Las grutas de la libertad
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Sergio A. Amaya Santamaría
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Sin duda, la
historia de los pueblos se encuentra en la memoria de los viejos; aderezadas
con sus fantasías, pero con un gran contenido de verdad.
Inicia la aventura
La mañana era luminosa, la primavera entraba radiante a la
Ciudad de México, el Ing. José Fortuna salía muy satisfecho de las oficinas de
la Comisión Constructora, le acababan de asignar su primer contrato, no
era algo grande, pero era su primera obra y eso era bueno. La obra era una rehabilitación de un sistema
de agua potable de un pequeño poblado de nombre Puruagua, Municipio de
Jerécuaro en el Estado de Guanajuato.
El Rejalgar
Al día siguiente de nuestra llegada, acompañados por el Señor Ortiz, don
Lupe, maestro de obra y algunas otras personas, nos fuimos en busca del famoso
manantial llamado “El rejalgar”.
Empezamos a subir la ladera, a media mañana seguíamos un pequeño
camino de herradura; en ocasiones la pendiente era suave, pero en algunos
lugares se hacía mas pronunciada, cruzamos dos pequeñas barrancas, como de seis
metros de profundidad y unos dieciocho a veinte de ancho, el ambiente olía
fresco, limpio y la brisa entre la arboleda era agradable. Grandes pinos y
oyameles dominaban el paisaje, se podía
ver una conducción de agua hecha con tubos de barro; nuestros guías nos comentaron
que esa obra fue realizada en tiempos de la Colonia y era la que llevaba el
agua a la hacienda; en algún lugar se perdía el suministro, tal vez filtrándose
a los mantos inferiores del cerro.
Con el sol en el zenit, llegamos al manantial llamado El Rejalgar, denominado así por ser el nombre que
le daban a una planta que en otras zonas se conoce como “hoja elegante”. Planta
de tallos gruesos y hojas grandes, por lo que en inglés le denominan Elephant's
Ear.
Nos rodea un ambiente distinto al vivido en otros sitios, cuando las
personas que habíamos subido guardamos silencio o hablábamos en voz baja, como
dentro de un templo, la naturaleza nos envolvía: Era el mítico Edén. Se escuchaba
correr del agua, que manaba, sigiloso, del vientre generoso de la tierra; el viento
entre las ramas de los centenarios árboles nos hacía caricias en los sudados
rostros. Hay enormes pinos; robustos oyameles; alguna variedad de robles de
rojos troncos y brillantes hojas. Una ardilla corretea despreocupada entre los
árboles, luego trepa con asombrosa velocidad al tronco de un pino y se pierde
entre el follaje, aparece poco después en una alta rama, cerca de donde se
encuentra una bellota. El cielo es de un azul extraordinario y breves nubes se
deslizan, como empujadas por el suave dedo de un infante. El afloramiento de agua es pequeño, brota entre algunas rocas; pendiente arriba, hay un gran sembradío de esta decorativa
planta, bajo las cuales fluye el agua que se dispersa colina abajo.
Este era el motivo de encontrarme en ese hermoso sitio; no obstante, lo que
conocí en ese pueblo, de boca de los ancianos, fue lo que de ellos aprendí.
La historia
Los pueblos pequeños de México y creo de todo el mundo, siempre tienen historias
y leyendas que se van pasando, por tradición oral; de padres a hijos, de una generación
a la siguiente; de edad en edad. Puruagua no podía ser la excepción. Entre mas
antigua es la población, mas posibilidades hay de que se cuenten historias; algunas
de ellas podrían tener una parte de verdad, pero se han aderezado con la
sal y pimienta que le han puesto los cronistas de las diferentes épocas.
Aunque Puruagua es de origen prehispánico, fue sometida a la Corona de
España por el indígena evangelizador Nicolás San Luís de Montañés, durante el
último cuarto del Siglo XVI y se tiene constancia de que en 1631 pertenecía a
don García del Castillo; tiempo hay de sobra para tejer cualquier cantidad de
historias.
