Capítulo 16
Adiós abuelo
En las cuevas
había una gran actividad; temprano en la madrugada, había llegado el carbonero,
que también llevaba, metidos entre el carbón, costales de azufre, que les
enviaban desde Amecameca, en las faldas del Popocatépetl.
El viejo don
Goyo, vigilante del Valle de México, procuraba a sus hijos, los indios, la
materia que generaba en su interior, para ayudarles en su lucha por la emancipación.
También
arribaron unos arrieros procedentes de Toluca, que además de llevarles maíz,
sal y azúcar, llevaban noticias del avance de la guerra. Se enteraron de que el
cura Hidalgo, había sido nombrado capitán general del ejército Insurgente en Celaya.
Luego de haber dado una fiera batalla en el Monte de las Cruces, derrotando a
las tropas realistas al mando de Torcuato Trujillo. Todos los habitantes de las
cuevas, que trabajaban para la causa libertaria, lanzaban los sombreros al aire,
gritando “vivas” por el Cura Hidalgo y sus bravos compañeros, que entregaban su
sangre en busca de la ansiada libertad.
Las buenas
noticias recibidas, los llenó de ánimo y reanudaron sus labores, a fin de enviar
pólvora y municiones a las tropas insurgentes. A media mañana de ese día, se
presentó el viejo chamán ciego, abuelo de Serafín y hombre muy respetado y
conocido en los alrededores. El anciano pidió que llamaran a su nieto, cosa que
hizo con diligencia uno de los niños que correteaban por el lugar. Al enterarse
Serafín de la llegada de su abuelo, corrió a su encuentro.
Al ver al
viejo invidente, sintió una punzada en el corazón, se le veía cansado,
disminuido, casi en los huesos,
—Querido
abuelo, ─dijo besando respetuosamente la mano del anciano─ qué bueno que haya
venido, me hace mucha falta.
—Ñeto mío,
sangre de mi sangre y hueso de mis huesos, nuestro amado dios Curicaveri, me ha permitido hallarte,
pues debía hacerlo, antes de partir a reunirme con mis antepasados.
—No, abuelo,
─dijo entristecido Serafín─ usted no morirá todavía, pues me hace falta aprender
más.
—No,
muchacho, tu enseñanza ha terminao, lo demás lo irás aprendiendo en el camino
de tu vida, siempre bajo la mirada y guía de Curicaveri, a quien deberás servir con fidelidad y entrega total.
Pero no me interrumpas, antes bien, llévame a donde estemos solos, pues te
traigo un mensaje de nuestro dios Curicaveri…
Tomando del
brazo al viejo invidente, Serafín lo condujo a una pequeña cueva no muy grande,
que conducía a la parte trasera de la caída de agua; un sitio poco conocido por
los habitantes del lugar. La cortina de agua impedía que los vieran y el ruido
de la caída, ocultaba sus voces. Serafín acomodó a su abuelo en una roca,
recargado contra la pared de la cueva.
—Abuelo,
perdone mi torpeza, no le he ofrecido algo para desayunar, pues supongo que no
lo ha hecho.
—No te
preocupes, hijo mío, que ya no me hará falta, mejor déjame agarrar resuello pa
poder entregarte el mensaje.
El viejo
cerró los ojos casi muertos y se quedó quieto, como concentrado en su propia
respiración, cuando sintió que estaba preparado, empezó a hablar:
—Serafín, chamán
por señalamiento de Curicaveri, con lo que honra a este humilde servidor suyo,
estas son las palabras de nuestro dios y señor:
“Itzmin, hijo mío, desde que fuiste enviado
al mundo, llevabas escrito tu destino, lo primero fue enseñarte el arte del chamán
y a tierna edad lo has aprendido; se te ha dicho que tendrías días de guerra y
sufrimiento y que ésta sería larga y cruenta, apenas empieza y pasarán muchas
lunas para que termine, pero al final triunfará mi pueblo.
Tú en lo personal, tendrás importante participación,
pero en tu destino no está matar, sino ayudar a que tus hermanos vivan, por eso
eres chamán. Tendrás sufrimientos, pero también alegrías, tu sangre de hijo de
Curicaveri, se unirá a la sangre de los opresores y de ella surgirá un nuevo
pueblo, que será fuerte y grande, eso no lo verás, pero tu descendencia será grande.
