<a href="https://www.safecreative.org/user/1002200130593"></a>

LA CATACUMBA ROMANA

martes, 21 de julio de 2020

La cristiada


La Cristiada  


   Un grupo de campesinos platicaba, como todas las tardes y hasta el anochecer, de sus diarios aconteceres y de algunos problemas que eran comunes a los pobladores del rancho. Que si la sequía ya se prolongaba demasiado. Que si la lluvia era mucha, o poca o a destiempo. Que el agua del jagüey ya casi se agotaba. En fin, problemas comunes que a todos preocupaban; la actividad del pueblo era la agricultura de temporal; unos pocos, además, tenían algún hato de cabras; algunos burros y los bueyes necesarios para trabajar las tierras.
   Corría el año de 1926, principios del mes de mayo; apenas tenía dos años en el poder y Plutarco Elías Calles, alias El Turco, hizo una modificación al Artículo 130 de la Constitución expedida en 1917; mediante tal modificación, limitaba las manifestaciones religiosas con el fin de contar con instrumentos más precisos para ejercer los controles que la Constitución determinaba. Esto tenía muy molesto al clero nacional y a los fieles, quienes sumaban esta preocupación a sus diarias tareas.
  –Pos cómo la ven, quesque El Turco quere que los padrecitos ya no digan misa ─dijo Dámaso Barraza, un hombre de respeto en el rancho.
   –Pos yo no sé qué haiga molestao al hombre, pos si ellos no queren ir a Misa, pos ellos se lo pierden ─repuso Natividad Rojas.
  –Asina mesmamente lo miramos nosotros, pero el gobierno no ─expresó Tereso Martínez.
   –Pos por ai cuentan que alguna gente de Guadalajara empieza a hablar de problemas mayores ─dijo otro vecino.
   –Pos esperemos al domingo ─habló Dámaso─, cuando venga el padrecito a decirnos la Misa, veremos que noticias trai.
   Con esas preocupaciones, los hombres se empezaron a retirar en cuanto la noche caía, ya las mujeres tendrían lista la cena con tortillas calientes y unos buenos frijoles con chile y, desde luego, un buen jarro de café de la olla.
    Esta era la vida en esos ranchos perdidos en el llano o las colinas; vidas alejadas del ruido de las grandes ciudades. Dedicados a traba-jar y sostener a sus familias; siempre en espera de la Divina Provi-dencia; los gobiernos solo acudían a ellos en tiempo de elecciones, en busca del voto de gente que no sabía leer, hacían una cruz donde el sonriente visitante les dijera. Esa era la “democracia” que les dejó la Revolución a cambio de las vidas de padres, hermanos y conocidos.
 

Varios meses después


   El domingo esperado, el padre Benito viajaba de Rincón de Romos, montado en un caballo alazán que el rancho El Potrerillo le proporcionaba; llegaba antes de las ocho de la mañana para que le alcanzara el tiempo, ya que también celebraba en Las Rosas y en Escalerillas.
   El año de 1928 resultaba complicado para la realización de la Eucaristía en las rancherías alejadas de las ciudades. Debían moverse con cautela; las partidas militares podían presentarse en cualquier momento; aunque los propios campesinos pasaban la ubicación de los soldados dos o tres veces por día.
  La mañana era luminosa y fresca por ser temprano; abejorros y mariposas revolotean sobre las plantas en floración y al paso del borrico se percibía un aroma fresco y agradable; el viento sopla en breves ráfagas y forma remolinos de polvo. Al alcanzar una cuesta de la loma, miró el rancho tendido en el llano. Columnas de humo salen de las casas; las mujeres estan echando las tortillas para el almuerzo.
   Ya lo esperaba el rancho entero; todos preocupados por las noticias que los arrieros les llevaban. Apresurado como siempre, el padre Benito entró a la sacristía y se revistió; la capilla estaba preparada desde temprano.
   Sentados en el suelo por falta de bancas, las mujeres de un lado y los hombres del otro miraban la espalda del sacerdote, que en palabras e idioma incomprendido por todos, realizaba la celebración. En el momento oportuno, el padre Benito subió al púlpito y dirigió una mirada a su asistencia, poco más de cincuenta hombres y otras tantas mujeres con niños y sintió una honda tristeza al pensar que esas buenas personas se pudieran ver envueltas en problemas que atacaban sus creencias. Se aclaró la garganta y se dispuso a decir su sermón.

–Hijos míos, que Nuestro Señor ha puesto en mis imperfectas manos para guiaros en el camino de la fe. La Palabra que Cristo Jesús nos ha enviado en este día, como de forma providencial, nos habla de la obligación de
"…dar a Dios lo que es de Dios y dar al César lo que sea del César"
 Desde luego que esta es Palabra de Dios y debe ser respetada, pero hay hombres malvados que pretenden arrebatarnos la fe y la oportunidad de ser guiados en ella por los sacerdotes consagrados a esa importante labor. Desde el anterior gobernante, Álvaro Obregón emitió una Ley que limita las actividades de los sacerdotes; inclusive se piensa en suprimir la participación de las iglesias en la vida pública. Por si esto no fuera suficiente y dadas algunas de las características de dicha Ley, en algunos Estados se quiere obligar a que los sacerdotes sean casados y se prohíbe la existencia de las comunidades religiosas, sin tomar en cuenta la labor humanitaria que dichas comunidades realizan,  limitan el culto religioso a las iglesias y prohíben el uso de los hábitos fuera de los recintos religiosos… ─El sacerdote hizo un prolongado silencio, observa a su grey y el efecto que sus palabras han causado. Los asistentes al servicio se miran unos a otros y se cruzan algunas palabras en voz baja… El sacerdote continuó─: Pero hubo aun casos de mayor gravedad, con el asunto en Tabasco, donde el Gobernador Tomás Garrido Canabal, decretó normas que iban más lejos, lo que obliga a que los sacerdotes sean casados para poder oficiar en los templos. El gobierno de Chihuahua pretende limitar a un mínimo el número de sacerdotes. El nuevo Gobierno, que encabeza el general Calles, endurece la Ley, por tales motivos, nuestros Obispos han llamado a la resistencia civil: No comprar gasolina, no adquirir productos elaborados por empresas del gobierno, no comprar billetes de lotería. Si todos aceptamos realizar esas acciones, podemos causarle serios problemas económicos al gobierno, a fin de obligarlo a dar marcha atrás…”

   Una voz se escuchó en el recinto, lo que hizo que todos voltearan para tratar de saber de dónde provenía.
  –Con el perdón de asté, padrecito, pero nosotros no mercamos la dicha gasolín; pos nuestros bueyes solo comen pastura y, pos tampoco mercamos mucho, pos semos probes, comemos lo que nos da nuestro Padre Dios en el campo y unos cuantos trapos de manta pa hacernos calzones y camisas. Ya ni se diga la mentada lotería, pos quen sabe que será eso…
   –Tienes razón, Melquiades –dijo el sacerdote luego de escucharlo–, ustedes mismos poco podrán hacer en ese sentido, más bien va dirigido a quienes viven en las ciudades. No obstante, deberán estar pendientes por si las cosas empeoraran; por ahora no puedo decirles más.
   Cuando terminó el servicio religioso, el padre Benito fue conducido a la casa donde ese día le ofrecerían el desayuno; obligación que pasaba de casa en casa para que todos pudieran dar su hospitalidad al sacerdote.
   En la casa que fue recibido, rodeado por los familiares y vecinos, amplió sus explicaciones acerca de lo que ocurría, que hizo crecer la inquietud de los pacíficos vecinos, que siempre se habían mostrado dóciles con los gobiernos posteriores a la Revolución, con todo y no saber quién peleaba contra quién y qué buscaban, en los ranchos alejados sólo llegaban las partidas a robar ganado, caballos y gallinas, además de  las inquietantes levas que todos los bandos realizaban para aumentar sus fuerzas.

Antecedentes


   Luego de la sangría dejada por las luchas revolucionarias, las rancherías empezaron a recuperarse. A voltear las tierras para nuevas siembras, a contratar brazos que hicieran el trabajo de tantos hombres perdidos en las luchas enfrentadas. Familias enteras se empezaban a recomponer. Mujeres viudas arribaban a las rancherías, llevaban consigo a los huérfanos de la Revolución.
   Más de una se unió a hombres solos que requerían la asistencia de mujeres y niños que ayudaran en la reconstrucción. No fue fácil levantar lo destruido por la guerra; con paciencia y tesón lo lograban. Miraban con temor y desconfianza a los diferentes gobiernos que se formaron en esos pocos años. Hasta 1917, cuando Carranza encabezó la promulgación de la Constitución; que aunque contenía artículos antirreligiosos, no fueron ejercidos de forma abierta. Fue hasta después de 1920 con la ascensión a la Presidencia de Álvaro Obregón, cuando se a endurecieron las relaciones Estado-Iglesia.
   En 1924, Plutarco Elías Calles llega a la Presidencia y en 1926 aplica las Leyes contenidas en la Constitución del ’17. Dan comienzo las protestas del Episcopado que no son escuchadas por el Gobierno. Se forma la Liga para la Defensa de la Libertad de Cultos, formada por grupos extremistas, que empiezan a inquietar a los creyentes mexicanos: primero en las ciudades y luego en el campo. 
    En enero de 1927 empieza el acopio de armas, se levantan voces de sacerdotes inconformes con la pasividad mostrada por el Episcopado y empiezan algunos levantamientos; como el encabezado por el sacerdote Aristeo Pedroza, que se pone al frente de un contingente en los Altos de Jalisco, también en la zona de Tequila, Jalisco se levanta el padre Toribio Romo.
   Con estos antecedentes se levantaron los Estados del Centro del país: Guanajuato, Michoacán, parte de Querétaro. Jalisco en la parte centro y sur, Zacatecas, Colima y Nayarit. El norte, tal vez influenciado por su cercanía con los Estados Unidos y su fuerte economía, no respondió al llamado. El sur de México, sumido en su eterna pobreza, tenía más necesidad de ayuda, que recursos para luchar contra el gobierno.
   En junio de 1926 se publica la llamada “Ley Calles” que penaliza ejercer actos de culto sin ser de nacionalidad mexicana, enseñar religión en la escuela primaria, incluso que en las escuelas particulares un ministro de culto abra escuela o enseñe en ella, establecer escuelas primarias particulares no sujetas a vigilancia oficial, comentarios de asuntos políticos hechos por prensa religiosa, realizar actos religiosos fuera de los templos, usar sotana o hábito religioso fuera de los templos, entre otros.

