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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 28 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 9


La preparación


Serafín y sus amigos continuaron su viaje hacia San Andrés de Salvatierra, a donde llegaron casi al caer la tarde; el camino se les había alargado; por rodear los ranchos encontrados en su camino, se veían obligados a realizar desviaciones, las mas de las veces subiendo las laderas de los cerros. Cuando tuvieron a la vista el caserío, donde destacaba la torre de su iglesia, los muchachos hicieron un alto para descansar y comer; desde la mañana solo habían tomado algunos que tragos de agua de sus guajes. A la sombra de grandes pinos y ocultos por los matorrales, pero teniendo a la vista el camino, los muchachos hicieron su fogata y pusieron a calentar las tiras de carne de conejo que les habían sobrado, así como unas tortillas duras, que puestas sobre las piedras calientes se empezaron a dorar.
En tanto comían, Serafín fue relatando a sus amigos lo que había vivido con su abuelo esa mañana; su encuentro con Curicaveri el dios de los recolectores y quien le había tomado bajo su protección; también les comentó la recomendación del propio dios para que Ignacio y Domitilo estuviesen siempre a su lado, serían valiosos auxiliares. Por tanto, debería enseñarles las cosas que su abuelo le fuese indicando.
—Una de las cosas que deberán saber, ─empezó a explicarles Serafín─ es que existe un hongo llamado “teonanácatl”, y es el alimento de los dioses. Estos hongos son pequeños, como clavos y para cortarlos se tiene que realizar una ceremonia especial y, algo muy importante, solo yo los puedo comer; si alguna otra persona lo hace, los dioses lo castigarán.
—Ustedes siempre estarán junto a mí, desde luego si están de acuerdo.
—Pos claro que sí, ─contestó Ignacio─ si semos como hermanos, así mesmamente te lo hemos dicho, ¿verdá, Domitilo?
—Pos seguro que sí, tú, Serafín, solo dinos qué tenemos qué hacer y vamos a ser como tu sombra.
—Gracias, queridos hermanos, desde luego que yo lo sabía, pero era necesario escucharlo de ustedes; el mismo Curicaveri me dijo que siempre estarían a mi lado. Bien, tendremos que estudiar; no podemos presentarnos como personas que no sabemos la castilla.
—Pos eso va’star re difícil, pos semos bien tarugos, ─repuso Domitilo─.
—No, amigos, no es que seamos tarugos, lo que pasa es que no nos han dado facilidades para ir a la escuela; de no haber sido por la niña Ana María, que nos enseñaba lo que ella aprendía, estaríamos peor; pero ya verán cómo sí podemos. Además de ello, yo les iré enseñando algunas cosas de las que me va mostrando mi abuelo; nos tenemos que dedicar a ayudar a la gente, a nuestra gente y para ello me guiará Curicaveri.
Esta y otras explicaciones les fue haciendo Serafín, para que fuesen aprendiendo las labores de los ayudantes de un chamán, los muchachos se mostraron entusiasmados, eso les aseguraba seguir unidos los tres, como lo habían sido desde niños.
Los amigos terminaron sus alimentos y apagaron bien la fogata que habían encendido, utilizando un poco del agua que llevaban en sus guajes. Ya pardeando la tarde, los tres se fueron acercando al pueblo. Cuando alcanzaron las primeras casas, les salió de frente un hombre, a quien no miraban bien porque el sol poniente les daba de frente, al verlos les habló:
—!Eh, chamacos!, vengan pacá!... ya tengo rato esperándolos, pos ¿onde se metieron, pues? ¿Quién de ustedes es Serafín?
—¿Y quien se supone que es usted?, ─preguntó Serafín.
—No, pos sí, tú mesmo eres Serafín. Me dijeron que’ras muy lebrón y eso ta’bueno. Yo soy Roque Guadalupe, soy chamán y mi nombre es Tepiltzin, tu abuelo me dijo que venías y te tenía que esperar. Pero vamos pa mi jacal.
Roque, un hombre de unos cincuenta años, indígena casi puro, de ojos negros y mirada profunda, los llevó por unos callejones de las orillas del pueblo hasta un jacal donde se veía un leve resplandor, tal vez de una vela encendida en el interior. Roque empujó la puerta y pasaron al interior. Una sola habitación de unos cuatro por cinco metros. En un brasero hecho de adobe en un rincón, una vieja echaba las tortillas; era la mujer de Roque, quien no se inmutó con la llegada de los forasteros, siguió en su labor, como si nadie hubiese irrumpido en su jacal.
Colgando de clavos hincados en los troncos del jacal, había listones de colores; diferentes hierbas y algunos instrumentos musicales. Había también algunas bolsas de ixtle y unos bultos, tal vez conteniendo alguna ropa de los habitantes del jacal.
—Mi trabajo con ustedes, ─expresó Roque─ de acuerdo con lo que tu tata me encomendó, es que estos tus amigos sean iniciados en el mundo que gira alrededor de los chamanes. No crean que es solo el andar pa todas partes con su chamán, no, tienen qué saber algunas cosas y yo se las voy a enseñar, asina ustedes podrán ayudar a Serafín.
—Nuestro dios, Curicaveri, el dios del sol, del fuego y de los recolectores, siempre cuida del bienestar de su pueblo purépecha; así mismo, Curivaperi, la madre de todos los dioses, la madre tierra, cuida de que nunca nos falten los alimentos, que la tierra fructifique y que las mujeres tengan muchos hijos.
—Nuestro amado dios Curicaveri, continuó Roque, es el protector de Serafín y de ustedes mismos y, desde el principio del tiempo los escogió a ustedes como sus ayudantes.
Deben aprender que cuando le llegue una persona enferma a Serafín, ustedes deben estar preparados para tener los elementos que se requieran para su sanación. La enfermedad es una pérdida de la armonía entre el cuerpo y la naturaleza y la primera cosa que deben hacer, es aprender a tocar los instrumentos musicales que nos heredaron nuestros dioses.
La flauta de carrizo y el tamborcillo deberán ser tocados sin parar, en tanto permanece el enfermo en el jacal de Serafín; eso es para que vayan a ustedes los espíritus buenos y ayuden a la sanación del enfermo; lo hacen evitando que los espíritus malignos se acerquen a impedir el trabajo del chamán. Ustedes deberán recolectar el copal suficiente para que no falte durante las curaciones; por medio de sus vapores, suplicamos a Curicaveri, que dé sabiduría al chamán para que pueda curar al enfermo.
Deberán tener suficientes flores y hierbas para limpiar el cuerpo, para dar baños y friegas y tener siempre la charanda para limpiar por dentro el cuerpo y proteger al chamán. Pero ustedes no podrán tomar nunca la charanda, pues es bebida del curandero y del enfermo.
—Bien, muchachos, vamos a empezar a aprender a tocar los instrumentos; en pocos días Serafín atenderá a su primer enfermo y ustedes tocarán para que el haga la danza de la salud, agradable a Curicaveri.
Roque entregó a los muchachos los instrumentos y les indicó cómo sentarse y cómo preparar su mente para que su música sea agradable a los dioses. A Domitilo le entregó el tamborcillo y la flauta de carrizo a Ignacio. Luego de algunas horas de estarlo intentando, ambos empezaron a extraer sonidos armónicos de sus instrumentos, llenando el espacio de un ritmo tranquilizador, ante la aceptación del chamán Roque; mientras su mujer dormitaba sentada en un rincón, casi invisible para los muchachos.
En tanto Roque instruía a los amigos, Serafín era entrenado por su abuelo, que lo encontró sentado sobre un tronco caído, en las cercanías del jacal de Roque.
—¿Qué tas haciendo, nieto, aplastao en ese tronco?, vamos, sígueme, pos no tienes mucho tiempo y vas a necesitar saber algunas cosas.
El viejo echó a caminar rumbo al monte y Serafín se apresuró a seguirlo, nada indicaba que el viejo fuera invidente. Subieron la ladera del cerro y se internaron entre los árboles; sin pronunciar palabra, el chamán caminaba con energía, siendo difícil para Serafín seguir el paso a su abuelo. Luego de un buen tiempo, el chamán retiró unas ramas que ocultaban la entrada a una cueva y pasaron al recinto, casi en penumbra. Volvieron a colocar las ramas y Abundio tomó un hachón mojado en resina y, utilizando su pedernal, lo encendió, iluminando la cueva; todo ello para beneficio de Serafín, pues él mismo no necesitaba la luz.
La cueva era poco profunda, de diez a quince metros por unos cinco de ancho y cuatro de altura, estaba formada por enormes rocas superpuestas y era de origen natural; entre unas piedras había una pequeña afloración de agua, la que se acumulaba en un hueco practicado en la piedra que le servía de basamento. El piso de tierra y piedra se miraba limpio y regado, impregnando el espacio de un agradable aroma a tierra húmeda. Entre las piedras de los muros habían encajado unas estacas que servían para colgar diversos objetos: algunas ropas, tal vez del abuelo; ramos de diversas plantas y algunas pieles de animales. Hincado en el piso se encontraba un bastón alto, donde habían atado plumas de ave de diferentes colores y en la parte superior un pequeño renuevo de un maguey de hojas angostas de un verde pálido. El abuelo “miraba con su instinto” a su nieto sin decir nada, a fin de adivinar el efecto que el espacio le causaba.
—Siéntate pues, Serafín, tenemos que empezar. El día de mañana deberás caminar pa Celaya y te encontrarás con un hombre mordido por una víbora, si no lo puedes curar, morirá. Asina de importante es tu trabajo como curandero. Empecemos pues.
—Debes empezar por conocer de qué se enferma la gente, unos se enferman del alma, por muinas y angustias, por celos y envidias; otros están enfermos del espíritu y pueden traer problemas de otras vidas, son esos hombres corajudos, pendencieros, buscapleitos y hay otros que se enferman por causas naturales. Pa todos tendrás que aprender a curarlos. No será fácil ni rápido, pero tienes toda la vida para aprender, siempre bajo la guía de nuestro dios Curicaveri. Él te irá llevando por donde le plazca y tú deberás seguir su guía, ‘onque te duela; pos si dice que a tal o cual ya es su hora de morir, ‘onque te pares de cabeza no podrás evitarlo.
—Cuando jalles a un enfermo, debes pedir permiso a nuestro dios para curarlo, él te dirá qué tiene y cómo deberás curarlo; en caso contrario, ya te dirá qué hacer. ¿Entendido?
—Esta cueva es para ti, continuó el viejo chamán; pos seguido andarás por estos rumbos. Tú conoces las cuevas cercanas a tu rancho, tendrás que arreglarlas pa usarlas cuando te convenga. Solo tus ayudantes y tú deberán conocer los lugares donde se quedan a dormir. Deberán aprender a caminar sin dejar huellas. Si quieren ser invisibles pa otra gente, muévanse lento y en silencio; cuando haiga gente, quédense sosiegos entre las plantas y naiden los verá. En un principio no es fácil, pero deberán practicarlo. Yo he estado junto a ustedes varias veces, tan cerca, que siento su respiración y ustedes no me han visto. Practiquen, pues lo van a necesitar. Vienen tiempos muy malos y deberás tener cuidao.
—Ora, pa empezar a curar a alguien, tus ayudantes estarán tocando, pos la música asosiega los ánimos, en tanto tú haces la oración a Curicaveri, ya cuando te diga, verás si lo trabajas acostao o sentao.
El viejo chamán le fue mostrando las diferentes plantas que iría ocupando. Sus nombres y utilidades, dónde y cómo cortarlas. Las diversas formas de usarlas. Unas cocidas y bebidas, otras cocidas con aceite y puestas como emplaste; unas maceradas y puestas en aguardiente; tanto para frotar, como para beber. Serafín, casi en estado de trance, escuchaba y almacenaba en su memoria toda la información que su abuelo le pasaba. Casi diez horas después, el viejo le entregó un morral con hierbas y el bastón con plumas, el cual le identificaría en cualquier parte donde hubiera indios.
