Serafín
Serafín ha
salido de mañana sin decir a su madre a donde se dirige, solo se llevó unos
tacos y un bule con agua para beber, lo que deja ver que comerá en alguna parte
y su regreso a casa será ya tarde. El joven es un buen caminante y conocedor de
toda la región. La montaña la conoce como la palma de la mano; desde chamaco acostumbra
a irse con su palomilla a recorrerla en busca de aventuras.
La montaña
es parte de la sierra de San Agustín, al poniente de Jerécuaro; tiene algunas
zonas muy escarpadas y de difícil acceso, pero Serafín y sus amigos han
encontrado pasos que para ojos inexpertos pasan desapercibidos; de forma que,
entrando por una serie de cuevas, se puede llegar a la cima, sin tener qué
hacer un recorrido de varias horas y con grandes esfuerzos y peligros físicos.
Estas galerías son casi un laberinto, donde es posible extraviarse con
facilidad.
Los
muchachos, a través de años de exploración, ha ido haciendo marcas que solo sus
ojos miran y entienden, a fin de llegar a diferentes puntos. Saben en qué parte
y de qué ruta valerse para llegar al sitio donde hay suficiente agua dulce; en
caso de necesitarlo, por donde llegar en pocos minutos al exterior; ya sea en
la cima de la montaña o volver a Jerécuaro; o cruzar la montaña y salir hacia Acámbaro.
Lo que en un principio fue para los muchachos un juego, ahora se ha convertido
en un secreto bien guardado, que están seguros les servirá mas adelante.
Serafín es
el líder del grupo desde que eran pequeños y con mucho, demuestra también ser
el mas inteligente; el muchacho tuvo la oportunidad de aprender lo mismo que Ana
María; la niña le pasaba las lecciones que recibía de sus preceptores; de esta
forma, a diferencia de sus congéneres que morían analfabetos. Sin que nadie se
hubiera dado cuenta, Serafín aprendió a leer y escribir. Valiéndose también de
los libros que la niña le prestara, Serafín se convirtió en un lector
constante, lo que lo fue llevando a aumentar el número de sus amistades, las
cuales ya no eran solo sus amigos de la infancia, sino que era invitado a
reuniones con personas interesadas en diferentes tópicos. Sus nuevas amistades
eran indígenas y mestizos descontentos con el dominio de los españoles y, aún a
riesgo de su libertad y de su vida, planeaban alguna forma de terminar con tal
situación. No tenían una idea segura, pero algunos que habían viajado por distintos
rumbos, comentaban haber escuchado de cierta persona que pertenecía a un grupo
de conjurados, al igual que ellos. En su viaje no pudo averiguar quién, ni dónde
se reunían; por propia seguridad, solo lo informaban a personas muy seguras,
quienes primero eran investigadas de forma soterrada.
En esas
reuniones, serafín escuchaba todo, pero hablaba poco, no obstante, iba
guardando en su memoria los datos que en algún momento pudiesen serle de
utilidad. Algo que lo detenía, era el pensar en Ana María; aunque ella era
criolla, su padre era español y de los principales encomenderos.
Aunque Serafín
nunca había sido castigado con golpes, no desconocía que, por ese sistema
arbitrario de explotación del indígena, le habían privado de conocer y vivir
con su padre. Fue ya de joven que su madre le dijo el nombre de su progenitor. Cuando
fue a buscarlo, hacía unos meses que nadie sabía de él; algunos pensaban que se
iría a acercar a la hacienda; no había dejado de amar a Juana, la madre de
Serafín. En esos tiempos Anselmo era un hombre joven, pero por esos ritmos de
trabajo y la mala alimentación, las personas no llegaban a viejas con facilidad,
por lo que decidió escapar de esa vida.
Ya tendría tiempo
Serafín para conocer a ese padre ausente por injustas razones. También picaba
su ánimo el saber que por una condición racial, no podía manifestar a Ana María
el amor que sentía; era casi seguro que, de enterarse don Francisco le mandaría
matar, o cuando menos lo enviaría lejos, tal vez a las minas de alguno de sus amigos;
sitios en donde se moría muy joven, sobre todo cuando entraban a lo socavones
siendo niños.
En definitiva,
tendría que trabajar para colaborar en la expulsión de los españoles de México,
por lo que, sin comentarlo con nadie, se fue a Chupícuaro, donde alguien le
dijo que moraba su padre, un respetado hijo de chamán, que ya para entonces
vivía retirado en el monte, ante la persecución que le hacían los testaferros
del encomendero que dominaban esas tierras del bajío. No tuvo suerte en
hallarlo y volvió a Puruagua.
