Capítulo 13
San Miguel el Grande
Después de arreglar algunos
asuntos de la parroquia, el señor cura monta uno de sus caballos y parte veloz
hacia San Miguel el Grande, distante mas de seis leguas, lo que le llevaría
unas cuatro horas de camino, sin forzar al animal. Para las tres de la tarde ya
estaba entrando al pueblo y se dirigió a la casa del capitán Ignacio Allende, oficial
del Cuerpo de Dragones de la Reina. Luego de anunciarse por medio de un sirviente,
de inmediato fue conducido a la presencia del oficial Realista.
—Bienvenido, reverendo padre, ─dijo
el oficial levantándose y acudiendo a recibir a su visitante─ ¿a qué debo el
honor de esta visita inesperada?
—¿Es seguro hablar aquí?, ─preguntó
don Miguel en voz baja─. Si lo deseas, podemos salir a cabalgar un poco.
—Desde luego que sí, ─repuso el capitán
en tono serio; ya imaginaba el tema a que haría referencia el Sacerdote─.
Tocando una campanilla, el capitán
llamó a su secretario, a quien dio órdenes de que viera que se ensillara su
yegua favorita; saldría a cabalgar un poco por el pueblo. En tanto estaba
lista, pidió le llevaran agua fresca para su visitante.
Cuando los amigos estuvieron a
prudente distancia y con su escolta de jinetes, a buena distancia, preguntó
ansioso el oficial.
—¿Qué sucede, Miguel?, me ha
preocupado tu visita y el tono que empleaste para sacarme de mi oficina.
—Cuando te enteres de todo,
tendrás motivos suficientes para estar preocupado. Resulta que llegaron como
aprendices unos muchachos, procedentes del rumbo de Jerécuaro, bastante alejado
de estas tierras.
El cura Miguel contó a su amigo,
con lujo de detalles, lo platicado con Serafín. Fue tan grande la sorpresa que
se llevó el militar, que se quedó casi sin habla.
—Pero, ¡te das cuenta, Miguel! Si
a ese chico se le va la lengua, estaremos perdidos, debemos avisar a los otros
de inmediato. Por lo pronto, yo creo que hay que suspender las reuniones, hasta
investigar bien quienes están enterados.
—Me parece una buena medida,
Nacho, pero a fin de no despertar sospechas, hay qué correr la voz de uno por
uno. Por lo pronto ya te avisé, ahora has lo propio con Juan Aldama y así, que
se vaya corriendo la noticia a la brevedad posible. Por lo pronto, a menos que
te llamen tus superiores, no debes presentarte por Querétaro y yo haré lo
mismo. Cuando sintamos que todo está en calma, nos volveremos a comunicar de
forma discreta.
—Por otra parte, ─continuó el
Sacerdote─ hay que tener en cuenta la información que nos da Serafín acerca de
las cuevas, donde tienen almacenadas algunas armas y lo necesario para fabricar
mas. Tú dirás qué hacemos.
—Por lo pronto nada, Miguel, hay
que tener mucho cuidado. Vamos a darle tiempo al tiempo, si notamos que hay
alguna filtración que nos ponga en peligro, ya te avisaremos. Lo que se me hace
increíble es que estén enterados de nuestros planes. ¿Cómo le harían?
—Por lo que me imagino, ─contestó
el sacerdote─ es que estamos tan acostumbrados a las personas que nos sirven,
que ya nos pasan inadvertidos; pero ellos siempre están alertas, en espera de nuestras
instrucciones; en el ínterin, escuchan lo que nosotros decimos y, cuando es de
interés para su causa, pasan la noticia de boca en boca, tal vez en su propia
lengua, de manera que nunca nos damos cuenta.
—Me parece que tienes razón padre,
pero ni modo de prescindir de los sirvientes, ahora debemos confiar en que
utilicen la información solo entre ellos. Si llegan a palacio o a oídos del
Arzobispo, estaremos perdidos.
Los dos amigos siguieron
cabalgando por las callejuelas del pueblo. Luego de una hora, volvieron a la casa
del militar y se despidieron y el cura Hidalgo volvió a su pueblo, a fin de
continuar, en lo posible, con sus planes.
Ese mismo día, por la tarde, el capitán
Allende se encuentra en la plaza con Juan Aldama, capitán del Regimiento de
Caballería de la Reina, igual que Allende. Aunque del mismo regimiento, no era
frecuente que estuvieran en los mismos sitios; los servicios los desplazaban
por distintos lugares. Ese día, sin embargo, Aldama estaba por salir a una
misión en las cercanías de Querétaro, por lo que Allende aprovechó para
enterarlo de lo que había recibido de Hidalgo.
—Buenas tardes, Juan, me alegra
encontrarte, es urgente que hablemos, aunque me gustaría que cabalgáramos un
poco, para evitar los oídos indiscretos.