Cuando salieron de la cueva ya estaba obscureciendo, hasta entonces se dio cuenta que no había comido en todo el día; su estómago se lo recordó. Empezó a caminar bajando la pendiente, pensando que su abuelo lo seguía; en cierto momento volvió la cara en su busca para comentarle algo, entonces se dio cuenta que caminaba solo. No supo en qué momento su abuelo lo dejó a solas en el monte. Nunca se dio cuenta que el viejo caminaba a unos tres metros de él, mimetizado en el bosque. Cuando llegó al jacal de Roque, sus amigos estaban sentados afuera, en compañía del chamán; se levantaron a darle la bienvenida, invitándolo a pasar al jacal a comer unos frijoles con chile y un jarro de atole de maíz. Luego de cenar, los tres muchachos se tiraron en un rincón, cayendo en profundo sueño.
A la mañana siguiente, muy temprano, los tres amigos se pusieron en marcha; la distancia a Celaya era de casi seis leguas, lo que les llevaría todo el día. Caminaron a buen paso y sin detenerse; se fueron comiendo algunas guayabas que la mujer de Roque les había puesto en los morrales. Antes de que el sol llegara a lo alto, los muchachos pasaron a un costado de un pequeño caserío y poco mas adelante se encontraron a un hombre echado a la sombra de un mezquite; les llamó a gritos para que le ayudaran; una víbora le acababa de morder en un tobillo.
Serafín, que ya esperaba que apareciera el individuo y sin saber cómo su abuelo sabía de ello de manera anticipada, de inmediato acudió en auxilio del herido.
—Calma, hermano. No conviene que te muevas mucho. Recuéstate bien, mientras te reviso la pierna, ¿hace mucho que te mordió la víbora?
—!Apenitas!… iba yo a buscar la leña pa que la vieja eche las tortillas. Pueque el animal ande todavía cerquita.
Serafín vio la pierna del hombre y luego notó las marcas de los colmillos de la serpiente. Extrajo de su morral una botella con aguardiente y le aplicó un poco en la herida, luego le dio de beber al herido y se puso en oración.
—«!Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y permítanme ayudar a este hombre, permítanme comer el “teonanácatl”, alimento sagrado de ustedes, benevolentes dioses de mis padres, permitan a este servidor que pueda ver en el tiempo y conozca sus designios»
En tanto Serafín extraía un poco de hongo, Ignacio y Domitilo empezaron a tocar sus instrumentos, con suavidad, logrando un ambiente de tranquilidad que sumió al herido en un ligero letargo. Serafín, con los ojos cerrados, escuchaba la voz de Curicaveri, que le hablaba:
—«Hijo mío, Itzmín, que obediente te diriges a mi, tu oración es grata a mis oídos; debes saber que este hombre es grato a los dioses; es un buen marido y padre y nos hace sacrificios de alimentos que nos son gratos. Todos los hombres tienen en la Gran Cueva, una cera encendida y solo yo determino cuando se apaga. La de este hombre estará encendida durante muchas lunas. Para curarlo cortarás las hierbas que veas a tu alrededor, yo las he puesto en ese sitio, las macerarás y harás un emplasto con aguardiente, que le colocarás donde están las marcas de la mordida. El hombre dormirá medio día, cuando despierte, le darás un trago de aguardiente y un poco de comida. Mientras tanto, que tus hermanos sigan tocando para alegrarnos, cesará la música cuando despierte el hombre. Eso es todo, hijo mío»
Luego de decir esto, Serafín abrió los ojos y se dio cuenta que el herido reposaba tranquilo, miró a los lados y vio verdes matas de ruda, por lo que se dio a la tarea de recolectar suficientes hojas, las machacó en una piedra y mezcló la pasta con aguardiente, luego lo colocó sobre la herida y envolvió la pierna en un trozo de tela cortado da la camisa del enfermo, a quien dejó dormir; Domitilo e Ignacio continuaban tocando. Serafín les dio las instrucciones de Curicaveri y luego se fue a sentar junto al enfermo.
A media tarde el hombre despertó, Serafín le dio un trago de aguardiente y luego le pasó una tortilla con chile. Los amigos dejaron de tocar, estaban exhaustos y hambrientos. Serafín descubrió la herida, el emplasto se había puesto negro, pero la herida ya no estaba inflamada y el hombre se sentía bien; a manera de agradecimiento, invitó al chamán y sus ayudantes a comer a su casa, lo que Serafín no aceptó, porque tenían qué llegar a Celaya. El hombre fue a su casa y volvió con un itacate preparado por su mujer y los amigos continuaron su camino.
Ignacio y Domitilo estaban asombrados de la habilidad de Serafín para curar al herido; no se imaginaban que, bajo los efectos de los hongos, su amigo hablara con los dioses y de ellos recibiera las instrucciones necesarias.
A fin de evitar mas demoras, los muchachos fueron comiendo las viandas sin detenerse, a un paso rápido, debido a que el terreno era casi plano o descendente. Como hombres de campo, estaban habituados a los grandes recorridos y su misma juventud les ayudaba a poder cubrir grandes distancias en menos tiempo del común. Cuando el sol se estaba ocultando por el rumbo de Irapuato, los muchachos llegaron a las primeras casas de la ciudad, dirigiendo sus pasos hacia el Templo de Nuestra Señora de Guadalupe, que estaba enclavado en una hermosa alameda, sitio apropiado para pasar la noche y lugar de paso para su siguiente destino, la ranchería de Chamacuero.
El viento estaba fresco, lo que aliviaba los calores del día, incrementados por la caminata que habían hecho; la luz de una luna brillante, se filtraba a través de los árboles y, de cuando en cuando, un claro entre el follaje les permitía ver un cielo hermoso y estrellado. Se sentaron a descansar a orillas de una lagunilla que estaba en las cercanías del templo. En esos pueblos chicos la gente se retira temprano; la obscuridad y las supersticiones les han enseñado que la noche es para los rufianes, las brujas y los espíritus malignos. Cuando los muchachos se quedaron quietos, escucharon que cerca de ahí había una pequeña corriente de agua. Acostumbrados a la obscuridad, se dieron a la tarea de buscar de dónde procedía el ruido, encontrando un pequeño manantial protegido por piedras amontonadas, a fin de evitar que los animales del bosque lo ensuciasen. Los tres amigos bebieron grandes tragos del refrescante líquido, luego se dieron un buen baño, que tanta falta les hacía, lavaron sus ropas, utilizando como jabón las raíces de una planta; también llenaron sus guajes. De sus morrales extrajeron unas tiras de carne seca y salada y así se la comieron, tirándose a descansar debajo de un gran mezquite. La ropa puesta a secar semejaba banderas blancas ondeando a la luz de la luna.
La campana del templo de Guadalupe los despertó, aunque aún estaba obscuro. Los amigos verificaron que sus ropas estaban secas y se las pusieron, luego se dirigieron a la entrada del templo, donde el sacristán estaba barriendo. Los muchachos se quitaron los sombreros, se humedecieron los dedos en agua bendita y se hicieron una cruz en la frente; fueron a sentarse en las primeras bancas, el bastón del chamán se erguía como el mástil de una pequeña lancha. Algunas beatas vestidas de negro hacían a un lado sus velos para ver a los muchachos, no era común hallarlos en misa y menos a esa hora de la mañana.
Cuando salió el Cura, los miró con extrañeza, pero continuó su camino hacia el Altar, que besó con reverencia, luego inició la misa matutina. Al término de la ceremonia, las mujeres fueron saliendo con las cabezas bajas, pero los muchachos indígenas no se movieron de su asiento, el sacerdote se acercó a ver qué se les ofrecía, reparando desde luego en el bastón de Serafín.
—Buenos días, hijos míos, veo que no sois de estos pueblos, pero os veo muy limpios y eso me desconcierta, ¿en qué puedo serviros?
—Buenos días, padrecito, respondió Serafín, venimos de mas allá de Salvatierra y caminamos pa llegar a Dolores, a la hacienda de la Erre; sabemos que el Señor Cura está enseñando algunos oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo, ¿verdá muchachos?
—Sí, pues, ─dijeron ambos con los sombreros en la mano y las cabezas gachas─.
—!Vaya!, ─dijo asombrado el sacerdote─ vienen de muy lejos y todavía les falta un gran trecho, soy el padre Ponciano, pasen a mi casa, los invito a desayunar y allá me platican un poco mas.
Los amigos siguieron al sacerdote saliendo hacia la sacristía, donde se quitó las vestiduras ceremoniales, quedando solo con su sotana negra; los guió hacia el patio y entraron a la casa cural, donde ya lo esperaba una mujer para desayunar; vestida toda de negro, con un peinado terminado en una trenza por la espalda, su mirada era dura y su rostro anguloso. El padre Ponciano la presentó como su hermana Altagracia, quien nos invitó a sentarnos en unas sillas colocadas frente a ella, el sacerdote ocupó la cabecera de la mesa. La hermana del cura llamó con una campanilla y de inmediato se presentó una joven de rasgos indígenas, a quien indicaron que pusiera platos para los invitados.
—Y bien, muchachos, habló el padre Ponciano, me dicen que van en busca del señor cura del pueblo de Dolores. ¿Quién les habló de ese sacerdote? 
—Verá usted, padrecito, ─dijo Serafín─ en un viaje que hicimos con unos arrieros, llegamos al pueblo de Carácuaro, en Michoacán, donde conocimos al señor cura José María, quien había sido alumno del cura don Miguel en el Seminario de Valladolid; él nos comentó que, en el pueblo de Dolores, su maestro, el cura Miguel, estaba enseñando oficios a los indios y, pos nos venimos pa’cá.
—A que muchachos estos, pero dime, Serafín, ese bastón que llevas, ¿qué representa?
—Para los indios, padrecito, quiere decir que yo soy un curandero; bien sabe usted que nosotros no tenemos doctores que nos curen; así, cuando me ven, saben que si tienen alguna dolencia, pos se acercan a mi y yo los curo, si Dios así lo quiere.
—Eres muy joven para curandero, ─repuso el Padre Ponciano─ pero bien dices, si Dios quiere, todo es posible, ¿Quién te ha enseñado el arte de curar?
—Mi abuelo, que es curandero en el pueblo, dice que yo tengo madera pa ser un buen curandero y poder ayudar a nuestra gente.
—Quiera Dios que así sea, Serafín; buena falta les hace a los indígenas tener quien vea por ellos… Tiempos difíciles estamos viviendo, ─dijo el sacerdote como para sí mismo─.
Todo esto lo relató Serafín utilizando medias verdades, pues no le gustaba decir mentiras y mucho menos a un sacerdote.
—Bien, hijos míos, disfruten el chocolate y los bizcochos, está delicioso, esto les dará fuerza para su siguiente etapa, una pequeña ranchería llamada Chamacuero, son unas cuantas casas, pero ya tiene un bonito templo dedicado a San Francisco, busquen al padre Anselmo y díganle que yo los mando; él les permitirá dónde dormir y alguna comida caliente. Y los felicito por hacer este esfuerzo por aprender algún oficio. Cuando vean al padre Miguel en Dolores, salúdenlo de mi parte, es un buen amigo y hermano en Cristo.
—Bueno, muchachos, me apena dejarlos, pero tengo qué atender otras obligaciones. Si gustan quedarse un poco mas, están en su casa.
—Gracias, padrecito, ─agradeció Serafín─ pero queremos seguir adelante, si usted nos da su merced y su bendición.
Los chicos se arrodillaron frente al sacerdote y con humildad recibieron la bendición que el buen cura les impartió, luego se levantaron, se despidieron de la hermana del cura y besándole la mano, salieron a la calle, para seguir el viaje.