En aquellos tiempos las tierras de la hacienda comprendían veinticinco
mil hectáreas. ¿Que son muchas? ¡muchísimas! Recordemos que en tiempos de
la Colonia se otorgaban las encomiendas y estas incluían tierras, pueblos y
habitantes, como es el caso que nos ocupa; en 1530 se entregó a Ruy Sotomayor
el sur de Guanajuato como encomienda, incluía: Acámbaro, Jerécuaro,
Puruagua, Puruagüita, Chupícuaro Puriantzícuaro y otros pueblos mas antiguos;
se estima que había alrededor de dos mil quinientos habitantes, entre
purépechas, otomíes y pames, siendo la mayoría purépechas; al paso de los siglos
esta extensión disminuyó, al grado de que al final del reparto agrario, a
Puruagua le quedaron solo doce hectáreas, mas lo que era la “Casa grande”, que
es lo que en la actualidad podemos admirar.
Es una hermosa construcción de tipo Neoclásico, tal vez producto de las
remodelaciones hechas en el siglo XIX; de amplios corredores y grandes patios.
En ese ambiente, pero en el siglo XVIII, cuando aun la hacienda cuenta con
miles de hectáreas, se desarrolla la historia que me relataron durante muchas
noches de plática amena, con la hospitalaria gente de tan agradable lugar.
Don Tomás Alvírez, hombre de unos ochenta años, quien había sido caporal
de la hacienda, antes de la expropiación de las tierras, fue uno de los
relatores. Estaba también don Silvestre Benítez, que trabajó como peón hasta
que le aguantaron las fuerzas. Las personas se encontraban sentadas en el suelo
y en las bancas de cemento adosadas al muro del portal, al vernos llegar, se
levantó don Lupe a saludarnos:
—Ingeniero Fortuna, buenas noches, quiero que conozca a estas
personas, estos dos hombres, ─señaló a los dos ancianos─ son
importantes en el pueblo y buenos contadores de historias. Como no tenemos nada
qué hacer por las noches, nos juntamos con ellos y nunca falta una historia qué
conocer.
—Gracias, don Lupe. Buenas noches, señores, soy el ingeniero José
Fortuna, ya todos saben el por qué de nuestra presencia entre ustedes.
—Mucho gusto, ingeniero ─repuso don Tomás─, claro que estamos enteraos,
le agradecemos que venga a trabajar a nuestro pueblo y sepa usté que aquí tiene
buenos amigos.
—Desde luego que sí ─contestó don Silvestre─, tamos pa'servirle a usté y
si quere escuchar nuestras “charras”, pos no tiene mas que sentarse aquí y
'tonces conocerá lo que's el pueblo.
—Les agradecemos su invitación y desde luego que nos gustará escuchar sus
recuerdos; estos pueblos viejos siempre tienen historias y leyendas que no
están escritas en ningún libro.
Hablamos de una cosa y otra y se llegó en las historias no
escritas, que personas de edad, conservaban en sus memorias y transmitían a sus
descendientes. Relatan los viejos:
“En aquellos
lejanos tiempos, el propietario era Don Francisco de Urzúa, quien, además de
ser un hombre bastante rico y poderoso, era también un hombre solitario. En ese
tiempo de cuarenta y cinco años. Había quedado viudo a la edad de veintiocho,
cuando su esposa murió al dar a luz a una niña; su primera y única hija, a
quien por temor de que muriese el capellán de la hacienda, el padre José
de Castillejas bautizó con el nombre de Ana María.
Don Francisco no
volvió a casarse, amaba en la hija el recuerdo de la esposa fallecida. El
hombre tenía dos debilidades en la vida: Su hija, a la que cuidaba y rodeaba de
toda clase de comodidades y lujos y el cuidado de su hacienda, la que, por
medio de varios capataces hacía producir, a fin de darle a su hija el nivel de
vida de una reina. Cuando murió la esposa, don Francisco buscó entre la peonada
una mujer que estuviera criando, a fin de que fuese la nodriza de su hija; no aceptó
a cualquier mujer, buscó una que no tuviera mas de veinticinco años y que fuese
primeriza; de esa forma aseguraba que su hija recibiría una lactancia de la
mejor calidad; además, se cercioró de que la joven fuese sana y de buena
presencia; tendría que llevarla a vivir a la hacienda y no quería que diera un
mal aspecto a su lujosa casa. La consideraba poco más que un nuevo mueble. La
nodriza se llamaba Juana Cisneros y el niño recién nacido, había sido bautizado
con el nombre de Serafín; el padre del chiquillo era un peón de nombre Anselmo
Casimiro, aunque él no era importante para los fines de don Francisco, el
hombre se quedaría a trabajar en su propio pueblo.