—Desde luego que sí, Nacho, estoy
por salir hacia Querétaro, pero puedo disponer de algunos minutos. Vamos.
Los dos amigos, seguidos a distancia
por sus escoltas, pusieron rumbo a las afueras de San Miguel, mientras Allende
le ponía al tanto de lo relatado por Serafín y de la conveniencia de suspender por
un tiempo las “reuniones literarias” que celebraban en casa de los Domínguez en
Querétaro, a fin de estar seguros de que esto no había trascendido a otras
esferas del gobierno. Aldama demostró su preocupación y ofreció acercarse de
alguna forma a don Miguel Domínguez y doña Josefa para informarles y recomendarles
absoluta discreción.
Luego de conversar de cosas banales,
Aldama le comentó a Allende que sentía que esperar hasta el mes de diciembre,
era exponerse demasiado a ser delatados. Le propuso a Allende que hablara con
don Miguel Hidalgo y pensaran en la posibilidad de adelantar la fecha del
alzamiento; por lo demás, ya lo tenían bien elaborado, contando con la lealtad
de los regimientos a su mando; con las armas de que disponían en las armerías
reales, podrían armar a unos quinientos voluntarios.
Allende le escuchó pensativo; tal
vez su amigo tuviera razón y ya fuera tiempo de pasar a la acción. Ofreció
platicarlo con el sacerdote y Aldama haría lo mismo con don Miguel y doña Josefa,
su esposa.
¡Libertad… Igualdad… Fraternidad!
Estas palabras, surgidas de un
pueblo harto de verse explotado por la realeza europea, resuenan dentro de la
cabeza del padre Miguel, sin saber bien por qué razón. La finalidad de los
criollos de Nueva España es luchar en contra de Napoleón y a favor de Fernando
VII. Pero no solo eso; una vez expulsados los franceses de suelo español, pedirán
al monarca que nombre un rey para Nueva España, quien deberá tomar en cuenta a
los criollos y no solo, a los españoles avecindados, para ocupar puestos dentro
de la administración pública… «¡Libertad… Igualdad… Fraternidad!...» estas
palabras persisten en los pensamientos del sacerdote, sin que pueda darle una
explicación… «Y los mestizos, indios, negros y castas, ¿dónde quedan?» se pregunta.
Es el momento de ver que sean liberados del yugo de las encomiendas; que tengan
igualdad de oportunidades para estudiar como los criollos y que sean tratados
como hermanos, como hijos de Dios.
Entonces se da cuenta del
significado de ¡Libertad… Igualdad… Fraternidad!, su subconsciente está
pensando en los indios; en esos pequeños hermanos que acuden, dóciles, al
catecismo en la parroquia de la Virgen de los Dolores. Esos pobres hermanos que
dejan sus vidas en el surco, en las minas, en las labores más humildes; que
enriquecen más y más a sus explotadores españoles. Piensa en esos pobres negros
que son cazados como animales y llevados en barcos insalubres para ser vendidos
como esclavos. Pero es necesario contar con ellos; con su voluntad y decisión de
morir por una causa justa.
Todo esto lo va pensando en tanto
cabalga por el camino real con rumbo al pueblo de Dolores. Cuando pasa por la hacienda
de la Erre, recibe el saludo de algunos lugareños, quienes, respetuosos se quitan
el sombrero al paso del sacerdote, que les sonríe indulgente. Miguel Hidalgo
sigue pensando… «Es fundamental que nuestro movimiento llegue hasta este
extremo. No lo hemos visto de esta forma, pero estoy seguro de que cuando se
los comente, todos estarán de acuerdo»
En esa bucólica soledad, vienen a
su memoria su infancia en la vieja Hacienda de san Diego, en Corralejo, en
donde su padre, don Cristóbal Hidalgo y Costilla era el administrador. La
infancia del futuro sacerdote no tuvo privaciones, pero sí observó la forma en
que eran tratados los indios; algo que nunca le gustó, con todo y que su padre
no era partidario de los castigos violentos; pero sí había capataces que
parecían recrearse en castigar a esas pobres personas, a quienes consideraban un
poco arriba de los animales. De pequeño tuvo como compañeros de juego a los
hijos de esos mismos indios y recuerda que eran chiquillos con los mismos gustos
que él mismo, aunque vivían en condiciones muy distintas a la suya; en tanto el
dormía en un mullido lecho, sus amiguitos lo hacían sobre duros petates, en el
suelo de tierra de sus jacales.
Las sirvientas de su casa le ofrecían deliciosos
bocadillos, en tanto a los niños con quienes jugaba, les daban tortillas duras.
En esos tiempos no sabía la razón, pero, cuando a la edad de doce partió al Colegio
de San Nicolás en Valladolid, empezó a darse cuenta de la triste realidad de
los naturales del país. Siempre tuvo en su mente la necesidad de tratar como
iguales a esa pobre gente, aunque entonces no sabía cómo lograrlo.
