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LA CATACUMBA ROMANA

domingo, 22 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 14

Capítulo 14


Reunión de notables


Ha sido una semana muy atareada para don Francisco; la inquietud reinante entre sus amigos y conocidos le lleva a organizar una reunión en la hacienda de Puruagua, con la finalidad de conocer los detalles que cada uno hubiera escuchado y tratar de formarse un panorama general. Para tal efecto, con varios días de anticipación envió mensajeros a las ciudades y fincas de los alrededores; desde Santiago de Querétaro, hasta Valladolid, así como a sus conocidos del mineral de Guanajuato. La cita se estableció para el domingo dos de septiembre de 1810, por lo que, desde el sábado empezaron a llegar los invitados. El primero en llegar fue monseñor Esteban de Montúfar, vicario y representante del señor Obispo de Michoacán, que se presentó acompañado por el párroco de Jerécuaro, un taciturno franciscano de nombre García Diéguez, así como el encomendero Jacinto de Santibáñez.
Don Francisco los recibió con la magnificencia que acostumbraba. Todo el personal de servicio, desde los caballerangos hasta los sirvientes del comedor, estaban uniformados de librea azul, camisa y calzón blanco. Conforme llegaron los personajes, fueron conducidos a la sala principal, donde ya los esperaba el anfitrión. En cuanto vio entrar a la sala al vicario de la diócesis, ataviado con capa pluvial y sombrero de viaje, se adelantó a saludarlo, poniendo una rodilla en tierra y besando su mano.
—Monseñor, bienvenido a esta su humilde casa; espero que el viaje no haya resultado demasiado incómodo.
—Gracias, don Francisco. El viaje ha sido placentero, por la mañana he cumplido algunos encargos del señor obispo en Jerécuaro, he comido con el padre Diéguez y me he permitido invitarlo, espero no le desagrade.
—Por favor, excelencia, que esta es vuestra casa y vuestros invitados son bienvenidos, esto último lo dijo dando la mano al sacerdote, que la estrechó de manera fría e impersonal.
Apenas se estaban acomodando los recién llegados, cuando anunciaron a don Jacinto de Santibáñez, encomendero vecino de las tierras de don Francisco.
—Adelante, don Jacinto, es un gusto que haya aceptado nuestra invitación.
A una seña del anfitrión, un sirviente se presentó portando una charola de plata con un fino juego de licorera y copas de cristal cortado; lo colocó en una mesa, cerca de don Francisco, que con elegancia escanció un aromático oporto que recién le habían enviado de Lisboa. Enseguida pasaron varios sirvientes portando charolas con diversos bocadillos ofreciéndolos a los invitados. En realidad, ninguno de los invitados presentes sabía a qué se debía la invitación; pero no era cosa de rechazarla, viniendo de parte de uno de los encomenderos de mayor influencia en la Corte, tanto en España, como en Nueva España, por lo que estaban ansiosos de conocer el motivo de su presencia en aquella casa.
A fin de mantener a sus invitados entretenidos, don Francisco sacó el tema de los franceses que habían ocupado España, deponiendo al Rey Carlos IV, obligándole a abdicar a favor de su hijo, Fernando VII; obligando a éste a hacerlo a favor de José Bonaparte, hermano del Emperador. José Bonaparte fue coronado como José I, rey de España e Indias, lo que ocasionó la guerra de independencia española.
—Y usted, monseñor, ¿qué piensa de esta situación que tenemos en la patria?
—Pienso, don Francisco, que debemos presionar a Napoleón para que se retire de España y apoyar a Fernando VII para que sea restituido como legítimo rey de España.
—Eso mismo pensamos todos los españoles bien nacidos. Que sea repuesto en el trono y que ya se nombre un virrey; la Junta de Gobierno tiene muchos negocios pendientes, lo que hace más difícil la situación. Aunque sé de buena fuente que está por llegar un nuevo virrey. Me mencionaron que la Junta de Cádiz nombró a don Francisco Javier Venegas y Saavedra para ocupar el cargo.
—Y usted, padre Ramiro, díganos, ¿qué piensan los presbíteros acerca de este asunto?