viernes, 27 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 10

Estando enterado Don José Ortiz de que el ingeniero estaba en el pueblo, ya lo esperaba bajo el frondoso árbol, a la entrada de la hacienda, para llevarlo a cenar a su casa, en compañía del inseparable amigo Pedro.
Los tres hombres se dirigieron a la casa de don José, donde doña Esperanza, la esposa del señor Ortiz, los esperaba con una deliciosa cena, como era su costumbre. Después de cenar, ya satisfechos, los tres salieron a reunirse con los amigos en el portal de la hacienda. Donde ya estaban los viejos Silvestre y Atilano, rodeados por los curiosos que deseaban enterarse de las cosas que recordaban esos libros vivientes, que eran los hombres ancianos. Con todo y estar ciego, don Atilano supo que llegaba el ingeniero Fortuna y le dio la bienvenida:
—Bienvenido, ingeniero, yo creiba que ya nos había abandonao.
—No, don Atilano, a los buenos amigos no se les olvida, pero tengo otras obligaciones que me impiden estar con ustedes con más frecuencia, como es mi deseo, pero lo bueno es que ya estoy por aquí, para seguir escuchando esas historias tan interesantes.
El viejo Atilano siguió con su historia:

El Convento

La vida en el convento fue difícil para Ana María, que estaba acostumbrada a las comodidades de tener quien le sirviera en todo momento; además de tener la libertad de ir y venir por toda la propiedad de los Urzúa, rodeada de amigos, fiestas y música; desde luego sin descuidar sus estudios. Pero todo esto cambió de la noche a la mañana al llegar a estar bajo las órdenes de sor Felipa.
Cuando su padre se retiró, la niña fue llevada a cortarse el pelo y a vestir el hábito de la Orden, algo que ella no esperaba; pensaba que sería un colegio para señoritas laicas, pero había sido la voluntad de su padre y no valía discusión.
Una vez vestida como religiosa, Ana María fue llevada a la presencia de sor Felipa. Cuando entró a su oficina la recién llegada, se levantó y empezó a caminar alrededor de ella, sin decir palabra, observando cada detalle de la indumentaria de la niña, estando satisfecha, habló.
—Hoy es veintisiete de abril fiesta de santa Zita; en su honor y memoria, tú serás llamada sor Zita, de esta forma dejamos en el mundo el nombre que el mundo te puso. Como todas las hermanas de esta santa casa, tú también tendrás un trabajo y este será de sirvienta de cocina; compartirás la celda con sor Elpidia, una chamaca igual que tú, que llegó hace un mes y estará con nosotros los próximos cuatro años, ella te dirá cuales son los horarios que debemos seguir. Ella también te enseñará las reglas y castigos para quien no las cumpla. ¿Está claro?
—Sí, señora, respondió la niña con timidez.
—!REVERENDA MADRE!, ─gritó la Abadesa dando un sonoro manazo sobre su escritorio, haciendo palidecer a Ana María, que estaba apunto de romper en llanto─. ¿Me oíste?... ¡REVERENDA MADRE!... ¡nunca lo olvides!
—Sssí, reverenda madre, no lo olvidaré jamás… ─Ana María temblaba de miedo ante la furiosa mirada de la superiora─.
Todavía lívida por la furia, la religiosa llamó a su asistente para que llevara a la nueva hermana a que conociera el convento; que la llevara a la cocina para que supiera dónde estaba su lugar de trabajo y que la llevara a su dormitorio, con sor Elpidia, con quien compartiría celda.
La asistenta de la superiora hizo una seña a Ana María y salieron en silencio, cerca caminaba la espantada niña; cuando la religiosa consideró que estaban bastante retiradas del despacho de la superiora, le habló a Ana María.
—Mira, hermana Zita, yo soy la hermana Altagracia, lo primero que debes aprender es tu nombre dentro de la Orden, sor Felipa es un tanto gruñona, así es que vale mas que le hables de forma correcta, pero no le demuestres miedo; tampoco te veas soberbia, eso la hace enojar mucho. Recuerda que la voluntad de ella es suprema, nadie puede contradecirla. Cuando tengas algún problema, búscame a mi, pero sin que se de cuenta sor Felipa y yo trataré de ayudarte. Hemos llegado a la cocina. Estamos en el segundo patio del convento; por la cocina se puede ir a la carbonería y a la huerta, así como al refectorio, cuya salida principal es por el primer patio. Las dos jóvenes entraron a la cocina, atrayendo la atención de las religiosas que estaban trabajando. Se dirigieron a la hermana de más edad.
—Sor Epigmenia, buenos días le de Dios, le mandan una nueva ayudante, es sor Zita y estará un tiempo con nosotras.
–Buenos días, hermana Altagracia, ─contestó la religiosa, una mujer blanca de pelo gris y mirada inteligente, de unos profundos ojos azules y un poco entrada en carnes, de unos cincuenta años. Miró con detenimiento a Zita y comentó─:
—Estás muy flaca muchachita, pero aquí vas a engordar, solo pórtate bien, se obediente y aquí encontrarás una madre y varias hermanas, ─dijo la monja, señalando con un movimiento circular del brazo a las religiosas que se afanaban en diferentes actividades─.
—Gracias, madrecita, repuso sincera la nueva hermana Zita. ¿Cuáles van a ser mis obligaciones?
—Me gusta tu buena disposición, niña. Mira, como veo que no estás acostumbrada a los trabajos, empezaremos con cosas sencillas, como el lavado de ollas y cazuelas. Por lo pronto ve a conocer tu celda y empezarás por la tarde, después de la merienda.
Guiada por la hermana Altagracia, Zita conoció lo que sería su lugar de descanso y a la hermana Elpidia, quien sería su compañera. La joven era un poco mas chica que Zita, de piel blanca y ojos azules, tan vivos como un cielo, pero nublados por el llanto y el miedo; cuando vio a Zita, sintió un gran alivio y se acercó a abrazarla.
—Bien, ─dijo la hermana Altagracia─ ella es Elpidia y, por lo que parece, serán buenas amigas. Les dejo ahora para que se conozcan, Elpidia te dirá los horarios de actividades, para que no lleguen tarde. Queden con la Virgen, queridas niñas.
Con estas palabras cariñosas, se despidió la religiosa, saliendo con paso presuroso para volver a sus obligaciones y evitar los regaños de sor Felipa.
Zita y Elpidia se quedaron solas, se miraban tristes, pero un rayo de esperanza parecía brillar entre ambas; se daban cuenta que el contar con un corazón amigo en esos momentos, era un regalo de Dios. Viendo el estado de Elpidia, Zita le preguntó:
—Debes tranquilizarte, recuerda que ahora somos hermanas y nos cuidaremos entre las dos, pero dime, ¿de dónde vienes y cuándo llegaste?, ¿cómo te llamas, afuera?
—Llegué hace un mes y ha sido el más horrible de mi vida; mi nombre de pila es Rosario y soy hija de don Rosendo de Ayala y doña Cristina de Dávila; mis padres son españoles de Guadalajara y yo nací en la ciudad de México; muy pequeña me trajeron a Acámbaro, donde mi padre administra una finca. Estoy por cumplir quince años y mis padres consideran que es mejor que siga mi educación con las religiosas; en el pueblo no hay escuelas, mas que la de la parroquia, pero no quieren que me junte con los hijos de los indios, a mi no me molesta, son buenos chicos, pero a mis padres no les gustan.
—Estamos igual, mi nombre es Ana María de Urzúa y mi madre murió al nacer yo; mi padre es don Francisco de Urzúa y tiene una encomienda en Jerécuaro, vivimos en una bonita hacienda, en un lugar muy agradable que se llama Puruagua. Yo ya cumplí los quince años y siempre he estado rodeada de los llamados “indios”, que han sido muy buenos conmigo y yo los quiero mucho, mi nana es Juana Cisneros y me crió desde que nací; yo la quiero como a la madre que no conocí. Mi mejor amigo y casi hermano, es Serafín, hijo de Juana, un año mayor que yo y siempre me ha cuidado. Me internó mi padre porque no hay escuelas en los pueblos cercanos y piensa que debo tener una buena educación para casarme con un buen partido, hijo de alguno de sus amigos.
—Pero dime, Elpidia, sor Felipa me dijo que tú me indicarías los horarios y lugares donde deberíamos estar y no quisiera que me volviera a regañar, esa mujer es horrible.
—El horario es tan horrible como la superiora, dijo con resignación Elpidia, nuestro día comienza a las cuatro de la mañana, cuando al son de matracas nos levantamos para acudir al coro, donde recibimos la bendición de la madre superiora; luego damos gracias y a las cuatro y media se dice la prima, y la tercia; se desciende al coro bajo a hacer meditación de un punto que se propone; ahí permanecemos para oír misa a las ocho de la mañana y acabada ésta, se rezan la sexta y la nona y luego salimos a tomar una colación y a la sala de labor. A nosotras nos van a llevar a tomar algunas clases, pero las monjas rezan las vísperas a las dos, y las completas  a las cinco, estando en oración hasta las seis.  A esa hora volvemos a reunirnos, ahora  en el refectorio a comer y otra vez al coro, hasta las ocho, en que nos vamos a dormir para retornar a las once, también con matracas, a rezar los maitines y laudes.
—!Pero esto es un horror!, exclamó Zita, ¿a qué hora se supone que podemos dormir?
—Tienes razón, hermana, pero así es aquí y vale mas que no lleguemos tarde, porque los castigos son terribles. De hecho estoy aquí para esperarte, pero ahora debemos reunirnos con la monja que nos da clases hasta las seis de la tarde, para que vayamos al refectorio.
—Otra cosa, esa cama es la tuya y ese es tu jergón; solo tenemos una cobija y una almohada, nos dan una vela de un palmo, con ella estudiamos antes de dormir y debe durarnos toda la semana.
—Zita desenvolvió su jergón, limpio, relleno de paja seca y lo extendió sobre el camastro que le habían designado. La cobija, de lana burda de color café, la tendió sobre el colchón y la almohada, que parecía estar rellena de piedras, la colocó en la cabecera. La miró entristecida; nada qué ver con el mullido lecho de su casa y las suaves sábanas de batista francés con que se cubría. Pero en realidad esto es lo que menos le importaba, lo que extrañaba era la presencia siempre cercana de Juana, su nana y Serafín, el hermano que no tenía y con quien se sentía segura.
Sor Elpidia la apresuró y juntas salieron a toda prisa hacia el salón de clases, donde ya las esperaba la maestra, sor Águeda, una madura y enérgica mujer de piel blanca y ojos verdes, que en el fondo era de carácter maternal, tal vez en compensación a los hijos que siempre deseó y que la decisión del padre por tener una religiosa en la familia, le negó.
—Buenas tardes, niñas, saludó con seriedad la Maestra.
—Buenas tardes, sor Águeda, respondieron a coro las muchachas.
—Así que tú eres la nueva pupila, ─dijo afirmativa la religiosa, mirando con detenimiento a la recién llegada─. ¿Cuál es tu nombre, niña?
—Mi nombre es Zita, madre, según me indicó sor Felipa.
—Pues bienvenida seas, hermana Zita, ─repuso la Maestra con un dejo de satisfacción ante la palabra “madre”─.
Las siguientes dos horas, las pasó Zita (Ana María) de una manera agradable, escuchando las explicaciones de la religiosa a materias que ella ya tenía aprendidas; lo que sorprendió a la mentora. Elpidia (Rosario), también se sintió mejor, ahora tendría con quien comentar las materias que iban aprendiendo, a fin de aclarar algunas dudas sin tener que depender de la maestra. A las seis de la tarde, sor Águeda dio por terminada la clase y las tres se dirigieron al refectorio, donde ya estaban sentadas las religiosas. A las dos niñas les pusieron sus platos en la cocina, pero a la vista de la superiora y participaron en la oración comunitaria y, en tanto comían en silencio, escucharon las palabras de la Lectura del día.
Algo nuevo que aprendió ese día Ana María, era que la deliciosas viandas que le preparaba su nana Juana, quedarían pendientes hasta que volviera a la hacienda; los alimentos en el convento estaban regidos por la austeridad. En su primera cena le sirvieron un plato de frijoles cocidos sin guisar, un poco de pan y una taza de atole de masa sin leche; el azúcar también estaba limitada. Al darse cuenta Elpidia de la reacción de su nueva amiga, le explicó que en las comidas tal vez les sirvieran un poco de arroz, algunas verduras y legumbres, nunca carne y el desayuno era igual que la cena, pero había qué pensar que todo esto sería temporal para ellas. Así lo entendió Zita y no dio mas importancia a ello.
Luego de la cena, las dos chicas se quedaron en la cocina, a cumplir con las obligaciones expuestas; Zita a lavar ollas y cazuelas y Elpidia a tallar mesas y bancos para que estuvieran muy limpios para la hora del desayuno. Pasadas un poco las ocho de la noche, las dos niñas se retiraron a su celda, rendidas de cansancio, con las manos doloridas por hacer trabajos a los que no estaban acostumbradas. A las once de la noche, Zita se despertó sobresaltada ante el estridente ruido de las matracas… ya se iría acostumbrando.

