre, hijo mío?, preguntó Juana.
—No mucho, madre,
solo sé que entregó las armas y municiones en Acámbaro y parece que partió rumbo
a Valladolid, a reunirse con el Cura José María, es el Padrecito que conocimos
cuando nos fuimos con unos arrieros; es un buen hombre y parece que es amigo
del cura Hidalgo, el que empezó este levantamiento, con quien estábamos
aprendiendo alfarería en el pueblo de Dolores. Yo espero que mañana tengamos
noticias; se estableció un sistema de mensajeros que van y vienen constantes.
También debe de llegar temprano el carbonero, que se llevará la pólvora que
estamos fabricando, necesitamos mantener abastecida a la gente de Acámbaro.
—Bueno,
madre, me tengo que regresar al trabajo, las dejo solas para que platiquen a gusto;
me cuida a la niña Ana María, dijo mirando con ojos de enamorado a la muchacha.
—Vete sin
pendiente, muchacho, ─contestó Juana, interpretando la mirada que había hecho a
Ana María y pensando cómo le podría hacer para favorecer a su hijo─.
Serafín llegó
a la zona que se tenía habilitada como fábrica de pólvora y municiones; había
una gran actividad. Había muchachos que, casi como un juego, fabricaban bolitas
de barro, habiendo aprendido a hacerlas de diferentes medidas y muy regulares
en su tamaño; cuando llenaban una charola de barro cocido, la llevaban a la
zona de quemado, donde unos hombres atizaban los fogones y colocaban las
charolas, para cocer las bolitas, una vez frías, eran colocadas en cántaros,
para ser acarreadas sobre asnos o mulas por los arrieros, quienes disimulaban el
contenido de los cántaros, poniendo encima algunos otros productos. Luego de
verificar que en ese departamento tenían una buena producción, se dirigió al
fondo de la gruta, donde solo trabajan personas adultas, era un trabajo de alto
riesgo y no podían comprometer, además de la integridad de las personas de la
gruta, el abastecimiento de pólvora para los insurrectos.
—Qué bueno
que vienes, Serafín, dijo uno de los encargados, ya se nos ta terminando el
azufre, yo pienso que si no llega hoy por la noche el arriero, vamos a tener
qué parar la fabricación de pólvora.
—Yo creo que
llega antes de que amanezca, Chema, si terminan con el azufre, sigan
pulverizando el carbón y el salitre, para hacer la mezcla en cuanto llegue el
arriero. Sería bueno también que descansaran un poco, en llegando el azufre, ya
no se va a poder.
—Pue’que
tengas razón, ya algunos tan cansaos y no vayan a hacer una burrada. Los voy a
mandar por tandas, pa que no se pare de a tiro el trabajo. De todas formas, ya
tenemos algo de material listo pa que se lo lleven, hicimos cinco quintales y
dos arrobas de pólvora de diferentes granos y cosa de diez quintales de bolitas
de barro cocido.
—Los
felicito, ─dijo Serafín─ con eso que les mandemos tendrán para unos días, pero hay
que apurarle a la fabricación; las acciones se van a incrementar.
Luego de
revisar varias dependencias, Serafín volvió al lado de Juana y Ana María,
quienes ya tenían preparada la cena, que sería comunal, entre varias familias
amigas de su madre. La charla era animada y Ana María participaba entusiasmada,
como cualquier vecino de Puruagua.
Luego de cenar,
Serafín invitó a Ana María a caminar un poco; de forma natural, la joven tomó
la mano de Serafín, quien sintió un estremecimiento en su espalda; era la
primera vez, ya de grandes, que tocaba la mano de su amada. Llegaron hasta uno
de los accesos de las grutas, localizado a media altura del cerro. Serafín
observó a través de los matorrales que ocultaban la entrada, cerciorándose de
que no hubiera nadie curioseando en los alrededores.
Cuando se
sintió satisfecho, invitó a Ana María a salir; una luna esplendorosa, de las que
solo se miran en el mes de octubre, filtraba sus rayos entre las ramas de los
pinos y los oyameles. El ruido de los grillos y el esporádico ulular de alguna
lechuza, invitaban a la meditación en la placidez del bosque; una suave brisa
movía las ramas y un viento fresco corría entre la vegetación. Ana María se
envolvió en un chal de lana que llevaba sobre los hombros para conservar el
calor del cuerpo, no obstante, le pareció maravilloso salir al aire libre y mirar
el cielo estrellado que los envolvía. La pareja caminó despacio, como alargando
el momento casi mágico que estaban viviendo. Serafín consideró que era ahora, o
no tendría otra oportunidad como aquella.
—Ana María, ─empezó
medio tropezando con sus palabras─ hace tiempo que quiero decirte algo, pero me
da miedo que pueda perderte.
—Dime lo que
quieras, Serafín, que no habrá nada que me haga retirarme de ti.
