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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 4 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 2


Serafín


Serafín ha salido de mañana sin decir a su madre a donde se dirige, solo se llevó unos tacos y un bule con agua para beber, lo que deja ver que comerá en alguna parte y su regreso a casa será ya tarde. El joven es un buen caminante y conocedor de toda la región. La montaña la conoce como la palma de la mano; desde chamaco acostumbra a irse con su palomilla a recorrerla en busca de aventuras.
La montaña es parte de la sierra de San Agustín, al poniente de Jerécuaro; tiene algunas zonas muy escarpadas y de difícil acceso, pero Serafín y sus amigos han encontrado pasos que para ojos inexpertos pasan desapercibidos; de forma que, entrando por una serie de cuevas, se puede llegar a la cima, sin tener qué hacer un recorrido de varias horas y con grandes esfuerzos y peligros físicos. Estas galerías son casi un laberinto, donde es posible extraviarse con facilidad.
Los muchachos, a través de años de exploración, ha ido haciendo marcas que solo sus ojos miran y entienden, a fin de llegar a diferentes puntos. Saben en qué parte y de qué ruta valerse para llegar al sitio donde hay suficiente agua dulce; en caso de necesitarlo, por donde llegar en pocos minutos al exterior; ya sea en la cima de la montaña o volver a Jerécuaro; o cruzar la montaña y salir hacia Acámbaro. Lo que en un principio fue para los muchachos un juego, ahora se ha convertido en un secreto bien guardado, que están seguros les servirá mas adelante.
Serafín es el líder del grupo desde que eran pequeños y con mucho, demuestra también ser el mas inteligente; el muchacho tuvo la oportunidad de aprender lo mismo que Ana María; la niña le pasaba las lecciones que recibía de sus preceptores; de esta forma, a diferencia de sus congéneres que morían analfabetos. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, Serafín aprendió a leer y escribir. Valiéndose también de los libros que la niña le prestara, Serafín se convirtió en un lector constante, lo que lo fue llevando a aumentar el número de sus amistades, las cuales ya no eran solo sus amigos de la infancia, sino que era invitado a reuniones con personas interesadas en diferentes tópicos. Sus nuevas amistades eran indígenas y mestizos descontentos con el dominio de los españoles y, aún a riesgo de su libertad y de su vida, planeaban alguna forma de terminar con tal situación. No tenían una idea segura, pero algunos que habían viajado por distintos rumbos, comentaban haber escuchado de cierta persona que pertenecía a un grupo de conjurados, al igual que ellos. En su viaje no pudo averiguar quién, ni dónde se reunían; por propia seguridad, solo lo informaban a personas muy seguras, quienes primero eran investigadas de forma soterrada.
En esas reuniones, serafín escuchaba todo, pero hablaba poco, no obstante, iba guardando en su memoria los datos que en algún momento pudiesen serle de utilidad. Algo que lo detenía, era el pensar en Ana María; aunque ella era criolla, su padre era español y de los principales encomenderos.
Aunque Serafín nunca había sido castigado con golpes, no desconocía que, por ese sistema arbitrario de explotación del indígena, le habían privado de conocer y vivir con su padre. Fue ya de joven que su madre le dijo el nombre de su progenitor. Cuando fue a buscarlo, hacía unos meses que nadie sabía de él; algunos pensaban que se iría a acercar a la hacienda; no había dejado de amar a Juana, la madre de Serafín. En esos tiempos Anselmo era un hombre joven, pero por esos ritmos de trabajo y la mala alimentación, las personas no llegaban a viejas con facilidad, por lo que decidió escapar de esa vida.
Ya tendría tiempo Serafín para conocer a ese padre ausente por injustas razones. También picaba su ánimo el saber que por una condición racial, no podía manifestar a Ana María el amor que sentía; era casi seguro que, de enterarse don Francisco le mandaría matar, o cuando menos lo enviaría lejos, tal vez a las minas de alguno de sus amigos; sitios en donde se moría muy joven, sobre todo cuando entraban a lo socavones siendo niños.
En definitiva, tendría que trabajar para colaborar en la expulsión de los españoles de México, por lo que, sin comentarlo con nadie, se fue a Chupícuaro, donde alguien le dijo que moraba su padre, un respetado hijo de chamán, que ya para entonces vivía retirado en el monte, ante la persecución que le hacían los testaferros del encomendero que dominaban esas tierras del bajío. No tuvo suerte en hallarlo y volvió a Puruagua.

Unos cuantos meses después, Serafín se fue a la lejana villa de Valladolid; en alguna reunión habían comentado que en un pueblo denominado Churumuco, vivía un cura que hablaba de esas cosas que le interesaban: rebelarse contra la tiranía de los españoles; no de forma abierta, por supuesto, pero se iba formando un círculo de adeptos a su alrededor. Supo que el cura era hijo de un indio, carpintero de oficio. En ese viaje no obtuvo respuestas, solo vagas referencias; ni un solo nombre. No obstante, no faltó quien se fijara en ese indígena alto, de cuerpo musculoso.
Pasaron los meses y Serafín y sus amigos seguían explorando las extensas cuevas de la sierra de San Agustín, las que solo eran conocidas por algunos cuantos naturales que procuraban mantener ocultas las entradas. La que estos muchachos utilizaban se localiza en algún sitio cercano al río que pasaba cercano a Jerécuaro.
Sin un fin específico, Serafín pidió a sus compañeros ir haciendo acopio de víveres en las cuevas, utilizando para ello cántaros de barro, para evitar que algunos animales se los fueran a comer. Llevando de a poco, llegaron a tener una buena provisión. También y sin nadie pedirlo, fueron dejando algunas herramientas y armas rudimentarias, como machetes, hoces y barras de hierro. Algún sentimiento interno los movía, tal vez el mas evidente sería el de querer alejarse de la vida sometida a los encomenderos y a una vida sin futuro; como habían vivido sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos; en una cadena de miserias y sufrimientos sin fin.
Pero no podían vivir siempre alejados de sus familias, no por ahora; así que siempre volvían a sus casas y sus trabajos. Serafín era el mas afortunado, ya que vivía en las cercanías de la hacienda y trabajaba dentro de ella, haciendo trabajos de jardinería; siempre cuidando de lejos a Ana María y pasando de vez en cuando algunas tardes juntos, como cuando eran niños.
Cuando la joven podía escapar de sus tediosas clases, corría en busca de su amada Juana, que le cocinaba los rústicos platillos que desde niña tanto gustaban a Ana María. Por las tardes, cuando la chica se dirigía a la capilla a rezar el Rosario, Juana y serafín procuraban también ir a rezar, de manera que podían estar cerca de ella sin que nadie les regañara; la vieja Juvencia, al fin indígena, toleraba que estos sirvientes rezaran a la misma hora que su niña, por su parte, el Padre Castillejas se mostraba complacido en ver que su labor evangélica diera frutos en esas criaturas del Señor.

Los invitados empezaron a llegar desde el viernes por la noche, Serafín estaba encargado de recibir las caballerías y conducirlas a los establos, donde otros peones se encargaban de desensillarlas, limpiarlas y darles agua y hierba fresca. Esa labor le gustaba al muchacho porque le agradaban los caballos y los animales respondían con docilidad al trato del caballerango. Otros invitados llegaban en carretas y diligencias, y eran recibidas por otros sirvientes, que se encargaban de conducir los carros a sitio seguro y de atender a los carreteros y conductores. Todo estaba bien, hasta que arribó Don Fermín de Bustos, el pretendiente de Ana María, que por ser bien recibido por Don Francisco, se sentía ya con derechos sobre los sirvientes de la casa.
—¡Toma las riendas, muchacho!, le exigió don Fermín a Serafín, quien de cualquier manera tenía qué hacerlo.
En su enojo al ver de quien se trataba, el joven lo hizo con cierta brusquedad, lo que hizo que el caballo reculara, para desagrado del jinete, que enfurecido cruzó el rostro de Serafín con el fuete. Llevándose la mano a la cara, estuvo a punto de echarse encima de Fermín, pero previendo su reacción, un viejo sirviente, José Encarnación, el viejo Chon, se interpuso entre los jóvenes, deteniendo el caballo y a Serafín, a quien aplacó de forma enérgica.
—!Asosiégate, muchacho!, ─le dijo a Serafín─ to'vía no es tiempo de que hagas nada, ¡asosiégate!
Serafín hizo caso del prudente consejo del viejo y se dio la vuelta para retirarse, ante la sonrisa de suficiencia de Fermín que, con paso lento, mirando a todos desde su altura, penetró en la hacienda. Serafín echaba espuma por el coraje, sobre todo por tratarse del que consideraba su rival y persona que podría hacerle daño a Ana María. Se retiró a la cocina, donde su madre, al verlo llegar con el rostro marcado por un cardenal, se apresuró a atenderlo, poniéndole un emplasto de hierbas para bajar la hinchazón.
—¿Pos qué te pasó m'hijo?, ─preguntó al muchacho, que solo bajó la cabeza para que su madre no viera las lágrimas de coraje que le corrían por las mejillas─.
Poco después, ya mas tranquilo, Serafín salió de la cocina y se fue a situar al pie de una de las ventanas que daban al salón de música, para poder observar a su amada Ana María y tener vigilado al odiado señorito. Pensaba «que no se atreva a tocarla o hacerle daño, soy capaz de matarlo» Sentía que era demasiado el tiempo que Ana María estaba al lado del malvado muchacho.
Alguna de las amigas de la anfitriona tocaba alegres melodías al piano. Las chicas formaban grupos, platicaban y reían; otras coqueteaban con los muchachos, que deambulaban por el salón, como buscando pareja. Los invitados, hombres y mujeres, bailaban a los acordes de la música de piano, mientras los sirvientes repartían bebidas de frutas y bocadillos. El salón, bastante iluminado por las velas colocadas en los candelabros, proporcionaba brillos y sombras a los rostros de los jóvenes. En un grupo de hombres, Serafín distinguió la figura de Fermín, rodeado de aduladores, como si él fuese el anfitrión; de vez en cuando, el grupo volteaba hacia donde se encontraba Ana María, como para confirmar algo que les decía Fermín. Serafín lo miraba con ojos encendidos de rencor.
Al ocultarse el sol, el viento empezaba a enfriar el ambiente; escuchaba el movimiento de las plantas y los murciélagos empezaban su nocturno volar en busca de alimento. La música iba disminuyendo, hasta que los invitados pasaban al comedor para merendar.
Mas noche, la vieja Juvencia se acercó a Ana María y algo le susurró al oído; a partir de entonces se empezó a disolver la reunión. La vieja se llevó a las chicas a sus habitaciones y algunos sirvientes acompañaron a los jóvenes a sus aposentos. Otros mozos levantaron vasos y platos y apagaron los candelabros. A poco, la hacienda quedó en silencio y la obscuridad fue envolviendo los corredores y jardines, solo permaneció encendida una tímida vela en el vestíbulo de entrada. Como entendiendo la situación, la luna se ocultó detrás de los cerros y las nubes la cubrieron. El patio olía a “huele de noche”, tenue y perfumado.

