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LA CATACUMBA ROMANA

lunes, 13 de abril de 2020

LAS GRUTAS DE LA LIBERTAD CAP. 1


Las grutas de la libertad

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Sergio A. Amaya Santamaría

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Sin duda, la historia de los pueblos se encuentra en la memoria de los viejos; aderezadas con sus fantasías, pero con un gran contenido de verdad.

Inicia la aventura


La mañana era luminosa, la primavera entraba radiante a la Ciudad de México, el Ing. José Fortuna salía muy satisfecho de las oficinas de la Comisión Constructora, le acababan de asignar su primer contrato, no era algo grande, pero era su primera obra y eso era bueno. La obra era una rehabilitación de un sistema de agua potable de un pequeño poblado de nombre Puruagua, Municipio de Jerécuaro en el Estado de Guanajuato.

El Rejalgar


Al día siguiente de nuestra llegada, acompañados por el Señor Ortiz, don Lupe, maestro de obra y algunas otras personas, nos fuimos en busca del famoso manantial llamado “El rejalgar”.
Empezamos a subir la ladera, a media mañana seguíamos un pequeño camino de herradura; en ocasiones la pendiente era suave, pero en algunos lugares se hacía mas pronunciada, cruzamos dos pequeñas barrancas, como de seis metros de profundidad y unos dieciocho a veinte de ancho, el ambiente olía fresco, limpio y la brisa entre la arboleda era agradable. Grandes pinos y oyameles dominaban el paisaje,  se podía ver una conducción de agua hecha con tubos de barro; nuestros guías nos comentaron que esa obra fue realizada en tiempos de la Colonia y era la que llevaba el agua a la hacienda; en algún lugar se perdía el suministro, tal vez filtrándose a los mantos inferiores del cerro.
Con el sol en el zenit, llegamos al manantial llamado El  Rejalgar, denominado así por ser el nombre que le daban a una planta que en otras zonas se conoce como “hoja elegante”. Planta de tallos gruesos y hojas grandes, por lo que en inglés le denominan Elephant's Ear.
Nos rodea un ambiente distinto al vivido en otros sitios, cuando las personas que habíamos subido guardamos silencio o hablábamos en voz baja, como dentro de un templo, la naturaleza nos envolvía: Era el mítico Edén. Se escuchaba correr del agua, que manaba, sigiloso, del vientre generoso de la tierra; el viento entre las ramas de los centenarios árboles nos hacía caricias en los sudados rostros. Hay enormes pinos; robustos oyameles; alguna variedad de robles de rojos troncos y brillantes hojas. Una ardilla corretea despreocupada entre los árboles, luego trepa con asombrosa velocidad al tronco de un pino y se pierde entre el follaje, aparece poco después en una alta rama, cerca de donde se encuentra una bellota. El cielo es de un azul extraordinario y breves nubes se deslizan, como empujadas por el suave dedo de un infante.  El afloramiento de agua es pequeño, brota entre algunas rocas; pendiente arriba, hay un gran sembradío de esta decorativa planta, bajo las cuales fluye el agua que se dispersa colina abajo.
Este era el motivo de encontrarme en ese hermoso sitio; no obstante, lo que conocí en ese pueblo, de boca de los ancianos, fue lo que de ellos aprendí.