Unos cuantos
meses después, Serafín se fue a la lejana villa de Valladolid; en alguna
reunión habían comentado que en un pueblo denominado Churumuco, vivía un cura
que hablaba de esas cosas que le interesaban: rebelarse contra la tiranía de
los españoles; no de forma abierta, por supuesto, pero se iba formando un
círculo de adeptos a su alrededor. Supo que el cura era hijo de un indio,
carpintero de oficio. En ese viaje no obtuvo respuestas, solo vagas
referencias; ni un solo nombre. No obstante, no faltó quien se fijara en ese
indígena alto, de cuerpo musculoso.
Pasaron los
meses y Serafín y sus amigos seguían explorando las extensas cuevas de la sierra
de San Agustín, las que solo eran conocidas por algunos cuantos naturales que
procuraban mantener ocultas las entradas. La que estos muchachos utilizaban se
localiza en algún sitio cercano al río que pasaba cercano a Jerécuaro.
Sin un fin
específico, Serafín pidió a sus compañeros ir haciendo acopio de víveres en las
cuevas, utilizando para ello cántaros de barro, para evitar que algunos
animales se los fueran a comer. Llevando de a poco, llegaron a tener una buena
provisión. También y sin nadie pedirlo, fueron dejando algunas herramientas y
armas rudimentarias, como machetes, hoces y barras de hierro. Algún sentimiento
interno los movía, tal vez el mas evidente sería el de querer alejarse de la
vida sometida a los encomenderos y a una vida sin futuro; como habían vivido
sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos; en una cadena de miserias
y sufrimientos sin fin.
Pero no
podían vivir siempre alejados de sus familias, no por ahora; así que siempre
volvían a sus casas y sus trabajos. Serafín era el mas afortunado, ya que vivía
en las cercanías de la hacienda y trabajaba dentro de ella, haciendo trabajos
de jardinería; siempre cuidando de lejos a Ana María y pasando de vez en cuando
algunas tardes juntos, como cuando eran niños.
Cuando la
joven podía escapar de sus tediosas clases, corría en busca de su amada Juana, que
le cocinaba los rústicos platillos que desde niña tanto gustaban a Ana María.
Por las tardes, cuando la chica se dirigía a la capilla a rezar el Rosario,
Juana y serafín procuraban también ir a rezar, de manera que podían estar cerca
de ella sin que nadie les regañara; la vieja Juvencia, al fin indígena,
toleraba que estos sirvientes rezaran a la misma hora que su niña, por su
parte, el Padre Castillejas se mostraba complacido en ver que su labor
evangélica diera frutos en esas criaturas del Señor.
Los invitados
empezaron a llegar desde el viernes por la noche, Serafín estaba encargado de
recibir las caballerías y conducirlas a los establos, donde otros peones se
encargaban de desensillarlas, limpiarlas y darles agua y hierba fresca. Esa
labor le gustaba al muchacho porque le agradaban los caballos y los animales
respondían con docilidad al trato del caballerango. Otros invitados llegaban en
carretas y diligencias, y eran recibidas por otros sirvientes, que se
encargaban de conducir los carros a sitio seguro y de atender a los carreteros
y conductores. Todo estaba bien, hasta que arribó Don Fermín de Bustos, el
pretendiente de Ana María, que por ser bien recibido por Don Francisco, se sentía
ya con derechos sobre los sirvientes de la casa.
—¡Toma las
riendas, muchacho!, le exigió don Fermín a Serafín, quien de cualquier manera
tenía qué hacerlo.
En su enojo
al ver de quien se trataba, el joven lo hizo con cierta brusquedad, lo que hizo
que el caballo reculara, para desagrado del jinete, que enfurecido cruzó el
rostro de Serafín con el fuete. Llevándose la mano a la cara, estuvo a punto de
echarse encima de Fermín, pero previendo su reacción, un viejo sirviente, José
Encarnación, el viejo Chon, se interpuso entre los jóvenes, deteniendo el
caballo y a Serafín, a quien aplacó de forma enérgica.
—!Asosiégate,
muchacho!, ─le dijo a Serafín─ to'vía no es tiempo de que hagas nada, ¡asosiégate!
Serafín hizo
caso del prudente consejo del viejo y se dio la vuelta para retirarse, ante la
sonrisa de suficiencia de Fermín que, con paso lento, mirando a todos desde su
altura, penetró en la hacienda. Serafín echaba espuma por el coraje, sobre todo
por tratarse del que consideraba su rival y persona que podría hacerle daño a
Ana María. Se retiró a la cocina, donde su madre, al verlo llegar con el rostro
marcado por un cardenal, se apresuró a atenderlo, poniéndole un emplasto de
hierbas para bajar la hinchazón.