El viaje

Días después del incidente con don Fermín, Serafín salió de su casa en busca de algunos de sus compañeros, que habían convenido en cruzar la sierra e ir a Acámbaro para continuar hasta un sitio llamado Churumuco, en las cercanías de Valladolid, donde, según algunas referencias recibidas, se encontraba un señor cura que al parecer era partidario de quitar el poder a los gachupines; sus informantes le habían dicho que preguntaran por el padrecito José María, pero que se mostraran cautos, para no despertar sospechas; en caso de ser detenidos por los soldados, deberían inventar alguna historia que fuese creíble.
Tal como lo planearon, los muchachos llevaban provisiones para un par de días; por el agua no se preocupaban, conocían los sitios donde había manantiales en la sierra. Harían la travesía subiendo a los cerros, no querían correr riesgos y que alguien los viese entrar a las cuevas; como las cavernas también tenían entradas por las partes altas, cuando tuvieran que acampar, lo harían en el interior de alguna de ellas. Debían tener mucho cuidado; en los montes había fieras peligrosas, como osos y leones de montaña; también podrían hallar gato montés. Los muchachos llevaban sus hondas y suficientes piedras. Valiéndose de alguna herramienta de las que tenían ocultas en las cuevas, los muchachos cortaron unas ramas e hicieron unas estacas con punta, que les podrían servir para enfrentar a alguna fiera, aunque contaban con ser prudentes y saber interpretar bien las huellas que los animales dejaban en el monte.
Como hombres del campo, los jóvenes salieron en las primeras horas de la mañana, aún obscuro y empezaron a caminar rumbo a Jerécuaro, para de allí empezar a subir con rumbo a Acámbaro, siguiendo el camino real; para cuando el sol empezó a calentar, los jóvenes ya casi habían llegado a la cima del cerro mas cercano a Jerécuaro, cerca de un ojo de agua prendieron una hoguera y calentaron algunas tortillas que llevaban; en sus morrales llevaban un atadillo con sal gruesa y algunos chiles y con eso hicieron su primer alimento; de común acuerdo, no llevaban algo mas substancioso, confiaban en que en el monte podrían cazar algún conejo o un guajolotl, piezas que abundaban en la sierra. Después de descansar un poco y apagar la lumbre con un poco de agua, Serafín y sus amigos retomaron su camino; pensaban llegar a Acámbaro a las primeras horas de la tarde, en tanto caminaban, los muchachos charlaban:
—Bueno, Serafín, ─preguntó Ignacio, uno de los muchachos, indígena, al igual que Serafín─ ¿si jallamos al curita, pos que le vas a decir?
—En verdad no sé, pero ya se me ocurrirá algo. Yo creo que si le decimos que estamos bien enmuinaos con los gachupines, nos va a hacer caso. Le diré “Creo que su tata era indio, como yo”, por lo que creo que nos entenderá.
En esa charla caminaban; el ruido que hacían al pisar las hojas muertas, en momentos les ocultaba otros sonidos. Serafín, entrenado por su abuelo, mantenía sus sentidos alertas. Hacia abajo del monte discurría el camino real. De pronto, Serafín alertó a sus compañeros:
─!Silencio!, agáchense y no hagan ruido.
─¿Qué ocurre, Serafín? ─Preguntó Ignacio en susurros, buscando en todas direcciones, intentando mirar lo que había alertado a su amigo─.
Poniéndose un dedo en la boca, Serafín les indicó estar en silencio; señalando hacia el camino, donde empezó a pasar un grupo de lanceros de la Reina; sus caballos de guerra, eran grandes y pesados y su cabalgar bastante conocido por los indígenas, siempre temerosos de sus abusos.
—Unos por indios y otros por mestizos, pero pos a todos nos tratan pior que animales, crioque comen mejor sus perros qui'uno, ─afirmó Domitilo cuando pasó el peligro y se pudieron levantar─.
—Pos sí es cierto, ─continuó Domitilo─ a mí de nada me vale que mi tata haya sido un gachupín, pos nomás cargó a mi mama y aluego se largó y lo único que he sacado, son palos de los gachupines.
En esas pláticas, los muchachos externaban el resentimiento que había hacia la clase dominante y pensaban que ahora que estaban jóvenes era el momento de buscar alivio a esa situación; aunque no sabían de qué forma hacerlo; sabían que enfrentarse con los gachupines, era ir directo a la horca, o cuando menos acabar en las minas.
Mientras estuvieron en lo alto de la sierra, los pinos les proporcionaban una agradable sombra, que los protegía de los hirientes rayos del sol, un cielo azul sin nubes en una canícula bastante caliente que invitaba a permanecer a la sombra para protegerse; pero ellos no se podían detener, les urgía llegar a Churumuco y encontrar al cura indicado.
En cuanto empezaron a bajar hacia el pueblo, los árboles comenzaron a ralear, hasta que el camino real solo estaba bordeado de magueyales; uña de gato y zarzas espinosas; ni donde taparse el inclemente sol. Así, sin haber visto ni una lagartija, llegaron hambrientos a las goteras del pueblo. Hallaron unas tapias donde se sentaron a descansar y a sombrearse un poco; como no podían hacer lumbre por temor a que les llamaran la atención, los muchachos comieron unas tortillas frías, con algunos chiles y sorbos de agua fresca que llevaban en sus bules.
Descansaron un poco y luego continuaron su marcha hacia la salida del pueblo; pasaron la noche en el monte, ya en camino hacia Churumuco, donde pensaban llegar al día siguiente. Antes de que se ocultara el sol, los muchachos se toparon con una parvada de palomas, utilizando sus hondas pudieron atrapar cuatro aves, un tanto escasas de carne, pero ya tenían algo para cenar. Prepararon una buena hoguera donde pudieron asar las palomas y calentar unas tortillas, que ya por lo frías, se convirtieron de tostadas, aún así les parecieron deliciosas. El sitio donde iban a pasar la noche estaba protegido por grandes piedras y gruesos robles; con los estómagos satisfechos, los muchachos se pusieron a platicar:
—Bueno, Serafín, tú eres el mas leido de nosotros, pos ¿por qué no te sales pa juera del pueblo?, allí no tienes posibilidá cual ninguna.
—Tienes razón, Domitilo, pero no quiero dejar a mi madre y ella no desea abandonar a Ana María; se da cuenta que don Francisco no le hace mucho aprecio a la muchacha. Pero yo creo que si mi madre se empeña en ello, me tendré que salir yo solo.
¿Cómo sólo, Serafín?, ─intervino Ignacio─ si nosotros semos como tus escuderos, no nos vas a dejar afuera, ¿qué no, Domitilo?
—Pos claro, si nosotros semos parejos contigo, Serafín, onde vayas tú, allá mesmo iremos nosotros.
—Gracias amigos, sé muy bien que cuento con ustedes, pero no quiero forzarlos a seguirme a una empresa que no sé en qué pare.
—Tú no tengas apuro por nosotros, ─ratificó Ignacio─ onde tú vayas, nosotros iremos.
Está bueno, muchachos, ahora vamos a dormir, que mañana hay que seguirle.
Los amigos se dieron la vuelta y se acomodaron para conciliar el sueño, cosa que el cansancio de la caminata les ayudó a lograr; solo Serafín se quedó pensando: «Por mas que estuviera enamorado de Ana María, se daba cuenta de que no llegaría a nada y no por Ana María, aunque bien sabía que ella lo veía como a un hermano; pero don Francisco era capaz de matarlo, antes que dejar que tuviera alguna relación con su hija. Y luego estaba el asunto ese de don Fermín; se le hacía una mala persona y eso, pensaba, «podría ser un camino de sufrimientos para Ana María. No, en definitiva, tendría que hacer algo para tener qué ofrecerle a la muchacha; se daba cuenta de que no era mas que el hijo de una sirvienta, un peón mas de su padre.»
Pensando en esas cosas, el muchacho se fue quedando dormido, jaló la orilla de su sarape y se tapó la cara. La fogata les proporcionaba calor y seguridad contra los animales. Led gustaba el olor del monte al ponerse el sol; algunas plantas florean de noche y esparcen sus aromas.
Muy de mañana al día siguiente, los tres amigos se pusieron en camino, preguntando a unos arrieros que iban de paso, los muchachos se enteraron de la ruta más directa a Valladolid, por lo que tomaron el camino real. Cuando empezó a levantar el sol, los amigos se internaron en el bosque, en busca de algún animal que pudiesen cazar para desayunar; entre los arbustos descubrieron un nido de guaxolotl y cerca de él un macho de buen tamaño, Domitilo era el que tenía mas habilidad con la honda, así que colocó una piedra en la redecilla y haciendo girar la honda sobre su cabeza, lanzó la piedra, que se detuvo en el pecho del ave, que cayó entre convulsiones de muerte; los muchachos corrieron a atraparla, teniendo mucho cuidado de no ser alcanzados por los filosos espolones o por las robustas alas; en cuanto murió el animal, se dedicaron a desplumarlo en caliente, luego Serafín extrajo de su faja una navaja de pedernal y abrió en canal al ave, sacándole las vísceras; separó las piernas, muslos y pechuga y dejaron el resto a los animales carroñeros del bosque. En seguida prepararon una buena lumbre y sobre piedras calientes asaron la carne. Esa mañana almorzaron como reyes; cerca de ellos se encontraba un árbol de cuauhtzapotl, escogieron cuatro frutos maduros y comieron la jugosa y dulce pulpa. Ya satisfechos sus estómagos, los amigos volvieron al camino real y casi caído el sol llegaron a las afueras de Valladolid, donde se cruzaron con otros arrieros, a quienes preguntaron cual era el mejor camino para llegar a Churumuco.
 Les dieron las señas, indicándoles que ellos se dirigían al mismo pueblo, por lo que hablaron con el jefe de los arrieros para que les permitiese viajar con ellos, ofreciéndose a trabajar para ganarse los alimentos, a lo que el jefe accedió; en esos caminos nunca sobraban brazos fuertes para ayudar y, en caso necesario, para hacer frente a las partidas de bandidos que asolaban los caminos. El jefe del grupo les indicó que necesitarían dos jornadas para llegar a Tipetío.
Puestos de acuerdo, los tres amigos se integraron al grupo para cumplir con lo que fuese necesario y no pasó mucho tiempo en que se requirió la participación de los muchachos. El camino real los llevaba subiendo y bajando montes; había pasos pedregosos y otros de humedales, donde los animales se hundían en el fango y se negaban a avanzar, terminando por echarse; para levantarlos, había qué descargarlos, levantarlos entre varios y luego de llevarlos a terreno firme, volver a cargarlos;  los arrieros  llevaban como veinte animales, entre asnos y mulas y cuando se presentaban estos casos, los brazos de los tres muchachos eran de mucha utilidad. Como ya se había perdido mucho tiempo en esas maniobras, el grupo no se detuvo a la hora de la comida, sino que continuaron hasta un pequeño caserío que se encontraba a orillas de un pequeño arroyo.
