La pandemia del ‘18
Es un jueves por la tarde en el poblado El crucero; ha
terminado el rezo del rosario y las beatas, sentadas en el suelo ante la falta
de bancas, embozadas con sus rebozos, miran con ojos temerosos hacia la
dolorosa imagen de la Virgen de la Piedad; sus azules ojos de vidrio parecen
llorar. Don Emilio, el párroco y su monaguillo, trajinan en el presbiterio, preparan la Hora Santa; ambos llevan las boca y nariz cubiertas con paños morados. Las
mujeres, de forma mecánica, rezan sus jaculatorias.
Es el mes de mayo de 1918 y todos temen a lo que de manera
coloquial llaman “la influencia disque española"; en los alrededores del
poblado se habla de varios muertos, el último es Rosendo, el chivero de don
Lucas, parece que lo hallaron muerto en su jacal. Ya las campanas llaman a
difunto, el sonido gordo de la campana mayor parece aplastar el viento que baja
del cerro del Garambullo y de ese mismo rumbo vienen tres hombres que fueron a
buscar el cuerpo del difunto.
Al Chendo lo envolvieron en su petate y lo echaron de través
en el lomo de un borrico. El perro chivero de Rosendo camina triste a la sombra de su amo, así lo seguiría hasta la tumba, esperará hasta que vuelva.
El viento llevaba los aromas del campo, polvo y yerba de
distintos olores. Pero la gente temía que también llevara la peste, las
calen-turas y los dolores de cabeza, insoportables y, al final, la muerte mis-ma;
algunos vecinos permanecían en sus casas y ni las ventanas abrí-an, que decir ventanas
es una exageración, los jacales, si acaso, tení-an un diminuto ventanuco.
Se empezaron a escuchar murmullos y gente que camina; don
Emi-lio, seguido por un monaguillo que porta una cubeta con agua bendi-ta y un
ramo de flores blancas; detrás de ellos, el turiferario con el incensario y la naveta,
esparcen los dulzones efluvios del incienso; el párroco impide que la
comitiva acceda al templo, teme que se conta-gie la gente que se encuentra en el
interior.
Reza unas oraciones de su librito, toma el ramo de
flores y asperja el cuerpo del difunto; enseguida recibe el incensario y sahúma
el cuerpo, como deseando que esos santos olores se lleven también; las últimas
disposiciones de las autoridades, que son en el sentido de cremar los cuerpos de
los fallecidos por la epidemia; ni en el rancho ni en el Municipio hay
crematorios, por lo que en el camposanto se acondicionó un espacio donde no
puedan acercarse los deudos y en grandes hogueras se queman los cuerpos, lo que hace recordar los Autos de Fe de la antigüedad.
Como los huesos no se queman fácil, los sepultureros los
medio machacan y las cenizas y unos pocos residuos óseos se entregan a los
deudos en rústicas cajas de madera; los que no pueden pagar la caja, se los
llevan envueltos en lo que pueden para darles una cristiana se-pultura o
conservarlos en el ara doméstica, junto al retrato de la abuela y las imágenes de
sus devociones; una veladora hará las veces del pebetero que les dé la luz
perpetua.
─!Castigo de Dios! ¡Arrepintámonos de nuestros pecados! Hagamos penitencia y pidamos perdón al Señor.
Don Emilio, que fue designado a ese tranquilo pueblecillo a
ter-minar en calma su labor pastoral de toda su vida, pero el ser humano no sabe lo que encontrará al doblar la esquina. Muy duro se le hace cerrar las puertas
del templo y dejar a esas buenas personas teme-rosas y sin un lugar a dónde orar
para pedir a Dios y a todos los san-tos y vírgenes que detengan la plaga que los diezma a gran veloci-dad. Apenas con sus monaguillos y dos o tres invitados,
el cura oficia una misa diaria por la mañana; por las tardes, en compañía de la
mu-jer que le asiste y el marido de ella, rezan el santo rosario. La Lectio
Divina que a solas realiza, es la fuente de donde saca fuerzas para se-guir en
la labor. Tomadas las debidas precauciones sale a llevar los Santos Óleos a quien les
son menester.
De a poco empiezan a llegar brigadas sanitarias para hacer
reco-mendaciones higiénicas a los pobladores que, como muertos que se asoman del
sepulcro, abren el ventanuco de su vivienda para escu-char a esos fuereños
que les dicen que se deben lavar las manos con frecuencia y que no hagan
reuniones. Los que les escuchan piensan «que
nos lávenos las manos y con qué agua si tenemos qu’ir a sacarla al río o la
toma pública cuando haiga»
En cada casa ya falta alguien que la guerra revolucionaria se
llevó. Chamacos que crecieron huérfanos y ahora ven con temor que sus madres o
abuelas están en riesgo, lo que los dejaría solos en la vida.
Las noticias vuelan y las malas son mas veloces:
─¡Que el
padrecito Emilio ya está apestao! ─afirma una mujer─ Dicen que ya tiene las calenturas. Ni la
Gertrudis le quiere llevar un taco, pos tiene bien harto miedo.
A los pocos días, la campana gorda del templo llama a
difunto, es por don Emilio, el santo viejecito que hasta el último día que tuvo
fuerzas cumplió con la promesa que hizo a Dios hace casi sesenta años.
De acuerdo con los ordenamientos, un carromato llegó a levan-tar el cuerpo del
sacerdote, que dejaron a la puerta de su vivienda, envuelto en una cobija
barata; sería llevado al cementerio para ser quemado junto con los fallecidos
esa noche. Si alguien le lloró, lo hizo dentro de su casa, sus huesos y cenizas
terminaron en la fosa común. Rumbo hacia donde sale el sol, se ve el terreno
sembrado de cruces; unas rústicas de madera bruta y algunas de cemento; no
falta la de granito, blanco y pulido. En un rincón sin cruz, solo un letrero
pintado por el sepulturero en una tabla:
“Foza común, donde sentierran los
difuntos muertos”
Sergio A. Amaya
Santamaría
Junio 24 de 2020
Playas de Rosarito, B.
C.
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