Serafín se
alejó unos pasos y se recargó en una gran roca basáltica, en tanto Ana María
miraba al joven, pero ya no con ojos de niña, sino de una mujer apreciando el
físico de un muchacho que se está convirtiendo en hombre. Lejos en el tiempo
parecía haber quedado aquel niño que todos los días compartía sus tardes y a
quien le enseñaba de las lecciones que ella misma recibía; aquella limpia amistad
y cariño que nació en los dos niños se convirtió, sin apenas darse cuenta, en amor
auténtico.
—Tú bien
sabes que siempre te he querido, desde que éramos niños; tal vez no te diste cuenta,
pero llegó un momento en que yo no podía concebir un día, sin disfrutar de tu
compañía, no te imaginas cuánto de extrañé en esos meses que pasamos en San
Miguel, sin tener la seguridad de que te encontraría… soltera. Me mataban los
celos cuando pensaba que el odioso de Fermín de Bustos te estuviera rondando,
decidido a pedir tu mano.
Ana María lo
escuchaba en silencio, presintiendo y anhelando que su confesión fuese en la
dirección que ella esperaba; su educación y los convencionalismos le impedían
lanzarse a sus brazos y decirle que ella lo amaba desde siempre… siguió
escuchando.
—Lo que
quiero decirte, Ana María, es que… estoy enamorado de ti y si tú no me aceptas,
no diré nada, solo me iré a la guerra a servir a los indios, que son mi pueblo.
Tal vez sea yo muy poca cosa para ti y tendrás razón, pero el corazón no sabe
de esas cosas: se ama a tal o cual persona, sin tasa y sin precio.
—Serafín, ─repuso
Ana María con la vista baja─ entiendo lo que me dices y me siento muy halagada,
entiendo muy bien cuál es tu preocupación y la oposición que habrá de parte de
mi padre; debo decirte que no me importa, porque yo también te amo y si tú vas
a la guerra, yo iré a tu lado, aunque preferiría que permanezcamos aquí; estaremos
cerca de mi padre y podremos ayudarle en caso de necesidad. No temas, amado mío,
que juntos podremos enfrentar lo que venga.
Ana María
extendió los brazos, llamando a Serafín, quien nervioso acudió al llamado de la
joven y se estrecharon en un cálido abrazo, tanto tiempo esperado. Serafín
estaba como en un sueño, aspirando el suave perfume de flores que emanaba de la
tersa piel de Ana María. Unos besos tímidos, primerizos para ambos, sellaron ese
compromiso de amor, bajo la plateada mirada de una luna llena, que parecía
sonreírles. Un remanso de amor en medio de una guerra que iniciaba, igual que
esa pareja. Abrazados con calidez, los jóvenes se quedaron recargados en la
roca, mirando las estrellas, hablando sin palabras; sus corazones latían al mismo
ritmo.
—Sabe Dios cuanto tiempo pasaron
así, ─continuó relatando don Atilano─ el viejo jardinero ciego tenía atento a
su auditorio; pendientes de las historias que el viejo relataba; ¿cómo ve ingeniero
Fortuna?, esta hacienda de Puruagua está llena de leyendas; pero ninguna como
ésta, tan romántica. Pero este viejo ya está cansao, las riumas me acaban
cuando ‘toy mucho tiempo sentao y estos carajos muchachos me hacen recordar viejos
recuerdos. Mejor le seguimos mañana, ¿le parece bien?
—Claro que sí, ─repuso el ingeniero─ ha de perdonarme que no me haya
dado cuenta del tiempo que llevamos escuchándolo, pero la historia es
fascinante y tan cercana a nuestra historia patria, que casi creí ver pasar al cura
Hidalgo, con su estandarte de la guadalupana al frente de su ejército de valientes
mexicanos. Mañana, sin falta, aquí estaré para enterarme de las andanzas de
esos muchachos.
—Buenos días, ingeniero, ─saludó el señor Ortiz ─¿cómo durmieron,
después de tantas historias del viejo Atilano? ¡Ah que hombre!, ─exclamó el
ranchero─ vaya que sabe ponerles pimienta a las historias, si ese viejo hubiera
aprendido a leer y escribir, bien podría llenar muchas páginas con las
historias vividas y recreadas en su imaginación.
—Buen día, don José, tiene usted mucha razón, ese buen hombre, Atilano,
nos cuenta las historias tan reales, que nos deja soñando toda la noche. Yo me
pasé buena parte de ella en viajes oníricos, en compañía de Serafín y Ana
María, creo que hasta los casé en mis sueños, aunque Atilano no nos ha llevado
hasta ese punto de la historia.
—Tienen razón, ─aseveró Pedro─ don Atilano, más que contar una historia,
casi nos proyecta una película; ojalá que alguna vez a alguien se le ocurriera
escribir las historias de ese hombre, de seguro se venderían bien.