El sacerdote, inmerso en sus pensamientos,
vuelve a su realidad cuando ve que el caballo se detiene a la entrada de la
caballeriza y un mozo le toma por la rienda. En la acera de enfrente, Serafín,
Agustín y Domitilo le observan al llegar, dirigiéndose a él para saludarle.
—Buenas noches, padrecito, ¿tuvo
usted un buen viaje?, ─pregunta Serafín─.
—Gracias, Serafín, gracias a Dios
he tenido un buen viaje y no cabe duda de que en la soledad del camino, el
Señor me ha hablado. Pero pasen, muchachos, acompáñenme a merendar; tengo algunas
cosas que comentar con ustedes.
Los amigos pasaron detrás del
Sacerdote, que los condujo hasta su despacho. Luego de cerrar la puerta para
estar seguro de no ser escuchado. Un tanto nerviosos, los tres amigos esperaban
inquietos.
—¿Sucede algo, Padrecito?, ─inquirió
Serafín─ si acaso hemos hecho algo que le desagrade, nomás díganos, que le aseguro
lo hicimos sin maldad.
—No muchachos, nada de eso. ─Don
Miguel se paseaba en su despacho con las manos cruzadas por detrás, en una
profunda concentración, analizando bien lo que tenía qué decirles a esos buenos
muchachos─.
—Me he quedado inquieto por lo
que ustedes me contaron, acerca de las causas que los trajeron hasta este
lugar, de lo cual me alegro; el conocer a jóvenes que no se detienen ante las dificultades
para lograr sus objetivos, es algo satisfactorio.
–Debo decirles que yo nací y crecí
en una hacienda, mi padre era el administrador y entonces veía la forma en que
trataban a los peones; no lo veía natural, era la costumbre y el niño que yo
era, no alcanzaba a ver ninguna diferencia. Luego de grande, en mi formación
como sacerdote, aprendí que todos somos hijos de Dios y todos merecemos el
mismo trato y respeto. Podemos ser blancos, rojos o azules, el color de la piel
no importa; tal vez unos hablemos español, francés, o inglés, o una de las
múltiples lenguas que se hablan en Nueva España, eso no nos hace distintos; en tanto
seres humanos, todos estamos animados por el Espíritu de Dios.
Los muchachos escuchaban
sorprendidos que un español o criollo, hablara de esa manera, sin entender bien
que era lo que deseaba decirles.
—Todo esto vino a mi mente, ─siguió
hablando don Miguel─ desde que platiqué con ustedes y con la persona que vi esta
mañana y he llegado a la conclusión de que el fin que perseguimos, está
incompleto; nosotros solo estamos viendo la necesidad de que Nueva España sea
independiente de España, pero en función de su administración. Pedimos que don
Fernando VII sea repuesto en el trono de España y que nombre un rey para estas
tierras.
─Pero ¿y luego qué? ¿Todo lo
demás quedará igual? ¿Seguiremos explotando la tierra, las minas, los bosques y
a los mismos habitantes de esta tierra?... ¡No, eso ya es inadmisible!
deberemos pugnar porque a los indios, mestizos y castas se les reconozca su
filiación divina… ¡Todos somos hijos de Dios!, aún cuando creamos en un dios
diferente al que nosotros conocemos.
─Debemos hacer nuestro el lema
que encendió el deseo libertario de los franceses: ¡Libertad… Igualdad… Fraternidad!
Ese debe ser nuestro objetivo y sé que podré infundirlo en mis amigos.
¡Deberemos luchar por abolir la esclavitud en estas tierras y en todas las posesiones
españolas! ¡Es indignante que comerciantes sin escrúpulos cacen en las costas africanas
a personas negras y las vendan en estas tierras como si fuesen animales! ¡Nunca
más debemos permitir que eso ocurra, pues estaremos contrariando la voluntad de
Dios!
El Sacerdote, con la cara
sonrojada por la emoción, miraba a sus invitados con una mirada poseída por un
deseo intenso de lograr el bienestar para todos los hombres. Los muchachos lo
miraban en silencio, sin entender por completo su discurso, pero vislumbraban
algo que ellos deseaban y no sabían cómo conseguirlo.
—Queridos hijos, ─continuó en un
tono ya reposado─ por esto que les he dicho y que podría iniciar cualquier día
de estos, les voy a pedir que vuelvan a su pueblo y le comuniquen a sus vecinos
y amigos de los esfuerzos que estaremos haciendo para lograr su mejoramiento
social. Yo me reuniré con mis amigos y pronto recibirán noticias nuestras.