─Todo el presbiterio, don Francisco, está firme alrededor de nuestro pastor, Monseñor Manuel Abad y Queipo.
—Lo que ya resulta preocupante, ─intervino don Jacinto de Santibáñez, encomendero, al igual que don Francisco─ es la inquina que se está sembrando en contra de los españoles, a quienes ya se nos dice con desprecio, “gachupines”, como si todos fuéramos parientes de los Cachopín, hidalgos de Laredo. Me he dado cuenta de que mis peones ya me miran con cierta insolencia…
Los sirvientes que se encontraban presentes, sonrieron por lo bajo ante el comentario, no entendían que se les decía con desprecio a los nacidos en España.
—Tiene razón, don Jacinto, yo también me he dado cuenta de ciertos sutiles cambios en la actitud de mis indios, ─corroboró don Francisco─.
En ese tenor se desarrolló la cena, que por lo demás, fue espléndida, habiendo tenido oportunidad de elegir distintos platillos y buenos vinos de la cava personal de don Francisco, producto de sus propios viñedos.
En tanto don Francisco atendía a sus invitados, Ana María se encontraba en sus habitaciones, hasta donde le habían subido la cena; la reunión era solo para los mayores. Como siempre ocurría y ya de manera inconsciente, los reunidos hablaban sin reparos ante la servidumbre, como si no existieran; aunque dentro de aparente insensibilidad, guardaban en su memoria todos los detalles de cuanto escuchaban, para, en su momento, hacer un recuento ordenado de lo tratado por los patrones; así lo pasaban a Serafín, para que estuviera bien enterado.
Al día siguiente, el domingo muy temprano, los asistentes se dirigieron a la capilla de la hacienda, donde el padre José de Castillejas, capellán de la hacienda, tenía todo preparado; aunque no había estado presente en la cena de la noche anterior, estaba enterado de la presencia del monseñor y había preparado todo para concelebrar la Santa Misa. Por su parte, el padre Ramiro había partido temprano a Jerécuaro, a celebrar la Eucaristía en su Parroquia, debiendo regresar para la comida en la hacienda de Puruagua.
Para no dar una idea errónea a monseñor de Montúfar, el padre Castillejas había consentido que los sirvientes de la hacienda, o como él decía “esos desagradables indios”, asistieran a la importante ceremonia. A falta de monaguillos decentes, tuvo qué echar mano de los servicios de uno de los sirvientes, a quien, casi de madrugada, instruyó en el orden en que debería ir acercando los objetos sagrados, mismos que el capellán recibiría para acercarlos al monseñor.
Don Francisco de Urzúa, entró a la capilla llevando del brazo a su hija Ana María, ya en plena recuperación de su salud; mostrando un sonrosado color en sus blancas mejillas; detrás de ellos, la nana Juana Cisneros, que no perdía de vista a la niña; después entraron solo los sirvientes uniformados; el resto del pueblo se conformó con presenciar la ceremonia desde la puerta, ante la agria mirada del capellán Castillejas.
Para desconsuelo del capellán, la Misa no fue concelebrada, sino presidida por Monseñor Montúfar. La ceremonia se desarrolló con normalidad; habiendo recibido la Santa Comunión solo don Francisco y Ana María; el resto debería esperar hasta la Misa de Navidad, cuando se toleraba darles la comunión a los indios.
Después de Misa, pasaron al comedor, donde se les sirvió un aromático chocolate acompañado de bizcochos recién elaborados en la cocina de la hacienda.
A partir de entonces, fueron llegando nuevos invitados; los primeros: don Everardo de Bustos y Santillana, español, minero de Guanajuato y su hijo don Fermín, pretendiente de Ana María, que de inmediato se dedicó a estar cerca de ella, siempre atento a cumplir cualquier deseo de la chica.
Rodeado de cuatro mocetones hijos suyos, hizo su arribo a la hacienda, don Estanislao Sánchez, importante comerciante del pueblo de Apaseo, montando briosos y enjaezados caballos. Aunque don Francisco no conocía al comerciante, sabía por su capataz, que era un rico español, al igual que sus hijos, que habían nacido en la península; ya habría tiempo de saber cuál era su postura ante la situación política que se estaba desarrollando.