             De viaje a Dolores

Ajeno a lo que ocurría en su pueblo y con su amada amiga Ana María, Serafin estaba  acompañado de sus inseparables amigos Ignacio y Domitilo, quienes le reclamaron el no haber aceptado desayunar con el padre Benito.
—Pos no se dieron cuenta, repuso Serafín, de los chicos ojotes que nos echaba la hermana del señor cura, en un descuido hasta nos enyerba por andar sentándonos a la mesa del patrón.
Los tres amigos se dirigieron a la salida del pueblo, que no les quedaba lejos; detrás de la Iglesia de Guadalupe ya solo se miraban los sembradíos de trigo, que se mecían al ritmo del viento, emitiendo un murmullo que a Serafín siempre le había agradado.
Los muchachos llegaron al camino real, lo cruzaron y caminaron por entre los callejones de las parcelas, a fin de evitar a los ocasionales caminantes que iban o venían de San Miguel. Cuando se sintieron hambrientos, se detuvieron debajo de un mezquite y a fin de no hacer lumbre, sacaron unos trozos de carne seca para comerla, acompañada de agua fresca que llevaban en los guajes.
Holgazanearon un poco, viendo correr las nubes al impulso del viento. El resto del camino lo hicieron sin prisa, el terreno era muy plano, con ocasionales lomeríos y en las primeras horas de la tarde llegaron a Chamacuero. Se sentaron a descansar a la entrada de un mesón, donde llegaban los viajeros y arrieros a reponer fuerzas para continuar el viaje.
Como siempre ocurre, nunca falta alguien que se vaya de la boca y eso ocurrió con un joven caballerango que estaba al servicio de un viajero procedente de la Ciudad de México, quienes se dirigían a San Miguel. El joven, tal vez aburrido de no tener con quien platicar, empezó a platicarle a Serafín, vida y milagros de su patrón, como ufanándose de ser el caballerango de un hombre importante.
—Mi señor, queridos amigos, ─dijo engolando la voz─ es un hombre muy importante y muy rico. Ahora viajamos a la Villa de San Miguel, donde tiene poderosos amigos que se reúnen en un exclusivo club.
—Bueno, preguntó Serafín, ¿y qué club es ese tan exclusivo?
—En realidad el club está en México, de donde procedemos, pero en San Miguel hay otros miembros prominentes, hombres de leyes y militares poderosos. ¿Habrán escuchado algo de los masones?
—No, nunca he escuchado ese nombre, ─repuso Serafín ya interesado─ ¿a qué se dedican?
—En realidad no lo sé, ─contestó el caballerango un poco atolondrado─ pero sí sé que son ricos y poderosos. Sus reuniones son secretas y solo nos enteramos de ellas las personas de confianza de nuestros señores
En eso se escuchó el llamado de alguien desde dentro y el caballerango dio la vuelta y se perdió en el interior del mesón, dejando a los amigos mas intrigados que nunca; el conocer eso, de pronto les pareció interesante. Ya mas adelante tratarían de investigar acerca de ello.
—Bueno amigos, dijo Serafín, ya descansamos y es hora de buscar al padre Anselmo de la parroquia de San Francisco; tenemos qué buscar dónde dormir y ya estoy sintiendo hambre, supongo que ustedes también.
Los amigos estuvieron de acuerdo y se pusieron en camino; preguntando a unos y otros, los tres amigos llegaron al fin al frente de la parroquia de San Francisco. Unas beatas que estaba por entrar al templo para el rezo del Rosario, les informaron que lo podrían encontrar en la casa cural y les indicaron en qué puerta tocar.
A poco de hacer sonar el llamador en forma de mano empuñando una esfera de fierro, acudió a abrir una religiosa.
—Buenas tardes, niños, ─les saludó sonriente─ ¿en qué podemos ayudarles?
—Buenas tardes, madrecita, ─respondió Serafín─ venimos del rumbo de Acámbaro y de paso por Celaya, el padre Ponciano de la parroquia de Guadalupe, nos dijo que buscáramos al padre Anselmo, le traemos sus saludos y queremos ver si nos pueden prestar un rincón donde pasar la noche; vamos de camino a la villa de Dolores.
—¡Vaya con los jovencitos!, ─exclamó asombrada la religiosa─ se han aventurado lejos de sus casas, ¿se puede saber el motivo?
—Claro que sí, madrecita, escuchamos que el párroco de aquel pueblo, el padre Miguel, enseña oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo.
—Eso me parece excelente, muchachos, ─repuso entusiasmada─ pero pasen, pasen, por favor. Tendrán qué esperar un poco, el padre Anselmo dirige el Rosario esta tarde, mientras tanto, supongo que no han comido, ¿es así?
—Así es, madrecita, en la mañana nos comimos los últimos trozos de carne seca y no quisimos perder mas tiempo buscando algún conejo en el camino, pero no se moleste, podemos salir a buscar algo en el mercado.
—¡Ni lo permita Dios, hijos míos!, capaz que se entera el padre Anselmo y la regañiza que me pone por no atender a los viajeros que tocan a su puerta. Pasen por esa puerta al patio, encontrarán una pileta de agua y jabón para que se laven el polvo del camino y luego entran por la otra puerta, es la cocina, ahí los esperaré para que coman.
Los muchachos salieron obedientes a lavarse; aprovecharon la oportunidad para lavarse los pies, la cabeza, brazos y piernas, a fin de estar lo mas presentables ante el padre Anselmo. Una vez satisfechos de su imagen, los jóvenes se acercaron a la cocina, donde otra religiosa, de mayor edad, se ocupaba de atender unas cazuelas puestas al fuego. Al verlos les sonrió y les invitó a pasar y sentarse ante una gran mesa, donde ya había dispuestos tres platos.
—Pases, pasen, muchachos, ya la hermana Lupe me informó de su presencia. En un momento les sirvo una sabrosa sopa y unas tortillas calientitas.
—Gracias, madrecita, ─dijo Serafín─ son ustedes muy amables.
Los muchachos se sentaron y a poco estaban dando cuenta de una sopa de verduras calientita, acompañada de tortillas recalentadas, pero deliciosas. Les sirvieron también unos vasos de agua de tuna, que pocas veces se veía en su pueblo. Cuando estaban por terminar, se presentó un sacerdote joven, de unos treinta y cinco años, de rostro tranquilo, pero de mirada enérgica, quien les saludó con una amistosa sonrisa.
—Bienvenidos, muchachos, me informa la hermana Guadalupe que vienen del rumbo de Acámbaro… está lejos ese pueblo. ¿Qué es lo que les trae tan lejos?, porque eso de que quieren aprender un oficio, no me lo trago, pero se ven valientes y decididos y eso habla muy bien de ustedes.
El Sacerdote los miró uno a uno y se dio cuenta que tenía razón, esos muchachos estaban  movidos por otros intereses, pero no se sentían seguros para hablar; habría qué darles tiempo a que fueran entrando en confianza y, tal vez, le dijeran su verdadero motivo, aunque en el fondo creía adivinarlo.
—Madre Conchita, se dirigió a la cocinera, por favor sírvame algo para cenar junto con los muchachos y, si no es molestia, nos prepara un chocolatito y unos bizcochos, para compartirlos con nuestros invitados.
Los cuatro comieron en silencio, pero el padre no dejaba de observarlos, pensando que sin presiones, acabarían por contarle sus motivos. Luego de la sopa, la hermana Conchita les sirvió unos jarros con chocolate espeso y humeante y puso ante ellos una charola con pan dulce elaborado por las religiosas, a los muchachos se les hizo agua la boca en cuanto lo olieron.
Una vez que terminaron de cenar, el Padre Anselmo los invitó a caminar un poco por el patio trasero, pues supuso que se sentirían mas en confianza sin tener cerca los oídos de las religiosas, que no dejaban de circular cerca de ellos, como esperando el momento de la confesión. Y así fue, solo bastaron unas miradas de Serafín a sus amigos, para que éstos asintieran en contarle la verdad al párroco.
—Padre, inició Serafín. mi nombre es Serafín y estos son mis amigos Ignacio y Domitilo, somos de un pueblo llamado Puruagua, por el rumbo de Jerécuaro y lo que nos trae por acá es que nos enteramos que el señor cura de Dolores y otras personas, están inconformes por la situación en que nos tienen los patrones, igual nos pasa a nosotros y por eso queremos llegar con él, pero preferimos decir que queremos aprender un oficio, de lo demás solo son oídas.
—Hacen bien en ser discretos muchachos, pero deben conocer mas de este asunto para que sepan de qué se trata. Para empezar, deben saber que este asunto es mas bien de criollos y españoles; los criollos no están de acuerdo en el trato de menosprecio que reciben por parte del virrey y su corte. Por otra parte, en España hay una guerra con los franceses que quieren derrocar a Fernando VII e imponer como rey a José Bonaparte, hermano del emperador francés, Napoleón I. Aprovechando esta coyuntura, los criollos pretenden apoyar a Fernando VII como rey de España y pedir que Nueva España tenga su propio rey, independiente de la Metrópoli. Como se darán cuenta, muchachos, en ningún momento se ha mencionado el asunto de los indígenas. ¿Comprendieron todo el entorno?
—La mera verdad, no, padre, usted ha mencionado a personas que nunca hemos oído mentar.
—Pues dense cuenta que no pueden ir en busca de una persona, suponiendo algo; eso lo podría poner en peligro ante las autoridades virreinales y eclesiásticas. Yo les aconsejo que sigan adelante con la intención de aprender oficios, eso los puede llevar a mejorar su situación económica y social, pero a base de su propio esfuerzo. Si ven la oportunidad de platicar con el padre Miguel, a solas, sin ponerlo en riesgo, coméntenle sus inquietudes y él les podrá dar un mejor consejo, es un hombre con mucha experiencia.
—Gracias, padrecito. Como verá usted, somos muy burros, pero queremos aprender y hacer algo por nuestra gente. Por mi parte, ─continuó Serafín─ mi abuelo me está preparando como curandero y este bastón que me dio, es como el anuncio, para que nuestros hermanos sepan que si tienen alguna dolencia, yo los puedo ayudar.
—Eso es algo muy bueno, Serafín, sigue por ese camino y llegarás lejos. Ahora, muchachos, hay que descansar, las jornadas empiezan temprano para nosotros; podrán dormir sobre las bancas del templo, no dispongo de espacio dentro de la casa; con la única molestia que a las cinco y media de la mañana llega el sacristán a llamar para la primera misa y abre el templo, pero ustedes han de estar acostumbrados a madrugar.
El padre Anselmo los acompañó al templo, pasando por la sacristía, comprobó que las puertas estuvieran bien cerradas y dio las buenas noches a los viajeros, que se quedaron a solas, alumbrados por unas velas que, a propósito dejó el padre Anselmo sobre el altar. Ante la mirada austera de un Cristo Crucificado y la mirada dulce y maternal de la Virgen de Guadalupe, los tres amigos se santiguaron y usando de almohada sus morrales, pronto se quedaron dormidos.