También quiero pedirles que continúen habilitando las grutas de que me han
hablado; las vamos a necesitar en cuanto la lucha se inicie. Será una empresa
harto difícil. Costará muchas vidas, pero si no estamos dispuestos a dar nuestra
vida por conseguir nuestros ideales; por lograr la mejoría de nuestros hermanos
mas necesitados, entonces no somos dignos de pertenecer a esta misma sociedad
humana.
—Quiero que me digan, hijos míos,
si han entendido mi discurso, dicho en función de mi exaltación, más que en la
posibilidad de ser comprendido por ustedes, muchachos.
—Creo que sí le entendimos, ─habló
Serafín─ entiendo que usted va a hablar con otras personas para que inicien la
lucha por nuestra mejora en los campos, en las minas y en todo lugar donde nos hagan
trabajar como animales, ¿es así, verdá?
—En efecto, Serafín, lo has
resumido muy bien. Ahora quiero preguntarte acerca de ese palo tan adornado que
siempre llevas, ¿simboliza algo?
—Sí, padrecito, esto lo entienden
nuestros hermanos indios, pos yo soy un chamán.
—¡Válgame Dios! ─exclamó
sorprendido el religioso─ ¿he hospedado a un brujo en mi casa y en el templo?
—No, padre. Por lo que me doy
cuenta, esto causa en los españoles y criollos, el mismo temor que cuando se
habla de “masones”; aunque no sé qué sea eso, si veo que se les paran los pelos
a muchos, sobre todo a los sacerdotes y monjas. Ya me extrañaba que usté no me
hubiera preguntado; este bastón solo les dice que yo soy un curandero; mi
abuelo, que es chamán, me ha enseñado el secreto de las plantas y los remedios
y mi compromiso es ayudar a todo aquel que me lo pida. Tal vez usté me mire muy
chamaco y lo soy, pero ya tengo algunos conocimientos y la guía de grandes
espíritus. Usté le dice Dios, Espíritu Santo o Jesús Bendito. Nosotros lo
llamamos por otro nombre, pero yo creo que son lo mismo; nunca me dicen que le
haga daño a nadie, sino que les ayude a recuperar su salud, porque son indios y
no tienen dotores como ustedes.
—¡Vaya, vaya con nuestro amigo!…
y ustedes, dirigiéndose a Domitilo e Ignacio, ¿están enterados y de acuerdo con
Serafín?
—Pos claro que sí, ─repuso Ignacio
con la vista baja─ nosotros semos sus ayudantes y siempre estaremos a su lado.
—Bueno, reconozco que me dejé
llevar por falsas ideas y, tienes razón Serafín, tal vez tenga alguna similitud
con la discreción que se guarda al referirse a la masonería. Esto que les voy a
referir, debe quedar solo entre nosotros. ¿Están dispuestos a guardar un
secreto?
Ante la aceptación por parte de
los muchachos de comprometerse a guardar un secreto, en el entendido que una
indiscreción podría ser catastrófica para muchas personas y luego de pensarlo y
repensarlo, el Cura Hidalgo procedió a hacerles una revelación.
—Deben saber que la iglesia católica
tiene excomulgados a todos quienes participen en los ritos de la francmasonería,
por lo común llamados Masones. Considero que es mas por ignorancia, que por
cualquier otra causa. Se dice que los masones realizan ritos satánicos; que hacen
sacrificios con seres humanos; que beben la sangre de los sacrificados; en fin,
tonterías por el estilo.
—La realidad es muy otra; la
masonería es una sociedad filosófica de estudio e investigación. Se dice que
son herejes, que no creen en Dios y un requisito indispensable para ser
iniciado, es creer que hay un Dios Creador. Para ser aceptado, no hay
distinción entre un cristiano, un judío, un mahometano o de cualquier otra
secta o religión, siempre y cuando se tenga esa certeza, en cuanto a la existencia
del Creador de Todo. Yo mismo, siendo sacerdote consagrado, fui iniciado en la ciudad
de México, en una Logia que existía en el Callejón del Sapo. Luego de ser
delatados, los hermanos tuvieron que abandonar ese sitio; el Santo Oficio les
pisaba los talones, yéndose a reunir en una casa de campo de El Pensil, en las
afueras de la ciudad. Al igual que yo, el grupo que nos reunimos en San Miguel
y en Querétaro y que tenemos por finalidad el restablecimiento de Fernando VII
en el trono de España, somos, en su mayoría, masones. La finalidad de los francmasones
es llegar a tener Libertad… Igualdad… Fraternidad. Como ya se los dije, el lema
que alentó a los revolucionarios franceses fue tomado de los anhelos masones;
igual lo hemos hecho nosotros.