Poco detrás del comerciante, arribó una carreta cubierta que conducía don Juan María de Estévez, marqués de la Ronda y a su distinguida esposa, la marquesa doña Inés de Santillana y Estévez; estos nobles radicaban en la ciudad de Celaya y eran amigos muy cercanos a don Francisco. El marqués se dedicaba a las inversiones en minería; también tenía algunos intereses invertidos en negocios ganaderos. Como buen noble, no hacía ningún trabajo específico; sus administradores, tanto en Nueva España, como en la Capital, le situaban los fondos suficientes para vivir con holgura, como correspondía a alguien de su alcurnia. La finca que ocupaba en la ciudad de Celaya, era más bien como un retiro de verano.
Con la finalidad de no olvidar a alguno, don Francisco había elaborado una lista de sus invitados; misma que le serviría para asignarles sus aposentos y sus sitios a la mesa, debiendo respetar las jerarquías de manera escrupulosa. Así, este era el orden:
Monseñor Esteban de Montúfar, vicario y representante del señor Obispo de Michoacán
Don Juan María de Estévez, marqués de la Ronda
Marquesa doña Inés de Santillana y Estévez
Don Everardo de Bustos y Santillana, rico minero de Guanajuato.
Don Fermín de Bustos, primogénito y heredero de don Everardo de Bustos.
Don Jacinto de Santibáñez, encomendero vecino de don Francisco.
Don Estanislao Sánchez, importante comerciante del pueblo de Apaseo.
Los hijos del comerciante: José, Manuel, Antonio y Javier Sánchez.
Fray Ramiro Diéguez, franciscano, párroco de Jerécuaro
Padre José de Castillejas, capellán de la hacienda
Desde luego que los anfitriones, don Francisco de Urzúa y su hija doña Ana María, presidirían el banquete; después, al servir el café y los digestivos, las dos mujeres y los cinco jóvenes, serían invitados a hacer un recorrido por los alrededores de Puruagua, a fin de que los señores de razón pudieran platicar sin interrupciones.
Algunos de los invitados recién llegados, aceptaron compartir el chocolate y los bizcochos; como habían empezado el viaje en la madrugada, no habían probado bocado desde la noche anterior. Mas tarde se sirvió un refresco en la huerta, donde se formaron algunos grupos en pláticas intrascendentes. Por su parte, don Francisco acaparó a monseñor de Montúfar, haciendo un aparte del resto de los invitados; ya que se sintió libre de otros oídos, le planteó al religioso sus inquietudes, a lo que respondió el vicario del Obispo:
—Tiene razón usted, don Francisco, hay motivos suficientes para estar inquietos; la permanencia de José Bonaparte en el trono de España, nos ha creado muchas dificultades y no vemos cuando puedan terminar. La Iglesia no debe tolerar que este masón siga pisoteando los derechos de los españoles.
—Pero entonces, su Señoría, ¿Qué podría ocurrir con Nueva España?
—Debemos sostener, a toda costa, la reivindicación de Fernando VII como rey de España y que se dé continuidad al virreinato; no debemos permitir que los criollos sigan pidiendo la autonomía de Nueva España; este país lo hicieron nuestros padres españoles y deberá seguir en manos de españoles.
—Me legra conocer su postura, monseñor; el motivo de esta reunión de amigos es pedirles que actuemos como una sola voz en ese sentido; estoy seguro que si alguno piensa diferente; debe ser por desconocimiento, pero con la guía de usted, todos caminaremos por la senda que la santa iglesia nos marque.
—Délo usted por hecho, don Francisco, que con esto usted estará ganando indulgencias en el cielo.
La charla amable siguió; en tanto unos caminaban por los senderos, otros mas degustaban los frutos de la huerta; y los jóvenes inventaban juegos inocentes. A la una de la tarde, un mozo de librea avisó a Don Francisco, que la comida estaba lista para cuando él lo ordenara; lo que hizo el amo invitando a sus huéspedes a pasar al comedor. Les fue indicando sus asientos de acuerdo con orden que en un principio había determinado. La cabecera principal la ocupó él mismo y la del otro extremo fue tomada por Ana María, lo que la dejaba cerca de los jóvenes; pero también de los sacerdotes, que los podrían poner en orden en caso necesario. El que había quedado un tanto alejado de la joven, fue don Fermín de Bustos, lo que le molestó, sobre todo por las ruidosas atenciones que los groseros hijos del “tendero”, como con desprecio le mencionaba don Fermín.  