—¿Pos qué te
pasó m'hijo?, ─preguntó al muchacho, que solo bajó la cabeza para que su madre
no viera las lágrimas de coraje que le corrían por las mejillas─.
Poco
después, ya mas tranquilo, Serafín salió de la cocina y se fue a situar al pie
de una de las ventanas que daban al salón de música, para poder observar a su
amada Ana María y tener vigilado al odiado señorito. Pensaba «que no se
atreva a tocarla o hacerle daño, soy capaz de matarlo» Sentía que era demasiado
el tiempo que Ana María estaba al lado del malvado muchacho.
Alguna de
las amigas de la anfitriona tocaba alegres melodías al piano. Las chicas
formaban grupos, platicaban y reían; otras coqueteaban con los muchachos, que
deambulaban por el salón, como buscando pareja. Los invitados, hombres y
mujeres, bailaban a los acordes de la música de piano, mientras los sirvientes
repartían bebidas de frutas y bocadillos. El salón, bastante iluminado por las
velas colocadas en los candelabros, proporcionaba brillos y sombras a los
rostros de los jóvenes. En un grupo de hombres, Serafín distinguió la figura de
Fermín, rodeado de aduladores, como si él fuese el anfitrión; de vez en cuando,
el grupo volteaba hacia donde se encontraba Ana María, como para confirmar algo
que les decía Fermín. Serafín lo miraba con ojos encendidos de rencor.
Al ocultarse el sol, el viento
empezaba a enfriar el ambiente; escuchaba el movimiento de las plantas y los
murciélagos empezaban su nocturno volar en busca de alimento. La música iba
disminuyendo, hasta que los invitados pasaban al comedor para merendar.
Mas noche,
la vieja Juvencia se acercó a Ana María y algo le susurró al oído; a partir de
entonces se empezó a disolver la reunión. La vieja se llevó a las chicas a sus
habitaciones y algunos sirvientes acompañaron a los jóvenes a sus aposentos.
Otros mozos levantaron vasos y platos y apagaron los candelabros. A poco, la
hacienda quedó en silencio y la obscuridad fue envolviendo los corredores y
jardines, solo permaneció encendida una tímida vela en el vestíbulo de entrada.
Como entendiendo la situación, la luna se ocultó detrás de los cerros y las
nubes la cubrieron. El patio olía a “huele de noche”, tenue y perfumado.
El viaje
Días después
del incidente con don Fermín, Serafín salió de su casa en busca de algunos de
sus compañeros, que habían convenido en cruzar la sierra e ir a Acámbaro para
continuar hasta un sitio llamado Churumuco, en las cercanías de Valladolid,
donde, según algunas referencias recibidas, se encontraba un señor cura que al parecer
era partidario de quitar el poder a los gachupines; sus informantes le habían
dicho que preguntaran por el padrecito José María, pero que se mostraran
cautos, para no despertar sospechas; en caso de ser detenidos por los soldados,
deberían inventar alguna historia que fuese creíble.
Tal como lo
planearon, los muchachos llevaban provisiones para un par de días; por el agua
no se preocupaban, conocían los sitios donde había manantiales en la sierra. Harían
la travesía subiendo a los cerros, no querían correr riesgos y que alguien los
viese entrar a las cuevas; como las cavernas también tenían entradas por las
partes altas, cuando tuvieran que acampar, lo harían en el interior de alguna de
ellas. Debían tener mucho cuidado; en los montes había fieras peligrosas, como
osos y leones de montaña; también podrían hallar gato montés. Los muchachos
llevaban sus hondas y suficientes piedras. Valiéndose de alguna herramienta de
las que tenían ocultas en las cuevas, los muchachos cortaron unas ramas e
hicieron unas estacas con punta, que les podrían servir para enfrentar a alguna
fiera, aunque contaban con ser prudentes y saber interpretar bien las huellas
que los animales dejaban en el monte.