Los perros anunciaron su llegada y los habitantes del lugar salieron a recibirlos, eran conocidos de varios años. Luego de descargar los animales, comisionaron a los muchachos a limpiar a burros y mulas, les dieron de comer y beber. Cuando terminaron de atenderlos, ya estaba casi obscuro; estaban cansados y hambrientos y dieron cuenta de la comida que les obsequiaron. Luego de cenar se retiraron a acostarse envueltos en sus sarapes, quedando dormidos de inmediato.
Al día siguiente, mucho antes de la salida del sol, el encargado de hacer los alimentos ya tenía preparado el café y una cazuela de huevos con chile y frijoles, así como una provisión de tortillas que les prepararon las mujeres del caserío. Durante el almuerzo, el jefe les explicó que estaban por llegar al punto mas peligroso del trayecto; estarían en la parte alta de la montaña, donde eran frecuentes los asaltos. Fueron repartidos algunos mosquetes entre la gente de confianza del jefe de la recua; a los amigos solo les recomendaron que se mantuvieran alertas. Una avanzada de exploradores fue enviada por delante, a fin de que avisaran en caso de encontrar gente armada.
Como a las diez de la mañana la recua estaba en movimiento, cuando se recibió el aviso de los exploradores; el grupo empezó un suave descenso hacia el río, que había qué cruzar en un vado, luego de batallar con los animales y la carreta del bastimento, que era tirada por fuertes bueyes, comenzó la penosa ascensión que los llevaría hasta la cima de la montaña; en cierta parte, el camino se internaba en un pequeño cañón, cuando se escuchó un silbido de unos de los exploradores, avisando que en lo alto del cerro estaba una partida de hombres armados.
Todos se prepararon para ser atacados, ataron los animales a los árboles de los lados del camino, parapetándose detrás de los árboles; los muchachos se quedaron al lado del camino, aunque entre la vegetación no podían usar sus hondas; de pronto se empezó a escuchar un intenso ruido de cascos. Entre gritos y disparos hicieron su aparición los primeros jinetes;  los muchachos salieron de entre los árboles y prepararon sus hondas; en tanto los arrieros que tenían mosquete, empezaron a disparar; eran solo cinco o seis armas de fuego, por lo que había largos lapsos de tiempo sin que dispararan, en lo que recargaban sus armas; esos momentos lo utilizaban los tres amigos para accionar sus hondas; como siempre, Domitilo era el que mejor acertaba; casi era jinete por piedra, en tanto que Serafín e Ignacio, tiraban cinco piedras para abatir a un jinete, así y todo, no dejaron pasar a los asaltantes, que se tuvieron qué retirar, dejando diez cuerpos en el campo; ocho de ellos solo estaban heridos; a esas personas y de acuerdo a la costumbre, se les ahorcó, colgándolos de los árboles cercanos; los dos muertos fueron cubiertos con piedras, para evitar que se los comieran las fieras. Era una costumbre terrible, pero era una manera de impartir una forma de justicia, que las Autoridades virreinales estaban lejos de poder cumplir a cabalidad, por lo que hacían la vista gorda ante tal situación.
Por parte de la reata, se tenían cuatro heridos, que fueron colocados en la carreta para ser llevados al siguiente poblado, que era Tipetío, a donde llegaron ya casi de noche; de inmediato dieron parte a las autoridades judiciales del lugar, quienes partirían al día siguiente a dar fe de los cadáveres. Los heridos fueron atendidos por el curandero local; no había médico en ese pueblo.
El jefe de la recua llamó a los amigos y los felicitó por su valentía y efectiva cooperación en la defensa del grupo, invitándolos a unirse de manera definitiva a ellos. Serafín, a nombre de los tres, le explicó que solo iban a Churumuco en busca de un señor cura y luego de hablar con él, volverían a su pueblo. De cualquier forma, el jefe les recomendó que los esperaran para volver con ellos, de esa forma irían más seguros y podrían ganar unos duros en su viaje, a lo que Serafín respondió que tratarían de hacerlo.
En Tipetío estuvieron detenidos durante tres días, en tanto los heridos sanaban, tiempo que emplearon los muchachos para conocer los alrededores; conocieron también al cura del lugar, que resultó ser un español, que estaba satisfecho con la situación que imperaba en el país, mismo que sentía como una extensión de España. Ni Serafín, ni sus amigos, hicieron alusión alguna al descontento que sentían contra la actual situación; se dedicaron a cumplir con sus obligaciones religiosas, a fin de no despertar suspicacias entre los vecinos; no obstante, entre el grupo de arrieros encontraron dos o tres que dejaban entrever su deseo de cambios; dos de ellos eran de origen indígena y un mestizo. El jefe era un criollo, buena persona, pero desde luego que no permitiría que cambiara una situación que para él era natural y ventajosa.
El día de la partida, la actividad empezó casi de madrugada y con la primera luz se pusieron en movimiento, aún faltaba un buen trecho para llegar a la cima y empezar a bajar hacia el río Grande o Tepalcatepec. En ese tramo fueron acompañados por un escuadrón de Lanceros, enviados por la Autoridad Militar de la zona. Fue un tramo especial y difícil; el camino estaba compuesto por piedras de todos tamaños, lo que hacía lento el avance; en particular de la carreta de bastimentos, en una de tales piedras, se rompió una rueda, lo que nos ocasionó un retraso de medio día; aunque se llevaba una rueda de repuesto, el descargar la carreta, desmontar el eje y volver a cargar, ocasionó a una buena demora. Aprovechando la parada forzosa para preparar los alimentos y comer; de ahí en adelante ya no se podían detener, hasta llegar a Turicato, el siguiente poblado. Al caer la tarde alcanzaron apenas la cima de la montaña, procediendo a armar el campamento; llegaron tan cansados, que solo pensaban en dormir, dejando la comida para el día siguiente. Los muchachos tuvieron que retrasar el descanso, antes tenían qué limpiar y alimentar a los animales.
Las noches en esas alturas, solían ser frescas, no obstante estar en verano, pero era maravilloso observar esos cielos estrellados, sin ninguna luz que impidiera contemplar la Creación de Dios; era tanto el cansancio de Serafín, que le impedía conciliar el sueño. Una lechuza hacía su lúgubre llamado desde algún árbol, ante el sobresalto de los indígenas que componían la arria; se tenía por creencia que el llamado de la lechuza anunciaba la muerte de alguno de ellos. No obstante, sus compañeros dormían a pierna suelta, sin darse cuenta del medio que los envolvía.
Al día siguiente se levantó temprano el campamento, había que ganarle al sol, al llegar al nivel del río, la temperatura podía ser elevada; no obstante, había qué bajar con cuidado, los animales podían resbalar y caer por las barrancas. La bajada fue descansada y para el medio día ya se encontraban a la orilla del río Tepalcatepec, donde descansaron; para la hora de la comida, el calor y los mosquitos eran bastante molestos pero los amigos tuvieron la oportunidad de nadar y refrescarse en las aguas del río. Aprovecharon la ocasión para lavar su ropa y cuando reanudaron la marcha, iban frescos y limpios. Después de cruzar el río por un vado, continuaron por la margen derecha hasta llegar a Turicato, lo que lograron con las primeras sombras de la noche. Este era un pueblo grande, donde concurrían comerciantes de los alrededores para instalarse el Día de Plaza, lo cual se realizaría al día siguiente.
Antes de salir el sol empezaron a instalarse los puestos, coronados por mantas de todos los colores imaginables, lo que creaba un paisaje muy vistoso. Había comercio de compra venta o el tradicional trueque, aún practicado por estos pueblos serranos. Ese día se encontraban varias recuas que iban a expender su mercancía o a cambiarla por otra que se vendiera en otros mercados. Se podía comprar pescado traído de la costa; frutos de tierra caliente, como plátano, mango, chirimoya. Zapote, etc.; de las zonas altas llevaban manzana, durazno, membrillo. Se encontraba alfarería de Pátzcuaro, tejidos de Valladolid, metates y molcajetes de piedra llevados de tierras lejanas y, desde luego, toda la gama de hortalizas y granos que se cultivaban en las fértiles tierras de esa provincia. Los tres amigos no paraban de asombrarse de las maravillas que miraban, lamentando no tener suficiente dinero para comprar tantas cosas que se les antojaban.
Estos eventos, con todo y que eran importantes para la economía de la región, también tenían sus inconvenientes, uno de los cuales era la venta de bebidas embriagantes, unas fermentadas del maíz como el tesgüino y otras de un tipo de maguey, como el pulque y el aguamiel; ambas bebidas se vendían en grandes cantidades, por lo que al caer la noche, se miraba a los arrieros y comerciantes dando tumbos por las calles, ésto desde luego propiciaba las rencillas y pleitos.
Esa noche los muchachos presenciaron una pelea entre dos arrieros de diferente grupo; el motivo pudo haber sido cualquier desacuerdo dado entre borrachos: los resultados fueron funestos; luego de agredirse a golpes, el que iba mas en desventaja, extrajo de entre su calzón de manta un cuchillo de hoja curva, llamado “tranchete”, con el que dio un tajo en el vientre a su contrincante, quien murió en la calle, con los intestinos de fuera. El agresor se dio a la fuga, sin que le pudieran dar alcance. Situaciones como esta eran normales en sitios donde se vendía el aguardiente con tanta facilidad.
Al día siguiente del del mercado, a media mañana, la recua se puso en movimiento para la última jornada, llegando a Churumuco en las primeras horas de la tarde. A los muchachos se les hacía curioso  el nombre, hasta que un anciano les explicó: « Su nombre deriva de la palabra tarasca Churumekua que significa "pico de ave"» El camino fue tranquilo y descansado, era la parte mas baja de la zona, donde el río se remansaba y discurría con tranquilidad. Los muchachos se despidieron de los arrieros, manifestando la posibilidad de esperarlos para su regreso, que les llevaría entre cinco y seis días. El templo, dedicado a San Pedro, era la construcción que destacaba en el pueblo, por lo que los tres amigos se dirigieron a ella, confiando en hallar algo que buscaban sin saber a ciencia cierta qué era.