Tendrás riqueza y poder, pero nunca te olvides de tu origen ni de tus hermanos,
siempre estarás para ayudarlos. En su momento te avisaré cual de tus hijos será
tu heredero como chamán, todo está escrito en el Gran Libro. Ahora necesito a
mi lado a tu abuelo y maestro, él ha cumplido ya con el compromiso adquirido antes
de los tiempos. Ahora es tu propio tiempo”
–Este es el mensaje,
amado ñeto. Ahora déjame dormir, busca a tu madre y traila a mi lao, pa darle
mi bendición; a tu padre ya lo he visto y sabe lo que ocurre, te manda ocupar
su sitio y si nuestro amado Curicaveri lo permite, pronto se reunirá con
ustedes, en tanto, cuida de Juana, mi hija y madre tuya. Ve pronto…
Apesadumbrado,
Serafín salió en busca de su madre, a quien encontró junto con Ana María,
cuando Juana se enteró de la llegada de su suegro y del estado en que se
encontraba, pidió a su hijo que le llevara a su presencia. Serafín llevó a las
mujeres hasta la cueva, detrás de la caída de agua, donde estaba, casi
desfalleciente, el viejo chamán.
—Padrecito,
ta bueno que haiga venido, o’verá, le voy a hacer los calditos que tanto le
gustan, pa que se ponga bueno.
—No, hijita,
este viejo ya no tiene remedio, ya voy a reunirme con mis antepasados, mi trabajo
está completo, ‘hora todo queda en manos de ustedes, mi amado ñeto Serafín,
deberá seguir las enseñanzas que ha recibido y tú deberás ayudarlo en lo que
puedas, mi’hijo Anselmo, tu marido, volverá a tu lao. Serafín unirá nuestra sangre
a la de nuestros dominadores, esto lo permiten nuestros dioses para que nos
demos cuenta que todos semos una misma carne. Tu descendencia será grande,
gracias a esa unión. Ahora debo descansar, solo una última cosa les pido, que
mi bastón y mi sombrero sean quemados cuando me estén velando y las cenizas las
coloquen en la caja en que me entierren.
—Itzmín,
amado ñeto, cuando yo muera, mi morral es tuyo, eso es todo lo que tengo y lo
único que me hizo falta para servir a Curicaveri, mi Señor, encontrarás algunas
cosas que, tal vez, no encuentres útiles en este momento, consérvalas de todas
formas, más adelante sabrás pa qué sirven. Nunca te dejes llevar por la
avaricia, no es buena. Siempre tendrás lo que te haga falta pa tu subsistencia
y cuando tengas familia, lo suficiente pa que vivan.
Ahora mírame
a mí y verás si algo me falta para partir al lao de mis antepasados. De nada me
servirá una capa de oro, o sandalias de plata, o una corona de piedras
preciosas. Esas cosas solo servirían pa que alguien se pelié por ellas, sin importar
si se tuvieran que enfrentar hijos contra padres o hermanos contra hermanos. En
la vida hay que ir ligeros, pues cuando nos llamen los dioses, nuestros tesoros
estarán en nuestra alma y en los bienes que háigamos hecho entre nuestros
hermanos.
Cuida siempre
a tus padres, a tu mujer y a tus hijos; has buenos amigos, pa que siempre te
tiendan una mano; recuerda que nunca debes cobrar por tu trabajo como chamán,
es tu obligación curar a tus hermanos y ellos te darán lo necesario pa vivir.
Acércate, hijo mío. ─dijo el chamán, colocando una mano sobre la cabeza del
muchacho─. Que nunca te falte la guía de Curicaveri, nuestro dios y Señor, que
su palabra la entiendas y nunca hagas mal uso del “teonanacatl”, el alimento de
los dioses.
Diciendo lo
anterior, el chamán se quedó dormido. Ana María, que había escuchado las
palabras del anciano, no entendía bien si se había referido a ella, o a que
Serafín estaba destinado a tener otra compañera, pero ya el tiempo iría
mostrando los caminos de cada ser humano.
Por lo pronto,
debería ir al lado de su padre en cuanto fuese posible. Miraba a Serafín y a su
madre que, aunque no lloraban, reflejaban en sus rostros una gran tristeza. De
manera inconsciente, Ana María se acercó a Serafín y apoyó su mano en el hombro
del joven, como compartiendo su tristeza, e infundiéndole la certeza de su apoyo.
La respiración del viejo se fue haciendo lenta y dificultosa. Sin ayuda de nadie,
Serafín levantó con sus fuertes brazos el mermado cuerpo de su abuelo y lo llevó
fuera de la cueva, que debería permanecer oculta lo más posible.
Juana
consiguió un petate y sobre él colocaron el cuerpo del viejo chamán. Los
habitantes de la gruta se empezaron a reunir alrededor del cuerpo del chamán,
quien expiró su último aliento, tornando su rostro un velo de placidez, como el
de quien ha recibido un premio por la labor terminada.
De alguna
parte, alguien llevó cuatro hachones, que colocaron a modo de cirios
mortuorios. Unos músicos, llegados de algún lugar, empezaron a hacer sonar un tamborcillo
y una chirimía, los instrumentos rituales de los chamanes y un grupo de
danzantes, entre ellos los amigos Ignacio y Domitilo; iniciaron una danza que
se prolongaría por muchas horas, en medio de rezos y alabanzas a los dioses de
los indios y a Jesucristo y su Santa Madre, en un extraño sincretismo. Serafín
se atavió con sus emblemas de chamán, comió el sagrado “teonanacatl”, presidiendo
la ceremonia luctuosa de su amado abuelo, en tanto Juana y otras mujeres se afanaban
en preparar alimentos y café con charanda, el aguardiente de los tarascos, para
aguantar la desvelada.