Rancho El Potrerillo


   El Padre Benito Martínez llegó a El Potrerillo un sábado, montado en el caballo alazán prestado por un vecino de la parroquia de Rincón de Romos. Arribó ya cuando pardeaba la tarde. Como siempre, en el centro del rancho debajo de un mezquite, se encontraban los hombres del pueblo que al ver llegar al sacerdote se levantaron y fueron a su encuentro. Alguien tomó del ronzal al caballo en tanto el sacerdote desmontaba. Iba vestido en forma común, no llevaba la sotana. Luego de beber un buen trago de agua de un bule que le acercaron, el cura les dijo la razón de su visita.
   –Hijos míos, como pueden ver, ahora no vengo vestido como sacerdote, las Leyes nos lo tienen prohibido y si nos sorprenden vestidos con sotana fuera del templo nos llevan a la cárcel.
   –La razón de mi visita –dijo ante la expectativa de sus oyentes–, es que está próximo el cierre de todas las iglesias y capillas, esto lo ha decidido el Episcopado como protesta ente el endurecimiento de las leyes anticlericales. Desde luego que no todos los sacerdotes estamos de acuerdo, en la Ciudad de México ya se ha formado una Liga de creyentes que se oponen a dichas leyes. Me doy cuenta de que ustedes son gente pacífica, pero ante todo, son fieles seguidores de Nuestro Señor Jesucristo y estarán dispuestos a defender su fe y su derecho a expresarla. ¿Estoy en lo cierto?
   –Pos desde luego que sí, padrecito –respondieron casi a una sola voz–, ¡naiden nos puede impedir que créamos en Nuestro Señor! ¡No, mesmamente que no! Faltaba más…
   –Muy bien, si están dispuestos a defender la causa de Jesucristo, no pondrán reparo en acompañarme a los ranchos en donde celebro cada domingo. Nos iremos mañana, antes de que salga el sol, solo vendrán los hombres más fuertes; los muchachos, los viejos y las mujeres se queden a cuidar y levantar las cosechas. Traigan las armas que tengan, pistolas, carabinas, parque, lo que tengan. Iremos a Las Rosas y Escalerillas. En alguna parte nos podemos hacer de caballos y de armas; ya que seamos un buen número, trataremos de sorprender a los soldados de Rincón de Romos; ya tenemos hablados a pobladores de ese lugar. También habrá que cuidarse de algunos hacendados ricos, a los que les dieron tierras luego de la Revolución, ellos están de parte del Gobierno. Pidan a las mujeres que les hagan buenos itacates, sólo Dios sabe dónde podremos obtener comida. Llenen sus bules de agua, la caminata será larga. Por esta noche les pido me hagan la caridad de un taco para cenar y un lugar dónde poder dormir; ¡ah! y que atiendan al caballo.
   –No se dispriocupe, padrecito, en mi humilde casa puede cenar con nosotros; onque solo sean frijolitos con chile y café de la olla y del caballo, yo mesmo me encargo.
   Todos, convencidos de las palabras del cura, se retiraron a sus jacales, comentaban entre ellos lo que podrían llevar, animados ante la posibilidad de defender su religión.
   –Esto ha de ser culpa de los mentaos masones –dijo alguno─.
   –O de los mesmos gringos, que son protestantes. No, si les digo, estos endinos siempre están listos pa echarse encima de nosotros.
   –¡Faltaba más!, –dijo otro.
   –Pos yo voy a buscar a mi compadre Dámaso –dijo uno–, ya debe de haber llegao, pos se jue al potrero a buscar a sus bueyes.
    El grupo se adelgazaba, en la medida que llegaban a sus casas. El último fue el compadre de Dámaso, ya que éste vivía en las orillas del rancho.
   –Buenas noches, compadre –saludó al llegar a la puerta de la casa–, pos le traigo noticias.
   –Pos usté dirá, compadre, pero pásele pa dentro, pa que se tome un jarro de café. Mira vieja –dijo a su esposa que se encontraba de espaldas, hincada ante el fogón–, es el compadre, anda, sírvenos un cafecito pa palabriar a gusto.
  –Pos mire compadre –empezó a contarle–, hace unas horas llegó al rancho el Padre Benito… (le relata lo dicho por el sacerdote) Mañana, antes del amanecer nos juntaremos en el mezquite pa irnos con el padrecito, debemos llevar cualquier arma que téngamos, llevar agua y comida, pos vamos a caminar hasta Escalerillas y luego pal Rincón de Romos.
   –Pos no se hable más, compadre, yo no tengo más que mi escopeta güilotera, pero me la llevaré, onque sea pa’cer ruido. Nos vemos pronto.

   A las cuatro de la mañana ya había algunos vecinos calentándose en una fogata. Poco a poco se acercaban otros, como fantasmas salidos de las sombras, gente que portaba escopetas, machetes y hasta aperos de labranza. El Padre Benito llegó al grupo a las cinco de la mañana, llevaba el caballo por el ronzal, ya para entonces se habían juntado todos los hombres disponibles, unos cuarenta, envueltos en sus sarapes y con los sombreros bien calados.
   –Pos ya estamos todos, Padrecito –dijo Dámaso Barraza, que parecía comandar el grupo─.
   –Muy bien hijos –dijo el sacerdote, extrayendo del morral una estola bendita. Se quitó el sombrero y el sarape y se colocó la estola–. Ya que no podemos celebrar la Santa Misa, pongámonos de rodillas, demos gracias a Dios y pidamos la bendición y guía de Jesucristo y el Espíritu Santo.
   Todos se quitaron los sombreros y se pusieron de rodillas; en tanto el sacerdote leía algunas oraciones en latín, incomprensible para los hombres. Al terminar la lectura, impartió la bendición a todos, se santiguaron y se pusieron de pie. Sin montar en el caballo, el sacerdote abrió la marcha, enseguida iba Dámaso y detrás de ellos el resto de los campesinos.
  –¿Hay alguna noticia de los militares? –preguntó el sacerdote.
  –Parece que andan retiraos –dijo Dámaso–, los muchachos no han reportado nada.
  Natividad Rojas y Tereso Martínez, buenos amigos de Dámaso, caminaban detrás de él, como cuidándole la espalda. Platicaban entre ellos.
   –Pos cómo ves, Nati –decía Tereso–, yo no sé en qué vaya a parar esto, pero si nos pidieron que lleváramos armas, es que va’ber pleito. Yo espero que no nos encuéntrenos a los de la Partida, pos si nos echan bala, nos acaban.
   Al salir el sol, el grupo de hombres había recorrido unos cuatro kilómetros, el señor cura ordenó descansar y se formaron grupos que hicieron lumbre para calentar los tacos mandados por sus mujeres, al padre Martínez le habían preparado uno, pero esa era una comida igual para todos. El Padre Benito hizo la oración de Gracias, les comentó que estaban como los primeros cristianos, que comían todos de los mismos alimentos comunales,  como sucedía ahora.
   Luego de almorzar, algunos se echaron a dormir un poco y otros rodearon al sacerdote y a Dámaso, para enterarse de lo que irían a hacer.
   –Ahora verán –les dijo el sacerdote–,  el día de ayer, Luis Román prohibió el paso de la Santa Cruz por las calles de Rincón de Romos, pero el señor cura Richkarday siguió con la celebración de las fiestas del Señor de las Angustias; pero tiene miedo de que lo vayan a matar y parece que se va a ir a otra parte. Todo esto lo hemos visto algunos curas, pero no nos dejan ni acercar al templo; si se va el párroco, se dice que dejarán dos encargados, tal vez sean don Nicho Vázquez y don Apolonio Muñoz y si pasa lo que se rumora que sucederá, ellos tendrán que cerrar la iglesia.
   –Pero eso no es justo –dijo alguien–, nosotros tenemos el derecho de poder entrar a la iglesia y  si no lo podemos hacer, ¿onde vamos a ir?
  –Tienes razón, hijo –respondió el sacerdote–, yo les recomiendo hacer oración en sus casas, rezar el Santo Rosario y pedirle a Dios que pronto termine este conflicto. Pero bueno, basta de plática; tenemos que caminar para llegar a Las Rosas a buena hora, hablar con los hombre y seguir a Escalerillas.
   La columna se puso otra vez en movimiento, el caminar era lento y por delante se habían enviado exploradores, para estar seguros de que no se encontrarían con la Partida Militar; por lo que, de tanto en tanto, tenían que detenerse a esperar el aviso de los exploradores. Como buenos conocedores del monte; seguían a Dámaso, caminaban fuera de la vereda real, con el fin de minimizar algún encuentro inconveniente.
   Cuando se encontraban con alguna pequeña ranchería, el sacerdote explicaba a los moradores la razón de su marcha, algunos se sumaron a la columna y ésta se estiró un poco,  lo que no encontraron fueron caballos, eran familias pobres, campesinos de temporal, que mal sacaban para su autoconsumo.
   Ya con el sol alto, se detuvieron en la cima de una loma a descansar, beber algo de agua y comer lo que llevaran. Todavía deberían atravesar un llano extenso y al pie de una serranía que azulaba en la lejanía, se encontraba el rancho Las Rosas. El Padre Benito pensaba que era el recorrido que hacía cada domingo cuando llevaba la Palabra de Dios a esa pobre gente, tan alejada de la ciudad, claro que montado en el caballo, que tenía buen paso, llegaba a medio día, celebraba la Santa Misa, comía un taco y seguía adelante para llegar a Escalerillas a media tarde. El Oficio era en las primeras horas de la noche, al terminar lo invitaban a cenar y a dormir en alguna casa.

Rancho Las Rosas

   La columna se puso en movimiento, al bajar la loma se encontraron en un llano reseco y duro, donde solo crecían huizaches y nopales raquíticos. Aun para los hombres del campo acostumbraos a caminar, el día había sido fatigoso; el caballo del padre Benito iba cansado, por la tarde llegaron a Las Rosas, como desde temprano alguien los había visto, el rancho ya los esperaba; temerosos de que llevaran malas noticias, lo que pudieron confirmar en cuanto el sacerdote les relató los acontecimientos. Al conocer la noticia, uno de ellos le relató al padre Benito la noticia llegada hacía unos cuanto días, por medio de un arriero que venía de Zacatecas.
   –Pos asegún cuenta el arriero –empezó el relato–, un don Pedro Quintanar llegó a Valparaíso, onde ya estaban aprevenidos un Aurelio Acevedo y sus amigos. Se realizó una movilización en Peñitas y Peñas Blancas y hace unos días se enfrentaron a los Federales, ganó el Quintana y todos gritaron triunfantes: ¡Viva Cristo Rey!
   –Bueno, eso les confirma lo que yo les digo –repuso Benito–, ahora vamos rumbo a Escalerillas, si contamos con ustedes y con ellos, ya tenemos manera de intentar tomar el cuartel de los Federales en Rincón de Romos. No tenemos más armas que las que ustedes mismos tengan en sus casas, pero tenemos la protección de Nuestro Señor Jesucristo que verá que pelamos por su causa. Yo propongo que para identificarnos, peguen en sus sombreros una imagen de Nuestro Señor o de la Virgen de Guadalupe y seremos los Cristeros.
  Todos los reunidos gritaron ¡vivas! Y lanzaron sus sombreros al aire; estaban jubilosos y con deseos de recuperar su libertad de creencias. Esa noche fue de poco dormir, los habitantes de Las Rosas preparaban sus bultos y limpiaban sus escopetas, los que la tenían. Unos pocos poseían pistolas 38 súper y algo de parque. Uno de los afortunados que tenía dos pistolas, le dio una a Dámaso Barraza; a quien desde entonces le decían “Coronel”, y fue el encargado de dirigirlos, ya que era un viejo conocido en la región.
  