viernes, 3 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 3

El Padrecito José María


Serafín y sus dos amigos entraron al Templo Parroquial de Churumuco, era una construcción de finales del XVI, de fuertes muros de piedra y alta bóveda, no era un edificio muy grande; debe haber tenido unos quince metros de ancho por treinta y cinco de fondo, estaba amueblado con dos hileras de bancas de madera y en el presbiterio un altar de piedra adosado al muro; sobre el Altar, un Cristo de gran tamaño, al costado izquierdo del Cristo, una escultura policroma de San Pedro Apóstol, santo patrono del lugar; al lado contrario, una imagen de la Virgen de Guadalupe. A los pies del Cristo está el Sagrario y una veladora alumbra el sitio de manera permanente. Son apenas las seis de la mañana y las campanas tocan la tercera llamada para la Misa; algunas beatas ya están ocupadas, pasando las cuentas de su rosario o leyendo en sus devocionarios; otras personas entran de prisa al templo y se santiguan de cualquier manera, en el momento en que entra el Sacerdote, precedido por un par de acólitos que caminan medio adormilados.
El Sacerdote se acerca al Altar y reverente se inclina y lo besa, voltea hacia la asamblea e inicia el rito, todos los presentes se persignan y en seguida voltea hacia el Altar y da comienzo la Misa. La realiza en latín, lengua que nadie de los presentes comprende, la mayoría sigue con las actividades que tenían desde el momento de llegar al templo, unos el Santo Rosario; otros sus devocionarios, sin faltar unos mas que miraban en todas direcciones, ausentes a lo que se realizaba en la iglesia. Luego de largas lecturas en latín, el sacerdote se encamina al púlpito, sube despacio la escalera y empieza su sermón: le habla a la asamblea acerca de los pasajes que ha leído:
«Qué ha querido decirnos Jesús aceptando participar en una fiesta de bodas? Ante todo, de este modo, Él con su presencia, ha honrado las bodas entre un hombre y una mujer recalcando, que ellas son una cosa hermosa, querida por el creador y bendecida por Él»
Sobre el tema del matrimonio siguió hablando; parece ser que en el pueblo y rancherías de los alrededores, se daba mas la unión libre, que el matrimonio religioso; lo que los curas intentaban corregir. Su sermón duró mucho tiempo, unos cabeceaban y otros de plano estaban dormidos; otros tantos hacían como que prestaban atención. El sacerdote terminó, bajó del púlpito y volvió al Altar a terminar la ceremonia. Al final impartió la bendición y todos salieron a la carrera, a iniciar sus actividades del día. Solo permanecieron los tres amigos; cuando vieron a uno de los monaguillos que levantaba las cosas del Altar, se acercó Serafín a hablar con él:
—Oye, muchacho, ¿podríamos platicar con el señor cura?
El monaguillo volteó a verlo, en tanto continuaba con su actividad, respondió:
—Le voy a preguntar al Padrecito, pa ver si quiere platicar con usté.
El niño salió por la puerta trasera, rumbo a la sacristía; pasado un rato largo volvió y les pidió a los muchachos que lo siguieran. Los condujo a través de la sacristía y salieron a un patio interior que comunicaba con la casa sacerdotal. En la puerta de una habitación estaba parado el sacerdote, vestido con su sotana negra y alzacuello, con la cabeza descubierta; era un hombre moreno claro, no muy alto, fornido tirando a una ligera obesidad, de mediana edad y mirada directa.
—Hola, hijos, ustedes no son de por aquí, ¿en qué puedo servirles?
—Gracias por recibirnos, ─habló Serafín, en tanto sus amigos se estrujaban las manos, nerviosos y apenados─ venimos desde un sitio que se llama Puruagua, mas allá de Acámbaro.
—Pues vienen de lejos, hijos, ¿qué hacen tan lejados de su tierra?
—Pos la mera verdá, Padrecito, es que he escuchado allá por mi pueblo, en Jerécuaro, que usté se junta con otras personas y platican de que no están contentos con la vida que nos dan los españoles y, pos nosotros también no estamos contentos.
—!Válgame la Santísima Virgen! ¿Y solo por eso han venido hasta acá?
—Pues sí, Padrecito, nosotros semos indios y si nos ven juntos mucho tiempo, pues alueguito nos quieren levantar. Tonces pensamos que era mejor venir pa'cá, pa platicar con usté. Nos juntamos a unos arrieros que venían pa este rumbo y aquí estamos.
—A qué muchachos estos, ─dijo como para sí el sacerdote─ supongo que no han desayunado, acompáñenme, por favor.
Los muchachos siguieron al Cura hacia el interior de la habitación, era un amplio comedor y en el cuarto contiguo se veía una gran cocina, con un brasero de cuatro hornillas y ollas y cazuelas colgadas en la pared. En el comedor, en un aparador, había muchos platos y jarros, parecía que vivía mucha gente en esa casa. En la pared contraria, estaba colgado un cuadro grande de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz. Cerca del cuadro estaba el filtro de piedra que dejaba gotear el agua a un cántaro policromado, junto había un aguamanil con una tela colgada, para lavarse las manos. La mesa era rústica, con diez sillas de madera con asiento de otate. Las paredes del comedor estaban pintadas de color azul claro, con un guardapolvo de color mas fuerte; el piso era de ladrillos cocidos, muy regado y barrido. Dos grandes candelabros daban luz sobre la mesa, aunque la habitación tenía una amplia ventana que daba a la galería. El sacerdote ocupó una silla a la cabecera de la mesa e invitó a los muchachos a sentarse, lo que hicieron medio cohibidos; nunca se habían sentado a una mesa tan elegante.
Durante el desayuno, no se habló nada respecto al asunto que había llevado a Serafín y sus amigos en un viaje tan largo; la sirvienta del sacerdote estaba muy pendiente de lo que hablaba el señor cura; luego corría a comunicarlo a las feligresas, ansiosas de noticias o chismes. Se habó de cosas intrascendentes, de que el padre del cura había sido carpintero; de que el sacerdote, antes de serlo, había sido arriero, viajando de un lejano lugar llamado Acapulco, hasta la ciudad de México, llevando mercancías que un tío, hermano de su padre, comerciaba entre ambas ciudades. Les contó a los asombrados muchachos, que a Acapulco llegaba un gran navío procedente del otro lado del mar, cargado de mercancías maravillosas. Los muchachos nunca habían oído de ningún mar, por lo que el sacerdote les contó que era como una enorme laguna, que no se le veía el otro lado y era tan profunda, que se podrían sumergir la montaña mas alta de la región, sin que se le pudiera ver la punta. Los amigos estaban maravillados y lo creían porque se los decía el padrecito.
Cuando terminaron, los invitó a caminar por la huerta; necesitaba ver cómo se estaban desarrollando algunos árboles, lo cual era el pretexto para alejarse de los curiosos oídos de la sirvienta, que se ocupó en levantar los trastos utilizados para llevarlos a lavar.
La huerta era grande y tenía al centro un gran tamarindo, cargado de sus dulces vainas. Había chirimoyas y tejocotes y una gran variedad de plantas en floración. En un rincón de la huerta se miraban unos cajones como para panales de abejas. Don José María los llevó hasta un pozo y se sentaron en el brocal y en la banqueta perimetral. Serafín se asomó y miró su imagen reflejada en las aguas y un cielo azul surcado por unas tenues nubes. Todo olía a fruta y flores.
—Miren, hijos míos, ─empezó paternal el sacerdote─ esto que ustedes piensan es muy peligroso, yo sé que ustedes actúan con limpieza de corazón. Tienen razón en pensar en todas las injusticias que viven y en desear ponerles fin. Yo mismo las he vivido; aunque mi madrecita, que en gloria esté, era criolla, yo soy y me siento indio, como mi padre, como ustedes mismos.
—Pero padrecito, ─intervino Serafín─ usté es cura y no tiene problemas como nosotros, que semos piones.