En algún
momento cesó la danza, mas no la música, que solo se hizo tenue; en ese punto,
Serafín extrajo su bracerillo y luego de encenderlo, echó trozos de copal y
empezó una oración:
—”Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos
y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor suyo
que ha sido llamado a su presencia y permítanle llegar hasta ustedes, luego de
haber terminado su labor entre los hombres. Que su carne y sus huesos, que son
carne de mi carne y hueso de mis huesos, pase a nutrir la tierra, de donde
procedemos, para honor de nuestro amado Padre Curicaveri. Hoy comeré el
“teonanacatl”, alimento sagrado de ustedes, benevolentes dioses de mis padres,
permitan que pueda ver en el tiempo y conozca sus designios”
Ana María
presenciaba la ceremonia luctuosa con respeto, pero sin entender lo que todo
ello significaba; además que todo se realizaba en la lengua purépecha, algo que
ella no entendía, ya habría tiempo de entenderlo cuando se lo explicara
Serafín. Al terminar las oraciones del joven chamán, se reanudó el baile y la
música.
Danzantes y
músicos tocaban y bailaban sin descanso, sin beber agua ni comer alimento alguno,
en una especie de ofrenda al difunto distinguido que estaban velando. En ese
momento, Serafín, valiéndose de un atado de leña que habían acercado, colocó la
madera de manera especial, colocando las insignias del chamán difunto, a fin de
quemarlas, como fue su última voluntad.
Todos
guardaban un respetuoso silencio, las mujeres con los rostros cubiertos por los
rebozos y los hombres con los sombreros en las manos y la cabeza baja, solo se
escuchaba el rítmico sonar de la música y el acompasado golpear de los pies de
los danzantes contra el piso. Al terminar las oraciones, todos se dirigieron a
las viandas, incluyendo músicos y danzantes, brindando con charanda por la vida
eterna del difunto.
Luego de
comer, se fueron turnando para no dejar solo al difunto y los músicos
reiniciaron la música, que ahora era lánguida y plañidera. Las mujeres
recogieron los restos de la comida y volvieron a la cocina, a seguir preparando
los alimentos y bebidas para la madrugada.
A la mañana
siguiente llegó Anselmo, el padre de Serafín; Juana corrió a abrazarlo y a informarle
de la muerte de su padre. Anselmo se retiró a lavarse y se presentó ante el
cuerpo de su padre, a rendirle los respetos debidos, casi en silencio hizo las
oraciones requeridas para el viaje del anciano al mas allá y pidió a sus
antepasados lo recibieran con música y bailes, que hubiera suficientes
alimentos para mitigar el hambre que no hubiera satisfecho en su vida entre los
hombres y a Curicaveri que lo recibiera a su lado, con la misericordia de un
padre que recupera a un hijo. Luego se sentó junto a Serafín y pasándole un
brazo sobre los hombros, le transmitió la fuerza y la entereza que requeriría
para seguir el trabajo de su abuelo.
El duelo
duró tres días, al término del cual, el cuerpo del anciano fue envuelto en el
petate y colocado sobre una parihuela rústica, hecha de varejones, la que fue
cargada por Anselmo, Serafín, Ignacio y Domitilo.
Por
seguridad, el sepelio se llevó a cabo en horas de la noche, hasta una cueva
elegida con antelación, donde se excavó la tumba. Se procedió a colocar el
cuerpo con la cabeza hacia el oriente, hacia donde sale el sol, para que el
difunto no fuera a equivocar el rumbo que lo llevaría hacia la morada de
Curicaveri.
El triunfo del amor
El estado de
luto se mantuvo durante una semana, aunque por las mañanas no se suspendió la
producción de materiales necesarios para la guerra. Los mensajeros iban y
venían con las noticias, aunque causó desconcierto entre los habitantes de la
gruta, el saber que el Ejército Insurgente se había retirado hacia el centro
del país, después de haber triunfado en el Monte de las Cruces y del desacuerdo
tenido entre el cura Hidalgo e Ignacio Allende. No obstante, no causó problema
entre los trabajadores, encargados de mantener abastecido a los Insurgentes,
entendiendo que era un solo ejército, en busca de un mejor país.
Ya con calma,
Serafín explicó a Ana María el significado de la ceremonia que había
presenciado, relatándole las experiencias que habían vivido con su abuelo
durante el tiempo de enseñanza que compartieron.