Escalerillas


   El rancho Escalerillas no estaba muy retirado de Las Rosas, por lo que antes de anochecer ya se encontraban reunidos con sus pocos habitantes. Todos estuvieron de acuerdo, por lo que se pusieron en movimiento esa misma tarde, para intentar llegar de madrugada y sorprender a los soldados. Fatigados pero ansiosos de entrar en acción llegaron a Rincón de Romos cerca de las cuatro de la madrugada. Encabezados por Dámaso, los que llevaban pistolas y escopetas, se situaron por delante, el resto venía comandado por el Padre Benito. Los guardias del cuartelillo dormían a pierna suelta, por lo que los asaltantes no tuvieron ningún problema en someterlos; les quitaron las armas y los ataron y amordazaron, encerrándolos en un cuarto, dejaron a dos hombres de vigilancia. Luego avanzaron a los dormitorios, no eran más de veinticinco soldados y dos tenientes, quienes fueron sorprendidos cuando abrieron la puerta de golpe.
   Cuando al fin se dieron cuenta de lo que ocurría, ya estaban sometidos; sin pantalones fueron formados en el patio del cuartelillo, en tanto que los hombres del Padre Benito se apoderaban de los caballos, de pastura y de sillas de montar, albardones reglamentarios, pero servirían. Otro grupo de hombres encabezados por Natividad Rojas y Tereso Martínez, penetraron en la armería, llevándose todas las armas y el parque en un remolque jalado por mulas. Cuando salió el sol, los vecinos se sorprendieron de no haber escuchado el toque de Diana de todos los días. Los policías del pueblo, no más de seis, se unieron a los cristeros, llevándose sus armas de cargo y su respectivo parque.
   Así fue el inicio de la Cristiada en Aguascalientes. Algunos habitantes del Rincón se les unieron, así como otros, venidos de los ranchos cercanos, algunos del Estado de Zacatecas. Llegaban con caballos y armas, lograron reunir un buen contingente. Se les conoció como la gente del padre Benito y tuvieron la oportunidad de participar en batallas formales, en alguna oportunidad a las órdenes del general Enrique Gorostieta, comandante en jefe de los cristeros.

   Pasaron los tiempos de guerra, los templos reabrieron sus puertas y todo volvió a una aparente normalidad, aunque al no ser derogadas las Leyes, siguieron pendientes de aplicarse en cualquier momento. Hubo muchos muertos; algunos sobrevivientes volvieron al lado de sus familias, a seguir trabajando la tierra para sobrevivir, asistían a las misas dominicales, ya no oficiadas por el padre Benito, que no se sabe si fue fusilado en Guadalajara u obligado a retirarse a algún convento para alejarlo de las venganzas que se cernían sobre los religiosos participantes, de cualquier forma se guardaba buen recuerdo del valiente sacerdote.
   Dámaso Barraza, regresó a su casa y vivió muchos años. Su compadre murió en alguna batalla. Natividad volvió al rancho; aunque había perdido una pierna, luego de una herida de bala mal cuidada. Tereso también volvió con una bala en una pierna, por lo que le quedó una cojera de por vida. Los tres sobrevivientes se sentaban bajo el mezquite y noche a noche contaban sus historias a los jóvenes, que los escuchaban, unos con atención y otros pensaban que eran “charras”, como le dicen a las historias fantasiosas.
   Lo cierto es que la Revolución les dejó el cacicazgo del Grupo Sonora, que lo componían De la Huerta y Calles, ya era difunto Álvaro Obregón. El turco Calles se erigió en Jefe Máximo y gobernó tras las cortinas durante varios cuatrienios, hasta la llegada de Cárdenas, que tuvo la valentía de manarlo al exilio para poder gobernar con libertad. Modificó la Constitución para tener mandatos presidenciales de seis años y llevó a cabo la Expropiación Petrolera. También realizó un enérgico reparto agrario. Deberán pasar muchos años para que la historia lo juzgue; por lo pronto, los campesinos, supuestos beneficiarios de estas medidas, no han quedado satisfechos, por la mala calidad de tierras que a algunos les tocó; miraban como a gente influyente y amigos les dotaron de buenos terrenos.

 

FIN


Sergio A. Amaya Santamaría
Agosto 9 de 2017
Julio 14 de 2019
Puerto Nuevo, Rosarito, B. C.





martes, 14 de julio de 2020

A TRAVÉS DE MI VENTANA


A TRAVÉS DE MI VENTANA

   Me Despierto temprano, son las seis de la mañana. Esto es extraño, no escucho a mi mamá que acostumbra cantar en la cocina en tanto prepara el desayuno. Tampoco oigo la voz de mi padre que apura a mi hermana para que desocupe el baño porque se le hace tarde para irse a trabajar.

   Me levanto, la mañana es fría, estamos en invierno, no debe tardar la primavera. La calle está en silencio. Me acerco y recorro la cortina. Nadie camina por la calle, debe ser temprano; el reloj luminoso indica las seis con cinco minutos… que raro. Tal vez mi hermana haya prendido la televisión, se escuchan las voces de los conductores en sonido de tono bajo… de pronto suben el volumen, escucho claro: 

«Por disposiciones de la Secretaría de Educación Pública se suspenden las clases en niveles de Primaria y Secundaria, las autoridades de salud se encuentran evaluando las posibilidades de que se esté presentando una epidemia de Coronavirus, similar a la que está ocurriendo en Europa, llevada a Italia por unos viajeros que habían estado en China».
«La ciudad de México ha recibido muchas visitas a los hospitales; hasta el momento hay veintisiete casos confirmados»

   Volví a mi cama, no a dormir, sino a esperar a que despertaran mis padres y hermana. Me puse a hojear un libro de la escuela, con su portada de colores y la mujer morena con la bandera patria. Pasé las hojas una a una, sin mirarlas; sin comprender esa soledad extraña para mí.
   El sol empezó a filtrarse en tímidos y opacos brillos en tanto la casa se llenaba de ruidos. El correr de agua, sonido que salía de las paredes del baño; aun en piyama salí de mi cuarto y me fui a la cocina en busca de mamá que entonaba casi en murmullos “Somos novios”, no recordaba el nombre del autor, pero mi madre acostumbraba a cantarla con frecuencia.

   ─Buenos días, mami, ¿se te hizo tarde?

   ─No, mi amor, me regalé unos minutos de flojera, como no hay clases, me dio pena despertarte.

   ─Mmm… ─murmuré en tanto tomaba un plátano y empecé a pelarlo─.

   Regresé a la estancia en tanto comía el dulce fruto. Me acerqué a la ventana y contemplé esa calle, triste tal vez, porque le hacían falta las carreras y risas de los chamacos que íbamos rumbo a la escuela. La sentí tan solitaria como empezaba a estar mi alma. Escuché que mi hermana pasó a la cocina sin dirigirme la palabra.

   Cuando mi padre llegó a la cocina, mamá me llamó:

   ─Pablito, vente a desayunar, amor, ya papá está sentado.

   De inmediato llegué a ocupar mi lugar, saludé a mi papá e hice un gesto a mi hermana, que me enseñó la lengua. Solo sonreí.

   ─Empieza el encierro, hijos, yo me voy a trabajar, pero les pido que se porten bien, no den molestias a su mamá. Hagan sus tareas, estudien un poco, jueguen y entiendan que no pueden salir a la calle. La amenaza de la enfermedad es seria, traten de llevar el encierro de la mejor manera. Procuraré venir a comer temprano.


   Han pasado las semanas y la amenaza creció. Una semana antes de las vacaciones de Semana Santa, luego de unos días en la escuela, volvieron a suspender las clases; esta vez sería durante un mes. Apenas ha transcurrido la primera semana y me parece que llevo toda la vida entre estas paredes. No puedo usar mi teléfono para chatear con mis amigos, por falta de pago tengo suspendido el servicio; mi padre es taxista y ha bajado el número de viajes, poca gente camina por las calles; el dinero escasea y mi padre no ha podido comprar tiempo aire, mi mundo se redujo a lo que puedo alcanzar a ver desde mi ventana.

   Por las mañanas, cuando alumbra el sol, nos sentamos cerca de las dos ventanas que ven a la calle y mi madre nos lee algún libro y los tres nos asoleamos unos minutos. Cerré los ojos para concentrarme en la lectura de mi madre.

    De pronto siento que me despiertan con brusquedad; abro los ojos alarmado y casi me desmayo. ¡No estoy en mi casa!, es un cuarto diferente, con una sola ventana y el techo es de tejas. Una mujer que no es mi mamá me dice que debemos irnos, no entiendo qué pasa; me levanto del banco en que estoy sentado y miro mi ropa, diferente a la mía, esta es de manta: un calzón y una camisa blancos. Colgado junto a la puerta está lo que supongo es mi sombrero, de palma y muy usado. Me lo pongo en tanto mi madre me arrastra hacia afuera. La calle es de tierra y otras mujeres cargan bultos y corren seguidas por sus chamacos. Entre jadeos por la carrera, pregunto a mi madre:

    ─¿Que pasa amá, que nos salimos pa’fuera a la carrera?

   ─Pos dicen que la peste ha llegao, que nos váyamos pal monte, tu tata nos buscará…

   Cuando llegamos al jacal de mi tata grande, el viejo salió a la carrera al escuchar los gritos de la gente que corría.

   ─!Ave María Purísima! ¿Pos qué te pasa Consuelo? ¿Qué ha pasao que vienes jalando al ñeto y a la carrera?

   

   Pasados unos días vi que mi tata grande se puso malo, le dieron las calenturas, como tercianas, pero tenía la tos muy juerte… hasta que se nos jue, lo envolvieron en un petate y entre mis tatas lo enterraron atrás del jacal… Aluego se jué la mama grande, de igual manera, a tose y tose y los calenturones. Mi mama nos puso unos chiquiadores de manteca y yerba santa y nos pusimos los escapularios y nos juimos los tres pal monte; jallamos una cueva y nos metimos pa dentro. Pasaron muchos días; mi tata salía con su jonda y regresaba con un conejo o liebre y algunas yerbas pa que mi mama las cociera y eso estuvimos comiendo… Mi tata empezó a toser y con calentura, pero no dejaba de salir pa buscar qué comer, yo miraba como se iba secando hasta que un día ya no regresó, se hizo de noche y nos dormimos sin comer, al amanecer, mi mama y yo nos juimos a buscarlo; lo jallamos entre unos mezquites, medio comido por los coyotes. Como pudimos yo y mi mama lo cubrimos con piedras pa que no se lo siguieran comiendo y llore y llore nos juimos mas pa’dentro del monte, lejos de la gente… solo Dios sabrá de nosotros…

   Sentí que me acariciaban una mejilla y abrí los ojos, miré los dulces ojos de mi madre y escuché su voz:

   ─Anda, dormilón, te quedaste dormido mientras leía, no te quise despertar… Es un poco temprano, pero vamos a la cocina, entre los tres prepararemos la comida.