—En parte tienen razón, Serafín, nuestros problemas son diferentes, pero también son preocupantes; por ser indio me mandan a estos pueblitos tan lejanos. No me quejo de ello, porque aquí miro el rostro de Nuestro Señor en los indios que sufren, que son explotados como si fueran animales de carga; que viven casi en la miseria y trabajan de sol a sol. Todo ello me hace pensar en que es necesario un cambio; lo que pasa es que no sé cómo hacerlo, entonces solo lo platicamos entre amigos. Yo les voy a recomendar que no hablen de esto con nadie, a menos que sientan en tal persona la suficiente confianza para hacerlo, que estén bien seguros de que no los va a traicionar.
—Pero díganme, ─continuó el cura─ ¿qué piensan esos personajes que me mencionas y que hicieron referencia a mi?
—Pues eso, padrecito, que usted no está contento y que habla de hacer algún cambio, pero como dice, todo se queda en pura platicada.
—Es cierto, Serafín, pero dime, ¿ustedes qué piensan? Me refiero a ti y a tus amigos, tan callados, Ignacio y Domitilo ¿verdad?, ¿así son sus nombres?
—Mesmamente, contestó Ignacio medio mosqueado. Domitilo asintió con un movimiento de cabeza.
—La mera verdad, padre, yo me imagino que para enfrentarse a los soldados españoles necesitamos armas, pero no tenemos como mercarlas; pero sí podemos hacer lanzas, flechas; entre nosotros, los indios, hay herreros que hacen arados, espuelas y armas, solo hay que juntarlos y nos ponemos a fabricar algo.
—Me parece bien lo que dices, pero, ¿qué supones que harán los soldados cuando se den cuenta que están haciendo armas? ¿Qué van a pensar tus patrones cuando vean que sus herreros están usando sus fraguas para hacer armas? ¿Qué piensas que harían?
Los tres amigos se quedaron en silencio, como analizando esas posibilidades que les había planteado el sacerdote, algo en lo que tal vez no hubiesen pensado. Se miraron unos a otros y al fin volvió a hablar Serafín.
—Creo que ya le entendí, padrecito, está difícil, ¿verdad?... Pero hay un lugar donde podemos hacer muchas cosas sin que nos miren. Mis amigos y yo conocemos unas cuevas muy grandes; están abajo de los cerros de San Agustín; tienen varias entradas, una es por un arroyo que pasa por Jerécuaro; hay otras que están en el cerro y otras que salen para Acámbaro. Sin saber para qué, nosotros hemos juntado algunos alimentos, palos y fierros y creo que ahora me doy cuenta para qué nos pueden servir.
—Yo les recomiendo, muchachos, que no se precipiten, están jóvenes. Mejor piensen en estudiar algo para que puedan salir de su situación. Mírenme a mi, yo era como ustedes; cuando murió mi padre yo me tuve que ir a trabajar con mi tío, primero en el rancho y luego como arriero; se sufre mucho, ustedes han vivido solo un poco de ese trabajo, por lo que me cuentan, fue el trayecto hasta aquí. Ahora imagínense hacer esos recorridos, tres veces mas largos; aguantando aguaceros, lodazales, fríos intensos, todo ello durante varios años. Claro que se puede ir ganando algo de dinero, pero si no se ponen listos, no falta quien se los quite: los juegos de azar, las mujeres, las borracheras con los amigos, no falta quien. Yo logré ahorrar un poco y fui comprando mulas y burros; yo quería ser el patrón. Para lograrlo hace falta mucho dinero: comprar mercancías en un lugar y llevarlas a donde hacen falta, pero ya con los animales es menos difícil. ¿sí me entienden?
Serafín y sus amigos guardaron silencio, sopesando las palabras del padre José María. Sí, comprendían lo que el cura les decía, pero no era fácil para ellos pensar en cómo hacerle para estudiar algo, si apenas tenían tiempo de cumplir con el patrón. Ahora andaban de vagos, pero al volver, a lo mejor los cintareaban por irse sin avisar.
—Usted habla bonito, ─dijo Serafín─ pero es que su padre tenía un oficio, no se alquilaba con ningún patrón; nosotros vivemos en las casas del patrón, en las tierras del patrón y tenemos que trabajar para el patrón, ¿cómo pues hacerle?
Yo he tenido la suerte de recibir las lecciones de una niña muy buena, hija del patrón. Mi madre la crió desde pequeña, pues su mamá murió cuando ella nació. Cuando le pusieron maestros, me empezó a enseñar a leer y escribir y ya sé algo, pero estos, ─refiriéndose a sus amigos─ van a tener que estar pegados a la tierra, sus padres son campesinos.
—Es cierto, ─respondió el religioso─ es más complicado para ustedes, pero no imposible, tú, Serafín, que recibiste de una forma generosa alguna enseñanza, tienes el compromiso de pasarla también a tus amigos, de esa forma todos nos iremos preparando. Yo les recomiendo que se acerquen al cura de su localidad para pedirle que les enseñe las letras.
—Me va a perdonar, padrecito, eso va a estar mas difícil; el padre José es un español, atiende la Capilla de la hacienda y no quiere ni vernos por ahí cerca. Diario celebra la Misa, pero solo para la familia de Don Francisco y sus amigos, que siempre hay en la casa.
—Te entiendo, muchacho; sí que la vida es difícil. «Piensa con tristeza en las lamentables condiciones en que se tenía a las castas mas bajas. ¿Cuándo podría haber un cambio, si se tenía en la ignorancia a los indígenas, mestizos y mulatos? Habrá que esperar que los criollos y algunos mestizos ilustrados se animen a iniciar un movimiento que reivindique a estos hermanos.»
—¿Cuándo regresan a su pueblo?, ─preguntó el Sacerdote─.
—Quedamos de esperar a los arrieros, para irnos con ellos, fueron a la costa y en unos días volverán; así vamos mas seguros y nos ganamos unos reales por trabajar.
—Me parece muy bien, muchachos, mientras tanto, conozcan estos lugares, son muy bonitos, es un valle en el que corre un río importante, el  Tepalcatepec, pero tengan cuidado, de pronto tiene corrientes muy traicioneras. Si no tienen dónde comer o dormir, vengan con confianza a buscarme, por lo general como solo y me agradará compartir el pan con ustedes y para dormir, hay bastantes cuartos. No lo olviden.
El Sacerdote se despidió de Serafín y sus amigos y los acompañó hasta el atrio, donde los despidió; él tenía que atender a unas señoras que lo esperaban. Los muchachos caminaron hacia la plaza principal, donde se sentaron en una banca a platicar.
─¿Cómo la ves, Serafín?, ─preguntó Ignacio─ ¿ta difícil, que no?
—Pos yo no entiendo bien, ─intervino Domitilo─ pero eso sí, el patrón no nos va a dar permiso de ir a aprender las letras, pos si nomás nos quiere tener como burros, pa nada le servimos muy leidos.
—Ya veremos qué hacer, ─respondió Serafín─ el padre José María tiene razón, tenemos que aprender muchas cosas, ser mayores; ahora nos ven muy chamacos y si nos alebrestamos, nos van a romper el hocico y no vamos a ganar nada; pero eso sí, a nadie le diremos de las cuevas y seguiremos llevando cosas. Algún día nos servirán de algo.
Pasaron los días esperando a los arrieros y platicando con el sacerdote. Llegaban ya tardeando, cenaban con él y luego dormían en uno de los cuartos. Para ellos fue novedad dormir en una cama con colchón y la primera noche no encontraban acomodo. Lo que no les gustó mucho fue que el señor Cura les pidió que se bañaran. Lo hicieron en una tina de lámina donde cabían hasta acostados, fue diferente a bañarse en el río; pensaron que era como bañarse con agua sucia, estaban acostumbrados a la corriente del río.
Luego se unieron a los arrieros y juntos volvieron hasta Acámbaro; la recua se dirigía a Celaya y ellos se fueron para Puruagua cruzando el cerro, para salir a Jerécuaro. Habían estado fuera de sus casas, poco mas de dos semanas, así es que Juana le dio una buena regañada a Serafín y como lo habían predicho Ignacio y Domitilo, el Capataz les dio una cintariza por haberse ido sin permiso. Todo quedó en unos días con los lomos doloridos, pero felices por las cosas que habían aprendido.