La historia


Los pueblos pequeños de México y creo de todo el mundo, siempre tienen historias y leyendas que se van pasando, por tradición oral; de padres a hijos, de una generación a la siguiente; de edad en edad. Puruagua no podía ser la excepción. Entre mas antigua es la población, mas posibilidades hay de que se cuenten historias; algunas de ellas podrían tener una parte de verdad, pero se han aderezado con la sal y pimienta que le han puesto los cronistas de las diferentes épocas.
   Aunque Puruagua es de origen prehispánico, fue sometida a la Corona de España por el indígena evangelizador Nicolás San Luís de Montañés, durante el último cuarto del Siglo XVI y se tiene constancia de que en 1631 pertenecía a don García del Castillo; tiempo hay de sobra para tejer cualquier cantidad de historias.
  En aquellos tiempos las tierras de la hacienda comprendían veinticinco mil hectáreas. ¿Que son muchas? ¡muchísimas! Recordemos que en tiempos de la Colonia se otorgaban las encomiendas y estas incluían tierras, pueblos y habitantes, como es el caso que nos ocupa; en 1530 se entregó a Ruy Sotomayor el sur de Guanajuato como encomienda, incluía: Acámbaro, Jerécuaro, Puruagua, Puruagüita, Chupícuaro Puriantzícuaro y otros pueblos mas antiguos; se estima que había alrededor de dos mil quinientos habitantes, entre purépechas, otomíes y pames, siendo la mayoría purépechas; al paso de los siglos esta extensión  disminuyó, al grado de que al final del reparto agrario, a Puruagua le quedaron solo doce hectáreas, mas lo que era la “Casa grande”, que es lo que en la actualidad podemos admirar.
Es una hermosa construcción de tipo Neoclásico, tal vez producto de las remodelaciones hechas en el siglo XIX; de amplios corredores y grandes patios. En ese ambiente, pero en el siglo XVIII, cuando aun la hacienda cuenta con miles de hectáreas, se desarrolla la historia que me relataron durante muchas noches de plática amena, con la hospitalaria gente de tan agradable lugar.
   Don Tomás Alvírez, hombre de unos ochenta años, quien había sido caporal de la hacienda, antes de la expropiación de las tierras, fue uno de los relatores. Estaba también don Silvestre Benítez, que trabajó como peón hasta que le aguantaron las fuerzas. Las personas se encontraban sentadas en el suelo y en las bancas de cemento adosadas al muro del portal, al vernos llegar, se levantó don Lupe a saludarnos:
—Ingeniero Fortuna, buenas noches, quiero que conozca a estas personas, estos dos hombres, ─señaló a los dos ancianos─ son importantes en el pueblo y buenos contadores de historias. Como no tenemos nada qué hacer por las noches, nos juntamos con ellos y nunca falta una historia qué conocer.
   —Gracias, don Lupe. Buenas noches, señores, soy el ingeniero José Fortuna, ya todos saben el por qué de nuestra presencia entre ustedes.
   —Mucho gusto, ingeniero ─repuso don Tomás─, claro que estamos enteraos, le agradecemos que venga a trabajar a nuestro pueblo y sepa usté que aquí tiene buenos amigos.
   —Desde luego que sí ─contestó don Silvestre─, tamos pa'servirle a usté y si quere escuchar nuestras “charras”, pos no tiene mas que sentarse aquí y 'tonces conocerá lo que's el pueblo.
   —Les agradecemos su invitación y desde luego que nos gustará escuchar sus recuerdos; estos pueblos viejos siempre tienen historias y leyendas que no están escritas en ningún libro.
    Hablamos de una cosa y otra y se llegó en las historias no escritas, que personas de edad, conservaban en sus memorias y transmitían a sus descendientes. Relatan los viejos:
“En aquellos lejanos tiempos, el propietario era Don Francisco de Urzúa, quien, además de ser un hombre bastante rico y poderoso, era también un hombre solitario. En ese tiempo de cuarenta y cinco años. Había quedado viudo a la edad de veintiocho, cuando su esposa murió al dar a luz a una niña; su primera y única hija, a quien por temor de que muriese el capellán de la hacienda, el padre José de Castillejas bautizó con el nombre de Ana María.
