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LA CATACUMBA ROMANA

martes, 14 de julio de 2020

LA PANDEMIA DEL '18


La pandemia del ‘18

   Es un jueves por la tarde en el poblado El crucero; ha terminado el rezo del rosario y las beatas, sentadas en el suelo ante la falta de bancas, embozadas con sus rebozos, miran con ojos temerosos hacia la dolorosa imagen de la Virgen de la Piedad; sus azules ojos de vidrio parecen llorar. Don Emilio, el párroco y su monaguillo, trajinan en el presbiterio, preparan la Hora Santa; ambos llevan las boca y nariz cubiertas con paños morados. Las mujeres, de forma mecánica, rezan sus jaculatorias.
   Es el mes de mayo de 1918 y todos temen a lo que de manera coloquial llaman “la influencia disque española"; en los alrededores del poblado se habla de varios muertos, el último es Rosendo, el chivero de don Lucas, parece que lo hallaron muerto en su jacal. Ya las campanas llaman a difunto, el sonido gordo de la campana mayor parece aplastar el viento que baja del cerro del Garambullo y de ese mismo rumbo vienen tres hombres que fueron a buscar el cuerpo del difunto.
   Al Chendo lo envolvieron en su petate y lo echaron de través en el lomo de un borrico. El perro chivero de Rosendo camina triste a la sombra de su amo, así lo seguiría hasta la tumba, esperará hasta que vuelva.
   El viento llevaba los aromas del campo, polvo y yerba de distintos olores. Pero la gente temía que también llevara la peste, las calen-turas y los dolores de cabeza, insoportables y, al final, la muerte mis-ma; algunos vecinos permanecían en sus casas y ni las ventanas abrí-an, que decir ventanas es una exageración, los jacales, si acaso, tení-an un diminuto ventanuco.
   Se empezaron a escuchar murmullos y gente que camina; don Emi-lio, seguido por un monaguillo que porta una cubeta con agua bendi-ta y un ramo de flores blancas; detrás de ellos, el turiferario con el incensario y la naveta, esparcen los dulzones efluvios del incienso; el párroco impide que la comitiva acceda al templo, teme que se conta-gie la gente que se encuentra en el interior.
   Reza unas oraciones de su librito, toma el ramo de flores y asperja el cuerpo del difunto; enseguida recibe el incensario y sahúma el cuerpo, como deseando que esos santos olores se lleven también; las últimas disposiciones de las autoridades, que son en el sentido de cremar los cuerpos de los fallecidos por la epidemia; ni en el rancho ni en el Municipio hay crematorios, por lo que en el camposanto se acondicionó un espacio donde no puedan acercarse los deudos y en grandes hogueras se queman los cuerpos, lo que hace recordar los Autos de Fe de la antigüedad.
   Como los huesos no se queman fácil, los sepultureros los medio machacan y las cenizas y unos pocos residuos óseos se entregan a los deudos en rústicas cajas de madera; los que no pueden pagar la caja, se los llevan envueltos en lo que pueden para darles una cristiana se-pultura o conservarlos en el ara doméstica, junto al retrato de la abuela y las imágenes de sus devociones; una veladora hará las veces del pebetero que les dé la luz perpetua.
   ─!Castigo de Dios! ¡Arrepintámonos de nuestros pecados!  Hagamos penitencia y pidamos perdón al Señor.
   Don Emilio, que fue designado a ese tranquilo pueblecillo a ter-minar en calma su labor pastoral de toda su vida, pero el ser humano no sabe lo que encontrará al doblar la esquina. Muy duro se le hace cerrar las puertas del templo y dejar a esas buenas personas teme-rosas y sin un lugar a dónde orar para pedir a Dios y a todos los san-tos y vírgenes que detengan la plaga que los diezma a gran veloci-dad. Apenas con sus monaguillos y dos o tres invitados, el cura oficia una misa diaria por la mañana; por las tardes, en compañía de la mu-jer que le asiste y el marido de ella, rezan el santo rosario. La Lectio Divina que a solas realiza, es la fuente de donde saca fuerzas para se-guir en la labor. Tomadas las debidas precauciones sale a llevar los Santos Óleos a quien les son menester.
   De a poco empiezan a llegar brigadas sanitarias para hacer reco-mendaciones higiénicas a los pobladores que, como muertos que se asoman del sepulcro, abren el ventanuco de su vivienda para escu-char a esos fuereños que les dicen que se deben lavar las manos con frecuencia y que no hagan reuniones. Los que les escuchan piensan «que nos lávenos las manos y con qué agua si tenemos qu’ir a sacarla al río o la toma pública cuando haiga»
   En cada casa ya falta alguien que la guerra revolucionaria se llevó. Chamacos que crecieron huérfanos y ahora ven con temor que sus madres o abuelas están en riesgo, lo que los dejaría solos en la vida.
   Las noticias vuelan y las malas son mas veloces: 
─¡Que el padrecito Emilio ya está apestao! ─afirma una mujer─ Dicen que ya tiene las calenturas. Ni la Gertrudis le quiere llevar un taco, pos tiene bien harto miedo.

   A los pocos días, la campana gorda del templo llama a difunto, es por don Emilio, el santo viejecito que hasta el último día que tuvo fuerzas cumplió con la promesa que hizo a Dios hace casi sesenta años. De acuerdo con los ordenamientos, un carromato llegó a levan-tar el cuerpo del sacerdote, que dejaron a la puerta de su vivienda, envuelto en una cobija barata; sería llevado al cementerio para ser quemado junto con los fallecidos esa noche. Si alguien le lloró, lo hizo dentro de su casa, sus huesos y cenizas terminaron en la fosa común. Rumbo hacia donde sale el sol, se ve el terreno sembrado de cruces; unas rústicas de madera bruta y algunas de cemento; no falta la de granito, blanco y pulido. En un rincón sin cruz, solo un letrero pintado por el sepulturero en una tabla: 

“Foza común, donde sentierran los difuntos muertos”

Sergio A. Amaya Santamaría
Junio 24 de 2020
Playas de Rosarito, B. C.

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