Don Francisco daba cuidado personal a toda su encomienda,
por lo que se pasaba grandes temporadas fuera de su casa, dejaba a su amada
hija al cuidado de Juana Cisneros, la nodriza. Esta india era una mujer más
alta que el promedio, esbelta y de buen cuerpo y bellas facciones; Anselmo, su
marido, estaba enamorado de ella. Juana era hija de un principal de su pueblo don
Tobías Cisneros, hombre muy respetado; por su parte, Anselmo, también era hijo
de un hombre importante, el chamán de esa zona; ambas familias eran de Chupícuaro.
Anselmo era también un hombre de buen porte y cuerpo fuerte y musculoso, al que
seguía un grupo de amigos, peones igual que él; don Francisco no hizo uso de su
derecho de pernada; no quiso dar lugar a malas querencias, había tantas
indias bonitas de quienes disponer a su antojo. La gente hablaba de que en sus
tierras había muchos niños blancos, de ojos cafés y cabello castaño, medio
rizado, distinto a los rasgos característicos de los pobladores de la región.
El encomendero
siempre se hacía acompañar de un capataz de nombre Diódoro Garfias, un mestizo
de mirada torva y trato cruel, todos le tenían miedo; se decía que había matado
a varios hombres que se opusieron a sus órdenes; cuando la falta había sido
grave, los había dejado sepultados en un agujero, con la cabeza de fuera y
untados de miel, para que fuesen comidos por las hormigas.
A ciencia cierta
nadie había visto tal castigo; algunos decían que había sido por Jerécuaro,
otros que por Tarandacuao. Había alguno que decía haber ocurrido en lo alto del
cerro, otros que cerca del río; en lo que todos coincidían era en que el hombre
era un hijo del diablo y había que tener cuidado de él. No faltaba el incrédulo
que aseguraba que esas eran historias que el mismo Diódoro hacía correr “pa meterle
miedo a los tarugos” Por sí o por no, la gente se cuidaba de contradecir al
cruel capataz.
Este singular
personaje había venido al mundo por el rumbo de Pénjamo y era hijo de una india
de nombre Camila y del hijo de un hacendado del rumbo, nunca reconoció al
chamaco; vivió señalado por sus facciones medio blancas; viviendo en el jacal,
junto a su madre, visto siempre como el bastardo del hijo del patrón. Su madre
nunca quiso decirle quien había sido el desgraciado que la había violado. Conociendo
el carácter violento del muchacho, temía que fuese a cometer una locura contra
su propio padre, que, además de que lo condenaría al infierno la justicia de
Dios y lo llevaría a la cárcel y a la muerte la justicia de los hombres.
Camila siempre
vivió amargada, no hubo hombre que se interesara por ella; decían “ta marcada,
ni quen la quera asina” Cuando el muchacho cumplió los quince años, alcanzó una
estatura mayor que sus vecinos, desarrollando un cuerpo mas musculoso. Era un
chamaco resentido con todos y con todo, a la menor provocación empezaba a
soltar puñetazos y ya había roto varias narices, por lo que los muchachos de su
edad se cuidaban de enfrentarse con él. En cierta ocasión que el capataz
pretendió cintarearlo, Diódoro golpeó con una piedra al abusivo y se tiró al
monte. Nunca mas volvió a su rancho; tiempo después se enteró que al capataz le
habían dado unas puntadas en la cabeza y luego de una semana había vuelto, pero
ya era menos abusivo con la peonada.
De Camila, su
madre, nunca volvió a saber, Diódoro se fue rumbo al sur y así llegó a
Jerécuaro, donde don Francisco lo conoció en una riña con dos indios, a los que
pudo contener casi sin esfuerzo. La guardia de Lanceros se lo llevó a los
calabozos por pendenciero, de donde lo sacó don Francisco para llevarlo como capataz
a su hacienda; le agradaban los hombres recios para someter a sus indios.
Don Francisco de
Urzúa, nació en Madrid, hijo de un rico fabricante de telas originario de
Barcelona. Creció entre personas ligadas a la Corte, lleno de lujos y
privilegios. Asistió a clases con los mas reconocidos preceptores de la Corte
y, desde luego, estudió en las mejores Universidades de España.
Cuando hubo la
posibilidad de irse a Nueva España, su padre no dudó en buscar una
recomendación del Rey, a fin de que le dieran una buena oportunidad a su hijo,
logrando que le concedieran una importante Encomienda. Así fue como llegó a Puruagua.