jueves, 26 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 11

Capítulo 11

Como todas las noches, el grupo de vecinos estaba reunido en la puerta de la hacienda, platicando de sus aventuras y cotidianidades; entre los reunidos, estaban los viejos Silvestre y Atilano, quienes eran los relatores de las cosas antiguas de los alrededores. Si alguien quería saber qué había ocurrido en Puruagua durante la Guerra Cristera, uno de los dos viejos se apresuraba a relatarlo; ambos habían participado en algunas escaramuzas en la región en la Sierra de San Agustín, donde podían confundir a los “pelones”, como llamaban a los soldados federales, que llevaban el pelo cortado al rape.
En esas pláticas estaban cuando llegaron don José, el ingeniero Fortuna y Pedro, su ayudante.
—Buenas noches, muchachos, ─saludó el ingeniero─ ya estamos listos para seguir escuchando esa historia de la niña Ana María. ¿En qué nos quedamos?
—¡A qué Ingeniero, ¿ya se le olvidó?, cómo le va a hacer cuando tenga mis años, ja, ja, ja.
—No se crea, don Atilano, lo que pasa es que lo estoy tanteando, para ver si usted se acuerda.
—Pero cómo pasa a creer que no me acuerdo, si la historia la tengo aquí merito, ─dijo el viejo tocándose la cabeza─. Si parece que yo viví en esos años.
—Pos si no vivites, ─repuso algún bromista─ te han de haber faltao uno o dos años, ja, ja, ja.
—¡O’verás Tiburcio!, si te conozco bien tu cascada voz, ─repuso alegre el viejo─.
—Pos nos quedamos en que, por un lao, la niña Ana María estaba encerrada en el convento de Acámbaro y Serafín y sus amigos andaban por Chamacuero, hoy Comonfort. Pero pa no hacernos bolas, vamos primero a seguir a la niña en el convento.

Vida en el convento

Ha pasado casi un año desde que Ana María, sor Zita, llegó al convento. La joven se ha distinguido por ser buena estudiante y obediente pupila; sor Epigmenia, la jefa de cocina, la ha adoptado casi como una hija, procura darle trabajos no muy pesados; sabe que la niña nunca había trabajado con sus manos. Procuraba darle alimentos mas nutritivos, sabía que la escasa alimentación era de sacrificio para las religiosas, pero las niñas no estaban obligadas a seguirla; no obstante, sor Felipa era de la idea de que todas las habitantes de la abadía debían seguir las mismas reglas.
Cuando llega el tiempo de navidad, don Francisco, va por su hija para llevarla a pasar las fiestas en la hacienda, algo que acepta de mala gana la abadesa; así también, a pedido de Ana María, logran llevar a su buena amiga Rosario de Ayala. Don Francisco se encarga de extender la invitación a los padres de Rosario, quienes aceptan gustosos de poder conocer y convivir con el influyente personaje.
Al enterarse la nana Juana de la inminente llegada de Ana María, pone en movimiento a toda la casa, a fin de que se encuentre muy limpia y con flores en todos los rincones; encarga a la cocina la elaboración de los platillos y postres que a su niña le agradan y supervisa que la cava del patrón esté bien abastecida; está enterada de que tendrán invitados, además de los que por costumbre visitaban a Ana María. El día indicado para su llegada, Juana pide a todos los sirvientes que estén muy limpios y formados a la entrada de la hacienda, a fin de dar la bienvenida a su amada niña, como todos quieren bien a Ana María, están dispuestos a recibirla con flores y sonrisas.
Asomados al camino real, unos chamacos corren avisando que ya se ve la polvareda que levanta la carreta de la hacienda y su comitiva. Todo es agitación a la puerta de la casa grande. La servidumbre, limpia y uniformada, espera con alegría la llegada de la niña Ana María. Cuando al fin se detiene la carreta frente a la puerta, Juana corre a abrir la puerta y recibe en sus brazos a su amada niña, que corresponde con su calidez a las muestras de cariño que recibe. En seguida desciende Rosario, que es presentada a la nana Juana y a toda la servidumbre. Los hombres se apresuran a bajar el equipaje y a recibir a don Francisco, que se encuentra complacido con el recibimiento dispensado a su amada hija.
En tanto las niñas se retiran a refrescarse y descansar en sus habitaciones, van llegando algunos invitados, quienes portan regalos para la amiga ausente: Este llega con flores frescas y aromáticas; otro lleva dulces regionales; aquel algún paquete para darlo en propia mano a la festejada. En fin, la tropilla de amigas y amigos ruidosos que hacen las delicias de Ana María y su amiga Rosario, quien pronto es integrada al grupo de amigos.
El banquete de bienvenida se ha servido en el comedor grande, con la fina vajilla de porcelana y los cubiertos de plata. Las sirvientas se mueven diligentes, ante la atenta mirada de la nana Juana, quien se ha convertido en una celosa ama de llaves y jefa del servicio. Los platillos se suceden, todos deliciosos: Arroz con mole y piezas de guajolote; pescado blanco de Pátzcuaro; barbacoa de borrego, puesta a cocer desde la madrugada; tortillas recién hechas, todo regado con vinos generosos de los propios viñedos que don Francisco poseía por el rumbo de Querétaro. Después de los postres, el anfitrión invitó a los padres de los amigos de Ana María a pasar a la terraza, donde se sirvió aromático café, coñac a los señores y oporto a las damas. Para animar la reunión, don Francisco había llevado a un grupo de música de cámara, quienes mantenían un ambiente agradable y relajado.
Los jóvenes se fueron a la huerta a inventar juegos y procurar momentos a solas con las chicas. Como estaba previsto, don Fermín de Bustos fue invitado a recibir a Ana María, aunque no se formalizaba ningún compromiso entre los padres de los muchachos, el joven criollo ya se sentía con derechos para ver en Ana María, a su futura esposa, por lo que adoptaba hacia ella, posiciones que en ocasiones molestaban a la joven.
Ese día en especial, Ana María deseaba departir con todos esos amigos a quienes no había visto en un año y con quienes se sentía muy a gusto, lo que debe haber molestado a Fermín, quien le reclamó de forma ostentosa, como para que todos se diesen cuenta de que él era quien supervisaba las amistades de “su” novia. Rosario se dio cuenta de ello y le hizo la observación a su amiga, reclamándole de manera amistosa, que no le comentara que ya estaba comprometida en matrimonio.
—De ninguna manera, ─respondió en voz alta para que escuchara Fermín─ yo no estoy comprometida con nadie, aunque parece que este mozo piensa lo contrario.
—Pero es que tu padre está interesado en esa unión, ─contestó muy seguro Fermín─.
—Pues si de ello estás seguro, ─replicó irritada Ana María─ dile a mi padre que se case contigo, porque yo, ni loca, aceptaré unirme a semejante tonto.
El grupo de amigos que había estado escuchando el diálogo, estalló en risas, lo que acabó de molestar a Fermín que, enojado, dio la vuelta y a grandes pasos se dirigió a la casa, en busca de su padre, a quien encontró departiendo amablemente con el anfitrión.      
—Padre, le pido por favor, me tengo que retirar de esta casa, ─dijo Fermín casi sofocado por la rabia─.
—Pero ¿de qué hablas, muchacho?, ─preguntó intrigado don Everardo─ te exijo que te expliques.
—Usted me dijo que me iba a casar con doña Ana María, pero me acaba de humillar delante de todos.
—¿Qué cosa dices, Fermín?, no es posible lo que dices, ─interroga don Francisco en tanto se levanta de su asiento y se acerca al muchacho─.
—¡Juana… Juana…!, ─llama a la nana que entra apresurada, pensando que algo ha ocurrido al patrón─.
—Ve de inmediato a buscar a mi hija y que se presente cuanto antes. ─dijo enérgico a la fiel sirvienta, que salió presurosa, temiendo por su niña─.
Ana María se encontraba contenta, disfrutando la tarde con sus amigos cuando llegó agitada su nana.
—Niña mía, tu padre te llama con urgencia, ¿qué has hecho, pequeña, que tu padre se ve muy molesto?
Ana María se alejó del grupo de amigos y, seguida por la nana Juana, se dirigió en busca de su padre.
—Dime, amado padre, ¿para qué me has hecho llamar?
—Hija mía, se queja Fermín de que lo has humillado delante de tus amigos, ¿es cierto esto?
—Pues si así lo tomó, le ofrezco una disculpa, pero me enojó que me tratara como si fuera de su propiedad. Lo lamento, padre, pero eso no lo acepto.
Al darse cuenta de la realidad de los hechos, don Everardo de Bustos miró con reproche a su hijo y de inmediato trató de remediar la situación.
—Permite, querida niña, a nombre de mi atolondrado hijo, te ofrezca una amplia disculpa; es una cuestión de jóvenes y no dudo que tu belleza esté haciendo en él un sentimiento de amor que no ha sabido interpretar, ¿verdad que es así, Fermín?
—Así es, Ana María, lamento que te haya molestado mi actitud irreflexiva y te pido que olvidemos este molesto incidente.
—Por mi parte no hay problema, Fermín, solo te pido que respetes mi libertad de elegir a mis amistades, a quienes aprecio tanto como a ti.
A fin de zanjar el molesto momento, don Francisco de Urzúa propuso un brindis, haciendo traer de su cava personal, una botella del mejor coñac con qué agasajar a su invitado y para los muchachos, pidió les sirvieran un delicioso rompope. Todos brindaron felices, en particular los padres de los jóvenes, quienes, cada uno por su parte, pensaba en la conveniencia que tal unión podría reportar a su prestigio personal.
Por su parte, los muchachos, luego de brindar con sus padres, salieron a reunirse con sus amigos. La nana Juana miró retirarse a Ana María, pensando también en Serafín, su amado hijo ausente y secreto enamorado de la niña, quien, sin que su padre se diera cuenta, preguntó a Juana por el paradero de Serafín. La joven se entristeció al saber que su amigo se había ido de la hacienda cuando a ella la internaron en el convento. No obstante, la nana Juana la tranquilizó; su corazón le decía que cualquier día volvería su hijo amado.