La diaria
cercanía y la imagen que Serafín tenía entre su gente, así como la presencia
física del joven, fueron penetrando en el ánimo de Ana María, quien al fin
descubrió que lo que sentía por el muchacho, era verdadero amor; las horas que
pasaba separada de él, se le hacían pesadas y monótonas, aunque algo las
suavizaban los cuidados que le prodigaba Juana, su nana y madre de su amado
Serafín.
Por la noche
volvió Serafín al lado de las mujeres, luego de un pesado día de trabajo, pero
se habían obtenido buenos resultados y se habían podido enviar tres cargas de
pólvora y dos de municiones con rumbo a Guadalajara, a donde se encaminaba el
ejército Insurgente, luego de su retiro del Monte de las cruces. La marcha era
fatigosa; había que ir en busca de los Insurgentes, enviando mensajeros y
exploradores, indagando, suponiendo; caminando día y noche a fin de encontrarse
en algún punto de la ruta.
Serafín,
aunque cansado, se sintió bien al lado de Ana María. Luego de cenar, la invitó
a caminar un poco y se llegaron hasta la cueva, detrás de la cortina de agua,
donde había hablado con su abuelo; ambos jóvenes se encontraban callados, un
tanto abrumados por los recuerdos de lo vivido en ese lugar. En cierto momento,
entre el sonido del golpe del agua, les pareció escuchar la voz del viejo
chamán: “Serafín, Ana María, hijos míos, nuestro dios, Curicaveri, lo tiene
escrito en su Libro, ustedes unirán sus sangres para dar paso a una gran decendencia.
La guerra que están viviendo ayudará a la creación de una raza fuerte. La vida
no les será fácil, pero si persiste el amor, podrán enfrentar todos los
inconvenientes. Tu padre, Ana María, será el primer obstáculo para vencer.
Intentará por todos los medios, separarlos, amenazará con enviarte a España,
pero no desistan; cuando tenga en sus brazos a tu hijo, que será su nieto, su
rabia se calmará y se dará cuenta que no puede oponerse a la fuerza del amor.
Sigan adelante, amados hijos, hagan caso al llamado de sus corazones. Yo me
estoy retirando ahora, dejo para siempre esta amada tierra, pero siempre me
encontraré cerca de ustedes para guiarlos y orientarlos, hasta donde nuestros
dioses lo permitan. Queden en el amor de Curicaveri y de este abuelo vuestro”
Los jóvenes estaban
aterrados, Ana María se encontraba abrazada a Serafín, se sentía segura entre
los fuertes brazos del muchacho. Poco a poco, sus rostros tan cercanos, fueron
girando para verse de frente. No hubo necesidad de palabras, sus almas, a través
de la mirada, se decían lo necesario para comprender que el mensaje póstumo del
abuelo era cierto. Sus labios se unieron y del beso tierno y sumiso, se pasó al
ósculo ardiente, exigente, pasional. Sus cuerpos se unieron y Ana María se
volvió depositaria de una herencia genética de siglos.
Ahora, dos
razas, en apariencia irreconciliables, se hicieron una sola, amalgamada por el
amor de dos jóvenes envueltos en una vorágine de sucesos incontrolables para
ellos, pero determinantes para sus hijos y descendientes futuros.
Luego de la
entrega total, cansados y sudorosos por las ardientes caricias, los jóvenes se
recostaron sobre sus propias ropas, abrazados, en silencio, cada uno pensando
en las palabras que deberían pronunciarse, luego de la consumación de su amor.
La primera
en hablar fue Ana María.
—Serafín, amado mío, esto ha sido maravilloso,
luego del susto al escuchar las palabras de tu abuelo, fue como si unas manos
firmes y amorosas, nos hubieran acercado. No tengo miedo, en tanto esté segura
de tu amor.
—Nunca dudes
de ese amor, Ana María, es un sentimiento que nació desde que éramos muy
pequeños. Me miro yo en un cajón, dormido entre burdas cobijas de lana y tú en
un hermoso canasto forrado de seda, cubierta con finas mantas de Holanda; criados
los dos por un mismo amor y unas cálidas manos, las de mi madre, que nos amó
por igual y a quien debemos esa temprana cercanía. Ambos nos amamantamos de la
misma leche, por lo que ya desde entonces, unimos nuestras sangres. Ahora iremos
a hablar con don Francisco, tu padre. Si lo prefieres, primero pediremos al
Sacerdote que bendiga nuestra unión o, si lo deseas de otra forma, pediré tu
mano a tu padre y luego nos casaremos en el sitio que dispongas. Por lo pronto,
hablaremos con mis padres y ellos nos darán algún sabio consejo.
Los
muchachos se vistieron y tomados de la mano abandonaron ese recinto, que
sentían santificado por su entrega de amor, lugar al que volverían con
frecuencia; era el mejor refugio para estar a solas. Al llegar a la gruta principal,
Serafín se dirigió hacia su lugar de trabajo, donde estaba seguro encontraría a
su padre, en tanto que Ana María se llegó a donde estaba su nana Juana, para
ayudarle en las labores del día, más tarde se ocuparía de la enseñanza de los
niños.