La comida fue una fiesta de sabores y colores, una competencia entre los platillos de la cocina española como fabada; cocido de cerdo; pescados diversos en guisos espectaculares. Por su parte, de la cocina mexicana sirvieron guajolotl asado con papas y manzanas; barbacoa de borrego; moles rojos y verdes; en fin, que los comensales se dieron gusto eligiendo los guisos de su preferencia; todo ello regado con los vinos blancos, tintos y rosados de las bodegas queretanas de don Francisco. Durante la comida no se abordó ningún tema que pudiera ofender los oídos de las damas, por lo que se charló de viajes y amistades; de paseos y meriendas campestres.
Tal como don Francisco lo tenía previsto, terminada la comida, los comensales fueron invitados a pasar a la biblioteca, donde se serviría el café y los licores; los jóvenes y las damas fueron llevados a la huerta, donde habían colocado grandes mesas cubiertas de blancos manteles, sobre los cuales se sirvieron pasteles, dulces y aguas frescas.
Con la seguridad de la postura de monseñor de Montúfar, don francisco se dirigió a don Juan María de Estévez, marqués de la Ronda; bien sabía el anfitrión que este noble representaba a un influyente grupo de españoles muy cercanos a la corte de Fernando VII.
—Señor marqués de la Ronda, quiero confesar a usted y a todos los presentes, que me han honrado con su presencia; que además del honor de tenerlos como invitados, es también con la intención de conocer la postura de los grupos de que ustedes forman parte, en relación a la situación política que se vive en nuestra amada patria; me refiero a la reposición en el trono de don Fernando VII y, desde luego, al sostenimiento de nuestros privilegios, otorgados por voluntad real y que, de no actuar de manera decidida, podríamos ver mermados y, tal vez, perdidos.
—Antes que otra cosa, don Francisco, quiero agradecerle la distinción que me hizo al invitarme a su casa, a lo que espero muy pronto corresponder. Con relación al importante asunto que nos comenta, le contestaré a título personal, pero conociendo bien la postura de mis amigos y socios; todos ellos personas muy respetables y que, estoy seguro, respaldarán mi opinión.
El personaje se atusó el bigote, tomó su copa con afectados ademanes y bebió un sorbo del fino licor que le habían servido; con toda calma, como dando tiempo a atraer las miradas y atención del reducido auditorio.
—Como le decía, querido amigo, mis socios y yo estamos dispuestos a apoyar, de forma económica, las gestiones que sean necesarias para que sea repuesto en el trono de España, nuestro amado rey, don Fernando VII y mandar a su tierra a ese vulgar de “Pepe botella”, borrachín que además es un masón irredento que no me explico cómo Su Santidad lo ha tolerado.
—Tiene usted razón, respondió don Francisco y al respecto de la masonería, yo me pregunto qué habrá de cierto que algunas personas respetables se reúnen a conspirar, bajo el disfraz de “reuniones literarias”, en alguna casa de Querétaro. Usted, señor Marqués, que vive algunas temporadas en esa hermosa ciudad, ¿sabe algo al respecto?
—Bueno, respondió el noble, en verdad esas personas no son de mi círculo social, pero sí, algunas noticias me han llegado y sé, de buena fuente, que se reúnen curas; con el perdón de monseñor, militares y políticos locales; pero hasta la fecha no se les ha podido comprobar nada, siendo aceptado que las reuniones en efecto son culturales.
—Permítanme intervenir, dijo el representante del obispo; lo señalado por el señor marqués, es de interés para la Iglesia. Es cierto, dos sacerdotes, un tal don Miguel Hidalgo y un su hermano, don Mariano, son invitados frecuentes a dicha casa. Lo que sabemos de estos sacerdotes, es que son personas de una gran inteligencia y que destacaron por su cultura y capacidad en el Seminario de Valladolid; inclusive don Miguel fue rector de esa santa institución, por lo que yo pienso que sí son reuniones literarias y los sacerdotes compartirán su amplia cultura con sus contertulios.