Al terminar su revelación, el sacerdote
ocupó la silla detrás de su mesa de trabajo. Los tres amigos no hablaban, solo
le miraban. Ese hombre, de cerca de sesenta años, casi calvo, con los pocos
cabellos blancos cayéndole alrededor de la cabeza, se veía algo cansado; tal
vez por el viaje a caballo que había hecho durante el día; pero tenía la mirada
franca, resuelta, las mandíbulas firmes y los puños apretados. Todo su cuerpo
hablaba de determinación. Se dirigió otra vez a sus invitados.
—Muy bien, hijos míos, ahora ya
lo saben y cuento con su discreción. Ustedes serán muy importantes cuando la
lucha empiece; el gobierno virreinal no nos va a dejar actuar como si no pasara
nada. Mandarán sobre nosotros al ejército y debemos estar preparados; por ello
es importante que salgan cuanto antes a seguir acondicionando las cuevas de
Jerécuaro.
—Te voy a pedir, Serafín, que además
de aliviar las enfermedades que aquejan a nuestros hermanos, sepas atender a
personas heridas en la batalla. Pregunta a tu abuelo; hagan acopio de plantas y
remedios; busquen medicinas que calmen el dolor y que obliguen a dormir a los
heridos, a fin de curarlos sin causarles más sufrimiento. Estamos empezando el
mes de septiembre y tenemos previsto que daremos la voz para el alzamiento,
durante el mes de diciembre. Nos ponemos en las manos de Dios y que se haga su
voluntad.
El reencuentro
Terminadas
las vacaciones, Ana María, llamada sor Zita y su amiga, Rosario de Ávila, sor
Elpidia, volvieron a su rutina dentro del convento; las jóvenes llegaron bronceadas
de la piel por las horas de sol pasadas en compañía de sus amigos, algo que,
desde luego, molestó bastante a sor Felipa, la abadesa, quien les ordenó
ponerse el hábito de inmediato.
No obstante,
las cosas no se sentían igual; algo que habían percibido desde sus últimos días
pasados en la hacienda. Don Francisco, el padre de Ana María, se notaba
inquieto, nervioso; se reunía con mayor frecuencia con sus capataces y con
algunos amigos que lo visitaban con mayor asiduidad. La nana Juana, aunque en
ningún momento cambió el trato hacia su niña Ana María, sí mostraba cierta
dureza de trato hacia la servidumbre y, cuando la visitaba su marido Anselmo,
parecían discutir, algo que nunca había notado Ana María.
En el
convento, sor Zita notó también cierto cambio de actitud de sor Felipa hacia
algunas hermanas criollas, como la misma Zita. Al preguntarle a sor Epigmenia,
la jefa de cocina, le respondió que no se preocupara. Poco a poco y por medio
de las religiosas que recibían visita los fines de semana, Ana María se fue
enterando que había descontento entre la peonada de las haciendas; no se habían
presentado problemas mayores; sin embargo, se veía con mayor frecuencia a la
Guardia Real; efectuaba sus rondines, con mayor número de efectivos y en sitios
donde poco acostumbraban a entrar.
Las semanas
fueron pasando. Ana María ya se había acostumbrado a los horarios de misas,
estudios y obligaciones dentro de la comunidad; el aislamiento en que vivía, le
ocultaba lo que ocurría en las calles. Uno de tantos días y por mediación del
encargado de entregar el carbón, lo que hacía por medio de una puerta que daba a
la huerta y a la carbonería, hicieron llegar a Ana María una nota que le
enviaba su nana Juana; mediante palabras sin significado aparente le daba a
entender que Serafín estaba de regreso y estaba preocupado por ella.
“Querida niña, el domingo ha salido el sol, en esta casa, pero haces
falta tú, espero que pronto puedas disfrutar de su luz.
Te ama Juana.
Al leer la
nota, Ana María supo de inmediato a qué se refería la nana. Su corazón se llenó
de felicidad y deseó con el alma que no tuviera que estar encerrada en esas
paredes; pero no había solución a eso, en tanto su padre no cambiara de
parecer.
En cierta
ocasión, estando en la oficina de sor Altagracia, la asistenta de la abadesa,
le pareció mirar, a través de la ventana, a un hombre alto y fornido que
portaba una vara muy adornada; le recordó a su querido Serafín. Luego de esa
visión pensó mucho en el joven, pero sentía algo distinto dentro de sí. Estaba
segura de que le tenía un gran cariño; pero ahora lo extrañaba de distinta
manera. Tan solo recordar las atenciones de don Fermín, le hacía sentirse mal,
como si de alguna forma estuviera traicionando a su amigo Serafín y eso la
desconcertaba.
Cuando estos
pensamientos la acosaban, entonces se hincaba en su celda, frente a la imagen
de la Virgen, a quien pedía le hiciera comprender qué es lo que le estaba ocurriendo.
Cada día que pasaba, era más intenso y doloroso el recuerdo de Serafín y crecía
esa necesidad de verle que le atrapaba el corazón.