Cuando el ingeniero Fortuna miró su reloj, se dio cuenta que ya eran casi las tres de la mañana; las horas se le habían ido sin darse cuenta, el interés de la historia le había hecho olvidarse de la realidad de su compromiso. La mayoría de los contertulios se habían ido de a poco, todos empezaban sus actividades con las primeras luces del día. El Ingeniero y Pedro se levantaron, agradeciendo a los viejos su tiempo para hacer el relato, comprometiéndose a volver en pocos días a que lo continuaran; se habían quedado muy interesados en conocer el resto de la historia. Todos se levantaron; los viejos, quejumbrosos por las dolencias de sus piernas, tantas horas en la inmovilidad, pero todos contentos; para muchos de los concurrentes, por ser tan jóvenes, era una historia nueva.

jueves, 2 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Caplíto 4


  Regreso de Michoacán


Los tres hombres se sentaron a la mesa, el anfitrión les sirvió un café, mientras su esposa se afanaba en la cocina preparando la cena de la familia.
—Oiga, Ingeniero, me contaron que anoche se quedaron platicando con los viejos hasta muy tarde.
—Así es, Don José, repuso Fortuna, lo que pasa es que nos empezaron a contar una historia muy interesante que, se desarrolló en esta hacienda, hace muchos años, allá por mil setecientos noventa y tantos. No sé qué tanto sepa usted de ella.
—Solo lo que contaba mi padre, a él se lo transmitió mi abuelo y así ha sido, de padres a hijos desde siempre. Yo a mi vez se la he contado a mis hijos y lo que pretendemos es que estas historias, ciertas o no, aunque yo pienso que tienen algo de verdad, no se pierdan en el tiempo, hasta que haya alguno que le interese ponerlas por escrito.
—Tienen razón, intervino Pedro, es importante conservar estas historias; es lo que les da sustento a estas fincas tan viejas. La vida de las familias siempre tiene partes interesantes. Aunque, a decir verdad, cuando se van pasando esas historias de boca a boca, en cada oportunidad le adornan con alguna cosilla, de manera que, cuando pasan los años y aquí estamos hablando de cuando menos doscientos años, ya la historia verdadera se ha enmascarado con tal cantidad de maquillaje, que es muy difícil descubrir la verdad; no obstante, son como el espíritu de las fincas, siguen dándole vida, aún cuando los tabiques se acaben.
—!Mire nomás, don José!, qué bien habló el Pedrito, él que siempre es tan callado. Pero tienes toda la razón, Pedro, esas historias no permiten que mueran estas fincas, que son parte de la historia de nuestro país.
—A ver, señores, dijo la esposa de Don José entrando con una budinera con la cena, ya es la hora de cenar y dejen la plática para la sobremesa, si no luego qué platican.
Terminada la cena y los comensales satisfechos, se reanudó la plática referente a las historias de la hacienda.
—Cuénteme, Ingeniero, dijo Don José, ¿en qué se quedó la plática de anoche?
—Lo último que contaron fue que los tres amigos regresaron de su viaje a Michoacán y les fue como en feria, creo que hasta cintarearon a alguno.
—Esa parte yo creo que es real, los capataces acostumbraban esos castigos, sobre todo cuando algún peón se ausentaba sin avisar; temían que se les fueran y no debemos olvidar que los encomenderos eran dueños de tierras y almas.
—Tiempos muy ingratos, pobre gente, ─dijo Pedro─ imagínese don José, si así el ingeniero nos trae sin comer hasta la noche, pobres indios de aquellos tiempos.
—Te la voy a hacer buena, Pedro, dijo el Ingeniero siguiendo la broma de su ayudante.
—Pero no perdamos más tiempo, dijo Don José, vamos a ver si están los viejos para que sigan con su narración.
Don Tomás y Don Silvestre, los relatores de la noche anterior, ya se encontraban esperando la llegada del Ing. Fortuna. Además de varios hombres mas, se encontraba un viejecito de nombre Atilano, invidente que había sido jardinero en la hacienda y quien era reconocido por su buen humor, quien al darse cuenta que habían llegado el ingeniero y su ayudante, así como el señor Ortiz, de inmediato se dirigió a ellos:
—Qué bueno que vinieron, ingeniero, ─dijo el viejo─ pos por lo que me contaron estos, viene la mejor parte de la historia y tú también José, hace tiempo que no nos “vemos”. ─dijo socarronamente el invidente─.
—Ya hace tiempo, Atilano, pues ya “ves” que siempre ando ocupado con mis vacas y los asuntos del Comité del Agua. Pero mejor sigan con la historia, que a mi también me interesa escucharla.
—Pos con el permiso de Tomás y Silvestre, yo les voy a contar lo que sigue, pos como yo soy indio, igual que aquellos muchachos, me pasaron algunos datos que solo se pasaban entre nosotros; 'hora ya es distinto, pos pasaos tantos años, ya no es lo mesmo.
Don Atilano dio principio a su relato:

El nahual se presenta

Serafín, Ignacio y Domitilo siguieron su vida más o menos normal. Después de la cintariza recibida, ya se cuidaban de no faltar a sus labores, pero al final del día, los muchachos se dirigían en busca de su amigo, en las cercanías de la hacienda. Se juntaban en un lugar boscoso en el cerro, por donde bajaba un arroyo y con pedazos de carbón, sobre las piedras mas grandes, Serafín les iba pasando las lecciones que él recibía de parte de Ana María; de forma rudimentaria, los muchachos empezaron a leer y escribir, con muchos errores, pero alguna luz se estaba haciendo en sus cabezas. Además de las lecciones, Serafín les hablaba de cosas que le platicaba Ana María; algunas venían en los libros que leía, otras las escuchaba de labios de su padre o de sus maestros y amigos; aseguraban que en España había descontentos; en las colonias, los criollos estaban siendo dejados de lado en cuanto a la Administración Pública, quedando todo en manos de españoles. En fin, que las condiciones se estaban dando para tratar de poner fin a esa situación de servidumbre en que vivían los mestizos y otras castas, así como los indios, quienes desde que fueron creados, poseyeron la tierra.
Ignacio y Domitilo no alcanzaban a ver a qué se refería Serafín, pero estaban dispuestos a ir tras él, como siempre se lo habían ofrecido.
Cierto día en que se reunieron en el sitio de costumbre, los muchachos escucharon unas como voces apagadas que provenían de un recodo del arroyo, donde había una pequeña cueva, casi nada mas una depresión del talud del cauce. Con mucho cuidado se fueron acercando al sitio, casi en silencio; se ocultaron detrás de unas matas, podían ver hacia el lugar de donde venía el sonido. El sitio estaba obscuro, miraban una luz difusa, como de brasas de una hoguera terminada. Aunque los tres estaban llenos de miedo, pues pensaban que podía ser un espíritu malo, continuaron su observación, en tanto continuaban los sonidos... !aammmmm... aammmmm... aammmm!
Cuando estaban a punto de retirarse, escucharon una voz con toda claridad:
—No te vayas, Serafín, a ti te estoy esperando... no tengas miedo, acércate, no soy ningún espíritu, pero tengo cosas importantes qué comunicarte.
Mirando a sus amigos, que lo veían con ojos suplicantes, Serafín sintió dentro de él la necesidad de acudir al llamado. Se incorporó y de a poco se fue acercando a la boca de la cueva. La persona que estaba dentro arrojó un trozo de ocote y se alzó una flama suficiente para iluminar el lugar. Serafín vio entonces que, sentado con las piernas cruzadas, estaba un anciano con los ojos cerrados; vestía una especie de taparrabos, sandalias de cuero y una capa que parecía ser de piel de leopardo. La cabeza la tenía cubierta por una banda alrededor, de donde salían plumas de varios colores, así como algunos caracoles y piedritas de obsidiana. El hombre volvió a hablar:
—Serafín, yo soy tu abuelo, padre de tu padre. Tú eres mi sangre y mi heredero. Debes saber que yo soy un nahual, tal vez esto te sorprenda, nos han hecho mala imagen. No es cierto que hagamos el mal a nadie, mucho menos que les chupemos la sangre; ni nos comemos a los niños; esto es lo que los curas le han dicho a los indios, para acercarlos a las iglesias, pero no es verdad.
—Si en verdad eres mi abuelo, ¿por qué no me buscaste antes? Y, algo importante para mi, ¿dónde está mi padre?
—Esas son preguntas inteligentes. La respuesta a la primera es que no te busqué porque aún no estabas preparado. Todos los hombres tenemos un destino qué cumplir; el tuyo es importante para tu pueblo, pero todavía no lo puedes saber, hasta que sea el momento. La segunda pregunta le correspondería responderla a Anselmo, mi hijo y tu padre, pero por ahora él no puede venir a verte. Siempre te ha amado y ama a tu madre desde siempre. Hace tiempo que se fue del pueblo; no soportó más el vivir atado al surco y a las arbitrariedades del hacendado y su capataz, quienes le han impedido ir a verte y ver a tu madre. Es todo lo que te puedo decir por ahora, ya tendrás ocasión de verlo y él te explicará.
—Sé que tienes dos buenos amigos, Serafín y eso es bueno; deben ser como dos hermanos menores para ti, cuídalos, enséñales y protégelos. Siempre estarán junto a ti y serán tu protección. Ellos no lo saben, pero están unidos a ti desde antes de nacer. Ahora son Ignacio y Domitilo, en su oportunidad te diré cuales son los nombres secretos de ustedes tres. Quiero preguntarte, ¿Crees en lo que te he dicho y confías en mi?
—Sí creo, abuelo, porque lo siento en mi corazón y porque mi madre siempre me ha hablado de mi padre y un poco de ti y sí confío, porque sé que nunca me harás mal, porque soy tu sangre.
—Así es hijo mío. Estos viejos ojos ya no ven la luz del sol, pero sí ven dentro de los corazones y de las almas de los hombres.
Hasta ese momento, Serafín no se había dado cuenta que su abuelo estaba ciego; pendiente de sus palabras, no había reparado en que el viejo seguía con los ojos cerrados.
—Perdona, abuelo, no sabía que eras ciego, ¿te puedo llevar a tu casa?
—No es necesario, hijo mío, yo vivo en el monte y sé los caminos. De alguna forma te he visto cuando vienes con tus amigos y he estado presente cuando les das las lecciones; hasta hoy, que era cuando me tenía que presentar ante ti. Pero basta de charla, ustedes deben volver a sus casas, a nadie le hables de que me han visto; sigan con su vida normal y yo les volveré a llamar. Ahora vete, hijo y que los dioses te guíen y te protejan.
Siguiendo los consejos de su abuelo, los muchachos continuaron con su vida normal; Serafín en la hacienda e Ignacio y Domitilo en sus labores en el campo. Pasaban días sin verse; sus trabajos se terminaban hasta que el sol se ponía, por lo que cuando llegaban a sus jacales, estaban tan agotados que solo pensaban en dormir.
Por su parte Serafín había vuelto a ver a Ana María, entre semana era feliz, porque podía estar cerca de ella durante el día. Por las tardes los jóvenes caminaban por los jardines de la hacienda y ella le pasaba las clases que había tomado; así fue aprendiendo que el mundo es algo mas que el espacio de tierra en que nacieron y viven; aprendió que hay un mar océano que une dos mundos opuestos y que es de donde vienen los conquistadores. No le dice nada a Ana María, pero siente que cada día crece el odio hacia esos seres que han esclavizado a su pueblo.
Los fines de semana son diferentes; entonces llegan los amigos y los músicos y el despreciable don Fermín, quien lo veía y sonriente se burlaba de él’ Se daba cuenta que el fiel sirviente estaba enamorado de la muchacha, a quien él seguía alhagando con regalos y atenciones, pero sin dejar ver sus torcidas intenciones. Tenía bien claro que él no era una persona que pudiese estar atado a una persona por ese convencionalismo llamado matrimonio. No, las mujeres eran para divertirse de vez en cuando, sin problemas, sin compromiso, en particular para los seres afortunados como él mismo.
De nada habían valido las recomendaciones de su padre don Everardo de Bustos y Santillana, que ya estaba cansado de sacar de problemas a su primogénito y tenía en gran estima a don Francisco de Urzúa, encomendero y propietario de la hacienda de Puruagua; hombre muy apreciado en la Corte, pero don Everardo se daba cuenta que el hijo era un “calavera” que solo hacía caso a sus instintos. Durante la semana, se paseaba con sus primos en Acámbaro, viviendo de fiesta en fiesta y de taberna en taberna; siempre a la caza de alguna joven guapa a quien cortejar, para hacerla objeto de sus bajas pasiones y si estas noticias no habían llegado a oídos de don Francisco, era por el oro que el muchacho sabía repartir entre los ofendidos.
Llegó a la hacienda el sábado por la mañana, acompañado por sus primos y una pandilla de muchachos que le coreaban sus tonterías, quienes vivían sus francachelas a expensas del disipado heredero.
Para evitarse contratiempos, Serafín se mantuvo alejado del sitio de llegada de los visitantes, dejando que otros peones se hicieran cargo de las cabalgaduras. A media mañana, los jóvenes salieron a bordo de unas carretas adornadas con flores, con destino a Puruagüita, sitio de esparcimiento donde había unos borbollones de agua caliente y se formaban pozas muy agradables para retozar. Las personas mayores acudían a ese lugar a aliviar sus dolencias reumáticas. Sor María del Refugio no se separaba de su protegida Ana María, ante el evidente enojo de Don Fermín.
Por su parte, Serafín y sus amigos, que se habían ausentado del trabajo sin permiso, cuidaban a distancia los movimientos de los jovenzuelos. En tanto los sirvientes levantaban las tiendas para proteger a los visitantes del fuerte sol y otros se ocupaban de preparar los alimentos, los jóvenes inventaban juegos y danzas con las muchachas; siempre tratando de alejarlas de las miradas de sus nanas y cuidadoras. De cuando en cuando, los muchachos sacaban botas de vino que habían llevado de contrabando, procurando convidar a las nanas, a fin de tratar de emborracharlas, lo que fueron logrando sin que las encargadas de las chicas se dieran cuenta.
El calor del medio día también hizo estragos en Sor María del Refugio, quien se quedó dormida a la sombra de un árbol. Habiendo estado de acuerdo en qué hacer, los amigos de don Fermín se fueron hacia las pozas con sus damas, en tanto el rufián, mediante engañifas, se retiraba con Ana María a una zona boscosa un poco alejada. La inocente chica pensaba que era parte de los juegos y corría feliz de la mano de don Fermín; pero Serafín no era tan inocente, por lo que se fue acercando sigiloso en compañía de sus amigos, hasta colocarse a una distancia prudente, que, sin ser visto, pudiesen dar ayuda a Ana María.
Sintiéndose seguro, el astuto Fermín abrazó con fuerza a Ana María, que por mas que trataba de defenderse, no podía ante la fuerza física del abusivo muchacho; pero antes de que lograra sus aviesos fines, Serafín lo levantó jalándolo de la camisa; Fermín se revolvió furioso y al ver que se trataba del sirviente, extrajo de entre sus ropas un afilado puñal, pretendiendo dar muerte al intruso. Ignacio, al ver la desigual pelea, alcanzó a Serafín un leño lo suficiente grande y fuerte para hacer frente al furioso muchacho; como dos gallos de pelea, los jóvenes giraban sin perderse de vista; uno tratando de herir al rival y el otro esperando el momento de defenderse. Don Fermín lanzó una puñalada, a lo que respondió Serafín blandiendo el leño y esquivando el puñal, Fermín se agachó y el palo abanicó el aire. Ambos jóvenes recuperaron sus posiciones y siguieron girando.
En tanto se desarrollaba el duelo, Ana María miraba aterrada y muda la desigual pelea, sin atreverse a intervenir; corría el peligro de ser alcanzada por el puñal, o por la estaca; Ignacio y Domitilo, mientras tanto, estaban pendientes de que no fueran a llegar los amigos de Fermín, quien hizo un movimiento de engaño y mientras Serafín bajaba el palo, logró alcanzarlo con el puñal en el antebrazo izquierdo. Serafín se recuperó sin hacer caso a su herida y en tanto Fermín contemplaba la sangre, el herido le asestó un estacazo en la cabeza, cayendo Fermín sin sentido.
De inmediato, Serafín corrió al lado de Ana María, para cerciorarse de que se encontraba bien, la chica casi se desmaya al ver la sangre en el antebrazo de Serafín y desgarrando el olán de una de sus faldas, le vendó la herida a su buen amigo, abrazándolo con alegría. Ignacio se acercó a Fermín y comprobó que solo estaba inconsciente. Preocupada, Ana María recomendó a Serafín que se fuera, porque el capataz era capaz de matarle para quedar bien con su padre y el mismo Fermín, era un muchacho vengativo y trataría de cobrarse la afrenta.
Serafín accedió a irse, pero antes le pidió a Ana María que se fuera al lado de sor María del Refugio, así él estaría seguro de que no le pasaría nada. Accedió la chica y Serafín y sus amigos se fueron al monte, a perderse hasta que se enfriara el asunto. Cuando don Fermín, se levantó hecho un basilisco buscando a Serafín, Ana María se hizo la sorprendida y le reclamó al muchacho su grosera actitud, al grado que su cuidadora les pidió volver en el acto a la hacienda. Este penoso incidente dio al traste con ese paseo que tantas ilusiones había despertado. Los sirvientes levantaron las tiendas y la comida a medio preparar y todos se fueron a comer a la hacienda; bueno, no todos, porque don Fermín y sus secuaces se disculparon por tener qué atender otros asuntos.
En realidad, don Fermín se fue en busca de información que lo pudiera llevar a donde se pudiera esconder Serafín; no hubo quien le diera tal información, no obstante, el grupo estuvo recorriendo la sierra en busca de los tres amigos; éstos conocían muy bien su terreno y desde lejos miraban cómo daban vueltas sin hallarlos. Hubo momentos en que estuvieron a escasos diez metros unos de otros, pero pasaron sn ver a los fugitivos, quienes, de quererlo, pudieron haberlos sorprendido y hacerles daño; no era oportuno, ya tendrían la ocasión de hacerlo.