   No sé qué haremos tantos días encerrados, pero nos dicen que es la forma de cuidarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los vecinos. Seguiré leyendo el libro que nos leía mamá, por cierto, se titula “El murmullo de las abejas”

Sergio A. Amaya Santamaría
4 de abril de 2020
Playas de Rosarito, B. C.
México


LA PANDEMIA DEL '18


La pandemia del ‘18

   Es un jueves por la tarde en el poblado El crucero; ha terminado el rezo del rosario y las beatas, sentadas en el suelo ante la falta de bancas, embozadas con sus rebozos, miran con ojos temerosos hacia la dolorosa imagen de la Virgen de la Piedad; sus azules ojos de vidrio parecen llorar. Don Emilio, el párroco y su monaguillo, trajinan en el presbiterio, preparan la Hora Santa; ambos llevan las boca y nariz cubiertas con paños morados. Las mujeres, de forma mecánica, rezan sus jaculatorias.
   Es el mes de mayo de 1918 y todos temen a lo que de manera coloquial llaman “la influencia disque española"; en los alrededores del poblado se habla de varios muertos, el último es Rosendo, el chivero de don Lucas, parece que lo hallaron muerto en su jacal. Ya las campanas llaman a difunto, el sonido gordo de la campana mayor parece aplastar el viento que baja del cerro del Garambullo y de ese mismo rumbo vienen tres hombres que fueron a buscar el cuerpo del difunto.
   Al Chendo lo envolvieron en su petate y lo echaron de través en el lomo de un borrico. El perro chivero de Rosendo camina triste a la sombra de su amo, así lo seguiría hasta la tumba, esperará hasta que vuelva.
   El viento llevaba los aromas del campo, polvo y yerba de distintos olores. Pero la gente temía que también llevara la peste, las calen-turas y los dolores de cabeza, insoportables y, al final, la muerte mis-ma; algunos vecinos permanecían en sus casas y ni las ventanas abrí-an, que decir ventanas es una exageración, los jacales, si acaso, tení-an un diminuto ventanuco.
   Se empezaron a escuchar murmullos y gente que camina; don Emi-lio, seguido por un monaguillo que porta una cubeta con agua bendi-ta y un ramo de flores blancas; detrás de ellos, el turiferario con el incensario y la naveta, esparcen los dulzones efluvios del incienso; el párroco impide que la comitiva acceda al templo, teme que se conta-gie la gente que se encuentra en el interior.
   Reza unas oraciones de su librito, toma el ramo de flores y asperja el cuerpo del difunto; enseguida recibe el incensario y sahúma el cuerpo, como deseando que esos santos olores se lleven también; las últimas disposiciones de las autoridades, que son en el sentido de cremar los cuerpos de los fallecidos por la epidemia; ni en el rancho ni en el Municipio hay crematorios, por lo que en el camposanto se acondicionó un espacio donde no puedan acercarse los deudos y en grandes hogueras se queman los cuerpos, lo que hace recordar los Autos de Fe de la antigüedad.
   Como los huesos no se queman fácil, los sepultureros los medio machacan y las cenizas y unos pocos residuos óseos se entregan a los deudos en rústicas cajas de madera; los que no pueden pagar la caja, se los llevan envueltos en lo que pueden para darles una cristiana se-pultura o conservarlos en el ara doméstica, junto al retrato de la abuela y las imágenes de sus devociones; una veladora hará las veces del pebetero que les dé la luz perpetua.
   ─!Castigo de Dios! ¡Arrepintámonos de nuestros pecados!  Hagamos penitencia y pidamos perdón al Señor.
   Don Emilio, que fue designado a ese tranquilo pueblecillo a ter-minar en calma su labor pastoral de toda su vida, pero el ser humano no sabe lo que encontrará al doblar la esquina. Muy duro se le hace cerrar las puertas del templo y dejar a esas buenas personas teme-rosas y sin un lugar a dónde orar para pedir a Dios y a todos los san-tos y vírgenes que detengan la plaga que los diezma a gran veloci-dad. Apenas con sus monaguillos y dos o tres invitados, el cura oficia una misa diaria por la mañana; por las tardes, en compañía de la mu-jer que le asiste y el marido de ella, rezan el santo rosario. La Lectio Divina que a solas realiza, es la fuente de donde saca fuerzas para se-guir en la labor. Tomadas las debidas precauciones sale a llevar los Santos Óleos a quien les son menester.
   De a poco empiezan a llegar brigadas sanitarias para hacer reco-mendaciones higiénicas a los pobladores que, como muertos que se asoman del sepulcro, abren el ventanuco de su vivienda para escu-char a esos fuereños que les dicen que se deben lavar las manos con frecuencia y que no hagan reuniones. Los que les escuchan piensan «que nos lávenos las manos y con qué agua si tenemos qu’ir a sacarla al río o la toma pública cuando haiga»
   En cada casa ya falta alguien que la guerra revolucionaria se llevó. Chamacos que crecieron huérfanos y ahora ven con temor que sus madres o abuelas están en riesgo, lo que los dejaría solos en la vida.
   Las noticias vuelan y las malas son mas veloces: 
─¡Que el padrecito Emilio ya está apestao! ─afirma una mujer─ Dicen que ya tiene las calenturas. Ni la Gertrudis le quiere llevar un taco, pos tiene bien harto miedo.

   A los pocos días, la campana gorda del templo llama a difunto, es por don Emilio, el santo viejecito que hasta el último día que tuvo fuerzas cumplió con la promesa que hizo a Dios hace casi sesenta años. De acuerdo con los ordenamientos, un carromato llegó a levan-tar el cuerpo del sacerdote, que dejaron a la puerta de su vivienda, envuelto en una cobija barata; sería llevado al cementerio para ser quemado junto con los fallecidos esa noche. Si alguien le lloró, lo hizo dentro de su casa, sus huesos y cenizas terminaron en la fosa común. Rumbo hacia donde sale el sol, se ve el terreno sembrado de cruces; unas rústicas de madera bruta y algunas de cemento; no falta la de granito, blanco y pulido. En un rincón sin cruz, solo un letrero pintado por el sepulturero en una tabla: 

“Foza común, donde sentierran los difuntos muertos”

Sergio A. Amaya Santamaría
Junio 24 de 2020
Playas de Rosarito, B. C.

lunes, 13 de abril de 2020

LAS GRUTAS DE LA LIBERTAD CAP. 1


Las grutas de la libertad

© Copyright DERECHOS RESERVADOS

Sergio A. Amaya Santamaría

SafeCreative 2103117147427


Sin duda, la historia de los pueblos se encuentra en la memoria de los viejos; aderezadas con sus fantasías, pero con un gran contenido de verdad.

Inicia la aventura


La mañana era luminosa, la primavera entraba radiante a la Ciudad de México, el Ing. José Fortuna salía muy satisfecho de las oficinas de la Comisión Constructora, le acababan de asignar su primer contrato, no era algo grande, pero era su primera obra y eso era bueno. La obra era una rehabilitación de un sistema de agua potable de un pequeño poblado de nombre Puruagua, Municipio de Jerécuaro en el Estado de Guanajuato.

El Rejalgar


Al día siguiente de nuestra llegada, acompañados por el Señor Ortiz, don Lupe, maestro de obra y algunas otras personas, nos fuimos en busca del famoso manantial llamado “El rejalgar”.
Empezamos a subir la ladera, a media mañana seguíamos un pequeño camino de herradura; en ocasiones la pendiente era suave, pero en algunos lugares se hacía mas pronunciada, cruzamos dos pequeñas barrancas, como de seis metros de profundidad y unos dieciocho a veinte de ancho, el ambiente olía fresco, limpio y la brisa entre la arboleda era agradable. Grandes pinos y oyameles dominaban el paisaje,  se podía ver una conducción de agua hecha con tubos de barro; nuestros guías nos comentaron que esa obra fue realizada en tiempos de la Colonia y era la que llevaba el agua a la hacienda; en algún lugar se perdía el suministro, tal vez filtrándose a los mantos inferiores del cerro.
Con el sol en el zenit, llegamos al manantial llamado El  Rejalgar, denominado así por ser el nombre que le daban a una planta que en otras zonas se conoce como “hoja elegante”. Planta de tallos gruesos y hojas grandes, por lo que en inglés le denominan Elephant's Ear.
Nos rodea un ambiente distinto al vivido en otros sitios, cuando las personas que habíamos subido guardamos silencio o hablábamos en voz baja, como dentro de un templo, la naturaleza nos envolvía: Era el mítico Edén. Se escuchaba correr del agua, que manaba, sigiloso, del vientre generoso de la tierra; el viento entre las ramas de los centenarios árboles nos hacía caricias en los sudados rostros. Hay enormes pinos; robustos oyameles; alguna variedad de robles de rojos troncos y brillantes hojas. Una ardilla corretea despreocupada entre los árboles, luego trepa con asombrosa velocidad al tronco de un pino y se pierde entre el follaje, aparece poco después en una alta rama, cerca de donde se encuentra una bellota. El cielo es de un azul extraordinario y breves nubes se deslizan, como empujadas por el suave dedo de un infante.  El afloramiento de agua es pequeño, brota entre algunas rocas; pendiente arriba, hay un gran sembradío de esta decorativa planta, bajo las cuales fluye el agua que se dispersa colina abajo.
Este era el motivo de encontrarme en ese hermoso sitio; no obstante, lo que conocí en ese pueblo, de boca de los ancianos, fue lo que de ellos aprendí.