Fue tal su
desasosiego, que su salud se empezó a resentir. Sor Epigmenia se desvivía por
guardarle las mejores piezas de pollo y un poco mas de pan para tratar de alimentarla
mejor; pero era en vano, el rostro de la niña se mostraba pálido y la ropa mas
holgada, a tal grado que sor Felipa se dio cuenta y la llamó a su oficina.
—Dime,
hermana, ¿qué es lo que te ocurre?, cada vez te ves mas flaca y ojerosa, ¿estás
enferma? Por eso no me gusta que salgan del convento en sus vacaciones; solo
Dios sabrá que barbaridades hagan en sus casas, ante el consentimiento de sus
padres. Espero que no hayas tenido trato con algún hombre y ahora vengan las
consecuencias.
—No le entiendo,
reverenda Madre, contestó Ana María con inocencia; sí tuve trato con mis
amigos, como siempre, pero ignoro a qué consecuencias se refiere.
—¡Déjalo,
déjalo así, muchacha!, ya platicaré con tu padre y entonces veremos qué hacer.
Por lo pronto, quiero que comas bien y te dispensaré de las oraciones
nocturnas, a fin de que descanses.
Fatigada, sor
Zita se retiró a su celda a descansar. A petición de la hermana Altagracia, sor
Elpidia fue a acompañar a su amiga, preocupada por su estado de salud que se
desmejoraba cada día.
—¿Qué es lo
que te ocurre, Ana María? En la hacienda estuviste muy bien. Cuando volvimos al
convento tenías un buen semblante, pero ahora mírate, te estás quedando en los
huesos. ¿Será que contrajiste alguna enfermedad y hasta ahora se está
manifestando?
—No,
Rosario, lo que pasa es que ¡creo estar enamorada!
—¡Pero, alma
de Dios!, no digas eso, si te escucha sor Felipa, te obliga a profesar para que
no salgas jamás de estas paredes.
—No te preocupes,
Rosario, que antes preferiría morir.
—No digas
eso, Anita, pero dime ¿de quién estás enamorada, si a Fermín lo mandaste con
cajas destempladas?
—Es que no
estoy segura y eso es lo que me angustia; de ser cierto, mi padre lo mandaría
matar, a fin de alejarlo de mi.
—Pero ¿quién
es?, dime, que me estás poniendo nerviosa.
—No lo
conoces, pero te he hablado mucho de él. Es un chico indígena que crecimos
juntos; es hijo de mi nana, nos amamantaba a los dos juntos. Se llama Serafín.
—¡Dios
Bendito, un indio!, pero ¿te has vuelto loca? Tienes razón, tu padre jamás lo
permitirá.
─¿Qué hago,
Rosario?, creo que me estoy volviendo loca. Tengo qué salir de aquí y estar
segura de mis sentimientos.
—Pues
al paso que vas, Ana María, no dudo que tu padre te saque en pocos días. Escuché
que sor Felipa le pidió a la hermana Altagracia que le mandara una nota.
—Pues será
lo que Dios quiera
A los pocos
días se presentó el padre de Ana María; al enterarse del estado de salud de su amada
hija, se la llevó de inmediato a su hacienda para que fuese atendida por los
mejores médicos de la región. Uno prescribió sangrías, para eliminar los malos
humores. Otro recomendó baños sulfurosos. La nana Juana miraba entrar y salir a
los doctores, aumentando su preocupación; no notaba mejoría alguna en la salud
de su niña. Intuyendo la naturaleza del mal de Ana María, Juana envió recados a
su hijo Serafín, informándole del estado de la joven y de la necesidad que
tenía de que volviera a la hacienda.
El mensaje le
llegó a Serafín por medio de un arriero que se dirigía a Celaya con una carga
de vigas de madera; preguntando por el chamán Serafín, fue orientado para que
se dirigiera a la sierra de San Agustín, indicándole que debía esperar en cierto
lugar a que llegara el chamán. El sistema de mensajes tenía que ser muy
cuidadoso; las autoridades se mostraban recelosas de los grupos de naturales
que se reunían en los sitios públicos, como plazas y mercados; ya les habían
llegado rumores de que algo estaban preparando. Algunas horas después, Serafín
y sus amigos se presentaron ante el arriero, que le manifestó que buscaba al
chamán no por requerir de sus servicios, sino porque le tenía un recado de su
madre, Juana Cisneros, que le informaba que «don Francisco había vuelto a la hacienda con su hija, un poco
indispuesta y necesitaba que fuera para que le hiciera algunos mandados»
Serafín
entendió la urgencia del mensaje y dispuso las cosas para volver esa misma
tarde. Ya para entonces, Anselmo, su padre, se encontraba al tanto de lo que
los muchachos habían sabido en el pueblo de Dolores, por lo que se encontraba
en las cuevas, organizando la producción de armas y pertrechos.