Pasó casi un año, desde aquel incidente, Don Fermín se alejó de la hacienda, había perdido la confianza de Ana María; cuando Don Francisco se enteró, pidió a la servidumbre que se impidiera el paso a Fermín y sus amigos y lo mismo le comunicó a don Everardo de Bustos, padre de Fermín, quien, apenado, ofreció disculpas a don Francisco, ofreciendo poner un correctivo ejemplar a su calavera hijo. Desde luego nunca lo hizo, pero bastó para alejar al muchacho de la hacienda de Puruagua.
Serafín volvió a sus actividades en la hacienda y a sus paseos con Ana María y continuó su aprendizaje; siguió reuniéndose con sus amigos, pasándoles las lecciones y compartiendo con ellos las lecturas que Ana María le proporcionaba. Poco a poco sus mentes se fueron abriendo a otras visiones del mundo en que vivían. Sus reuniones nocturnas siempre estaban pendientes de que en algún momento pudieran ser llamados por el abuelo de Serafín. Pasaron los meses sin tener ninguna noticia del anciano, por mas que los muchachos vagaban por distintos rumbos, no encontraban ni señas de que el hombre hubiese pasado por esos lugares.
Luego de un año, se encontraban los muchachos en su clase nocturna, cuando de pronto vieron surgir frente a ellos un enorme puma, los ojos amarillos le brillaban por la luz de la fogata de los muchachos, quienes atemorizados se quedaron inmóviles, esperando que en cualquier momento se les lanzara encima. Para aumentar su asombro, el animal se irguió y bajo la piel apareció el anciano ciego, quien, sonriente, les habló bromista.
—No se espanten, hijitos, aunque hace tiempo no nos hemos visto, siempre estoy pendiente de ustedes; hoy vamos a continuar la plática que dejamos pendiente hace unos meses. Acompáñenme.
El viejo empezó a caminar sin tropiezos entre la vegetación del monte, en completo silencio, como si fuera un felino; los muchachos, en esa obscuridad, caminaban casi a tientas, tropezando con raíces y troncos. El abuelo, como si los viera, sonreía. Esa era la primera lección de muchas mas que estaban por venir.  Luego de casi una hora, llegaron a un claro donde había una gran piedra plana, el chamán se sentó en ella y puso a un lado su bordón, la caminata le había hecho transpirar, por lo que se quitó la capa de piel de puma. Poco después llegaron los tres amigos, jadeantes y sudorosos, arañados y golpeados por las ramas, dejándose caer exhaustos junto al anciano, quien no perdía su sonrisa.
—¿Se cansaron, hijitos?, preguntó socarrón el viejo, esto fue solo una muestra de lo que tendrán que aprender para superarse a sí mismos. Tendrán qué aprender a caminar a ciegas, sin hacer ruido. Primero empezaremos por conocer sus nombres secretos, para saber cuales serán las características que tendrán que desarrollar. Empezaremos contigo Serafín, ─dijo, en tanto extraía del morral un pequeño braserillo, haciendo arder unas ramitas y colocando encima un poco de copal, que al calentarse empezó a llenar el ambiente de su suave aroma, avivando los sentidos─.
Continuó explicando a su nieto:
—Siéntate con las piernas cruzadas, respira con tranquilidad y cierra los ojos. En tanto el muchacho adquiría un ritmo de respiración pausado y tranquilo, el nahual extrajo de su morral unos pequeños hongos secos y negros; sobre la piedra y envueltos en unas hojas verdes, los molió aplastándolos con las manos, hasta que quedaron casi en polvo; luego extrajo una hoja verde mas chica y envolvió una pequeña parte del polvo, acercó el bocado a Serafín y le pidió abrir la boca, masticar y tragar lo que le estaba dando. Masca con calma, sentirás el sabor un poco amargo, pero soportable; no abras los ojos y concentra tu pensamiento en la estrella de la tarde... el viejo hablaba en voz baja, tranquilizante... ¿Ves la estrella? Es muy brillante y parece que se agranda.
Los amigos de Serafín miraban como hipnotizados lo que estaba ocurriendo, sentían algo de miedo, pero no era cosa de mostrarse débiles en esos momentos. Serafín terminó de masticar y un hilo de espuma blanca le escurrió por la comisura de la boca, tuvo un ligero estremecimiento y habló:
—Honorable abuelo y maestro, estoy ante ti para recibir tus enseñanzas con humildad; la fuerza de nuestros antepasados me sostiene y apoya. Te escucho.
—Muy bien, Serafín, mi nieto elegido; el Gran Espíritu, creador de todo lo que vemos y de lo que nos está oculto, Señor de todos los hombres, los animales y toda la vida. Dueño del mundo. Cuando naciste y de acuerdo con lo que su sabia mano escribió para ti, te dio un nombre. Yo te ordeno que, con mucha humildad, sin ver su rostro, le pidas que te revele el nombre que escribió en el Libro, escucha muy bien lo que te diga.
Serafín permaneció en silencio un largo tiempo, en momentos movía la cabeza en señal de asentimiento, siempre con la cabeza baja y los ojos cerrados. Luego de largos minutos, enderezó el tronco de su cuerpo y habló:
—Amado abuelo, el Gran Espíritu se ha dignado escucharme y me ha revelado mi nombre secreto, este es Itzmín, el trueno, porque todos lo escuchan y muchos le temen y mi animal es el gavilán; me indicó que el resto me lo enseñarás tú mismo.
—Muy bien, Itzmín, ese será tu nombre entre nosotros, fuera de aquí seguirás siendo Serafín. Tu animal es el gavilán y deberás adquirir sus cualidades. Ser rápido y elegante en tus movimientos; tener una vista aguda a distancia y moverte en silencio. Cuando domines esas cualidades, entonces podrás ser un auténtico gavilán. Ahora bien, el nombre que el Gran Espíritu te eligió, deberás hacerlo valer entre los hombres, pero sin revelarlo: que todos te escuchen y muchos te teman, eso te hará fuerte para cumplir la misión que iremos conociendo mas adelante. Ahora recuéstate y duerme, descansa tu mente y tu espíritu.
Serafín obedeció el mandato de su abuelo y se recostó sobre la piedra, cubriéndose con su sarape y cayendo en un profundo sueño. «En ese estado onírico se vio a sí mismo volando a gran altura, planeando elegante aprovechando las corrientes de aire. Se vio al frente de un grupo de hombres: Unos sanos y fuertes, empuñando algunas armas, otros enfermos y unos mas heridos, el gavilán se posó sobre una rama y a todos ayudaba, luego se obscureció el cielo y hubo un gran estruendo de golpes y voces, de gritos de dolor y de arengas. El graznido del ave era como un grito que llenaba la obscuridad, pero no se miraba dónde estaba el gavilán.» Ya no supo mas. Durmió tranquilo, relajado.
Después de algunos minutos de descanso y meditación, Ignacio y Domitilo permanecieron en silencio, sin saber qué deberían hacer, mirándose el uno al otro, sin hallar la respuesta. Volvió a hablar el viejo nahual.
—Ahora te toca a ti, Ignacio.
El muchacho se sobresaltó al escuchar su nombre, su rostro adquirió una palidez temerosa, pero se puso en pie y se acercó al anciano, que permanecía con los ojos cerrados, como durmiendo, con esos ojos muertos a la luz.
—Siéntate con las piernas cruzadas y cierra los ojos. Respira con tranquilidad, no temas. Siento vibrar tu alma por el miedo, pero debes estar tranquilo si quieres ayudar a Serafín. Ustedes son como hermanos y yo te veo como a mi nieto. No temas, hijo mío.
El viejo continuó hablando con tranquilidad a Ignacio, quien a poco empezó a respirar con suavidad, sin temor alguno. Entonces, al igual que a Serafín, el nahual le dio a comer el bocado de hongos en polvo, pidiéndole que lo mascara con lentitud. En la boca del muchacho se activó la salivación y el bocado se hizo digerible; el gustillo amargo le molestó poco y sintió que su cuerpo se hacía liviano. A lo lejos escuchó el ulular de un búho, pero no le inquietó, solo escuchaba la voz del anciano nahual y a su nariz llegaba el dulzón aroma del copal.
—Ahora, Ignacio, vas a estar en presencia del Gran Espíritu, no lo mires a la cara, pues morirías en el acto, humíllate ante Él y escúchalo, Él te dirá cosas importantes.
Por un largo rato, Ignacio permaneció en silencio, en tanto el nahual ponía mas copal y otras substancias en el braserillo, para envolver en humo aromático el espacio en que se hallaban; la luna, impasible, continuaba su eterno vagar, indicando el paso de las horas. El viento susurrante, llevaba mensajes de paz y armonía en el milenario bosque; en el valle, los pueblos dormían el sueño de la ignorancia o la indiferencia, mientras que, en el claro del bosque, cuatro almas recibían una iluminación anunciada en la eternidad del tiempo. Al fin habló Ignacio.
—Venerable abuelo, el Gran Espíritu me ha hablado, me ha indicado mi nombre secreto, es Coyoltzin, que significa, pequeño cascabel; estoy señalado para llevar alegría a mis hermanos, es contagiosa y les aliviará sus momentos de tristeza, que son muchos y vendrán mas; también es un aviso de que vienen tiempos mejores, aunque antes de que lleguen habrá sufrimientos. Eso es lo que me ha dicho, pero no lo entiendo.
No te preocupes, Coyoltzin, que yo te iré indicando el camino que seguirás, al igual que a Itzmín, te digo que tu nombre, fuera de aquí, seguirá siendo Ignacio. Tu nombre significa pequeño cascabel y, como bien sabes, los cascabeles provienen de la serpiente, por lo tanto, deberás aprender a moverte con cautela, tu alegría se escuchará y alegrará a tus hermanos, pero la serpiente también es astuta y deberás aprender a serlo para que tus enemigos no te sorprendan. Aprenderás estas cualidades bajo mi guía y cuando estés preparado, yo te indicaré cual será tu misión. Ahora deberás descansar, tu esfuerzo ha sido grande.
Tocó luego el turno a Domitilo, quien de inmediato se acercó al nahual, le habló con respeto:
—Honorable abuelo, toy aquí pa recibir tus enseñanzas; quero ser un fiel acompañante de Serafín, a quen quiero como un hermano y por quien toy dispuesto a dar la vida.
—Lo sé, hijito, lo sé muy bien; como les dije, siempre he estado cerca de ustedes. Siéntate como has visto hacerlo a tus amigos, cierra los ojos y respira con tranquilidad.
En tanto se relajaba Domitilo, el viejo nahual se puso a preparar sus cosas. Atizó la lumbre del brasero, le puso mas copal y una piedrita de ámbar, con lo que el aroma alcanzó una delicadeza especial, envolviendo al joven y ayudándole a tener una concentración adecuada. Satisfecho con el estado mental del muchacho, el curandero le dio el bocado de hongos y le repitió lo mismo que a sus amigos. En tanto el chico se encontraba en ese viaje espiritual. El nahual empezó a tocar una dulce melodía en una pequeña flauta de carrizo. El sonido era suave y adormecedor, ayudando a Domitilo en su estado de relajación. Luego de un tiempo, el joven habló:
—Amado abuelo, he seguido tu guía y he’stado en la presencia del Gran Espíritu; en mi viaje a la casa del Señor del mundo, he sido acompañado por un espíritu de Luz, cuyo nombre es Hiuhtonal, quien me ofreció estar cerca de mí durante toda mi vida. El Gran Espíritu miró en su gran Libro y me dijo mi nombre, Azcatl, mi animal es la hormiga.
—Muy bien, Azcatl, ese es tu nombre secreto y, en efecto, quiere decir hormiga, por lo que deberás desarrollar sus características: inteligencia, trabajador, organizado y fiel. Cuando estés preparado, nos reuniremos y continuaremos la enseñanza. Ahora, al igual que tus hermanos, debes descansar.
Domitilo se recostó junto a sus amigos y en pocos minutos estaba dormido. El viejo los miró con amor indulgente; los sahumó con el braserillo; luego tocó la flauta y tañó un tamborcillo y al ritmo de la música, danzó alrededor de la gran piedra. La luna, Kutzi, se ocultó en el horizonte. Tata Jurhiata, Señor Padre Sol, hermano y esposo de Kutzi, empezó a asomar en la lejanía; algunas aves se lanzaron a su diario vuelo, en busca del sustento. El Señor de la vida anunciaba el nuevo día. El viejo invidente se alejó silencioso en busca del reposo. Los tres amigos recibieron los acariciantes rayos de Tata Jurhiata y se sintieron reconfortados.