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LA CATACUMBA ROMANA

martes, 14 de julio de 2020

A TRAVÉS DE MI VENTANA


A TRAVÉS DE MI VENTANA

   Me Despierto temprano, son las seis de la mañana. Esto es extraño, no escucho a mi mamá que acostumbra cantar en la cocina en tanto prepara el desayuno. Tampoco oigo la voz de mi padre que apura a mi hermana para que desocupe el baño porque se le hace tarde para irse a trabajar.

   Me levanto, la mañana es fría, estamos en invierno, no debe tardar la primavera. La calle está en silencio. Me acerco y recorro la cortina. Nadie camina por la calle, debe ser temprano; el reloj luminoso indica las seis con cinco minutos… que raro. Tal vez mi hermana haya prendido la televisión, se escuchan las voces de los conductores en sonido de tono bajo… de pronto suben el volumen, escucho claro: 

«Por disposiciones de la Secretaría de Educación Pública se suspenden las clases en niveles de Primaria y Secundaria, las autoridades de salud se encuentran evaluando las posibilidades de que se esté presentando una epidemia de Coronavirus, similar a la que está ocurriendo en Europa, llevada a Italia por unos viajeros que habían estado en China».
«La ciudad de México ha recibido muchas visitas a los hospitales; hasta el momento hay veintisiete casos confirmados»

   Volví a mi cama, no a dormir, sino a esperar a que despertaran mis padres y hermana. Me puse a hojear un libro de la escuela, con su portada de colores y la mujer morena con la bandera patria. Pasé las hojas una a una, sin mirarlas; sin comprender esa soledad extraña para mí.
   El sol empezó a filtrarse en tímidos y opacos brillos en tanto la casa se llenaba de ruidos. El correr de agua, sonido que salía de las paredes del baño; aun en piyama salí de mi cuarto y me fui a la cocina en busca de mamá que entonaba casi en murmullos “Somos novios”, no recordaba el nombre del autor, pero mi madre acostumbraba a cantarla con frecuencia.

   ─Buenos días, mami, ¿se te hizo tarde?

   ─No, mi amor, me regalé unos minutos de flojera, como no hay clases, me dio pena despertarte.

   ─Mmm… ─murmuré en tanto tomaba un plátano y empecé a pelarlo─.

   Regresé a la estancia en tanto comía el dulce fruto. Me acerqué a la ventana y contemplé esa calle, triste tal vez, porque le hacían falta las carreras y risas de los chamacos que íbamos rumbo a la escuela. La sentí tan solitaria como empezaba a estar mi alma. Escuché que mi hermana pasó a la cocina sin dirigirme la palabra.

   Cuando mi padre llegó a la cocina, mamá me llamó:

   ─Pablito, vente a desayunar, amor, ya papá está sentado.

   De inmediato llegué a ocupar mi lugar, saludé a mi papá e hice un gesto a mi hermana, que me enseñó la lengua. Solo sonreí.

   ─Empieza el encierro, hijos, yo me voy a trabajar, pero les pido que se porten bien, no den molestias a su mamá. Hagan sus tareas, estudien un poco, jueguen y entiendan que no pueden salir a la calle. La amenaza de la enfermedad es seria, traten de llevar el encierro de la mejor manera. Procuraré venir a comer temprano.


   Han pasado las semanas y la amenaza creció. Una semana antes de las vacaciones de Semana Santa, luego de unos días en la escuela, volvieron a suspender las clases; esta vez sería durante un mes. Apenas ha transcurrido la primera semana y me parece que llevo toda la vida entre estas paredes. No puedo usar mi teléfono para chatear con mis amigos, por falta de pago tengo suspendido el servicio; mi padre es taxista y ha bajado el número de viajes, poca gente camina por las calles; el dinero escasea y mi padre no ha podido comprar tiempo aire, mi mundo se redujo a lo que puedo alcanzar a ver desde mi ventana.

   Por las mañanas, cuando alumbra el sol, nos sentamos cerca de las dos ventanas que ven a la calle y mi madre nos lee algún libro y los tres nos asoleamos unos minutos. Cerré los ojos para concentrarme en la lectura de mi madre.