Al verla
llegar, Juana notó un brillo diferente en los ojos de Ana María y sin tener
necesidad de ninguna explicación, se dio cuenta que su niña había encontrado el
amor.
En tanto,
Serafín se reunió con Anselmo, su padre, ocupado en organizar los trabajos de
fabricación de pólvora.
—Buenos días
padre, ─saludó Serafín, besando la mano de su progenitor─. Antes de que se
vaya, le voy a pedir que hablemos con mi madre y Ana María.
—Claro que sí,
hijo mío, eres ya un hombre y necesitas tomar decisiones como hombre, si te
parece bien, lo haremos a la hora de la comida, pos yo debo partir al caer la
tarde, para alcanzar a las tropas del Cura Morelos.
—Gracias,
padre, así lo haremos. Ahora me ocuparé de la fabricación de las bolitas, para
que se pueda llevar una buena carga. Padre e hijo se separaron, a fin de
ocuparse de sus respectivas tareas.
Una gran
cantidad de burros y mulas se encontraban en espera de ser cargados, los
arrieros se ocupaban en distribuir las cargas en sus animales, a fin de
ocultarla de forma conveniente con mercancías de consumo cotidiano; en cuanto
estaban listos, salían de la cueva, siempre en recuas no muy grandes, a fin de
no llamar la atención.
Como habían
convenido, a la hora de la comida se reunieron Anselmo Casimiro y su hijo Serafín,
con Juana y Ana María. La familia comió en un ambiente de alegría, pocas veces
habían tenido esa oportunidad; cuando Serafín era pequeño, don Francisco se
encargó de separar al matrimonio, impidiendo que, incluso, se conocieran padre
e hijo, el hacendado tenía prohibido que Anselmo fuera a la hacienda. Sin que
nadie hiciera referencia a ello, Ana María estaba muy consciente de la
injusticia que su padre había cometido con esta buena familia. Las tortillas
recién hechas y los guisos de Juana hacían las delicias de todos.
Cuando
terminaron de comer, Anselmo extrajo un envoltorio de entre sus ropas y les obsequió
con un delicioso dulce de tuna, que uno de los arrieros le había llevado. Luego
de degustar el delicioso postre, Anselmo inició la plática.
—Bien,
Serafín, pos tú dirás, que quieres palabriar con nosotros, dijo tomando la mano
de su esposa.
—Padres, no
estoy seguro de cómo vayan a tomar lo que les vamos a decir, pero Ana María y
yo, queremos casarnos; sé muy bien que don Francisco se opondrá, pero quiero
saber si ustedes nos apoyan; lo que tenía qué ser, ya pasó, así es que, de
cualquier forma, nosotros seguiremos juntos, pero deseamos tener la bendición
de nuestros padres.
—Hijos,
míos, habló Juana, pos si ustedes son parte de mi alma, cómo no apoyarlos y,
pos sí, lo seguro es que se enmuine don Francisco, pero mi niña Ana María
tendrá qué hacerlo entrar en razón.
—¡Ah que
muchachos estos!, dijo Anselmo rascándose la cabeza, ¿pos tonces, ya’stuvo?
—Pues sí,
apá, repuso apenado Serafín, abrazando a Ana María, es que nos queremos bien
harto y solo pasó…. Pero en verdad, queremos casarnos bien, si ustedes nos dan
licencia.
—¡Pos nomás
faltaba que no!, ─dijo airada Juana─ pos si ya la hicieron, ‘ora hay que componerla.
A lo mejor está mejor asina, ¿no cres viejo?
—Pos pueque
tengas razón, Juana, si se presentan con don Francisco, ya casaos, pos ya que
mas podrá hacer…. Le voy a mandar un recao a Fray García Diéguez, el Párroco de
Jerécuaro, yo no podré hablar con él, pos me tengo que ir, pero tú sí, Juana.
Los tres platiquen con él y a ver qué les dice.
Tal como lo
propuso Anselmo, se hizo, aunque él ya no se pudo quedar; tenía qué salir con la
última recua que iba con destino a Valladolid, a tratar de encontrarse con el
Cura Morelos. Cuando llegó Fray García Diéguez, enterado ya del asunto que lo
llevaba, pidió le llevaran con doña Juana, la madre de Serafín; de inmediato
atendieron su petición, llegando al lado de las tres personas interesadas,
quienes, poniendo una rodilla en tierra, besaron la mano del franciscano.
—¡Pues que la habéis hecho buena, muchachos!,
conociendo a don Francisco, esto le va a dar un gran disgusto. Pero vamos a ver,
vosotros os queréis casar, ¿no es así?
—Desde luego
que sí, Padre, ─repuso Ana María con firmeza─ si usted está dispuesto a darnos
la bendición.