—Pues me habeiz de dispenzar, ─dijo el rústico comerciante─ pero yo he sabido que lo que esa gente buzca, es la autonomía de la capital y que a los criolloz y mestizos les den cabida en el gobierno de Nueva España; lo que ellos buscan es que, al restituir en el trono a don Fernando VII, éste nombre un rey para Nueva España, pero autónomo de España.
—Si los caballeros me permiten, ─intervino la Marquesa de Santillana entrando decidida a la biblioteca─ yo conozco a algunas de las damas que asisten a esas tertulias, como la señora doña Josefa Ortiz, esposa del corregidor Domínguez y puedo asegurarles que esta dama posee una amplia cultura, por lo que no es de dudar que la charla literaria sea la finalidad de tales reuniones.
—Gracias, por su amable opinión, señora marquesa, ─agradeció don Francisco─ y sea bienvenida a esta reunión. Y usted, señor de Santibáñez, ¿nos puede dar alguna opinión al respecto?
El encomendero se levantó, mirando a la concurrencia que esperaba conocer el punto de vista de ese sector importante en la sociedad Colonial.
—Don Fernando, ─inició─ quiero agradecerle la invitación; aunque vecinos en nuestras encomiendas, por el mismo trabajo pocas veces nos vemos. Al igual que usted, deseo que sea repuesto en el trono nuestro señor, don Fernando VII; pero considero que debe continuar el virreinato como hasta ahora; esa es la forma de poder controlar a estos naturales; son como animalitos de la Creación, que requieren que tomemos las decisiones importantes para llevarles la vida de Jesús. Por lo tanto, cuenten conmigo para apoyar esta idea, en la forma que la mayoría disponga.
Tocó el turno a don Everardo de Bustos y Santillana, rico minero de Guanajuato y padre del pretendiente de doña Ana María de Urzúa, heredera de la fortuna de don Francisco.
—Yo considero, que las cosas no deben cambiar en Nueva España; con nuestro esfuerzo y trabajo hemos dado gran ayuda al crecimiento de nuestra amada patria, ahora sometida a los odiosos franceses. Pensar en Nueva España como un reino independiente y autónomo, sería traicionar a nuestro amado rey, don Fernando; por lo tanto, me sumo a la idea de apoyar su reposición en el trono de España y en la salida del borrachín Bonaparte.
Ahora intervino Monseñor Esteban de Montúfar, quien se dirigió primero al encomendero, don Jacinto de Santibáñez, felicitándolo por su piadosa forma de pensar, en cuanto a esas criaturitas que eran los indios, siempre necesitados de la mano y lucidez de los españoles de buen corazón. Enseguida se dirigió a Fray García Diéguez, franciscano y párroco de Jerécuaro.
—Me gustaría escuchar, hermano García, dijo el vicario entrelazando los dedos de las manos sobre su abultado vientre, ¿cuál es la postura de vuestra Orden?; algo habrás oído, respecto a este asunto que estamos ventilando.
El franciscano miró a su superior, jugueteando entre sus manos con la copa de fino cristal, sopesando las palabras que pronunciaría.
—Monseñor, estoy de acuerdo con ustedes y esa es la postura de la Orden, en cuanto a la situación de nuestro Rey don Fernando y la continuidad del virreinato; en lo que difiero, tanto de usted, como de don Jacinto de Santibáñez, es en la idea de que los indios naturales son incapaces mentales; tanto por mi diario trabajo parroquial, como por el conocimiento que tengo del desempeño de hermanos nuestros; consagrados ya y que son indígenas puros; que han demostrado una inteligencia igual y en ocasiones superior, al promedio de los españoles; así también, estar dotados de una gran sensibilidad.
Cuando el franciscano terminó de hablar, se hizo un pesado silencio, por lo que el padre José de Castillejas, capellán de la hacienda, intervino para romper tan incómodo ambiente:
—Lo importante en este momento, es que lleguemos a algún consenso con relación al negocio planteado por don Francisco y, hasta donde alcanzo a ver, todos estamos de acuerdo en que nuestro rey, don Fernando, debe ser repuesto en el Trono; ¿estoy en lo correcto, don Francisco?