    De pronto siento que me despiertan con brusquedad; abro los ojos alarmado y casi me desmayo. ¡No estoy en mi casa!, es un cuarto diferente, con una sola ventana y el techo es de tejas. Una mujer que no es mi mamá me dice que debemos irnos, no entiendo qué pasa; me levanto del banco en que estoy sentado y miro mi ropa, diferente a la mía, esta es de manta: un calzón y una camisa blancos. Colgado junto a la puerta está lo que supongo es mi sombrero, de palma y muy usado. Me lo pongo en tanto mi madre me arrastra hacia afuera. La calle es de tierra y otras mujeres cargan bultos y corren seguidas por sus chamacos. Entre jadeos por la carrera, pregunto a mi madre:

    ─¿Que pasa amá, que nos salimos pa’fuera a la carrera?

   ─Pos dicen que la peste ha llegao, que nos váyamos pal monte, tu tata nos buscará…

   Cuando llegamos al jacal de mi tata grande, el viejo salió a la carrera al escuchar los gritos de la gente que corría.

   ─!Ave María Purísima! ¿Pos qué te pasa Consuelo? ¿Qué ha pasao que vienes jalando al ñeto y a la carrera?

   

   Pasados unos días vi que mi tata grande se puso malo, le dieron las calenturas, como tercianas, pero tenía la tos muy juerte… hasta que se nos jue, lo envolvieron en un petate y entre mis tatas lo enterraron atrás del jacal… Aluego se jué la mama grande, de igual manera, a tose y tose y los calenturones. Mi mama nos puso unos chiquiadores de manteca y yerba santa y nos pusimos los escapularios y nos juimos los tres pal monte; jallamos una cueva y nos metimos pa dentro. Pasaron muchos días; mi tata salía con su jonda y regresaba con un conejo o liebre y algunas yerbas pa que mi mama las cociera y eso estuvimos comiendo… Mi tata empezó a toser y con calentura, pero no dejaba de salir pa buscar qué comer, yo miraba como se iba secando hasta que un día ya no regresó, se hizo de noche y nos dormimos sin comer, al amanecer, mi mama y yo nos juimos a buscarlo; lo jallamos entre unos mezquites, medio comido por los coyotes. Como pudimos yo y mi mama lo cubrimos con piedras pa que no se lo siguieran comiendo y llore y llore nos juimos mas pa’dentro del monte, lejos de la gente… solo Dios sabrá de nosotros…

   Sentí que me acariciaban una mejilla y abrí los ojos, miré los dulces ojos de mi madre y escuché su voz:

   ─Anda, dormilón, te quedaste dormido mientras leía, no te quise despertar… Es un poco temprano, pero vamos a la cocina, entre los tres prepararemos la comida.

   No sé qué haremos tantos días encerrados, pero nos dicen que es la forma de cuidarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los vecinos. Seguiré leyendo el libro que nos leía mamá, por cierto, se titula “El murmullo de las abejas”