Don Francisco no volvió a casarse, amaba en la hija el recuerdo de la esposa fallecida. El hombre tenía dos debilidades en la vida: Su hija, a la que cuidaba y rodeaba de toda clase de comodidades y lujos y el cuidado de su hacienda, la que, por medio de varios capataces hacía producir, a fin de darle a su hija el nivel de vida de una reina. Cuando murió la esposa, don Francisco buscó entre la peonada una mujer que estuviera criando, a fin de que fuese la nodriza de su hija; no aceptó a cualquier mujer, buscó una que no tuviera mas de veinticinco años y que fuese primeriza; de esa forma aseguraba que su hija recibiría una lactancia de la mejor calidad; además, se cercioró de que la joven fuese sana y de buena presencia; tendría que llevarla a vivir a la hacienda y no quería que diera un mal aspecto a su lujosa casa. La consideraba poco más que un nuevo mueble. La nodriza se llamaba Juana Cisneros y el niño recién nacido, había sido bautizado con el nombre de Serafín; el padre del chiquillo era un peón de nombre Anselmo Casimiro, aunque él no era importante para los fines de don Francisco, el hombre se quedaría a trabajar en su propio pueblo.
Don Francisco daba cuidado personal a toda su encomienda, por lo que se pasaba grandes temporadas fuera de su casa, dejaba a su amada hija al cuidado de Juana Cisneros, la nodriza. Esta india era una mujer más alta que el promedio, esbelta y de buen cuerpo y bellas facciones; Anselmo, su marido, estaba enamorado de ella. Juana era hija de un principal de su pueblo don Tobías Cisneros, hombre muy respetado; por su parte, Anselmo, también era hijo de un hombre importante, el chamán de esa zona; ambas familias eran de Chupícuaro. Anselmo era también un hombre de buen porte y cuerpo fuerte y musculoso, al que seguía un grupo de amigos, peones igual que él; don Francisco no hizo uso de su derecho de pernada; no quiso dar lugar a malas querencias, había tantas indias bonitas de quienes disponer a su antojo. La gente hablaba de que en sus tierras había muchos niños blancos, de ojos cafés y cabello castaño, medio rizado, distinto a los rasgos característicos de los pobladores de la región.
El encomendero siempre se hacía acompañar de un capataz de nombre Diódoro Garfias, un mestizo de mirada torva y trato cruel, todos le tenían miedo; se decía que había matado a varios hombres que se opusieron a sus órdenes; cuando la falta había sido grave, los había dejado sepultados en un agujero, con la cabeza de fuera y untados de miel, para que fuesen comidos por las hormigas.
A ciencia cierta nadie había visto tal castigo; algunos decían que había sido por Jerécuaro, otros que por Tarandacuao. Había alguno que decía haber ocurrido en lo alto del cerro, otros que cerca del río; en lo que todos coincidían era en que el hombre era un hijo del diablo y había que tener cuidado de él. No faltaba el incrédulo que aseguraba que esas eran historias que el mismo Diódoro hacía correr “pa meterle miedo a los tarugos” Por sí o por no, la gente se cuidaba de contradecir al cruel capataz.
Este singular personaje había venido al mundo por el rumbo de Pénjamo y era hijo de una india de nombre Camila y del hijo de un hacendado del rumbo, nunca reconoció al chamaco; vivió señalado por sus facciones medio blancas; viviendo en el jacal, junto a su madre, visto siempre como el bastardo del hijo del patrón. Su madre nunca quiso decirle quien había sido el desgraciado que la había violado. Conociendo el carácter violento del muchacho, temía que fuese a cometer una locura contra su propio padre, que, además de que lo condenaría al infierno la justicia de Dios y lo llevaría a la cárcel y a la muerte la justicia de los hombres.
Camila siempre vivió amargada, no hubo hombre que se interesara por ella; decían “ta marcada, ni quen la quera asina” Cuando el muchacho cumplió los quince años, alcanzó una estatura mayor que sus vecinos, desarrollando un cuerpo mas musculoso. Era un chamaco resentido con todos y con todo, a la menor provocación empezaba a soltar puñetazos y ya había roto varias narices, por lo que los muchachos de su edad se cuidaban de enfrentarse con él. En cierta ocasión que el capataz pretendió cintarearlo, Diódoro golpeó con una piedra al abusivo y se tiró al monte. Nunca mas volvió a su rancho; tiempo después se enteró que al capataz le habían dado unas puntadas en la cabeza y luego de una semana había vuelto, pero ya era menos abusivo con la peonada.
De Camila, su madre, nunca volvió a saber, Diódoro se fue rumbo al sur y así llegó a Jerécuaro, donde don Francisco lo conoció en una riña con dos indios, a los que pudo contener casi sin esfuerzo. La guardia de Lanceros se lo llevó a los calabozos por pendenciero, de donde lo sacó don Francisco para llevarlo como capataz a su hacienda; le agradaban los hombres recios para someter a sus indios.