La historia


Los pueblos pequeños de México y creo de todo el mundo, siempre tienen historias y leyendas que se van pasando, por tradición oral; de padres a hijos, de una generación a la siguiente; de edad en edad. Puruagua no podía ser la excepción. Entre mas antigua es la población, mas posibilidades hay de que se cuenten historias; algunas de ellas podrían tener una parte de verdad, pero se han aderezado con la sal y pimienta que le han puesto los cronistas de las diferentes épocas.
   Aunque Puruagua es de origen prehispánico, fue sometida a la Corona de España por el indígena evangelizador Nicolás San Luís de Montañés, durante el último cuarto del Siglo XVI y se tiene constancia de que en 1631 pertenecía a don García del Castillo; tiempo hay de sobra para tejer cualquier cantidad de historias.
  En aquellos tiempos las tierras de la hacienda comprendían veinticinco mil hectáreas. ¿Que son muchas? ¡muchísimas! Recordemos que en tiempos de la Colonia se otorgaban las encomiendas y estas incluían tierras, pueblos y habitantes, como es el caso que nos ocupa; en 1530 se entregó a Ruy Sotomayor el sur de Guanajuato como encomienda, incluía: Acámbaro, Jerécuaro, Puruagua, Puruagüita, Chupícuaro Puriantzícuaro y otros pueblos mas antiguos; se estima que había alrededor de dos mil quinientos habitantes, entre purépechas, otomíes y pames, siendo la mayoría purépechas; al paso de los siglos esta extensión  disminuyó, al grado de que al final del reparto agrario, a Puruagua le quedaron solo doce hectáreas, mas lo que era la “Casa grande”, que es lo que en la actualidad podemos admirar.
Es una hermosa construcción de tipo Neoclásico, tal vez producto de las remodelaciones hechas en el siglo XIX; de amplios corredores y grandes patios. En ese ambiente, pero en el siglo XVIII, cuando aun la hacienda cuenta con miles de hectáreas, se desarrolla la historia que me relataron durante muchas noches de plática amena, con la hospitalaria gente de tan agradable lugar.
   Don Tomás Alvírez, hombre de unos ochenta años, quien había sido caporal de la hacienda, antes de la expropiación de las tierras, fue uno de los relatores. Estaba también don Silvestre Benítez, que trabajó como peón hasta que le aguantaron las fuerzas. Las personas se encontraban sentadas en el suelo y en las bancas de cemento adosadas al muro del portal, al vernos llegar, se levantó don Lupe a saludarnos:
—Ingeniero Fortuna, buenas noches, quiero que conozca a estas personas, estos dos hombres, ─señaló a los dos ancianos─ son importantes en el pueblo y buenos contadores de historias. Como no tenemos nada qué hacer por las noches, nos juntamos con ellos y nunca falta una historia qué conocer.
   —Gracias, don Lupe. Buenas noches, señores, soy el ingeniero José Fortuna, ya todos saben el por qué de nuestra presencia entre ustedes.
   —Mucho gusto, ingeniero ─repuso don Tomás─, claro que estamos enteraos, le agradecemos que venga a trabajar a nuestro pueblo y sepa usté que aquí tiene buenos amigos.
   —Desde luego que sí ─contestó don Silvestre─, tamos pa'servirle a usté y si quere escuchar nuestras “charras”, pos no tiene mas que sentarse aquí y 'tonces conocerá lo que's el pueblo.
   —Les agradecemos su invitación y desde luego que nos gustará escuchar sus recuerdos; estos pueblos viejos siempre tienen historias y leyendas que no están escritas en ningún libro.
    Hablamos de una cosa y otra y se llegó en las historias no escritas, que personas de edad, conservaban en sus memorias y transmitían a sus descendientes. Relatan los viejos:
“En aquellos lejanos tiempos, el propietario era Don Francisco de Urzúa, quien, además de ser un hombre bastante rico y poderoso, era también un hombre solitario. En ese tiempo de cuarenta y cinco años. Había quedado viudo a la edad de veintiocho, cuando su esposa murió al dar a luz a una niña; su primera y única hija, a quien por temor de que muriese el capellán de la hacienda, el padre José de Castillejas bautizó con el nombre de Ana María.
Don Francisco no volvió a casarse, amaba en la hija el recuerdo de la esposa fallecida. El hombre tenía dos debilidades en la vida: Su hija, a la que cuidaba y rodeaba de toda clase de comodidades y lujos y el cuidado de su hacienda, la que, por medio de varios capataces hacía producir, a fin de darle a su hija el nivel de vida de una reina. Cuando murió la esposa, don Francisco buscó entre la peonada una mujer que estuviera criando, a fin de que fuese la nodriza de su hija; no aceptó a cualquier mujer, buscó una que no tuviera mas de veinticinco años y que fuese primeriza; de esa forma aseguraba que su hija recibiría una lactancia de la mejor calidad; además, se cercioró de que la joven fuese sana y de buena presencia; tendría que llevarla a vivir a la hacienda y no quería que diera un mal aspecto a su lujosa casa. La consideraba poco más que un nuevo mueble. La nodriza se llamaba Juana Cisneros y el niño recién nacido, había sido bautizado con el nombre de Serafín; el padre del chiquillo era un peón de nombre Anselmo Casimiro, aunque él no era importante para los fines de don Francisco, el hombre se quedaría a trabajar en su propio pueblo.
Don Francisco daba cuidado personal a toda su encomienda, por lo que se pasaba grandes temporadas fuera de su casa, dejaba a su amada hija al cuidado de Juana Cisneros, la nodriza. Esta india era una mujer más alta que el promedio, esbelta y de buen cuerpo y bellas facciones; Anselmo, su marido, estaba enamorado de ella. Juana era hija de un principal de su pueblo don Tobías Cisneros, hombre muy respetado; por su parte, Anselmo, también era hijo de un hombre importante, el chamán de esa zona; ambas familias eran de Chupícuaro. Anselmo era también un hombre de buen porte y cuerpo fuerte y musculoso, al que seguía un grupo de amigos, peones igual que él; don Francisco no hizo uso de su derecho de pernada; no quiso dar lugar a malas querencias, había tantas indias bonitas de quienes disponer a su antojo. La gente hablaba de que en sus tierras había muchos niños blancos, de ojos cafés y cabello castaño, medio rizado, distinto a los rasgos característicos de los pobladores de la región.
El encomendero siempre se hacía acompañar de un capataz de nombre Diódoro Garfias, un mestizo de mirada torva y trato cruel, todos le tenían miedo; se decía que había matado a varios hombres que se opusieron a sus órdenes; cuando la falta había sido grave, los había dejado sepultados en un agujero, con la cabeza de fuera y untados de miel, para que fuesen comidos por las hormigas.
A ciencia cierta nadie había visto tal castigo; algunos decían que había sido por Jerécuaro, otros que por Tarandacuao. Había alguno que decía haber ocurrido en lo alto del cerro, otros que cerca del río; en lo que todos coincidían era en que el hombre era un hijo del diablo y había que tener cuidado de él. No faltaba el incrédulo que aseguraba que esas eran historias que el mismo Diódoro hacía correr “pa meterle miedo a los tarugos” Por sí o por no, la gente se cuidaba de contradecir al cruel capataz.
Este singular personaje había venido al mundo por el rumbo de Pénjamo y era hijo de una india de nombre Camila y del hijo de un hacendado del rumbo, nunca reconoció al chamaco; vivió señalado por sus facciones medio blancas; viviendo en el jacal, junto a su madre, visto siempre como el bastardo del hijo del patrón. Su madre nunca quiso decirle quien había sido el desgraciado que la había violado. Conociendo el carácter violento del muchacho, temía que fuese a cometer una locura contra su propio padre, que, además de que lo condenaría al infierno la justicia de Dios y lo llevaría a la cárcel y a la muerte la justicia de los hombres.
Camila siempre vivió amargada, no hubo hombre que se interesara por ella; decían “ta marcada, ni quen la quera asina” Cuando el muchacho cumplió los quince años, alcanzó una estatura mayor que sus vecinos, desarrollando un cuerpo mas musculoso. Era un chamaco resentido con todos y con todo, a la menor provocación empezaba a soltar puñetazos y ya había roto varias narices, por lo que los muchachos de su edad se cuidaban de enfrentarse con él. En cierta ocasión que el capataz pretendió cintarearlo, Diódoro golpeó con una piedra al abusivo y se tiró al monte. Nunca mas volvió a su rancho; tiempo después se enteró que al capataz le habían dado unas puntadas en la cabeza y luego de una semana había vuelto, pero ya era menos abusivo con la peonada.
De Camila, su madre, nunca volvió a saber, Diódoro se fue rumbo al sur y así llegó a Jerécuaro, donde don Francisco lo conoció en una riña con dos indios, a los que pudo contener casi sin esfuerzo. La guardia de Lanceros se lo llevó a los calabozos por pendenciero, de donde lo sacó don Francisco para llevarlo como capataz a su hacienda; le agradaban los hombres recios para someter a sus indios.
Don Francisco de Urzúa, nació en Madrid, hijo de un rico fabricante de telas originario de Barcelona. Creció entre personas ligadas a la Corte, lleno de lujos y privilegios. Asistió a clases con los mas reconocidos preceptores de la Corte y, desde luego, estudió en las mejores Universidades de España.
Cuando hubo la posibilidad de irse a Nueva España, su padre no dudó en buscar una recomendación del Rey, a fin de que le dieran una buena oportunidad a su hijo, logrando que le concedieran una importante Encomienda. Así fue como llegó a Puruagua. Acostumbrado como estaba a ser servido, desde un principio dejó bien claro quien era el amo.
Sus obligaciones como encomendero eran el cuidado y atención de las cosas materiales de la gente que viviera en su encomienda, así como la evangelización necesaria para llevarlos a la verdadera religión y al conocimiento de Dios y su Hijo Jesucristo. Para ello solicitó el auxilio de la Orden de Agustinos que ya estaban en Acámbaro, de donde le enviaron a fray José de Castillejas, como capellán y encargado del adoctrinamiento de los pueblos incluidos en la Encomienda. El padre Castillejas llegó acompañado de cinco monjes Agustinos, repartiéndolos en los principales pueblos del territorio. Aún con la Ley de Burgos emitida en 1512, en la que se dejaba claro que “el indio era libre y que si trabajaba debería recibir una retribución justa”, los encomenderos actuaban bajo su libre albedrío, esclavizando a los naturales a fin de obtener los mayores beneficios en el menor tiempo posible.
Don Francisco era un patrón despótico, que no acostumbraba a hablar con sus indios, solo se dirigía a Diódoro o a alguno de los religiosos. En la hacienda hablaba con Juana, la nodriza de su hija y con la sirvienta que le atendía en la casa, Juvencia, una anciana indígena que le habían heredado cuando recibió la Encomienda; nadie le conocía familia y ella no recordaba ni los nombres de sus padres, desde muy pequeña había sido criada en la hacienda.
 Juvencia ordenaba a los sirvientes, organizaba la cocina y atendía ella misma la limpieza de las habitaciones de don Francisco y su hija Ana María. La anciana tenía las llaves de la despensa y era en la única persona que tenía cierta confianza don Francisco; no es que le tuviera algún afecto, pero le daba un trato un poco por arriba de sus animales. Juvencia era un alma simple, en ella no había maldad, pero tampoco se encontraba amor; nunca lo había recibido, por lo que no sabía expresarlo. Cuidaba con esmero a la niña Ana María, pero no le sentía ningún afecto.
La niña era feliz con Juana, su nodriza era de trato muy dulce y tierno con sus dos niños. Como el amo se encontraba fuera la mayor parte del tiempo, la única familia que trataba la niña, eran Juana y Serafín, a quien veía como un hermano mayor. Durante el día, la nodriza los dormía juntos, pues no quería desprenderse de la niña; solo por la noche permitía que Juvencia se la llevara a su habitación; la vieja dormía en el suelo, a la entrada de la puerta del cuarto de Ana María. Cuando el amo volvía de sus largas excursiones de trabajo, miraba con aprobación que la fiel Juvencia durmiera a la puerta de la habitación, como un fiel perro.
El tiempo fue pasando, la niña empezó a recibir clases de un preceptor venido de la Ciudad de México, fray Joaquín de Salanueva, religioso Jesuita con fama de hombre sabio y buen maestro; le enseñaba las primeras letras y la Historia Sagrada. Por tratarse su pupila de una mujer, el religioso se hizo acompañar por una monja: sor María del Refugio, que haría las veces de dama de compañía de la niña; no era bien visto que un hombre, por muy fraile que fuera, diese la clase a solas a una señorita.
A la niña se le hacían largas las horas que pasaba en el estudio con fray Joaquín, siempre a la vista de la monja, que durante la clase leía su breviario. La niña se daba cuenta que su “hermano” Serafín la vigilaba espiando por una ventana, lo que a Ana María se le hacía bueno; los niños se hacían muecas y visajes, haciéndose menos pesado el tiempo de estudio. Cuando la niña aprendió a leer, se fueron incrementando las horas de estudio; entonces don Francisco llevó a un maestro de música para que aleccionara a la niña a tocar el piano.
Largas y tediosas eran las horas que pasaba frente al piano, intentando entender lo que el maestro trataba de enseñarle; parecía imposible, Ana María no estaba dotada del fino oído de los músicos, siéndole imposible diferenciar entre un do y un fa; por lo que el maestro, aún en contra de su voluntad, ya que el estipendio era generoso, tuvo que renunciar a la enseñanza de la chica, por temor de quedar en entredicho en su calidad de mentor. Don Francisco no se amilanó, estaba deseoso de que su hija recibiera la mejor educación. Contrató a un grupo de música de cuerdas para que, cada semana dieran recitales en el salón de su casa.
A fin de hacer mas atractivo el momento a su hija, don Francisco enviaba invitaciones para que sus amigos de los alrededores acudieran con sus hijos a las veladas musicales. Dichas reuniones se fueron haciendo una costumbre que acercaba a los hijos de los encomenderos y principales a reunirse con sus pares, de donde podían surgir ventajosos matrimonios y jugosas alianzas.
No obstante, la vida para Ana María y Serafín se fue haciendo mas pesada; ya no podían corretear por la casa y Juana, la nodriza, temía que en cualquier momento don Francisco la regresara a trabajar al rancho; se le hacía que dejaba un pedazo de su corazón, tanto así había llegado a amar a esa hija de crianza que Dios le había obsequiado. La realidad era que don Francisco ni se acordaba de que había contratado a esa nodriza, si acaso la miraba, era como si hubiera visto una maceta o una banca que siempre ha visto por su casa.
Por aquellos tiempos, cuando la niña cumplió los catorce años, convirtiéndose en una bella mujercita, vivo retrato de su madre: Cabellos dorados como rayos de sol, ojos azules y una tez tersa como de marfil. Su carácter era alegre y noble, siempre dispuesta a ayudar a cualquier persona, sin reparar en condiciones sociales o raciales; se podría decir que eso lo había mamado de Juana. Cuando miraba que Serafín necesitaba una camisa, o que su calzón presentaba algún desgarrón, le pedía a la vieja Juvencia que le comprara ropa nueva, lo que la sirvienta hacía sin mostrar ningún asombro. Pero había unos ojos que la vigilaban desde la sombra de las ventanas, sor María del Refugio, pendiente siempre de quién se acercara a la joven. Las clases de latín, aritmética y geometría, así como lógica y retórica se las seguía impartiendo el padre de Salanueva, con la monja siempre presente, como un candelabro mas en la estancia, pero sin perder detalle de los movimientos del religioso; que a veces se sentía molesto de tanto escrutinio, pero bien sabía que era lo mejor, ante la malicia de las lenguas de los indios.
Las reuniones de música se celebraban los sábados, después del rezo del Rosario. Por lo general estaba presente don Francisco, aunque algunas veces llegó a faltar por encontrarse en los sitios mas alejados de sus tierras. Asistían familias completas; todos deseaban quedar bien con don Francisco, ya que conocían la influencia que el señor de Urzúa tenía en la Corte, tanto en la Ciudad de México, como en España.
De los jóvenes asistentes, había uno en especial, don Fermín de Bustos, joven de diez y seis años, hijo primogénito de un rico minero de Guanajuato, quien estando de vacaciones con unos parientes de Acámbaro, había sido invitado a una de las reuniones, quedando prendado en el acto de la bella anfitriona. A fin de no retirarse de las cercanías de su amada, don Fermín pidió a su padre que le permitiera pasar una temporada en las tierras de su tío, para aprender la administración de la hacienda, lo que al padre le pareció muy oportuno; los beneficios de la minería se podrían invertir en tierras productivas. Ya con el permiso de su padre, el joven Fermín se convirtió en asiduo asistente a las amenas veladas musicales.
Los ojos vigilantes de sor María del Refugio no dejaron pasar la presencia del joven pretendiente, comunicándolo de inmediato a Don Francisco, quien conocedor del apellido y de las actividades familiares del joven, no puso ningún reparo; antes bien, vio con buenos ojos la posibilidad de unir lo apellidos y los negocios familiares. Ya tendrían tiempo de enterarse de las verdaderas intenciones del muchacho.
Tampoco para Serafín había pasado desapercibida la presencia del joven Bustos, llenando de celos su corazón; no obstante que su trato con Ana María seguía siendo el mismo, unidos por el amor de hermanos, cuando menos por el lado de la joven. Serafín ya la miraba con ojos de hombre y de hombre enamorado. Mucho le había dicho su madre que esa niña no era para él; no podía dejar de lado el hecho de que solo era hijo de la nodriza de Ana María.