Acostumbrado como estaba a ser servido, desde un principio dejó bien claro
quien era el amo.
Sus obligaciones
como encomendero eran el cuidado y atención de las cosas materiales de la gente
que viviera en su encomienda, así como la evangelización necesaria para
llevarlos a la verdadera religión y al conocimiento de Dios y su Hijo
Jesucristo. Para ello solicitó el auxilio de la Orden de Agustinos que ya
estaban en Acámbaro, de donde le enviaron a fray José de Castillejas, como capellán
y encargado del adoctrinamiento de los pueblos incluidos en la Encomienda. El padre
Castillejas llegó acompañado de cinco monjes Agustinos, repartiéndolos en los
principales pueblos del territorio. Aún con la Ley de Burgos emitida en 1512,
en la que se dejaba claro que “el indio era libre y que si trabajaba debería
recibir una retribución justa”, los encomenderos actuaban bajo su libre
albedrío, esclavizando a los naturales a fin de obtener los mayores beneficios
en el menor tiempo posible.
Don Francisco era
un patrón despótico, que no acostumbraba a hablar con sus indios, solo se dirigía
a Diódoro o a alguno de los religiosos. En la hacienda hablaba con Juana, la
nodriza de su hija y con la sirvienta que le atendía en la casa, Juvencia, una
anciana indígena que le habían heredado cuando recibió la Encomienda; nadie le
conocía familia y ella no recordaba ni los nombres de sus padres, desde muy
pequeña había sido criada en la hacienda.
Juvencia ordenaba a los sirvientes, organizaba
la cocina y atendía ella misma la limpieza de las habitaciones de don Francisco
y su hija Ana María. La anciana tenía las llaves de la despensa y era en la
única persona que tenía cierta confianza don Francisco; no es que le tuviera algún
afecto, pero le daba un trato un poco por arriba de sus animales. Juvencia era
un alma simple, en ella no había maldad, pero tampoco se encontraba amor; nunca
lo había recibido, por lo que no sabía expresarlo. Cuidaba con esmero a la niña
Ana María, pero no le sentía ningún afecto.
La niña era feliz con Juana, su
nodriza era de trato muy dulce y tierno con sus dos niños. Como el amo se
encontraba fuera la mayor parte del tiempo, la única familia que trataba la
niña, eran Juana y Serafín, a quien veía como un hermano mayor. Durante el día,
la nodriza los dormía juntos, pues no quería desprenderse de la niña; solo por
la noche permitía que Juvencia se la llevara a su habitación; la vieja dormía
en el suelo, a la entrada de la puerta del cuarto de Ana María. Cuando el amo
volvía de sus largas excursiones de trabajo, miraba con aprobación que la fiel
Juvencia durmiera a la puerta de la habitación, como un fiel perro.
El tiempo fue
pasando, la niña empezó a recibir clases de un preceptor venido de la Ciudad de
México, fray Joaquín de Salanueva, religioso Jesuita con fama de hombre sabio y
buen maestro; le enseñaba las primeras letras y la Historia Sagrada. Por
tratarse su pupila de una mujer, el religioso se hizo acompañar por una monja: sor
María del Refugio, que haría las veces de dama de compañía de la niña; no era bien
visto que un hombre, por muy fraile que fuera, diese la clase a solas a una
señorita.
A la niña se le
hacían largas las horas que pasaba en el estudio con fray Joaquín, siempre a la
vista de la monja, que durante la clase leía su breviario. La niña se daba
cuenta que su “hermano” Serafín la vigilaba espiando por una ventana, lo que a
Ana María se le hacía bueno; los niños se hacían muecas y visajes, haciéndose
menos pesado el tiempo de estudio. Cuando la niña aprendió a leer, se fueron
incrementando las horas de estudio; entonces don Francisco llevó a un maestro
de música para que aleccionara a la niña a tocar el piano.
Largas y tediosas eran
las horas que pasaba frente al piano, intentando entender lo que el maestro
trataba de enseñarle; parecía imposible, Ana María no estaba dotada del fino
oído de los músicos, siéndole imposible diferenciar entre un do y un fa; por lo
que el maestro, aún en contra de su voluntad, ya que el estipendio era
generoso, tuvo que renunciar a la enseñanza de la chica, por temor de quedar en
entredicho en su calidad de mentor. Don Francisco no se amilanó, estaba deseoso
de que su hija recibiera la mejor educación. Contrató a un grupo de música de
cuerdas para que, cada semana dieran recitales en el salón de su casa.