Don Francisco de Urzúa, nació en Madrid, hijo de un rico fabricante de telas originario de Barcelona. Creció entre personas ligadas a la Corte, lleno de lujos y privilegios. Asistió a clases con los mas reconocidos preceptores de la Corte y, desde luego, estudió en las mejores Universidades de España.
Cuando hubo la posibilidad de irse a Nueva España, su padre no dudó en buscar una recomendación del Rey, a fin de que le dieran una buena oportunidad a su hijo, logrando que le concedieran una importante Encomienda. Así fue como llegó a Puruagua. Acostumbrado como estaba a ser servido, desde un principio dejó bien claro quien era el amo.
Sus obligaciones como encomendero eran el cuidado y atención de las cosas materiales de la gente que viviera en su encomienda, así como la evangelización necesaria para llevarlos a la verdadera religión y al conocimiento de Dios y su Hijo Jesucristo. Para ello solicitó el auxilio de la Orden de Agustinos que ya estaban en Acámbaro, de donde le enviaron a fray José de Castillejas, como capellán y encargado del adoctrinamiento de los pueblos incluidos en la Encomienda. El padre Castillejas llegó acompañado de cinco monjes Agustinos, repartiéndolos en los principales pueblos del territorio. Aún con la Ley de Burgos emitida en 1512, en la que se dejaba claro que “el indio era libre y que si trabajaba debería recibir una retribución justa”, los encomenderos actuaban bajo su libre albedrío, esclavizando a los naturales a fin de obtener los mayores beneficios en el menor tiempo posible.
Don Francisco era un patrón despótico, que no acostumbraba a hablar con sus indios, solo se dirigía a Diódoro o a alguno de los religiosos. En la hacienda hablaba con Juana, la nodriza de su hija y con la sirvienta que le atendía en la casa, Juvencia, una anciana indígena que le habían heredado cuando recibió la Encomienda; nadie le conocía familia y ella no recordaba ni los nombres de sus padres, desde muy pequeña había sido criada en la hacienda.
 Juvencia ordenaba a los sirvientes, organizaba la cocina y atendía ella misma la limpieza de las habitaciones de don Francisco y su hija Ana María. La anciana tenía las llaves de la despensa y era en la única persona que tenía cierta confianza don Francisco; no es que le tuviera algún afecto, pero le daba un trato un poco por arriba de sus animales. Juvencia era un alma simple, en ella no había maldad, pero tampoco se encontraba amor; nunca lo había recibido, por lo que no sabía expresarlo. Cuidaba con esmero a la niña Ana María, pero no le sentía ningún afecto.
La niña era feliz con Juana, su nodriza era de trato muy dulce y tierno con sus dos niños. Como el amo se encontraba fuera la mayor parte del tiempo, la única familia que trataba la niña, eran Juana y Serafín, a quien veía como un hermano mayor. Durante el día, la nodriza los dormía juntos, pues no quería desprenderse de la niña; solo por la noche permitía que Juvencia se la llevara a su habitación; la vieja dormía en el suelo, a la entrada de la puerta del cuarto de Ana María. Cuando el amo volvía de sus largas excursiones de trabajo, miraba con aprobación que la fiel Juvencia durmiera a la puerta de la habitación, como un fiel perro.
El tiempo fue pasando, la niña empezó a recibir clases de un preceptor venido de la Ciudad de México, fray Joaquín de Salanueva, religioso Jesuita con fama de hombre sabio y buen maestro; le enseñaba las primeras letras y la Historia Sagrada. Por tratarse su pupila de una mujer, el religioso se hizo acompañar por una monja: sor María del Refugio, que haría las veces de dama de compañía de la niña; no era bien visto que un hombre, por muy fraile que fuera, diese la clase a solas a una señorita.
A la niña se le hacían largas las horas que pasaba en el estudio con fray Joaquín, siempre a la vista de la monja, que durante la clase leía su breviario. La niña se daba cuenta que su “hermano” Serafín la vigilaba espiando por una ventana, lo que a Ana María se le hacía bueno; los niños se hacían muecas y visajes, haciéndose menos pesado el tiempo de estudio. Cuando la niña aprendió a leer, se fueron incrementando las horas de estudio; entonces don Francisco llevó a un maestro de música para que aleccionara a la niña a tocar el piano.