—Así es,
Padrecito, ─intervino Juana─ los muchachos se aman y, pos tienen razón, ¿Qué
no?
—Desde luego…
Desde luego que sí. Los voy a casar ahora mismo y después mandaré una nota a
don Francisco, anunciando nuestra llegada. Yo los apadrinaré en este negocio y
pediremos a Dios que lo ilumine y acepte lo irreparable.
Los
muchachos se abrazaron felices y abrazaron a Juana, quien mostraba una sonrisa
amplia y satisfecha.
No obstante,
el interés del Sacerdote por llevarlos a la presencia de don Francisco, las
cosas no se pudieron hacer como se planeaban; las necesidades de la guerra los
envolvió, sin que Serafín se pudiera retirar de su frente de trabajo; los
requerimientos de pólvora, hicieron que redoblaran esfuerzos para poder
abastecer a los combatientes.
En esas
condiciones, Fray García, solo pudo casar a los novios, para que no vivieran en
pecado, quedando pendiente la celebración de la boda y, desde luego, la
entrevista en Puruagua con el hacendado. El frente de la guerra se desarrollaba
en Guadalajara y sus alrededores, así como en el sur, con las fuerzas al mando del
Cura Morelos.
Mientras
tanto, la naturaleza tampoco descansaba y el vientre de Ana María empezaba a
mostrar que una nueva vida se gestaba en sus entrañas. Los muchachos estaban
felices y Juana casi enloquecía de contento, procurando los mejores alimentos
posibles para su niña, evitándole trabajos pesados, que pudieran poner en riesgo
a su nieto.
Por su
parte, Serafín se esmeraba en su trabajo, ganando el respeto de todos sus
compañeros, incrementando el ya ganado como chamán y curandero de heridas; no
pasaba día en que no le hicieran llegar a personas que habían sido heridas en
las batallas; desde luego que no era mucho lo que podían hacer por ellas, si
acaso la ingesta de algunas bebidas adormecedoras, que les atenuaban el dolor o
permitían hacer alguna amputación de forma rústica, valiéndose más de la fe,
que de la ciencia médica. En realidad todos estaban en las manos de Dios.
Cuando se
vio que ya no era posible seguir retrasando el encuentro con don Francisco,
Fray García envió la nota, avisando de su llegada. Ese día salieron de mañana,
a bordo de una carreta proporcionada por el sacerdote, a fin de que Ana María
fuera cómoda, siempre al cuidado de Juana, en tanto Serafín y Fray García
Diéguez viajaban en el pescante.
Cuando
llegaron a la hacienda, el religioso descendió de la carreta y se hizo conducir
a la presencia de don Francisco, encargando a Serafín que condujera la carreta
a las caballerizas y pasaran por la cocina para alcanzarlos en la sala, donde
él le explicaría a don Francisco la situación, a fin de evitar una situación
que se pudiera tornar violenta.
—Fray
García, ─saludó don Francisco al recién llegado─ qué gusto que hayáis venido,
pero en vuestra nota decíais que mi amada Ana María vendría con usted.
—Y así es,
don Francisco, solo que antes quiero tener una breve charla con usted, si lo permite.
Inquieto y
temeroso de recibir funestas noticias, el hacendado invitó al sacerdote a tomar
asiento, sirviéndole una copa de Oporto.
—Dígame
usted, reverendo Padre, que me tiene el alma en un hilo, ¿le ha pasado algo a
mi adorada hija?...
—Calma,
calma, don Francisco, Ana María se encuentra más que bien, lo que sucede es que
los caminos de Dios son inescrutables para los hombres y la vida da vueltas que
en ocasiones tardamos en comprender. Esta guerra nos ha desquiciado y hemos
tenido que adaptar nuestras vidas a situaciones no previstas.
—Vamos,
vamos, padre, que no le dé más vueltas al asunto y vamos al grano, que empiezo
a perder la paciencia.
—Así sea,
don Francisco. En efecto, aquí está su hija, pero se ha casado y esa unión ha
sido bendecida por Dios, a tal grado, que pronto usted será abuelo.
El hacendado
se quedó mudo, miraba al sacerdote como si no lo conociera, de pronto explotó.
─¿Que se ha
casado mi hija? Y ¿quién es el desgraciado que se la ha llevado sin mi permiso?
¿Cómo es posible que me diga que es una unión bendecida por Dios? ¡No puede ser
si yo no estoy de acuerdo!
—¡No blasfeme,
don Francisco!, ─dijo enérgico el franciscano─. La voluntad de Dios está por
encima de cualquier hombre, ni el rey, ni el propio Papa, se atreverían a tal.
—De
cualquier manera, ─refutó el hacendado─ quiero conocer a ese hombre y ver a mi
hija.
El Sacerdote
hizo una seña a un sirviente que esperaba y fue en busca de los recién
llegados. Grande fue la sorpresa recibida por don Francisco, al constatar que
su hija se hallaba en avanzado estado de gravidez y que el padre del niño era
el odiado indio, hijo de la nana Juana. —Pero ¿cómo te has atrevido, descastado?