A fin de hacer mas
atractivo el momento a su hija, don Francisco enviaba invitaciones para que sus
amigos de los alrededores acudieran con sus hijos a las veladas musicales.
Dichas reuniones se fueron haciendo una costumbre que acercaba a los hijos de
los encomenderos y principales a reunirse con sus pares, de donde podían surgir
ventajosos matrimonios y jugosas alianzas.
No obstante, la
vida para Ana María y Serafín se fue haciendo mas pesada; ya no podían corretear
por la casa y Juana, la nodriza, temía que en cualquier momento don Francisco
la regresara a trabajar al rancho; se le hacía que dejaba un pedazo de su corazón,
tanto así había llegado a amar a esa hija de crianza que Dios le había
obsequiado. La realidad era que don Francisco ni se acordaba de que había
contratado a esa nodriza, si acaso la miraba, era como si hubiera visto una
maceta o una banca que siempre ha visto por su casa.
Por aquellos
tiempos, cuando la niña cumplió los catorce años, convirtiéndose en una bella
mujercita, vivo retrato de su madre: Cabellos dorados como rayos de sol, ojos
azules y una tez tersa como de marfil. Su carácter era alegre y noble, siempre
dispuesta a ayudar a cualquier persona, sin reparar en condiciones sociales o raciales;
se podría decir que eso lo había mamado de Juana. Cuando miraba que Serafín
necesitaba una camisa, o que su calzón presentaba algún desgarrón, le pedía a
la vieja Juvencia que le comprara ropa nueva, lo que la sirvienta hacía sin
mostrar ningún asombro. Pero había unos ojos que la vigilaban desde la sombra
de las ventanas, sor María del Refugio, pendiente siempre de quién se acercara
a la joven. Las clases de latín, aritmética y geometría, así como lógica y retórica
se las seguía impartiendo el padre de Salanueva, con la monja siempre presente,
como un candelabro mas en la estancia, pero sin perder detalle de los
movimientos del religioso; que a veces se sentía molesto de tanto escrutinio,
pero bien sabía que era lo mejor, ante la malicia de las lenguas de los indios.
Las reuniones de
música se celebraban los sábados, después del rezo del Rosario. Por lo general
estaba presente don Francisco, aunque algunas veces llegó a faltar por
encontrarse en los sitios mas alejados de sus tierras. Asistían familias
completas; todos deseaban quedar bien con don Francisco, ya que conocían la
influencia que el señor de Urzúa tenía en la Corte, tanto en la Ciudad de
México, como en España.
De los jóvenes
asistentes, había uno en especial, don Fermín de Bustos, joven de diez y seis
años, hijo primogénito de un rico minero de Guanajuato, quien estando de
vacaciones con unos parientes de Acámbaro, había sido invitado a una de las
reuniones, quedando prendado en el acto de la bella anfitriona. A fin de no
retirarse de las cercanías de su amada, don Fermín pidió a su padre que le
permitiera pasar una temporada en las tierras de su tío, para aprender la
administración de la hacienda, lo que al padre le pareció muy oportuno; los
beneficios de la minería se podrían invertir en tierras productivas. Ya con el
permiso de su padre, el joven Fermín se convirtió en asiduo asistente a las
amenas veladas musicales.
Los ojos
vigilantes de sor María del Refugio no dejaron pasar la presencia del joven
pretendiente, comunicándolo de inmediato a Don Francisco, quien conocedor del
apellido y de las actividades familiares del joven, no puso ningún reparo;
antes bien, vio con buenos ojos la posibilidad de unir lo apellidos y los
negocios familiares. Ya tendrían tiempo de enterarse de las verdaderas
intenciones del muchacho.
Tampoco para
Serafín había pasado desapercibida la presencia del joven Bustos, llenando de
celos su corazón; no obstante que su trato con Ana María seguía siendo el
mismo, unidos por el amor de hermanos, cuando menos por el lado de la joven. Serafín
ya la miraba con ojos de hombre y de hombre enamorado. Mucho le había dicho su
madre que esa niña no era para él; no podía dejar de lado el hecho de que solo
era hijo de la nodriza de Ana María.
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