sábado, 4 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 2


Serafín


Serafín ha salido de mañana sin decir a su madre a donde se dirige, solo se llevó unos tacos y un bule con agua para beber, lo que deja ver que comerá en alguna parte y su regreso a casa será ya tarde. El joven es un buen caminante y conocedor de toda la región. La montaña la conoce como la palma de la mano; desde chamaco acostumbra a irse con su palomilla a recorrerla en busca de aventuras.
La montaña es parte de la sierra de San Agustín, al poniente de Jerécuaro; tiene algunas zonas muy escarpadas y de difícil acceso, pero Serafín y sus amigos han encontrado pasos que para ojos inexpertos pasan desapercibidos; de forma que, entrando por una serie de cuevas, se puede llegar a la cima, sin tener qué hacer un recorrido de varias horas y con grandes esfuerzos y peligros físicos. Estas galerías son casi un laberinto, donde es posible extraviarse con facilidad.
Los muchachos, a través de años de exploración, ha ido haciendo marcas que solo sus ojos miran y entienden, a fin de llegar a diferentes puntos. Saben en qué parte y de qué ruta valerse para llegar al sitio donde hay suficiente agua dulce; en caso de necesitarlo, por donde llegar en pocos minutos al exterior; ya sea en la cima de la montaña o volver a Jerécuaro; o cruzar la montaña y salir hacia Acámbaro. Lo que en un principio fue para los muchachos un juego, ahora se ha convertido en un secreto bien guardado, que están seguros les servirá mas adelante.
Serafín es el líder del grupo desde que eran pequeños y con mucho, demuestra también ser el mas inteligente; el muchacho tuvo la oportunidad de aprender lo mismo que Ana María; la niña le pasaba las lecciones que recibía de sus preceptores; de esta forma, a diferencia de sus congéneres que morían analfabetos. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, Serafín aprendió a leer y escribir. Valiéndose también de los libros que la niña le prestara, Serafín se convirtió en un lector constante, lo que lo fue llevando a aumentar el número de sus amistades, las cuales ya no eran solo sus amigos de la infancia, sino que era invitado a reuniones con personas interesadas en diferentes tópicos. Sus nuevas amistades eran indígenas y mestizos descontentos con el dominio de los españoles y, aún a riesgo de su libertad y de su vida, planeaban alguna forma de terminar con tal situación. No tenían una idea segura, pero algunos que habían viajado por distintos rumbos, comentaban haber escuchado de cierta persona que pertenecía a un grupo de conjurados, al igual que ellos. En su viaje no pudo averiguar quién, ni dónde se reunían; por propia seguridad, solo lo informaban a personas muy seguras, quienes primero eran investigadas de forma soterrada.
En esas reuniones, serafín escuchaba todo, pero hablaba poco, no obstante, iba guardando en su memoria los datos que en algún momento pudiesen serle de utilidad. Algo que lo detenía, era el pensar en Ana María; aunque ella era criolla, su padre era español y de los principales encomenderos.
Aunque Serafín nunca había sido castigado con golpes, no desconocía que, por ese sistema arbitrario de explotación del indígena, le habían privado de conocer y vivir con su padre. Fue ya de joven que su madre le dijo el nombre de su progenitor. Cuando fue a buscarlo, hacía unos meses que nadie sabía de él; algunos pensaban que se iría a acercar a la hacienda; no había dejado de amar a Juana, la madre de Serafín. En esos tiempos Anselmo era un hombre joven, pero por esos ritmos de trabajo y la mala alimentación, las personas no llegaban a viejas con facilidad, por lo que decidió escapar de esa vida.
Ya tendría tiempo Serafín para conocer a ese padre ausente por injustas razones. También picaba su ánimo el saber que por una condición racial, no podía manifestar a Ana María el amor que sentía; era casi seguro que, de enterarse don Francisco le mandaría matar, o cuando menos lo enviaría lejos, tal vez a las minas de alguno de sus amigos; sitios en donde se moría muy joven, sobre todo cuando entraban a lo socavones siendo niños.
En definitiva, tendría que trabajar para colaborar en la expulsión de los españoles de México, por lo que, sin comentarlo con nadie, se fue a Chupícuaro, donde alguien le dijo que moraba su padre, un respetado hijo de chamán, que ya para entonces vivía retirado en el monte, ante la persecución que le hacían los testaferros del encomendero que dominaban esas tierras del bajío. No tuvo suerte en hallarlo y volvió a Puruagua.

Unos cuantos meses después, Serafín se fue a la lejana villa de Valladolid; en alguna reunión habían comentado que en un pueblo denominado Churumuco, vivía un cura que hablaba de esas cosas que le interesaban: rebelarse contra la tiranía de los españoles; no de forma abierta, por supuesto, pero se iba formando un círculo de adeptos a su alrededor. Supo que el cura era hijo de un indio, carpintero de oficio. En ese viaje no obtuvo respuestas, solo vagas referencias; ni un solo nombre. No obstante, no faltó quien se fijara en ese indígena alto, de cuerpo musculoso.
Pasaron los meses y Serafín y sus amigos seguían explorando las extensas cuevas de la sierra de San Agustín, las que solo eran conocidas por algunos cuantos naturales que procuraban mantener ocultas las entradas. La que estos muchachos utilizaban se localiza en algún sitio cercano al río que pasaba cercano a Jerécuaro.
Sin un fin específico, Serafín pidió a sus compañeros ir haciendo acopio de víveres en las cuevas, utilizando para ello cántaros de barro, para evitar que algunos animales se los fueran a comer. Llevando de a poco, llegaron a tener una buena provisión. También y sin nadie pedirlo, fueron dejando algunas herramientas y armas rudimentarias, como machetes, hoces y barras de hierro. Algún sentimiento interno los movía, tal vez el mas evidente sería el de querer alejarse de la vida sometida a los encomenderos y a una vida sin futuro; como habían vivido sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos; en una cadena de miserias y sufrimientos sin fin.
Pero no podían vivir siempre alejados de sus familias, no por ahora; así que siempre volvían a sus casas y sus trabajos. Serafín era el mas afortunado, ya que vivía en las cercanías de la hacienda y trabajaba dentro de ella, haciendo trabajos de jardinería; siempre cuidando de lejos a Ana María y pasando de vez en cuando algunas tardes juntos, como cuando eran niños.
Cuando la joven podía escapar de sus tediosas clases, corría en busca de su amada Juana, que le cocinaba los rústicos platillos que desde niña tanto gustaban a Ana María. Por las tardes, cuando la chica se dirigía a la capilla a rezar el Rosario, Juana y serafín procuraban también ir a rezar, de manera que podían estar cerca de ella sin que nadie les regañara; la vieja Juvencia, al fin indígena, toleraba que estos sirvientes rezaran a la misma hora que su niña, por su parte, el Padre Castillejas se mostraba complacido en ver que su labor evangélica diera frutos en esas criaturas del Señor.

Los invitados empezaron a llegar desde el viernes por la noche, Serafín estaba encargado de recibir las caballerías y conducirlas a los establos, donde otros peones se encargaban de desensillarlas, limpiarlas y darles agua y hierba fresca. Esa labor le gustaba al muchacho porque le agradaban los caballos y los animales respondían con docilidad al trato del caballerango. Otros invitados llegaban en carretas y diligencias, y eran recibidas por otros sirvientes, que se encargaban de conducir los carros a sitio seguro y de atender a los carreteros y conductores. Todo estaba bien, hasta que arribó Don Fermín de Bustos, el pretendiente de Ana María, que por ser bien recibido por Don Francisco, se sentía ya con derechos sobre los sirvientes de la casa.
—¡Toma las riendas, muchacho!, le exigió don Fermín a Serafín, quien de cualquier manera tenía qué hacerlo.
En su enojo al ver de quien se trataba, el joven lo hizo con cierta brusquedad, lo que hizo que el caballo reculara, para desagrado del jinete, que enfurecido cruzó el rostro de Serafín con el fuete. Llevándose la mano a la cara, estuvo a punto de echarse encima de Fermín, pero previendo su reacción, un viejo sirviente, José Encarnación, el viejo Chon, se interpuso entre los jóvenes, deteniendo el caballo y a Serafín, a quien aplacó de forma enérgica.
—!Asosiégate, muchacho!, ─le dijo a Serafín─ to'vía no es tiempo de que hagas nada, ¡asosiégate!
Serafín hizo caso del prudente consejo del viejo y se dio la vuelta para retirarse, ante la sonrisa de suficiencia de Fermín que, con paso lento, mirando a todos desde su altura, penetró en la hacienda. Serafín echaba espuma por el coraje, sobre todo por tratarse del que consideraba su rival y persona que podría hacerle daño a Ana María. Se retiró a la cocina, donde su madre, al verlo llegar con el rostro marcado por un cardenal, se apresuró a atenderlo, poniéndole un emplasto de hierbas para bajar la hinchazón.
—¿Pos qué te pasó m'hijo?, ─preguntó al muchacho, que solo bajó la cabeza para que su madre no viera las lágrimas de coraje que le corrían por las mejillas─.
Poco después, ya mas tranquilo, Serafín salió de la cocina y se fue a situar al pie de una de las ventanas que daban al salón de música, para poder observar a su amada Ana María y tener vigilado al odiado señorito. Pensaba «que no se atreva a tocarla o hacerle daño, soy capaz de matarlo» Sentía que era demasiado el tiempo que Ana María estaba al lado del malvado muchacho.
Alguna de las amigas de la anfitriona tocaba alegres melodías al piano. Las chicas formaban grupos, platicaban y reían; otras coqueteaban con los muchachos, que deambulaban por el salón, como buscando pareja. Los invitados, hombres y mujeres, bailaban a los acordes de la música de piano, mientras los sirvientes repartían bebidas de frutas y bocadillos. El salón, bastante iluminado por las velas colocadas en los candelabros, proporcionaba brillos y sombras a los rostros de los jóvenes. En un grupo de hombres, Serafín distinguió la figura de Fermín, rodeado de aduladores, como si él fuese el anfitrión; de vez en cuando, el grupo volteaba hacia donde se encontraba Ana María, como para confirmar algo que les decía Fermín. Serafín lo miraba con ojos encendidos de rencor.
Al ocultarse el sol, el viento empezaba a enfriar el ambiente; escuchaba el movimiento de las plantas y los murciélagos empezaban su nocturno volar en busca de alimento. La música iba disminuyendo, hasta que los invitados pasaban al comedor para merendar.
Mas noche, la vieja Juvencia se acercó a Ana María y algo le susurró al oído; a partir de entonces se empezó a disolver la reunión. La vieja se llevó a las chicas a sus habitaciones y algunos sirvientes acompañaron a los jóvenes a sus aposentos. Otros mozos levantaron vasos y platos y apagaron los candelabros. A poco, la hacienda quedó en silencio y la obscuridad fue envolviendo los corredores y jardines, solo permaneció encendida una tímida vela en el vestíbulo de entrada. Como entendiendo la situación, la luna se ocultó detrás de los cerros y las nubes la cubrieron. El patio olía a “huele de noche”, tenue y perfumado.