─Dijo levantando el fuete, pero el Sacerdote detuvo el brazo que ya se
descargaba sobre Serafín─.
—No, don
Francisco, no soy un descastado, amo a su hija desde que éramos niños y la he
respetado siempre. El amor no tiene distingos de razas o clases. Nos hemos
casado por la Ley de Dios y esperamos un hijo, que será su nieto.
—Papacito, ─suplicó
llorosa Ana María─ perdóneme, deme su bendición y acepte a este hijo que Dios
nos manda y acepte a Serafín como un hijo, es el hombre que mi corazón eligió y
el padre de mi hijo y nieto suyo.
—Y tú,
Juana, te encargué que cuidaras a mi hija y mira lo que me traes, toleraste a
tu hijo y eres tan culpable como él mismo. ¡Salgan de mi casa de inmediato!
—No, padre,
si salen ellos, yo también me voy, ─amenazó Ana María, mirando con dureza a su
padre─.
—Calma…
calma… ─pidió fray García─ ambos están diciendo cosas que luego les hará
arrepentirse, yo les pido serenidad.
—Serenidad, ¡un
cuerno! ─dijo obstinado don Francisco─ si esta desvergonzada se quiere ir con
su indio, allá ella, ¡que se largue!
Ana María se
acercó a Serafín y Juana y, sin apenas decirse nada, los tres estuvieron de
acuerdo que lo mejor era retirarse en esos momentos; se veía imposible llegar a
algo razonable con don Francisco. Fray García estuvo de acuerdo en que era
mejor salir, de momento.
—Padre, nos
vamos ahora, como es su voluntad, le recuerdo que su nieto nacerá a fines de
mayo o principios de junio, entonces volveremos a que lo conozca, pero si antes
desea vernos, ya sabe cómo localizarnos. Los cuatro salieron en silencio, dejando
al hacendado rumiando su enojo y frustración.
En cuanto
estuvo a solas, sacó de su cava una botella de Brandy y se sirvió una generosa cantidad.
Estaba decidido a ahogar su pena en el vino.
—Como se podrá imaginar, ingeniero Fortuna, dijo don Atilano, la vida de
ese hombre cambió a partir de ese día; si antes lo sostenía la esperanza de ver
a su hija, en unos momentos todo ello se acabó. Pero pos ya lo platicaremos
mañana, pos este viejo ya no aguanta como antes.
—A que don Atilano, usted tiene mas cuerda que cualquiera de nosotros,
pero está bien, mañana tenemos mucho trabajo, ya casi terminamos la obra.
Todos los escuchas se fueron retirando a sus domicilios, José Fortuna se
quedó con Pedro, don Lupe y don José, para ponerse de acuerdo para lo que había
por hacer al día siguiente.
—A que Atilano este, para qué quieren cines si con las historias de este
hombre se pueden llenar varios libros.
—Tiene razón, ingeniero, ─dijo don José─ este hombre es un libro de
historias inimaginables. No sé si al perder la vista se le desarrolló la
capacidad cerebral, pero no se recuerda que fuera tan platicador. Cuando yo era
joven, don Atilano ya era un hombre, muy serio y trabajador, pero también muy
borracho, parece que a resultas del alcoholismo fue perdiendo la vista, pero
mire nada mas qué cambio.
—Es cierto, ─corroboró Lupe─ soy un poco menor que José y bien me
acuerdo del Atilano de aquellos años, se juntaba con los amigos para tomar,
hasta caerse de borracho, era una calamidá para su familia.
—Para fortuna de todos, ─intervino Pedro─ nos tocó conocer a este hombre
interesante, que parece haber vivido desde siempre, pues cuenta sus historias
como si las hubiera vivido.
Esa noche, un poco antes de lo usual y en medio del regocijo general por
la conclusión de la obra, se reunieron los amigos de siempre alrededor de don
Silvestre y don Atilano, los hombres viejos del pueblo, todos en espera de
conocer en qué paraba esa historia que el viejo invidente les contaba.
—Pues aquí estamos, don Atilano, ─dijo el ingeniero─ para que nos cuente
el resto de esa historia tan interesante.
—Pos o’verá, nos quedamos en que el hacendao se quedó solo, echándose
unos vinos pa no sentir tanta soledá y echando sapos por lo enmuinao que’staba.
Llenos de
tristeza por la reacción del hacendado, Ana María y Serafín se abrazaban en
silencio, en tanto que Juana, triste también, pero apenada por haberle fallado
al patrón, iba sumergida en sus propios pensamientos. Por su parte, Fray
García, a solas en el pescante, se imaginaba a don Francisco viviendo a solas
en esa enorme hacienda, teniendo a su familia viviendo en la gruta, por su
orgullo mal entendido y ese desprecio que sentía por los naturales de esas
maravillosas tierras.