martes, 24 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 12

Capítulo 12


La Villa de Dolores


Serafín y sus amigos arribaron al antiguo pueblo de Cocomacán, que significa "lugar donde se cazan tórtolas" y hoy se conoce como el pueblo de Dolores. Como no quisieron detenerse en San Miguel, llegaron ya obscureciendo a su destino; en busca de un sitio donde pasar la noche, los muchachos se quedaron en las orillas del pueblo. Se acercaron a una mujer que vendía atole y tamales, con el fin de adquirir algo con qué calmar el hambre que ya sentían.
La mujer vio acercarse a los muchachos y reparó en el bastón del chamán-curandero, aunque le pareció muy joven su portador.
—Buenas noches, madrecita, ─saludó respetuoso Serafín─ ¿ya tendrá algo para cenar?
—Claro que sí, muchachos, en lo’rita les sirvo unos tamalitos.
Los tres amigos se frotaron las manos de gusto, hacía muchas horas que habían almorzado, pasando el resto de la jornada a base de agua. La mujer sirvió sendos jarros de un atole de masa de maíz de agradable aroma y lo pasó a los muchachos, quienes lo recibieron con deleite, en tanto ella extraía de un bote de hoja de lata, los humeantes tamales.
Los amigos se sentaron en el suelo, apoyados en la banqueta, dejando los jarros de atole en el suelo para poder desenvolver los ardientes tamales, servidos en cazuelas de barro. Al descubrir el alimento, el vapor les quemaba los dedos, soplando con energía para poder tomar un trozo y llevárselo a la boca. El tamal estaba relleno de carne de cerdo en salsa de mole rojo, un manjar exquisito para esos estómagos vacíos de tres jóvenes acostumbrados a los largos ayunos.
Una vez que la mujer vio satisfechos a los muchachos, se dirigió a Serafín, quien era el portador del bastón de chamán.
—Y tú, muchacho, ¿eres curador?, tas muy chamaco.
—Sí lo soy, madre, aunque me vea chamaco, mi abuelo que es chamán en mi pueblo, me ha enseñado desde muy chico y me dio el bastón para que nuestros hermanos me reconozcan cuando tengan algún apuro.
—Y que andan haciendo por aquí, pos luego se ve que son fuereños.
—Es cierto, venimos del rumbo de Acámbaro.
—Pos yo no conozco mas allá de San Felipe, pero he oyido que ta muy lejos. ¿Pos que buscan pues por acá, muchachos?
Recordando las advertencias del cura de Chamacuero, Serafín contestó cauteloso a la mujer.
—Pos como en el rancho no hay mucho trabajo y supimos que el cura de este pueblo les ha enseñado algunos oficios, pos nosotros queremos aprender algo, pa no tener qué vivir solo de peones. ¿No le parece?
—Pos eso ta güeno, muchachos. Es cierto, el padrecito Miguel les está enseñando a algunos indios a hacer jarros y platos.
Ya mas en confianza, Serafín preguntó:
—De casualidad, madrecita, sabe usted donde nos podemos echar pa dormir un poco, pos venimos rete cansados y ya mañana buscaremos al padrecito.
—Pos miren, muchachos, tengo mi’ja que está bien mala de calenturas, si tú la puedes vesitar y curar, pos les dejo dormir en algún rincón en mi jacal.
—Desde luego que sí, ¿cuánto le debemos de la cena?
—Pos si la curan, no será nada. Miren, si me esperan un poco, voy a buscar a mi otra hija pa que se quede en el puesto. No me tardo.
La mujer los dejó al cuidado del puesto, en tanto ella corrió por un callejón; al poco rato volvió acompañada de una muchacha de unos doce años, quien les saludó con la vista en el piso, jugueteando con la punta de su rebozo.
—Vamos pues, muchachos. Tienes cuidado, Lupe, no te vayas a quemar con el atole. No me tardo.
Los muchachos siguieron a la mujer hasta el final del callejón por donde había desaparecido. Los hizo pasar a un jacal, dando una patada a un perro que se aprestaba a ladrar a los extraños, retirándose con la cola entre las patas a refugiarse debajo de la mesa. La mujer guió a Serafín al lado de un camastro, donde se encontraba postrada una joven de unos quince años; ojerosa y con la boca seca por la calentura. Siguiendo las instrucciones de su abuelo, Serafín se puso de rodillas para hacer su oración:
—”Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y permítanme que siga con la tarea de servirles a ustedes y a mis hermanos enfermos, guíenme para entender la enfermedad y para curarla con las yerbas que ustedes nos proporcionan”
Después de hacer su oración, el joven curandero se acercó a la enferma, pidió a sus dos ayudantes que empezaran a tocar la música agradable a los dioses. Le tocó la frente y el cuello a la enferma y sintió la alta temperatura; le palpó el cuello debajo de las orejas; satisfecho con su auscultación, el joven pidió a la madre de la joven que le quitara la cobija, dejando solo una sábana delgada; extrajo de su morral unas yerbas y pidió a la madre que preparara una infusón; cuando estuvo lista, se la dio a beber a la muchacha; puso a asar unos tomates rojos y con ellos le frotó las plantas de los pies y las coyunturas de piernas y brazos. Al terminar la arroparon bien y la joven empezó a sudar bastante; poco después la enferma empezó a dar muestras de restablecimiento.
Como lo ofreció la madre de la enferma, dejó que los tres amigos se durmieran en un rincón del jacal, aprovechando también la cercanía del curandero para estar pendiente de la enferma, quien por la mañana se encontraba restablecida
 Antes de retirarse, aceptaron el desayuno que la agradecida madre ofreció a los muchachos y les indicó donde podrían encontrar al padre Miguel; los amigos salieron rumbo a la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores. El pueblo era pequeño, por lo que solo caminaron unas cuantas calles y llegaron al templo donde preguntaron por el sacerdote; el sacristán les informó que lo podían encontrar en la alfarería, la cual se encontraba en la calle posterior de la parroquia, a donde se dirigieron los amigos.
En cuanto preguntaron por el sacerdote, se acercó a ellos un hombre no muy alto, medio calvo y de tez blanca, de unos cincuenta años. Vestía camisa blanca con alzacuello, pero llevaba puesto un mandil de cuero, el cual se veía manchado de arcilla.
—Buenos días, muchachos, yo soy el padre Miguel, ¿en qué puedo servirles?
Los muchachos se quitaron los sombreros y, como siempre, el que habló fue Serafín:
—Padrecito, mi nombre es Serafín y mis amigos son Agustín y Domitilo y venimos del rumbo de Jerécuaro; nos enteramos de que usted está enseñando algunos oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo, para ya dejar de ser sirvientes en el campo.
—¡Caramba, muchachos!, ─repuso sorprendido el sacerdote─ vienen de muy lejos y con deseos de aprender; algo encomiable y, desde luego que les voy a enseñar, pero, por favor, vengan conmigo, vamos a tomar un chocolatito y me platican de sus inquietudes.
El padre Miguel Hidalgo y los tres amigos se dirigieron a un cobertizo donde había una mesa y un gran brasero; sobre las brasas se encontraba una olla de barro, de donde el anfitrión sirvió sendos jarros de chocolate caliente.
—Ahora sí, muchachos, quiero que me lo cuenten todo. No es que dude de sus deseos de aprender, pero no creo que sea la única razón que los ha movido para hacer tan grande excursión. Por favor, ténganme confianza, que lo que se diga en este sitio, no saldrá jamás.
Después de mirar a sus amigos, Serafín contó al Padre Miguel la verdadera razón que los impulsó a buscarlo. Le hablaron del padre José María, su antiguo discípulo en el Seminario de Valladolid. De su trabajo en la hacienda de Puruagua y de lo hastiados que se encontraban de seguir en esa servidumbre. Le platicaron que conocían unas cuevas en el cerro, donde habían ido haciendo acopio de fierros y de una fragua, donde se podrían fabricar lanzas, espadas y algunas otras armas.
El Sacerdote los escuchaba en silencio, imaginando la vida que podrían haber llevado esos muchachos, casi unos niños; las carencias ancestrales que vivirían y el riesgo que corrieron al acopiar en la cueva los materiales que le contaron. Lo inquietante de todo, era que si ellos se habían enterado de las inquietudes del sacerdote, sería probable que muchas otras personas estuvieran enteradas. Serafín le habló también del padre Ramiro, párroco de San Francisco en Chamacuero y de lo que les había platicado acerca de las inquietudes de los criollos, aconsejándoles que no platicaran a nadie, salvo al padre Miguel, de esas cosas. Le confesaron que ellos no entendían de los problemas que había en España y que en realidad lo que querían entender era lo que pasaba en sus ranchos.
—Bueno, continuó el Padre Miguel, ante todo deben hacerle caso al padre Ramiro y no andar contando estas cosas por ahí; se pueden meter en dificultades. En cuanto a los problemas que se presentan hoy en día, son complejos y aunque son distintas las caras que presentan, según quien las vea, los indios o los criollos, en realidad es un mismo problema.
Trataré de explicarme lo mas claro que sea posible: El asunto de los indios, que ya de por sí, ese tratamiento me repugna; lleva un dejo de menosprecio, prefiero llamarles “naturales”. Pues bien, a los naturales se les ha tenido en un sometimiento de esclavitud disfrazada por los llamados “encomenderos”; se les llamó de esa forma porque se les “encomendaba” un cierto territorio, para que cuidasen de él y de sus habitantes.
Las Leyes de Burgos, son muy claras, “…la Corona tiene pleno derecho sobre las tierras, pero no puede maltratar ni explotar a los indios, quienes tienen el derecho de ser propietarios; si son contratados, a una retribución justa por su trabajo…” De tal suerte, se nombró o se encomendó a ciertas personas, a que administraran, a favor de la Corona, un cierto territorio bajo las Leyes de Burgos.
 La distancia y la corrupción permitieron que los encomenderos se convirtieran en amos de los naturales y propietarios de las tierras; a éstas las explotaron a su antojo y a los propietarios los esclavizaron y de esto hace ya sus buenos trescientos años. Esta situación ha tenido esporádicas explosiones que se han sofocado a sangre y fuego; pero cuando el hombre se decide a tomar su condición natural, que es de libertad, nada ni nadie puede pararlo. Podrán pasar muchos años y costar muchas vidas, pero al final triunfa la razón. ¿Me han entendido esta parte?
—Pos, más o menos, dijo Domitilo rascándose la cabeza.
—Pos si está bien clarito, ─intervino Agustín─ así como su mercé el padrecito Miguel lo cuenta, pos sí, se entiende que ya tamos hartos de que nos miren como sus tarugos ¿Qué no, Padrecito?
—Pues en esencia, es eso, Agustín, aunque tienes una forma muy peculiar de expresarlo.
—Yo entiendo, ─dice Serafín─ que estamos en lo correcto, nosotros ya no queremos ser peones de nadie, pero los patrones no nos van a soltar nomás porque lo pidamos; nosotros les damos a ganar mucha plata, entonces la forma es exigirlo por la fuerza.
—También estás en lo cierto, Serafín, pero lo planteas de forma muy cruda. Siempre debemos buscar el justo medio para resolver nuestras diferencias. Después de todo, para las formas violentas, siempre habrá tiempo.
—En cuanto a la preocupación de los criollos, el asunto es más complejo. También intentaré explicarles. El Emperador Napoleón I invadió España y coronó rey a su hermano José. Tanto españoles, como criollos, queremos que se reponga a Fernando VII, el legítimo soberano de España. Esa es una parte, la otra, es que los españoles que viven en Nueva España acaparan todos los puestos disponibles, dejando afuera a los criollos; por tal motivo, pedimos que se nombre un rey para la Nueva España, independiente de la Corona Española y que, tanto españoles, como criollos, seamos considerados iguales.
—Eso me parece bien, ─dijo Serafín─ pero ¿dónde quedamos los indios?
—Es una cuestión que todavía no hemos podido llegar a un acuerdo; algunos piensan que se deben quedar en la misma situación y otros pensamos que se les deben dar las libertades que establecen las Leyes de Burgos. Aún así, deberán pasar muchos años para que alcancen el nivel educativo suficiente para hacerse cargo de ciertas responsabilidades; para ello, el gobernante deberá dotar a todo el país de escuelas y profesores suficientes y tener planes de estudios adecuados para cada región; con la diversidad de lenguas que se hablan en el territorio de Nueva España, se convierte en un problema de gran magnitud.
–Yo creo, ─continuó Serafín─ que los indios debemos tener nuestras propias tierras y que no estemos atados a los amos, como animales.
—Tienes razón Serafín, ─repuso Don Miguel─ eso se resuelve con las Leyes de Burgos, pero revertir una situación que ha prevalecido durante trescientos años, va a ser muy complicado.
—Padre Miguel, ─volvió a hablar Serafín─ yo tengo una duda que no sé si se relacione con lo que estamos hablando, ¿qué son los masones?
El sacerdote se desconcertó con la pregunta que le formuló el muchacho y de momento no supo que responder. Cuando sintió que ya había asimilado la dimensión de la pregunta, se aclaró la garganta y respondió.
—No sé dónde escuchaste esa palabra, muchacho, pero debo decirte que no es conveniente que lo hables fuera de aquí, ¿está claro? La masonería es una sociedad de estudio y trabajo que tiene como lema la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Cuando se logre que todos los seres humanos gocen de estas tres formas de vida, seremos una gran nación. Es todo lo que te puedo decir.
—Pero ya basta de charla, vamos a la alfarería para presentarlos con el encargado y puedan empezar a aprender esa noble actividad.
El Sacerdote los llevó a la parte del fondo del terreno, donde estaba ubicada la alfarería; se encontraban unos diez aprendices, todos bajo la dirección de don Tomás Hernández, un hombre como de cuarenta y cinco años, robusto de manos fuertes y ojos castaños de mirar directo; un grueso bigote entrecano ocultaba casi su boca. Don Tomás era hijo de españoles, nacido en la ciudad de Querétaro e íntimo amigo del padre Miguel.
—Mira Tomás, ─dijo el padre Miguel─. Estos tres muchachos acaban de llegar, son Serafín, Domitilo y Agustín y desean aprender el oficio, te los encargo, por favor. Muchachos, ─dijo dirigiéndose a los recién llegados─ quedan en buenas manos.
El sacerdote dejó a los muchachos y volvió a sus actividades. Los recién llegados miraban fascinados lo que realizaban los aprendices.
—Bienvenidos, me entero de que vienen de tierras lejanas y eso habla bien de ustedes, espero que pongan en el aprendizaje, el mismo entusiasmo que en llegar aquí. Primero veremos qué tenemos en este lugar, para que se vayan compenetrando del trabajo.
—El primer paso, es seleccionar la arcilla mas adecuada. En estas tierras no la hay de buena calidad, por lo que la compramos a personas que la traen del rumbo de San Diego de la Unión. La arcilla que se encuentra cercana es buena para fabricar tabiques y tejas, pero no para hacer alfarería; ya se irán dando cuenta de la diferencia. Los arrieros nos la traen en costales y la tendemos en el patio, donde hay que romper los terrones hasta que quede hecha polvo; ese polvo lo pasamos por tamices finos, a fin de tener la seguridad de que no nos encontraremos con un trozo que eche a perder una pieza.
—Cuando está listo el polvo, lo guardamos en sacos de manta en algún sitio donde no se vaya a humedecer. Ese polvo lo depositamos en las mesas de amasado, donde le vamos adicionando el agua necesaria para trabajarla.
Tomás continuó con su explicación, caminando entre los artesanos que realizaban distintas actividades.
—Cuando la masa de barro está hecha, el alfarero la coloca en este aparato, llamado “torno egipcio”, por ser de esa tierra su origen.
Los muchachos miraban fascinados a un hábil artesano que, en tanto hacía girar el torno con los pies, en la base superior tenía un jarrón en elaboración; se humedecía las manos y luego iba dando la forma a la vasija, que giraba de manera uniforme. Valiéndose de un cordón fino, mojado, cortó la boca de la vasija, luego aplicó el mismo hilo a la base y la separó del resto de la masa de arcilla. Al acabar le dio forma a la boca y, tomándola con cuidado, la colocó sobre una tabla y la cubrió con un lienzo húmedo.
—Esto, les explicó Tomás, es para dejar que la pieza se vaya secando de forma lenta, para que no se agriete; cuando esté bien seca, se pasará al horno para hacer el “sancocho”, es decir, la primera quema. Pero sigamos adelante.
Serafín y sus amigos estaban maravillados de las cosas que miraban. Un obrero hacía jarros, aquel otro elaboraba vasos; el de mas allá se ocupaba de producir platos y cazuelas. Así llegaron al fondo del taller, donde se localizaban los hornos de cocido; estaban fabricados de ladrillos de barro cocido; eran cilíndricos y terminaban en forma de botella. Al frente había una puerta de hierro por donde hacían la carga y descarga del producto en proceso.
Tomás les explicó que las piezas se colocaban alrededor del horno, para que el, fuego no les pegara de manera directo. Debajo de la puerta de carga se encontraba el sitio donde ponían la leña que serviría de combustible. Era este un horno de tipo moderno y les permitía hacer buenos cocidos.
—Vamos a seguir, muchachos, les dijo el ceramista, veremos ahora la zona donde se hacen los decorados; utilizamos distintos materiales, dependiendo el color que queramos darle a la pieza. Si la pieza es verde, utilizamos óxido de cobre; si roja, manganeso; el negro se obtiene aplicando óxido de hierro, en fin, los amarillos claros e intensos, así como los colores lechosos, de plomo y estaño. Como se darán cuenta, haciendo combinaciones con estos elementos, podemos obtener una amplia gama de colores. Luego que el “sancocho” esté decorado, una vez seco se vuelve a hornear, a fin de fijar los colores.
—Muy bien, muchachos, hemos hecho un recorrido rápido por el taller, así es que mañana, a primera hora, empezarán por el triturado de la arcilla, para que vayan conociendo todo el trabajo que se realiza. Pero ya es la hora de almorzar y supongo que no han comido nada, ¿o me equivoco?
Aunque los muchachos habían comido algo en la casa de la niña enferma, no dejaron pasar la oportunidad de llevarse algo a la boca; tenían por experiencia que en ocasiones podían pasar varias horas, inclusive el día entero, sin comer nada.