Largas y tediosas eran las horas que pasaba frente al piano, intentando entender lo que el maestro trataba de enseñarle; parecía imposible, Ana María no estaba dotada del fino oído de los músicos, siéndole imposible diferenciar entre un do y un fa; por lo que el maestro, aún en contra de su voluntad, ya que el estipendio era generoso, tuvo que renunciar a la enseñanza de la chica, por temor de quedar en entredicho en su calidad de mentor. Don Francisco no se amilanó, estaba deseoso de que su hija recibiera la mejor educación. Contrató a un grupo de música de cuerdas para que, cada semana dieran recitales en el salón de su casa.
A fin de hacer mas atractivo el momento a su hija, don Francisco enviaba invitaciones para que sus amigos de los alrededores acudieran con sus hijos a las veladas musicales. Dichas reuniones se fueron haciendo una costumbre que acercaba a los hijos de los encomenderos y principales a reunirse con sus pares, de donde podían surgir ventajosos matrimonios y jugosas alianzas.
No obstante, la vida para Ana María y Serafín se fue haciendo mas pesada; ya no podían corretear por la casa y Juana, la nodriza, temía que en cualquier momento don Francisco la regresara a trabajar al rancho; se le hacía que dejaba un pedazo de su corazón, tanto así había llegado a amar a esa hija de crianza que Dios le había obsequiado. La realidad era que don Francisco ni se acordaba de que había contratado a esa nodriza, si acaso la miraba, era como si hubiera visto una maceta o una banca que siempre ha visto por su casa.
Por aquellos tiempos, cuando la niña cumplió los catorce años, convirtiéndose en una bella mujercita, vivo retrato de su madre: Cabellos dorados como rayos de sol, ojos azules y una tez tersa como de marfil. Su carácter era alegre y noble, siempre dispuesta a ayudar a cualquier persona, sin reparar en condiciones sociales o raciales; se podría decir que eso lo había mamado de Juana. Cuando miraba que Serafín necesitaba una camisa, o que su calzón presentaba algún desgarrón, le pedía a la vieja Juvencia que le comprara ropa nueva, lo que la sirvienta hacía sin mostrar ningún asombro. Pero había unos ojos que la vigilaban desde la sombra de las ventanas, sor María del Refugio, pendiente siempre de quién se acercara a la joven. Las clases de latín, aritmética y geometría, así como lógica y retórica se las seguía impartiendo el padre de Salanueva, con la monja siempre presente, como un candelabro mas en la estancia, pero sin perder detalle de los movimientos del religioso; que a veces se sentía molesto de tanto escrutinio, pero bien sabía que era lo mejor, ante la malicia de las lenguas de los indios.
Las reuniones de música se celebraban los sábados, después del rezo del Rosario. Por lo general estaba presente don Francisco, aunque algunas veces llegó a faltar por encontrarse en los sitios mas alejados de sus tierras. Asistían familias completas; todos deseaban quedar bien con don Francisco, ya que conocían la influencia que el señor de Urzúa tenía en la Corte, tanto en la Ciudad de México, como en España.
De los jóvenes asistentes, había uno en especial, don Fermín de Bustos, joven de diez y seis años, hijo primogénito de un rico minero de Guanajuato, quien estando de vacaciones con unos parientes de Acámbaro, había sido invitado a una de las reuniones, quedando prendado en el acto de la bella anfitriona. A fin de no retirarse de las cercanías de su amada, don Fermín pidió a su padre que le permitiera pasar una temporada en las tierras de su tío, para aprender la administración de la hacienda, lo que al padre le pareció muy oportuno; los beneficios de la minería se podrían invertir en tierras productivas. Ya con el permiso de su padre, el joven Fermín se convirtió en asiduo asistente a las amenas veladas musicales.
Los ojos vigilantes de sor María del Refugio no dejaron pasar la presencia del joven pretendiente, comunicándolo de inmediato a Don Francisco, quien conocedor del apellido y de las actividades familiares del joven, no puso ningún reparo; antes bien, vio con buenos ojos la posibilidad de unir lo apellidos y los negocios familiares. Ya tendrían tiempo de enterarse de las verdaderas intenciones del muchacho.
Tampoco para Serafín había pasado desapercibida la presencia del joven Bustos, llenando de celos su corazón; no obstante que su trato con Ana María seguía siendo el mismo, unidos por el amor de hermanos, cuando menos por el lado de la joven. Serafín ya la miraba con ojos de hombre y de hombre enamorado. Mucho le había dicho su madre que esa niña no era para él; no podía dejar de lado el hecho de que solo era hijo de la nodriza de Ana María.