Sergio A. Amaya Santamaría
4 de abril de 2020
Playas de Rosarito, B. C.
México


LA PANDEMIA DEL '18


La pandemia del ‘18

   Es un jueves por la tarde en el poblado El crucero; ha terminado el rezo del rosario y las beatas, sentadas en el suelo ante la falta de bancas, embozadas con sus rebozos, miran con ojos temerosos hacia la dolorosa imagen de la Virgen de la Piedad; sus azules ojos de vidrio parecen llorar. Don Emilio, el párroco y su monaguillo, trajinan en el presbiterio, preparan la Hora Santa; ambos llevan las boca y nariz cubiertas con paños morados. Las mujeres, de forma mecánica, rezan sus jaculatorias.
   Es el mes de mayo de 1918 y todos temen a lo que de manera coloquial llaman “la influencia disque española"; en los alrededores del poblado se habla de varios muertos, el último es Rosendo, el chivero de don Lucas, parece que lo hallaron muerto en su jacal. Ya las campanas llaman a difunto, el sonido gordo de la campana mayor parece aplastar el viento que baja del cerro del Garambullo y de ese mismo rumbo vienen tres hombres que fueron a buscar el cuerpo del difunto.
   Al Chendo lo envolvieron en su petate y lo echaron de través en el lomo de un borrico. El perro chivero de Rosendo camina triste a la sombra de su amo, así lo seguiría hasta la tumba, esperará hasta que vuelva.
   El viento llevaba los aromas del campo, polvo y yerba de distintos olores. Pero la gente temía que también llevara la peste, las calen-turas y los dolores de cabeza, insoportables y, al final, la muerte mis-ma; algunos vecinos permanecían en sus casas y ni las ventanas abrí-an, que decir ventanas es una exageración, los jacales, si acaso, tení-an un diminuto ventanuco.
   Se empezaron a escuchar murmullos y gente que camina; don Emi-lio, seguido por un monaguillo que porta una cubeta con agua bendi-ta y un ramo de flores blancas; detrás de ellos, el turiferario con el incensario y la naveta, esparcen los dulzones efluvios del incienso; el párroco impide que la comitiva acceda al templo, teme que se conta-gie la gente que se encuentra en el interior.
   Reza unas oraciones de su librito, toma el ramo de flores y asperja el cuerpo del difunto; enseguida recibe el incensario y sahúma el cuerpo, como deseando que esos santos olores se lleven también; las últimas disposiciones de las autoridades, que son en el sentido de cremar los cuerpos de los fallecidos por la epidemia; ni en el rancho ni en el Municipio hay crematorios, por lo que en el camposanto se acondicionó un espacio donde no puedan acercarse los deudos y en grandes hogueras se queman los cuerpos, lo que hace recordar los Autos de Fe de la antigüedad.
   Como los huesos no se queman fácil, los sepultureros los medio machacan y las cenizas y unos pocos residuos óseos se entregan a los deudos en rústicas cajas de madera; los que no pueden pagar la caja, se los llevan envueltos en lo que pueden para darles una cristiana se-pultura o conservarlos en el ara doméstica, junto al retrato de la abuela y las imágenes de sus devociones; una veladora hará las veces del pebetero que les dé la luz perpetua.
   ─!Castigo de Dios! ¡Arrepintámonos de nuestros pecados!  Hagamos penitencia y pidamos perdón al Señor.
   Don Emilio, que fue designado a ese tranquilo pueblecillo a ter-minar en calma su labor pastoral de toda su vida, pero el ser humano no sabe lo que encontrará al doblar la esquina. Muy duro se le hace cerrar las puertas del templo y dejar a esas buenas personas teme-rosas y sin un lugar a dónde orar para pedir a Dios y a todos los san-tos y vírgenes que detengan la plaga que los diezma a gran veloci-dad. Apenas con sus monaguillos y dos o tres invitados, el cura oficia una misa diaria por la mañana; por las tardes, en compañía de la mu-jer que le asiste y el marido de ella, rezan el santo rosario. La Lectio Divina que a solas realiza, es la fuente de donde saca fuerzas para se-guir en la labor. Tomadas las debidas precauciones sale a llevar los Santos Óleos a quien les son menester.
   De a poco empiezan a llegar brigadas sanitarias para hacer reco-mendaciones higiénicas a los pobladores que, como muertos que se asoman del sepulcro, abren el ventanuco de su vivienda para escu-char a esos fuereños que les dicen que se deben lavar las manos con frecuencia y que no hagan reuniones. Los que les escuchan piensan «que nos lávenos las manos y con qué agua si tenemos qu’ir a sacarla al río o la toma pública cuando haiga»
   En cada casa ya falta alguien que la guerra revolucionaria se llevó. Chamacos que crecieron huérfanos y ahora ven con temor que sus madres o abuelas están en riesgo, lo que los dejaría solos en la vida.
   Las noticias vuelan y las malas son mas veloces: 
─¡Que el padrecito Emilio ya está apestao! ─afirma una mujer─ Dicen que ya tiene las calenturas. Ni la Gertrudis le quiere llevar un taco, pos tiene bien harto miedo.

   A los pocos días, la campana gorda del templo llama a difunto, es por don Emilio, el santo viejecito que hasta el último día que tuvo fuerzas cumplió con la promesa que hizo a Dios hace casi sesenta años. De acuerdo con los ordenamientos, un carromato llegó a levan-tar el cuerpo del sacerdote, que dejaron a la puerta de su vivienda, envuelto en una cobija barata; sería llevado al cementerio para ser quemado junto con los fallecidos esa noche. Si alguien le lloró, lo hizo dentro de su casa, sus huesos y cenizas terminaron en la fosa común. Rumbo hacia donde sale el sol, se ve el terreno sembrado de cruces; unas rústicas de madera bruta y algunas de cemento; no falta la de granito, blanco y pulido. En un rincón sin cruz, solo un letrero pintado por el sepulturero en una tabla: 

“Foza común, donde sentierran los difuntos muertos”

Sergio A. Amaya Santamaría
Junio 24 de 2020
Playas de Rosarito, B. C.