Al llegarse la hora de la comida, los trabajadores limpiaban una mesa de trabajo y sobre el horno que estuviese encendido calentaban los alimentos que el padre Hidalgo les enviaba. En esta ocasión y tal vez por la llegada de los nuevos aprendices, el mismo sacerdote los acompañó a comer.
—Y bien Tomás, preguntó el padre Miguel, ¿cómo les fue a nuestros nuevos amigos?
—Yo supongo que bien, padre, se vieron muy interesados en el proceso y los miro dispuestos a empezar su aprendizaje, así que los he citado para mañana, empezarán en el molido de la arcilla, como inician todos.
—Bien, muy bien, bienvenidos hijos míos, espero que lo que aprendan con nosotros les sirva en el futuro y, de ser posible, lleven estos conocimientos a sus amigos y conocidos en su pueblo.
—Supongo, que no tienen lugar donde dormir, así que te voy a pedir, Tomás, que les ofrezcas algún sitio a resguardo dentro del taller y por la mañana que vayan a la casa cural a desayunar conmigo; de hecho los espero a que me acompañen a misa de seis, por lo general solo asisten tres o cuatro beatas, por lo que pueden dar el ejemplo a los hombres, un tanto renuentes a las cuestiones de la Iglesia.
No muy de acuerdo en cuanto a lo de la Misa, los muchachos comprendieron que no tenían muchas alternativas, dado que ya tenían resuelto el problema de vivienda, de alimentación y de aprendizaje. Solo Serafín pensó que mas adelante tal vez tuviera la oportunidad de platicar mas en confianza con el padre Miguel, a fin de irse enterando del rumbo que pudiera tomar el asunto de los indios y su inconformidad.
El sitio que les asignaron a los muchachos para dormir, si bien no era una habitación formal, estaba limpia y ventilada y les prestaron tres catres que les permitieron dormir mejor que a campo raso.
Debido al cansancio acumulado durante el viaje, los tres amigos se quedaron dormidos casi en cuanto reposaron la cabeza en el catre. El cuarto estaba ubicado cerca de la entrada del taller; en un cuarto similar, descansaban otros aprendices que venían de las rancherías de los alrededores. Al fin gente de campo, a las cinco de la mañana ya estaban listos para iniciar actividades, aunque aún faltaba una hora para llegar al templo. El ambiente estaba frío, como todas las mañanas en esos lugares. Era un viento fresco y limpio, con olor a pino; el cielo estrellado, se mostraba majestuoso, sin que los primeros rayos del sol ocultaran sus eternos misterios.