—En efecto, Padre Castillejas, ese es el punto central de nuestra reunión, por lo que yo les invito a que levantemos nuestras copas para brindar y pedir a Dios Nuestro Señor y a su Hijo Jesucristo, por una larga vida a nuestro amado Rey, Fernando VII.
—Amén, terminó el vicario, aún medio amoscado por las palabras del franciscano.

Serafín

En tanto se desarrollaba esa reunión de notables personajes de la región de Puruagua, Serafín y sus amigos se encontraban reunidos en las grutas de San Agustín; habían recibido un aviso para que se pusieran en contacto sin tardanza con el padre de Serafín, Anselmo, que ya para entonces contaba con un buen grupo de seguidores; tanto de Jerécuaro, como de Acámbaro, donde estaba en contacto con doña María Catalina Gómez de Larrondo, una valiente mujer decidida a colaborar con el movimiento libertario que se estaba gestando.
Cuando padre e hijo se encontraron, se unieron en efusivo abrazo, como queriendo borrar tantos años de separación forzosa. Anselmo felicitó a su vástago por el descubrimiento de las grutas, pero, sobre todo, por la habilitación que él y sus amigos, Ignacio y Domitilo, habían hecho de tal lugar; eran tan amplias y bien ventiladas, que podían albergar a un ejército sin ser descubierto. Desde luego que Serafín necesitaba saber cómo se estaba presentando la situación; tenía necesidad de poner a salvo a su madre y a Ana María; su padre entendía y compartía la preocupación de su hijo y estaba consciente de que deberían poner a salvo a su amada Juana.
El chamán, abuelo de Serafín, se encontraba también en la gruta y se afanaba en atender a cualquiera que se lo solicitara. Como ya se había establecido la gruta como cuartel general, había mujeres y niños, aquellas haciendo comida y tortillas; éstos correteando en busca de aventuras por las varias salas que componían las grutas, que, para seguridad de todos, estaban claramente marcadas, a fin de evitar extravíos que podrían resultar fatales.
─Venerable abuelo, ─dijo Serafín con respeto─ el señor cura Hidalgo, del pueblo de Dolores y que está al frente de este movimiento, me recomendó que, como curandero, tenía que pensar en que atendería heridos en la batalla, por lo que necesitaría plantas para limpiar las heridas, otras para que cerraran y, en caso necesario, que les quitaran el dolor a los heridos.
─Así es, Serafín, va a ser necesario. Pa limpiar las heridas y mataduras, lo mejor es la charanda, arde bien harto, pero si no se hace, se agusana la herida. Pal dolor, lo mejor es agua de jícama con pingüica. Pero como pa curar a cualquiera, necesitas hacer la oración y nuestro dios Curicaveri te indicará lo que deberás usa y si el enfermo vivirá o no.
El viejo chamán siguió instruyendo a Serafín, que escuchaba con atención para guardar en su memoria toda la información.
─Pero no te desinquietes, Serafín, yo estaré a tu lado un poco más, aunque ya mi vela se está apagando.
Como ya habían visto en visitas anteriores, había agua suficiente para abastecer a los ocupantes, pero hubo que reglamentar su uso, a fin de no contaminarla. Se dejó sin tocar la caverna más alejada, de ella manaba el agua, formando una pequeña cascada que caía a una poza; luego el agua corría a lo largo de todo el sistema de cavernas.
En seguida se determinó que la segunda laguna se destinaría al abasto de agua potable, por lo que se tenía prohibido acercar animales o hacer otro uso que no fuese el de beber; en la tercera caverna parecía que el agua se perdía por un hueco en el piso, pero metros adelante, en la caverna cuatro, volvía a fluir y en ese sitio y mediante ciertas obras de abrevadero, se daba de beber a los animales, cuidando que no la ensuciaran. En la cueva cinco, que tenía buena ventilación por medio de varios tiros que desembocaban en lo alto del cerro, se hizo una palizada y se construyeron las letrinas y baños para los hombres; se practicó una canalización para hacer correr un pequeño brazo de agua que mantendría limpias las letrinas y proporcionaría agua para el baño de los hombres. En la última caverna, más grande que la anterior y destinada al uso de mujeres y niños, se hicieron las mismas instalaciones que para los hombres, pero además se arrastraron piedras planas que servirían para el lavado de la ropa. La mayor parte del agua que discurría por las cavernas se deslizaba hacia las profundidades de la montaña y solo un poco manaba como manantial a la mitad del cerro, por lo que se consideró que no habría motivo qué temer de verse descubiertos por el agua que escurría.