Llegaron a
la gruta ya de noche, por lo que se retiraron a sus espacios y se acostaron,
cada uno con sus propios misterios. Los ronquidos de los durmientes de los
alrededores, así como el suave sonido del correr del agua, los fue sumiendo en
un profundo sopor, hasta quedar dormidos.
Pasaron la
temporada navideña concentrados en la producción de pólvora y en la fabricación
de armas forjadas; las bolitas de barro cocido ya no se fabricaban, pues los
insurgentes habían logrado fabricarlas con plomo, que eran más efectivas, por
lo que ahora todas las personas estaban dedicadas a la pólvora, habiendo
logrado casi una producción en línea, pues cada grupo tenía una función específica
y nadie se podía atrasar; eso propiciaba retrasos en la fabricación final.
Para
mediados de febrero les llegaron noticias alarmantes: el Ejército Insurgente
había sido derrotado en el Puente de Calderón y sus caudillos se dieron a la fuga,
dicen que rumbo al Norte.
Son meses de
incertidumbre y nerviosismo, empieza a haber deserciones entre los habitantes
de la gruta, pero todos juran ante la imagen de la Virgen de Guadalupe, que
jamás revelarán las entradas a las cuevas.
A finales de
mayo, como lo había dicho Ana María, su embarazo llegó a término, habiendo
parido un robusto hombre, dentro de esas cuevas que ahora, con tan poca gente,
se les hacían enormes. Al niño lo bautizó Fray García con el nombre de
Francisco Anselmo, como sus abuelos. De Anselmo, se supo que había muerto en el
Puente de Calderón, aunque otras personas decían haberlo visto huir junto con
el Cura Hidalgo; algunos decían que había quedado, herido en Guadalajara. La
verdad nunca se supo y Juana se resignó a vivir una viudez de incertidumbre,
sin una tumba donde llorar y llevar flores.
De don Francisco
de Urzúa, encomendero y hacendado de Puruagua, pocas noticias llegaban y nunca más
volvió a buscar a su hija. Se dio a la borrachera y mal cuidaba sus propiedades,
que empezaron a caer en el abandono, el ganado se fue muriendo o se lo iban
robando y la hacienda se fue volviendo una ruina de abandono y descuido.
Se dice que
el matrimonio de Serafín y Ana María se fue a vivir a Acámbaro, llevando consigo
a Juana, ahora nana de su propio nieto. En realidad, ya no se supo mucho de
ellos.
Años después
alguien dijo haber visto a un chamán ya viejo, acompañado de un muchacho alto y
fuerte, de tez blanca y pelo negro y lacio, que se estaba preparando como
chamán. Agustín y Domitilo siguieron de ayudantes del chamán Serafín; ambos se
casaron y procrearon familias numerosas. Ambos aprendieron a leer y escribir.
Agustín estudió para Maestro y Domitilo se hizo músico, llegando a dirigir la
Banda Municipal de Acámbaro. Pasaron los años y un día hallaron muerto a don
Francisco, tirado a la orilla de su cama, rodeado de botellas de aguardiente vacías.
Los fieles sirvientes cerraron la hacienda, sin tocar nada, esperando que algún
día volviera doña Ana María, a reclamar su herencia, cosa que no ocurrió. De
las cuevas, nunca se han vuelto a encontrar las entradas, han pasado casi
doscientos años, durante ese tiempo ha habido deslaves, movimientos sísmicos,
etc. Deben estar las entradas en algún lugar, tal vez algún día alguien las
encuentre y entonces se aclararán muchas cosas de la historia.
Esa fue la historia de esta vieja hacienda, Luego del reparto agrario,
le quitaron casi todas sus tierras y pueblos, solo dejaron el casco de la hacienda
y doce hectáreas de tierras labrantías. Un día llegaron nuevos propietarios y
ahora son sus descendientes los que administran la propiedad. Del apellido Urzúa,
ya no se supo. De los Casimiro, de origen indio, de vez en cuando llegan
noticias, que ven a los descendientes por aquí o por allá, son como los
fantasmas, que todos hablan de ellos y nadie los ha visto.
Dicen que en la hacienda espantan por las noches; que se ve el ánima de
don Francisco, vagando por los corredores y a quien se encuentra, le pregunta
por Ana María, dicen que eso le pasó a un cierto Juvencio, que de la impresión
se quedó mudo. Pero esas han de ser “charras”.
—Como las que tú nos cuentas, Atilano, ja, ja, ja.
—Ya te oyí, Tomás, si bien que te conozco la voz, pero o’verás viejo
carajo, luego nos “veremos”, ja, ja, ja.
FIN
Sergio
Amaya Santamaría.
Enero 12 de 2010
Ciudad Juárez, Chih.
Febrero 29 de 2020
Playas de Rosarito, B. C.
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