El viaje

Días después del incidente con don Fermín, Serafín salió de su casa en busca de algunos de sus compañeros, que habían convenido en cruzar la sierra e ir a Acámbaro para continuar hasta un sitio llamado Churumuco, en las cercanías de Valladolid, donde, según algunas referencias recibidas, se encontraba un señor cura que al parecer era partidario de quitar el poder a los gachupines; sus informantes le habían dicho que preguntaran por el padrecito José María, pero que se mostraran cautos, para no despertar sospechas; en caso de ser detenidos por los soldados, deberían inventar alguna historia que fuese creíble.
Tal como lo planearon, los muchachos llevaban provisiones para un par de días; por el agua no se preocupaban, conocían los sitios donde había manantiales en la sierra. Harían la travesía subiendo a los cerros, no querían correr riesgos y que alguien los viese entrar a las cuevas; como las cavernas también tenían entradas por las partes altas, cuando tuvieran que acampar, lo harían en el interior de alguna de ellas. Debían tener mucho cuidado; en los montes había fieras peligrosas, como osos y leones de montaña; también podrían hallar gato montés. Los muchachos llevaban sus hondas y suficientes piedras. Valiéndose de alguna herramienta de las que tenían ocultas en las cuevas, los muchachos cortaron unas ramas e hicieron unas estacas con punta, que les podrían servir para enfrentar a alguna fiera, aunque contaban con ser prudentes y saber interpretar bien las huellas que los animales dejaban en el monte.
Como hombres del campo, los jóvenes salieron en las primeras horas de la mañana, aún obscuro y empezaron a caminar rumbo a Jerécuaro, para de allí empezar a subir con rumbo a Acámbaro, siguiendo el camino real; para cuando el sol empezó a calentar, los jóvenes ya casi habían llegado a la cima del cerro mas cercano a Jerécuaro, cerca de un ojo de agua prendieron una hoguera y calentaron algunas tortillas que llevaban; en sus morrales llevaban un atadillo con sal gruesa y algunos chiles y con eso hicieron su primer alimento; de común acuerdo, no llevaban algo mas substancioso, confiaban en que en el monte podrían cazar algún conejo o un guajolotl, piezas que abundaban en la sierra. Después de descansar un poco y apagar la lumbre con un poco de agua, Serafín y sus amigos retomaron su camino; pensaban llegar a Acámbaro a las primeras horas de la tarde, en tanto caminaban, los muchachos charlaban:
—Bueno, Serafín, ─preguntó Ignacio, uno de los muchachos, indígena, al igual que Serafín─ ¿si jallamos al curita, pos que le vas a decir?
—En verdad no sé, pero ya se me ocurrirá algo. Yo creo que si le decimos que estamos bien enmuinaos con los gachupines, nos va a hacer caso. Le diré “Creo que su tata era indio, como yo”, por lo que creo que nos entenderá.
En esa charla caminaban; el ruido que hacían al pisar las hojas muertas, en momentos les ocultaba otros sonidos. Serafín, entrenado por su abuelo, mantenía sus sentidos alertas. Hacia abajo del monte discurría el camino real. De pronto, Serafín alertó a sus compañeros:
─!Silencio!, agáchense y no hagan ruido.
─¿Qué ocurre, Serafín? ─Preguntó Ignacio en susurros, buscando en todas direcciones, intentando mirar lo que había alertado a su amigo─.
Poniéndose un dedo en la boca, Serafín les indicó estar en silencio; señalando hacia el camino, donde empezó a pasar un grupo de lanceros de la Reina; sus caballos de guerra, eran grandes y pesados y su cabalgar bastante conocido por los indígenas, siempre temerosos de sus abusos.
—Unos por indios y otros por mestizos, pero pos a todos nos tratan pior que animales, crioque comen mejor sus perros qui'uno, ─afirmó Domitilo cuando pasó el peligro y se pudieron levantar─.
—Pos sí es cierto, ─continuó Domitilo─ a mí de nada me vale que mi tata haya sido un gachupín, pos nomás cargó a mi mama y aluego se largó y lo único que he sacado, son palos de los gachupines.
En esas pláticas, los muchachos externaban el resentimiento que había hacia la clase dominante y pensaban que ahora que estaban jóvenes era el momento de buscar alivio a esa situación; aunque no sabían de qué forma hacerlo; sabían que enfrentarse con los gachupines, era ir directo a la horca, o cuando menos acabar en las minas.
Mientras estuvieron en lo alto de la sierra, los pinos les proporcionaban una agradable sombra, que los protegía de los hirientes rayos del sol, un cielo azul sin nubes en una canícula bastante caliente que invitaba a permanecer a la sombra para protegerse; pero ellos no se podían detener, les urgía llegar a Churumuco y encontrar al cura indicado.
En cuanto empezaron a bajar hacia el pueblo, los árboles comenzaron a ralear, hasta que el camino real solo estaba bordeado de magueyales; uña de gato y zarzas espinosas; ni donde taparse el inclemente sol. Así, sin haber visto ni una lagartija, llegaron hambrientos a las goteras del pueblo. Hallaron unas tapias donde se sentaron a descansar y a sombrearse un poco; como no podían hacer lumbre por temor a que les llamaran la atención, los muchachos comieron unas tortillas frías, con algunos chiles y sorbos de agua fresca que llevaban en sus bules.
Descansaron un poco y luego continuaron su marcha hacia la salida del pueblo; pasaron la noche en el monte, ya en camino hacia Churumuco, donde pensaban llegar al día siguiente. Antes de que se ocultara el sol, los muchachos se toparon con una parvada de palomas, utilizando sus hondas pudieron atrapar cuatro aves, un tanto escasas de carne, pero ya tenían algo para cenar. Prepararon una buena hoguera donde pudieron asar las palomas y calentar unas tortillas, que ya por lo frías, se convirtieron de tostadas, aún así les parecieron deliciosas. El sitio donde iban a pasar la noche estaba protegido por grandes piedras y gruesos robles; con los estómagos satisfechos, los muchachos se pusieron a platicar:
—Bueno, Serafín, tú eres el mas leido de nosotros, pos ¿por qué no te sales pa juera del pueblo?, allí no tienes posibilidá cual ninguna.
—Tienes razón, Domitilo, pero no quiero dejar a mi madre y ella no desea abandonar a Ana María; se da cuenta que don Francisco no le hace mucho aprecio a la muchacha. Pero yo creo que si mi madre se empeña en ello, me tendré que salir yo solo.
¿Cómo sólo, Serafín?, ─intervino Ignacio─ si nosotros semos como tus escuderos, no nos vas a dejar afuera, ¿qué no, Domitilo?
—Pos claro, si nosotros semos parejos contigo, Serafín, onde vayas tú, allá mesmo iremos nosotros.
—Gracias amigos, sé muy bien que cuento con ustedes, pero no quiero forzarlos a seguirme a una empresa que no sé en qué pare.
—Tú no tengas apuro por nosotros, ─ratificó Ignacio─ onde tú vayas, nosotros iremos.
Está bueno, muchachos, ahora vamos a dormir, que mañana hay que seguirle.
Los amigos se dieron la vuelta y se acomodaron para conciliar el sueño, cosa que el cansancio de la caminata les ayudó a lograr; solo Serafín se quedó pensando: «Por mas que estuviera enamorado de Ana María, se daba cuenta de que no llegaría a nada y no por Ana María, aunque bien sabía que ella lo veía como a un hermano; pero don Francisco era capaz de matarlo, antes que dejar que tuviera alguna relación con su hija. Y luego estaba el asunto ese de don Fermín; se le hacía una mala persona y eso, pensaba, «podría ser un camino de sufrimientos para Ana María. No, en definitiva, tendría que hacer algo para tener qué ofrecerle a la muchacha; se daba cuenta de que no era mas que el hijo de una sirvienta, un peón mas de su padre.»
Pensando en esas cosas, el muchacho se fue quedando dormido, jaló la orilla de su sarape y se tapó la cara. La fogata les proporcionaba calor y seguridad contra los animales. Led gustaba el olor del monte al ponerse el sol; algunas plantas florean de noche y esparcen sus aromas.
Muy de mañana al día siguiente, los tres amigos se pusieron en camino, preguntando a unos arrieros que iban de paso, los muchachos se enteraron de la ruta más directa a Valladolid, por lo que tomaron el camino real. Cuando empezó a levantar el sol, los amigos se internaron en el bosque, en busca de algún animal que pudiesen cazar para desayunar; entre los arbustos descubrieron un nido de guaxolotl y cerca de él un macho de buen tamaño, Domitilo era el que tenía mas habilidad con la honda, así que colocó una piedra en la redecilla y haciendo girar la honda sobre su cabeza, lanzó la piedra, que se detuvo en el pecho del ave, que cayó entre convulsiones de muerte; los muchachos corrieron a atraparla, teniendo mucho cuidado de no ser alcanzados por los filosos espolones o por las robustas alas; en cuanto murió el animal, se dedicaron a desplumarlo en caliente, luego Serafín extrajo de su faja una navaja de pedernal y abrió en canal al ave, sacándole las vísceras; separó las piernas, muslos y pechuga y dejaron el resto a los animales carroñeros del bosque. En seguida prepararon una buena lumbre y sobre piedras calientes asaron la carne. Esa mañana almorzaron como reyes; cerca de ellos se encontraba un árbol de cuauhtzapotl, escogieron cuatro frutos maduros y comieron la jugosa y dulce pulpa. Ya satisfechos sus estómagos, los amigos volvieron al camino real y casi caído el sol llegaron a las afueras de Valladolid, donde se cruzaron con otros arrieros, a quienes preguntaron cual era el mejor camino para llegar a Churumuco.
 Les dieron las señas, indicándoles que ellos se dirigían al mismo pueblo, por lo que hablaron con el jefe de los arrieros para que les permitiese viajar con ellos, ofreciéndose a trabajar para ganarse los alimentos, a lo que el jefe accedió; en esos caminos nunca sobraban brazos fuertes para ayudar y, en caso necesario, para hacer frente a las partidas de bandidos que asolaban los caminos. El jefe del grupo les indicó que necesitarían dos jornadas para llegar a Tipetío.
Puestos de acuerdo, los tres amigos se integraron al grupo para cumplir con lo que fuese necesario y no pasó mucho tiempo en que se requirió la participación de los muchachos. El camino real los llevaba subiendo y bajando montes; había pasos pedregosos y otros de humedales, donde los animales se hundían en el fango y se negaban a avanzar, terminando por echarse; para levantarlos, había qué descargarlos, levantarlos entre varios y luego de llevarlos a terreno firme, volver a cargarlos;  los arrieros  llevaban como veinte animales, entre asnos y mulas y cuando se presentaban estos casos, los brazos de los tres muchachos eran de mucha utilidad. Como ya se había perdido mucho tiempo en esas maniobras, el grupo no se detuvo a la hora de la comida, sino que continuaron hasta un pequeño caserío que se encontraba a orillas de un pequeño arroyo.