Al frente de
gente de su confianza, estaban haciendo acopio de víveres, de leña y carbón; estaban
seguros de que era inminente el levantamiento de los hombres de Dolores y San Miguel.
Para que el grano de maíz no se echara a perder, se guardaba en cántaros de
barro cocido cubierto por una capa de cal apagada y eran almacenados en sitios
alejados de las corrientes de agua que circulaban por las cuevas. Serafín
enteró a su padre del mensaje de su madre y de que tendría que ir a la
hacienda, lo que pensaba hacer esa misma tarde; su padre estuvo de acuerdo y
los tres amigos se pusieron en camino. Antes de llegar a Puruagua, Serafín vio
a su abuelo, el chamán, quien los esperaba sentado en una piedra.
—Vas
retrasao, muchacho, pero debes saber que la niña tiene curación. Vas a llegar
como chamán que eres, desde luego que su tata no va a querer que te acerques,
pero será la única forma de que se alivie la muchacha. Ta enferma de amores y
para curarla le tendrás que hacer un ramo con flores blancas y ruda, pa limpiarle
desde la cabeza hasta los pieses. Pa eso te tiene que ayudar la Juana. Luego
que se alevante, que tu madre le lave la cabeza con agua de rosas y que le de
de comer cosa buena, pa que agarre juerza la muchacha. Con eso se pondrá buena.
‘Ora vete, pa que no te tardes mas.
Serafín se
despidió de su abuelo, quien lo miró alejarse. El viejo chamán estaba orgulloso
de su nieto; sabía cuáles eran los males de Ana María, pero se daba cuenta de
que, además de imposibles, esos amores podrían ser peligrosos. No eran los
primeros, ni serían los últimos; eran hombre y mujer y cuando el amor se mete
entre ellos, no hay poder humano que lo saque, ni siquiera la muerte… Estaría
pendiente.
Los amigos
llegaron a Puruagua y, en tanto Ignacio y Domitilo se dirigían a visitar a sus
familias, Serafín se coló a la huerta de la finca, a fin de llegar por la
cocina de la casa grande, donde encontró a su madre; al verlo llegar, corrió a
abrazarlo, a fin de entregarle ese amor por tantos meses reprimido.
—Serafín,
hijo mío, cuánta falta me haces, pero sé muy bien que eres hombre y, además,
chamán, lo que me pone muy orgullosa. Qué bueno que ya llegaste.
—Me da gusto
verte bien, madre, tú también me haces falta, pero dices bien, soy hombre y tengo
obligaciones como chamán. ¿Cómo está Ana María?
—Sigue muy
mala, m’hijo, los doctores no saben ni qué hacer, uno dice una cosa, luego viene
otro y dice lo contrario, la mera verdá, yo tengo miedo de que se nos muera.
—No te
preocupes, madre, ya sé cómo la vamos a aliviar, pero yo no me puedo acercar, don
Francisco me mataría, pero te voy a decir que es lo que deberás hacer…
Serafín pasa
a su madre todas las indicaciones que su abuelo le hace. Cómo debe limpiarla y
que la debe alimentar muy bien, diciéndole, además, que Serafín ya se encuentra
en el pueblo y se podrán ver en cuanto se alivie; eso le ayudará a buscar una
rápida recuperación. Después de dejar a su madre, Serafín se fue a su jacal a
esperar noticias. Al darse cuenta de su regreso, algunos vecinos se fueron
acercando, al reconocer el bastón de chamán que portaba el joven.
—Buenas, Serafín,
le saludó uno de sus vecinos, te voy a trair a mi vieja, pos anda con unos
dolores de cabeza, pa ver que remedio le mandas.
—Ándale,
Gumercindo, voy a estar en el jacal, pa lo que se les ofrezca.
Una hora mas
tarde, ya había varios vecinos esperando ser atendidos por el chamán; a falta
de doctores, tenían que recurrir a su medicina tradicional Los chamanes tampoco
abundaban, por lo que, al darse cuenta de que Serafín había llegado y su bastón
de chamán estaba colocado a la entrada, fueron acercándose al jacal para ser
atendidos.
Los
padecimientos eran diversos: calenturas, diarreas, heridas de distinta índole;
en fin, mujeres con sangrados, hombres con problemas urinarios. Para todos tenía
el chamán algún remedio de la amplia farmacopea tradicional. Ignacio y
Domitilo, los ayudantes de Serafín, no terminaban de recolectar plantas, raíces,
hojas, flores y frutos que les encargaba el chamán; a cambio de sus servicios,
los enfermos le dejaban una gallina, o un cabrito; un poco de maíz o frijol,
rara vez alguna moneda; era raro que tuvieran una, su comercio lo realizaban al
trueque.
De los
bienes recibidos, Serafín repartía con sus amigos, para que pudieran llevar a
sus casas y aliviar un poco las carencias familiares.