Puruagua

La vida en Puruagua continuaba. Aunque pareciera que todo seguía igual, no era así, las inconformidades de los peones eran cada vez mas evidentes; ya no tan dóciles acataban las órdenes del capataz, Diódoro Garfias, tan temido y odiado por los indios, quienes estaban cansados de sus malos tratos y abusos. Hartos de sus exigencias de ejercer el derecho de pernada a nombre del amo, amaneció un día muerto en el camino que va de Puruagua a Puruagüita, en apariencia iba borracho y cayó del caballo, abriéndose la cabeza contra unas piedras. El Alguacil y sus hombres fueron a enterarse de los pormenores de la muerte del capataz, pero al no encontrar nada irregular, cerraron el caso determinando que el hombre había muerto a causa de un accidente.
La realidad era otra, Anselmo, el padre de Serafín, experto cazador con la honda, había esperado a que Diódoro pasara rumbo a la finca donde vivía, cerca de las aguas termales de Puruagüita; luego que cayó del caballo, Anselmo le echó encima una botella de aguardiente, para que pareciera que el hombre iba borracho. Al quedar sin jinete, el caballo corrió hacia su caballeriza, donde los peones, al ver llegar el caballo sin su amo, salieron en su busca; no era extraño que cuando fuera a la Hacienda se tomara sus mezcales.
Cuando don Francisco se enteró de la muerte de su capataz, sintió cierta pena por él, pero mas por la mujer y los huérfanos que dejaba; lo molesto del caso, es que tendría que ponerse a buscar un substituto a la brevedad posible, la peonada era como los animales, no trabajaban si no se les fustigaba lo suficiente.
Cuando Juana se enteró del asunto, pensó en Anselmo, quien estaba enterado de las bajas intenciones que el capataz tenía hacia Juana, que para el patrón no era mas que la sirvienta que le atendía la hacienda. Siempre que Diódoro estaba en la hacienda, Juana procuraba no presentarse por el despacho, enviando a un peón de confianza para que atendiera al patrón y su invitado.
Esa noche, ya en su cuarto, Juana pidió a Dios que perdonara a Anselmo, pero también le agradeció que hubiera recogido a Diódoro y rezó un Rosario por que perdonaran sus pecados y por el eterno descanso de su alma. Esa noche durmió tranquila, solo le hacía falta Serafín y que la niña Ana María saliera de ese horrible convento.
Un grupo de criollos, amigos de Diódoro, se reunieron en su casa para acompañar a la viuda, presentarle sus respetos y llenar la tripa con buenos alimentos y mejores vinos. No faltó quien contratara los servicios de unas plañideras para que ambientaran el velorio.
El cortejo fúnebre, llevaría el cuerpo del difunto hasta su última morada. La peonada pidió permiso a la viuda para rendir homenaje al difunto, aunque en el fondo era para tener oportunidad de hacer fiesta por su muerte. La inocente mujer pensó en los peones; pobrecitos, se habían quedado como en la orfandad, por lo que no negó el permiso y les ofreció regalarles un novillo gordo para que lo prepararan a su gusto; también les mandó suficiente aguardiente para que no faltara la alegría en el velorio.
Acompañados de sus instrumentos musicales tradicionales, los indígenas acasillados en la hacienda acompañaron el cuerpo de Diódoro hasta su última morada; después de la inhumación siguió la música y la fiesta, pero ahora y sin que la viuda lo comprendiera, para celebrar la muerte del odiado capataz
En realidad, la vida no era muy diferente entre la peonada, vivir en las condiciones en que estaban, era casi estar muertos. La mayor parte de los habitantes de esas rancherías, nacían, crecían, se multiplicaban y morían en el mismo lugar; sin alejarse más que unas cuantas leguas a la redonda de donde habían visto la primera luz y donde verían la última. Por eso, cuando empezaron, de forma clandestina, a escuchar la posibilidad de levantarse en contra de los españoles, no lo pensaban demasiado; era preferible morir ahorcado, a hacerlo con lentitud, a base de malos tratos y peor comer. La semilla de la rebelión estaba cayendo en terreno fértil.
Anselmo era quien encabezaba ese primer esbozo de rebelión, pero solo unos cuantos allegados, de probada fidelidad, estaban enterados. El primer paso para iniciar actividades había sido la muerte de Diódoro. También a oídos de estos rebeldes en ciernes habían llegado noticias del norte del Estado, donde algunos oficiales Realistas criollos, se encontraban descontentos por la falta de oportunidades de ascenso frente a los soldados de origen español. Las noticias que llegaban eran transmitidas de boca a boca a través de los arrieros, quienes viajaban por todo el país, lo hacían en su propia lengua, que no entendían los patrones. Los mesones, sitios a los que todos llegaban, era el lugar donde se intercambiaban noticias. Los arrieros y caballerangos, de origen indígena, pasaban casi desapercibidos y los patrones los consideraban un poco por arriba de los animales, por lo que no se cuidaban de comentar sus asuntos en presencia de su servidumbre, a quienes consideraban incapaces de entender los asuntos que trataban entre sus iguales.
Con cierta frecuencia pasaban por Puruagua los comerciantes que iban de Querétaro a Maravatío, quienes sabedores de la inquietud que se estaba formando entre los indígenas, buscaban a las personas adecuadas para pasarles información, a la vez que recibían mensajes para gente ubicada en otros sitios. Así se enteró Anselmo de lo que se conspiraba en Querétaro, San Miguel el Alto y la villa de Dolores. Se enteró, que su hijo Serafín estaba de aprendiz en un taller de cerámica del padre Miguel Hidalgo, quien era uno de los criollos que buscaban la emancipación de la Corona de España.
Estos mismos arrieros, a la vez que llevaban noticias, transportaban armas entre sus bultos de mercancía; por lo general eran machetes, puntas de lanzas y espadas. Como no podían llevar mucha cantidad, por el peso del acero, dejaban dos o tres piezas en cada viaje; por tratarse del único medio de transporte, era frecuente el cruzar de arrieros con recuas grandes o chicas y casi todas dejaban su tributo a la causa. Estas armas y por indicaciones de Anselmo, eran escondidas en el monte, en distintos lugares conocidos por unos cuantos. Buen cuidado había tenido que una sola persona no conociera todos los escondites; en caso de ser descubierto, no pondría en riesgo el total de armas. Para mayor seguridad, muchos de los mensajes que se cruzaban, estaban dichos en sus lenguas vernáculas, que era como por lo general se comunicaban entre sí los indígenas; esto hacía mas difícil que fuesen descubiertos; pocos criollos y ya no se diga españoles, conocían las lenguas que se hablaban en la Nueva España.
Por este medio de comunicación, cierto día en que Serafín y sus amigos salieron a caminar, después de la jornada de trabajo, se encontraban sentados bajo un árbol, en la explanada que se hallaba frente a la parroquia, hasta donde llegó un arriero, quien les preguntó en dónde habría un mesón para pasar la noche.
—Está muy cerca, ─informó Serafín─ si quieres te acompañamos, nosotros solo estamos matando el tiempo. ¿De dónde vienes?
—Del rumbo de Jerécuaro, ¿saben pa’llá?
—Pero si de allá mesmo semos, ─dijo emocionado Domitilo─.
—Pos mira que chiquito es el mundo. Y de casualidá, ¿conocen a un tal Serafín, del rancho de Puruagua?
—Pos ese mero soy yo, ─dijo Serafín preocupado─ ¿es que hay problemas en mi casa?
—No, muchacho, calmao, solo te truje un recao de Anselmo, tu tata.
—Dime pues, ─le urgió Serafín─ ¿está bien mi tata?
—Sí pues. Solo te manda decir que’stés preparao, tú y tus amigos, pos la indiada está inquieta, que tú le entenderás. Yo voy pa san Diego y vuelvo en una semana, si tienes alguna razón, nos encontraremos por aquí. ¿Ta bueno?
—Está bien, dijo Serafín, pero ¿cómo te llamas?
—Mi nombre no importa, mejor asina, nos encontraremos.
El grupo había llegado a las puertas del mesón, por lo que el arriero encaminó sus animales al interior y los muchachos regresaron a sentarse bajo el árbol, muy pensativos.
—¿Qué crees que sea?, ─preguntó Agustín─.
—Pos para lo que hemos preparado las cuevas. Yo creo que ya falta poco. Lo que me preocupa es Ana María, que no vaya a tener problemas; espero que mi mama esté enterada. Yo creo que sí, pues mi tata no deja de verla cada semana. De cualquier modo, le pediré a mi tata que la cuide, no le vaya a pasar algo.
Así las cosas, los muchachos se retiraron a descansar, aunque Serafín no pudo conciliar el sueño muy pronto, no dejaba de pensar en las repercusiones que estos hechos pudiesen tener en la vida de la joven hija del encomendero Francisco de Urzúa.
A la mañana siguiente, luego de terminar de desayunar con el cura de Dolores, Serafín le pidió que le diera unos minutos para platicar en privado, a lo que accedió don Miguel de buena gana, pensando que, el muchacho tendría necesidad de confesarse.
—Claro que sí, Serafín, ¿quieres que platiquemos en la sacristía, o en un confesonario?
—No, padrecito, si su mercé no tiene inconveniente, creo que sería mejor en la huerta.
—Está bien, muchacho, ya me preocupaste, espero no sea grave. Agustín y Domitilo, adelántense al taller y digan a Tomás que Serafín se quedó conmigo y los alcanza en unos momentos.
Se levantaron de la mesa y los dos amigos salieron rumbo a su trabajo, en tanto que don Miguel y Serafín se fueron hacia la huerta. Allí, caminando entre manzanos y membrillos y a la sombra de unas grandes parras que se encuentran llenas de gordos racimos de uvas rojas y jugosas. Don Miguel corta un racimo y ofrece unas uvas al joven acompañante, como para darle confianza y soltarle la lengua.
—Y bien, Serafín, ya estamos solos, dime lo que te preocupa; veo en tu rostro que algo te aflige.
—Así es, padre Miguel. Le suplico que no me pregunte cómo estoy enterado, pero sé que hay ciertas reuniones en Querétaro y en San Miguel el Grande, usted es uno de los asistentes.
—Pero ¿qué dices, muchacho?, ─interrumpe alarmado el sacerdote, temiendo que hubieran sido descubiertos─. ¿De dónde sacas esas cosas?
—No se alarme, padre, lo que quiero decirle es que, cuando se haga lo que se tenga qué hacer; recuerde que le comenté que nosotros tenemos preparadas unas cuevas donde puede entrar mucha gente; además tenemos algunas armas, forjas y fierros, donde podemos hacer otras armas. Sólo esperamos el momento adecuado para empezar. El grupo de ustedes busca la independencia de España y nombrar un rey en Nueva España. Nosotros también buscamos nuestra libertad, ya no queremos seguir sometidos al rey de España ni a sus enviados, lo mismo virreyes que encomenderos…
Se hizo un espeso silencio entre los dos hombres; el más joven, que en los últimos tiempos había ganado en estatura y fortaleza y el hombre maduro, quien siempre había destacado por su inteligencia y rectitud. No se miraban, pero una corriente de confianza y entendimiento parecía fluir en ambos sentidos. Los dos hombres comían las dulces uvas, calibrando lo que acababa de decirse y valorando muy bien las palabras que se debían pronunciar.
—Así es que ¿esto es lo que los trajo a Dolores?, preguntó el cura mirando a su interlocutor.
—Así es, padre Miguel, hace tiempo que he sabido de esas reuniones y de lo que se habla en ellas y he pensado que, de alguna forma, los dos buscamos algo en común: que España deje de gobernar en estas tierras. Ustedes tienen un fin, nosotros tenemos otro, pero el principio es el mismo.
—¿Quién mas sabe de esto?, ─preguntó preocupado el sacerdote─.
El viento movía la blanca melena que, como corona de oliva, rodeaba sus sienes, haciendo resaltar su avanzada calvicie. Los pensamientos de Miguel volaban en diferentes direcciones; por una parte, los fines que los criollos perseguían. Pero estaban los mestizos, los indígenas naturales de esas tierras y las otras castas desarrolladas entre españoles, mestizos, indígenas y negros traídos como esclavos de diferentes lugares. Cada grupo tenía sus intereses particulares; tal vez confluyera en un mismo punto, hasta ahora desconocido… «preocupante… muy preocupante» pensaba.
—Pocos, padre, por eso no se preocupe. Yo solo le estoy comunicando algo que es real y que en algún momento nos va a ser de utilidad.
—Bien, Serafín, vamos a dejar esta plática pendiente en este punto, yo necesito platicar con otras personas; en tanto, por favor, no comentes con nadie, ni con tus amigos. Nos va la vida a mucha gente, ¿estás consciente de ello?
—Sí, padrecito, le repito que no se preocupe. Hasta que usted me dé una respuesta, no daré el siguiente paso.
—Bien, bien, Serafín, si acaso te preguntan, diles que te estaba confesando. Vete ahora, muchacho y nos vemos mañana o pasado.
Serafín besó la mano del sacerdote, recibió su bendición y salió corriendo hacia el taller, a continuar con su vida diaria.