Los perros anunciaron su llegada y los habitantes del lugar salieron a recibirlos, eran conocidos de varios años. Luego de descargar los animales, comisionaron a los muchachos a limpiar a burros y mulas, les dieron de comer y beber. Cuando terminaron de atenderlos, ya estaba casi obscuro; estaban cansados y hambrientos y dieron cuenta de la comida que les obsequiaron. Luego de cenar se retiraron a acostarse envueltos en sus sarapes, quedando dormidos de inmediato.
Al día siguiente, mucho antes de la salida del sol, el encargado de hacer los alimentos ya tenía preparado el café y una cazuela de huevos con chile y frijoles, así como una provisión de tortillas que les prepararon las mujeres del caserío. Durante el almuerzo, el jefe les explicó que estaban por llegar al punto mas peligroso del trayecto; estarían en la parte alta de la montaña, donde eran frecuentes los asaltos. Fueron repartidos algunos mosquetes entre la gente de confianza del jefe de la recua; a los amigos solo les recomendaron que se mantuvieran alertas. Una avanzada de exploradores fue enviada por delante, a fin de que avisaran en caso de encontrar gente armada.
Como a las diez de la mañana la recua estaba en movimiento, cuando se recibió el aviso de los exploradores; el grupo empezó un suave descenso hacia el río, que había qué cruzar en un vado, luego de batallar con los animales y la carreta del bastimento, que era tirada por fuertes bueyes, comenzó la penosa ascensión que los llevaría hasta la cima de la montaña; en cierta parte, el camino se internaba en un pequeño cañón, cuando se escuchó un silbido de unos de los exploradores, avisando que en lo alto del cerro estaba una partida de hombres armados.
Todos se prepararon para ser atacados, ataron los animales a los árboles de los lados del camino, parapetándose detrás de los árboles; los muchachos se quedaron al lado del camino, aunque entre la vegetación no podían usar sus hondas; de pronto se empezó a escuchar un intenso ruido de cascos. Entre gritos y disparos hicieron su aparición los primeros jinetes;  los muchachos salieron de entre los árboles y prepararon sus hondas; en tanto los arrieros que tenían mosquete, empezaron a disparar; eran solo cinco o seis armas de fuego, por lo que había largos lapsos de tiempo sin que dispararan, en lo que recargaban sus armas; esos momentos lo utilizaban los tres amigos para accionar sus hondas; como siempre, Domitilo era el que mejor acertaba; casi era jinete por piedra, en tanto que Serafín e Ignacio, tiraban cinco piedras para abatir a un jinete, así y todo, no dejaron pasar a los asaltantes, que se tuvieron qué retirar, dejando diez cuerpos en el campo; ocho de ellos solo estaban heridos; a esas personas y de acuerdo a la costumbre, se les ahorcó, colgándolos de los árboles cercanos; los dos muertos fueron cubiertos con piedras, para evitar que se los comieran las fieras. Era una costumbre terrible, pero era una manera de impartir una forma de justicia, que las Autoridades virreinales estaban lejos de poder cumplir a cabalidad, por lo que hacían la vista gorda ante tal situación.
Por parte de la reata, se tenían cuatro heridos, que fueron colocados en la carreta para ser llevados al siguiente poblado, que era Tipetío, a donde llegaron ya casi de noche; de inmediato dieron parte a las autoridades judiciales del lugar, quienes partirían al día siguiente a dar fe de los cadáveres. Los heridos fueron atendidos por el curandero local; no había médico en ese pueblo.
El jefe de la recua llamó a los amigos y los felicitó por su valentía y efectiva cooperación en la defensa del grupo, invitándolos a unirse de manera definitiva a ellos. Serafín, a nombre de los tres, le explicó que solo iban a Churumuco en busca de un señor cura y luego de hablar con él, volverían a su pueblo. De cualquier forma, el jefe les recomendó que los esperaran para volver con ellos, de esa forma irían más seguros y podrían ganar unos duros en su viaje, a lo que Serafín respondió que tratarían de hacerlo.
En Tipetío estuvieron detenidos durante tres días, en tanto los heridos sanaban, tiempo que emplearon los muchachos para conocer los alrededores; conocieron también al cura del lugar, que resultó ser un español, que estaba satisfecho con la situación que imperaba en el país, mismo que sentía como una extensión de España. Ni Serafín, ni sus amigos, hicieron alusión alguna al descontento que sentían contra la actual situación; se dedicaron a cumplir con sus obligaciones religiosas, a fin de no despertar suspicacias entre los vecinos; no obstante, entre el grupo de arrieros encontraron dos o tres que dejaban entrever su deseo de cambios; dos de ellos eran de origen indígena y un mestizo. El jefe era un criollo, buena persona, pero desde luego que no permitiría que cambiara una situación que para él era natural y ventajosa.
El día de la partida, la actividad empezó casi de madrugada y con la primera luz se pusieron en movimiento, aún faltaba un buen trecho para llegar a la cima y empezar a bajar hacia el río Grande o Tepalcatepec. En ese tramo fueron acompañados por un escuadrón de Lanceros, enviados por la Autoridad Militar de la zona. Fue un tramo especial y difícil; el camino estaba compuesto por piedras de todos tamaños, lo que hacía lento el avance; en particular de la carreta de bastimentos, en una de tales piedras, se rompió una rueda, lo que nos ocasionó un retraso de medio día; aunque se llevaba una rueda de repuesto, el descargar la carreta, desmontar el eje y volver a cargar, ocasionó a una buena demora. Aprovechando la parada forzosa para preparar los alimentos y comer; de ahí en adelante ya no se podían detener, hasta llegar a Turicato, el siguiente poblado. Al caer la tarde alcanzaron apenas la cima de la montaña, procediendo a armar el campamento; llegaron tan cansados, que solo pensaban en dormir, dejando la comida para el día siguiente. Los muchachos tuvieron que retrasar el descanso, antes tenían qué limpiar y alimentar a los animales.
Las noches en esas alturas, solían ser frescas, no obstante estar en verano, pero era maravilloso observar esos cielos estrellados, sin ninguna luz que impidiera contemplar la Creación de Dios; era tanto el cansancio de Serafín, que le impedía conciliar el sueño. Una lechuza hacía su lúgubre llamado desde algún árbol, ante el sobresalto de los indígenas que componían la arria; se tenía por creencia que el llamado de la lechuza anunciaba la muerte de alguno de ellos. No obstante, sus compañeros dormían a pierna suelta, sin darse cuenta del medio que los envolvía.
Al día siguiente se levantó temprano el campamento, había que ganarle al sol, al llegar al nivel del río, la temperatura podía ser elevada; no obstante, había qué bajar con cuidado, los animales podían resbalar y caer por las barrancas. La bajada fue descansada y para el medio día ya se encontraban a la orilla del río Tepalcatepec, donde descansaron; para la hora de la comida, el calor y los mosquitos eran bastante molestos pero los amigos tuvieron la oportunidad de nadar y refrescarse en las aguas del río. Aprovecharon la ocasión para lavar su ropa y cuando reanudaron la marcha, iban frescos y limpios. Después de cruzar el río por un vado, continuaron por la margen derecha hasta llegar a Turicato, lo que lograron con las primeras sombras de la noche. Este era un pueblo grande, donde concurrían comerciantes de los alrededores para instalarse el Día de Plaza, lo cual se realizaría al día siguiente.
Antes de salir el sol empezaron a instalarse los puestos, coronados por mantas de todos los colores imaginables, lo que creaba un paisaje muy vistoso. Había comercio de compra venta o el tradicional trueque, aún practicado por estos pueblos serranos. Ese día se encontraban varias recuas que iban a expender su mercancía o a cambiarla por otra que se vendiera en otros mercados. Se podía comprar pescado traído de la costa; frutos de tierra caliente, como plátano, mango, chirimoya. Zapote, etc.; de las zonas altas llevaban manzana, durazno, membrillo. Se encontraba alfarería de Pátzcuaro, tejidos de Valladolid, metates y molcajetes de piedra llevados de tierras lejanas y, desde luego, toda la gama de hortalizas y granos que se cultivaban en las fértiles tierras de esa provincia. Los tres amigos no paraban de asombrarse de las maravillas que miraban, lamentando no tener suficiente dinero para comprar tantas cosas que se les antojaban.
Estos eventos, con todo y que eran importantes para la economía de la región, también tenían sus inconvenientes, uno de los cuales era la venta de bebidas embriagantes, unas fermentadas del maíz como el tesgüino y otras de un tipo de maguey, como el pulque y el aguamiel; ambas bebidas se vendían en grandes cantidades, por lo que al caer la noche, se miraba a los arrieros y comerciantes dando tumbos por las calles, ésto desde luego propiciaba las rencillas y pleitos.
Esa noche los muchachos presenciaron una pelea entre dos arrieros de diferente grupo; el motivo pudo haber sido cualquier desacuerdo dado entre borrachos: los resultados fueron funestos; luego de agredirse a golpes, el que iba mas en desventaja, extrajo de entre su calzón de manta un cuchillo de hoja curva, llamado “tranchete”, con el que dio un tajo en el vientre a su contrincante, quien murió en la calle, con los intestinos de fuera. El agresor se dio a la fuga, sin que le pudieran dar alcance. Situaciones como esta eran normales en sitios donde se vendía el aguardiente con tanta facilidad.
Al día siguiente del del mercado, a media mañana, la recua se puso en movimiento para la última jornada, llegando a Churumuco en las primeras horas de la tarde. A los muchachos se les hacía curioso  el nombre, hasta que un anciano les explicó: « Su nombre deriva de la palabra tarasca Churumekua que significa "pico de ave"» El camino fue tranquilo y descansado, era la parte mas baja de la zona, donde el río se remansaba y discurría con tranquilidad. Los muchachos se despidieron de los arrieros, manifestando la posibilidad de esperarlos para su regreso, que les llevaría entre cinco y seis días. El templo, dedicado a San Pedro, era la construcción que destacaba en el pueblo, por lo que los tres amigos se dirigieron a ella, confiando en hallar algo que buscaban sin saber a ciencia cierta qué era.