Por la
noche, ya cuando se iba el último enfermo, Serafín se acercaba a la hacienda, siempre
por la puerta de la huerta y directo a la cocina, donde encontraba a Juana
esperándole para darle las últimas noticias.
—Bunas, noches,
mamacita, ¿cómo sigue la niña Ana María?
—Gracias a
la Virgencita, ya se está poniendo buena, m’hijito. En cuantito supo que los
remedios se los mandabas tú, una gran sonrisa le iluminó la carita.
—La Virgencita
y sus cuidados, madrecita, pos usté la cuida como si fuera su hija.
La nana
Juana escuchaba a su hijo y su pensamiento volaba hacia Ana María. Dentro de su
corazón, sabía que esos dos seres se amaban, pero se daba cuenta de la
imposibilidad de que progresara ese amor; en cuanto don Francisco se enterara
de los sentimientos de su hija, con toda seguridad haría desaparecer a Serafín.
No obstante, todos estos inconvenientes, en cuanto Ana María se recuperó, lo
que sus doctores decían haber conseguido gracias a su ciencia, empezó a salir a
la huerta a tomar un poco de sol y que su salud fuese mejorando cada día.
Don Francisco,
ya tranquilo al haber constatado la recuperación de la salud de su hija, volvió
a su trabajo normal, realizando viajes que duraban dos o tres semanas, tiempo
que Ana María y Serafín aprovechaban para verse por la mañana, en que el chamán
le contaba acerca de la situación que empezaba a darse en la Nueva España.
—Me preocupa
dejarte en la hacienda, ─argumentaba Serafín─ tanto los criollos, como los mestizos
y las castas, tienen gran rencor a los españoles y aunque nosotros sabemos que
tú misma eres criolla, todos te consideran española y no dudo que intentarían
asaltar la hacienda y tú podrías sufrir algún daño.
—No te
preocupes, querido mío, le susurraba amorosa la joven, que mi nana Juana no
permitiría que me hicieran daño, además, en caso de emergencia, siempre
tendríamos tiempo de llegar al subterráneo, que nos pondría a salvo cerca del
río.
—Pero
cuéntame, Serafín, ¿por qué es tanto rencor contra los españoles?
—Por lo que
me he ido dando cuenta, las causas son varias. Por parte de los criollos, es
porque no les dan acceso a ocupar los puestos de gobierno que ellos consideran
merecer. También las Encomiendas, no se las otorgan a los criollos, sino a los
españoles, que además han tenido mucha cercanía con la Corte en España. Los
criollos que desean esos cambios piden la restitución de Fernando VII al trono
de España y que nombre un rey para Nueva España; que este País sea autónomo
respecto de España, consideran que de esta forma terminarían con la supremacía
de los peninsulares.
—Por otra
parte, los indios, mestizos, mulatos, negros, lobos, zambos, albinos, coyotes,
salta pa’atrás y cuantas castas hay en Nueva España, ya no toleramos el estado
de esclavitud en que nos tienen; motivo por el cual se ha ido gestando un gran
descontento. A ti no te puedo engañar, niña mía, la razón de mi viaje a la Villa
de los Dolores, fue para encontrar a un sacerdote que está ayudando mucho a los
indios y castas; aunque él mismo, por ser criollo, pertenece a un grupo de
descontentos que desean lo que te he comentado; no obstante, yo pienso, por lo
que platicamos, de que en caso de levantamiento, no dudaría en apoyar el
movimiento de las castas.
Los jóvenes
enamorados siguieron viéndose cada día, enterándose Ana María de todos los
pormenores del trabajo de Serafín a favor de la causa de liberación de los indios;
así se enteró de la existencia de las cuevas de San Agustín y de las
disposiciones que Serafín y su padre, Anselmo, estaban tomando para hacer
acopio de armas y víveres y donde pensaban hacer cuartel general en esta zona.
Serafín
prometió que, en cuanto se iniciara la revuelta, lo que pasaría pronto, llevaría
a su madre y a Ana María a refugiarse en las cuevas; ofreció que, en tanto
estuviera a su alcance, ayudaría a su padre a ponerse a salvo, a fin de que
pudiera escapar rumbo a Veracruz, para embarcarse a Cuba o España.
También, de
serle posible, trataría de evitar que la hacienda fuese saqueada, aunque
recomendaba a su madre y a Ana María, que con mucho sigilo, fuesen llevando
cosas de valor al túnel de escape, nadie mas, fuera de ellos tres y los dos amigos
de Serafín, estaban en conocimiento de tal pasaje, por lo que podrían preservar
cosas de valor, alimentos y armas, en su momento las irían llevando a las
cuevas, donde podrían vivir mucho tiempo, en tanto se normalizaba la situación.
Muchas providencias había qué tomar y
poco tiempo quedaba, aunque eso ellos no lo sabían.
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