Como hombres
del campo, los jóvenes salieron en las primeras horas de la mañana, aún obscuro
y empezaron a caminar rumbo a Jerécuaro, para de allí empezar a subir con rumbo
a Acámbaro, siguiendo el camino real; para cuando el sol empezó a calentar, los
jóvenes ya casi habían llegado a la cima del cerro mas cercano a Jerécuaro,
cerca de un ojo de agua prendieron una hoguera y calentaron algunas tortillas
que llevaban; en sus morrales llevaban un atadillo con sal gruesa y algunos
chiles y con eso hicieron su primer alimento; de común acuerdo, no llevaban
algo mas substancioso, confiaban en que en el monte podrían cazar algún conejo
o un guajolotl, piezas que abundaban
en la sierra. Después de descansar un poco y apagar la lumbre con un poco de
agua, Serafín y sus amigos retomaron su camino; pensaban llegar a Acámbaro a
las primeras horas de la tarde, en tanto caminaban, los muchachos charlaban:
—Bueno, Serafín,
─preguntó Ignacio, uno de los muchachos, indígena, al igual que Serafín─ ¿si
jallamos al curita, pos que le vas a decir?
—En verdad
no sé, pero ya se me ocurrirá algo. Yo creo que si le decimos que estamos bien
enmuinaos con los gachupines, nos va a hacer caso. Le diré “Creo que su tata
era indio, como yo”, por lo que creo que nos entenderá.
En esa
charla caminaban; el ruido que hacían al pisar las hojas muertas, en momentos
les ocultaba otros sonidos. Serafín, entrenado por su abuelo, mantenía sus
sentidos alertas. Hacia abajo del monte discurría el camino real. De pronto, Serafín
alertó a sus compañeros:
─!Silencio!,
agáchense y no hagan ruido.
─¿Qué
ocurre, Serafín? ─Preguntó Ignacio en susurros, buscando en todas direcciones,
intentando mirar lo que había alertado a su amigo─.
Poniéndose
un dedo en la boca, Serafín les indicó estar en silencio; señalando hacia el
camino, donde empezó a pasar un grupo de lanceros de la Reina; sus caballos de
guerra, eran grandes y pesados y su cabalgar bastante conocido por los indígenas,
siempre temerosos de sus abusos.
—Unos por
indios y otros por mestizos, pero pos a todos nos tratan pior que animales,
crioque comen mejor sus perros qui'uno, ─afirmó Domitilo cuando pasó el peligro
y se pudieron levantar─.
—Pos sí es
cierto, ─continuó Domitilo─ a mí de nada me vale que mi tata haya sido un
gachupín, pos nomás cargó a mi mama y aluego se largó y lo único que he sacado,
son palos de los gachupines.
En esas
pláticas, los muchachos externaban el resentimiento que había hacia la clase
dominante y pensaban que ahora que estaban jóvenes era el momento de buscar
alivio a esa situación; aunque no sabían de qué forma hacerlo; sabían que
enfrentarse con los gachupines, era ir directo a la horca, o cuando menos
acabar en las minas.
Mientras
estuvieron en lo alto de la sierra, los pinos les proporcionaban una agradable
sombra, que los protegía de los hirientes rayos del sol, un cielo azul sin
nubes en una canícula bastante caliente que invitaba a permanecer a la sombra
para protegerse; pero ellos no se podían detener, les urgía llegar a Churumuco y
encontrar al cura indicado.
En cuanto
empezaron a bajar hacia el pueblo, los árboles comenzaron a ralear, hasta que
el camino real solo estaba bordeado de magueyales; uña de gato y zarzas
espinosas; ni donde taparse el inclemente sol. Así, sin haber visto ni una
lagartija, llegaron hambrientos a las goteras del pueblo. Hallaron unas tapias
donde se sentaron a descansar y a sombrearse un poco; como no podían hacer
lumbre por temor a que les llamaran la atención, los muchachos comieron unas
tortillas frías, con algunos chiles y sorbos de agua fresca que llevaban en sus
bules.
Descansaron
un poco y luego continuaron su marcha hacia la salida del pueblo; pasaron la
noche en el monte, ya en camino hacia Churumuco, donde pensaban llegar al día
siguiente. Antes de que se ocultara el sol, los muchachos se toparon con una
parvada de palomas, utilizando sus hondas pudieron atrapar cuatro aves, un
tanto escasas de carne, pero ya tenían algo para cenar. Prepararon una buena
hoguera donde pudieron asar las palomas y calentar unas tortillas, que ya por
lo frías, se convirtieron de tostadas, aún así les parecieron deliciosas. El
sitio donde iban a pasar la noche estaba protegido por grandes piedras y
gruesos robles; con los estómagos satisfechos, los muchachos se pusieron a
platicar:
—Bueno,
Serafín, tú eres el mas leido de nosotros, pos ¿por qué no te sales pa juera
del pueblo?, allí no tienes posibilidá cual ninguna.