Esa última laguna, de poca profundidad y fondo de suave arena blanca de polvo calizo, era la gran diversión para los niños; se divertían en el agua, en tanto sus madres lavaban la ropa de la familia. A diario partían mensajeros que, disfrazados de arrieros y carboneros, salían de las grutas para llevar y traer noticias, siempre en su lengua nativa; transportaban provisiones y armas, plantas medicinales de todo tipo y materiales para cuidar a enfermos y heridos.
Se habían establecido los talleres necesarios para forjar armas. No se tenían hornos para fundir metales, por lo que requerían que les proporcionaran trozos de metal para forjarlos en las rústicas fraguas. Empezó a ser común que se perdieran partes de los implementos de labranza, sin que los capataces atinaran a saber dónde se habrían perdido; piezas que días después salían entre una carga de leña o de carbón. Doña María Catalina Gómez, la valiente vecina de Acámbaro, siempre les tenía alguna noticia o les enviaba materiales y alimentos.
—Díganle a Anselmo que esté preparado; he sabido que se espera el alzamiento para el mes de diciembre. Ya he enviado mensajeros a Churumuco, para avisar al señor cura Morelos que esté prevenido. Yo les avisaré en cuanto ocurra.
Cuando recibió la noticia, Anselmo se reunió con sus hombres de confianza, a fin de acelerar la fabricación de armas y el acopio de materiales para la elaboración de pólvora; ésto lo venían haciendo por recomendación de algunos militares que estaban dispuestos a apoyar el levantamiento; por lo que Anselmo comisionó a varias personas para buscar el azufre. El salitre y el carbón lo obtenían en la misma caverna; la fórmula recibida era de siete y media partes de salitre; una y media de carbón y una parte de azufre.
Para la forma de fabricación, se instruyó a un arriero, que resultó ser un hábil artesano; después de algunas sesiones de práctica, realizadas en San Miguel el Grande, se volvió a la caverna para encargarse de la producción. Este fue el proceso de fabricación que le indicaron: Mezclar los tres componentes reducidos a polvo y mojados; formar obleas y dejar que se sequen; cuando estén secas, desmenuzar las obleas y el polvo pasarlo por un tamiz, obteniendo la pólvora en distintos tipos de granulación, que se destinaban a diferentes usos, pistolas, mosquetes, cañones y polvorín, la más fina, utilizada para el cebado de cazoletas de todas las armas.
Siguiendo las instrucciones de los militares, los rebeldes empezaron a hacer bolitas de arcilla, las que luego quemaban sobre comales. Todo esto se fue almacenando en vasijas de barro y barriles de madera, dentro de una pequeña gruta, alejada de la humedad y de alguna flama accidental. Con el pasar de los días, el movimiento constante de la gente y el humo provocado por las cocineras y los herreros, las colonias de murciélagos se fueron mudando de cuevas o buscando sitios apartados, dentro del mismo complejo de cuevas, utilizando nuevos tiros para entrar y salir de sus madrigueras.
En ocasiones, Serafín se quedaba a dormir en su jacal de Puruagua, a fin de poder hablar con su madre; pero sobre todo, para entrevistarse con Ana María, que siguiendo sus indicaciones y sin que don Francisco sospechara nada, habían ido llevando algunos arcones con ropa, joyas y libros, así como alimentos varios al pasaje secreto que tenía la hacienda; ya en su momento, Ana María trataría de hablar con su padre, en el caso de que las cosas se pusieran difíciles, a fin de que los acompañara a lugar seguro, como se había comprometido el mismo Serafín.
Así fueron pasando esos días, entre el trajinar dentro de la caverna y sus viajes furtivos para ver a su amada.


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