—Tienes
razón, Domitilo, pero no quiero dejar a mi madre y ella no desea abandonar a Ana
María; se da cuenta que don Francisco no le hace mucho aprecio a la muchacha.
Pero yo creo que si mi madre se empeña en ello, me tendré que salir yo solo.
¿Cómo sólo,
Serafín?, ─intervino Ignacio─ si nosotros semos como tus escuderos, no nos vas
a dejar afuera, ¿qué no, Domitilo?
—Pos claro, si
nosotros semos parejos contigo, Serafín, onde vayas tú, allá mesmo iremos
nosotros.
—Gracias
amigos, sé muy bien que cuento con ustedes, pero no quiero forzarlos a seguirme
a una empresa que no sé en qué pare.
—Tú no
tengas apuro por nosotros, ─ratificó Ignacio─ onde tú vayas, nosotros iremos.
Está bueno,
muchachos, ahora vamos a dormir, que mañana hay que seguirle.
Los amigos
se dieron la vuelta y se acomodaron para conciliar el sueño, cosa que el
cansancio de la caminata les ayudó a lograr; solo Serafín se quedó pensando: «Por
mas que estuviera enamorado de Ana María, se daba cuenta de que no llegaría a
nada y no por Ana María, aunque bien sabía que ella lo veía como a un hermano;
pero don Francisco era capaz de matarlo, antes que dejar que tuviera alguna
relación con su hija. Y luego estaba el asunto ese de don Fermín; se le hacía
una mala persona y eso, pensaba, «podría ser un camino de sufrimientos para Ana
María. No, en definitiva, tendría que hacer algo para tener qué ofrecerle a la
muchacha; se daba cuenta de que no era mas que el hijo de una sirvienta, un
peón mas de su padre.»
Pensando en
esas cosas, el muchacho se fue quedando dormido, jaló la orilla de su sarape y
se tapó la cara. La fogata les proporcionaba calor y seguridad contra los animales.
Led gustaba el olor del monte al ponerse el sol; algunas plantas florean de
noche y esparcen sus aromas.
Muy de
mañana al día siguiente, los tres amigos se pusieron en camino, preguntando a
unos arrieros que iban de paso, los muchachos se enteraron de la ruta más
directa a Valladolid, por lo que tomaron el camino real. Cuando empezó a
levantar el sol, los amigos se internaron en el bosque, en busca de algún
animal que pudiesen cazar para desayunar; entre los arbustos descubrieron un
nido de guaxolotl y cerca de él un macho de buen tamaño, Domitilo era el que
tenía mas habilidad con la honda, así que colocó una piedra en la redecilla y
haciendo girar la honda sobre su cabeza, lanzó la piedra, que se detuvo en el
pecho del ave, que cayó entre convulsiones de muerte; los muchachos corrieron a
atraparla, teniendo mucho cuidado de no ser alcanzados por los filosos
espolones o por las robustas alas; en cuanto murió el animal, se dedicaron a desplumarlo
en caliente, luego Serafín extrajo de su faja una navaja de pedernal y abrió en
canal al ave, sacándole las vísceras; separó las piernas, muslos y pechuga y
dejaron el resto a los animales carroñeros del bosque. En seguida prepararon
una buena lumbre y sobre piedras calientes asaron la carne. Esa mañana
almorzaron como reyes; cerca de ellos se encontraba un árbol de cuauhtzapotl, escogieron cuatro
frutos maduros y comieron la jugosa y dulce pulpa. Ya satisfechos sus estómagos,
los amigos volvieron al camino real y casi caído el sol llegaron a las afueras
de Valladolid, donde se cruzaron con otros arrieros, a quienes preguntaron cual
era el mejor camino para llegar a Churumuco.
Les dieron las señas, indicándoles
que ellos se dirigían al mismo pueblo, por lo que hablaron con el jefe de los
arrieros para que les permitiese viajar con ellos, ofreciéndose a trabajar para
ganarse los alimentos, a lo que el jefe accedió; en esos caminos nunca sobraban
brazos fuertes para ayudar y, en caso necesario, para hacer frente a las
partidas de bandidos que asolaban los caminos. El jefe del grupo les indicó que
necesitarían dos jornadas para llegar a Tipetío.
Puestos de acuerdo, los tres amigos se integraron al grupo para cumplir
con lo que fuese necesario y no pasó mucho tiempo en que se requirió la
participación de los muchachos. El camino real los llevaba subiendo y bajando
montes; había pasos pedregosos y otros de humedales, donde los animales se
hundían en el fango y se negaban a avanzar, terminando por echarse; para
levantarlos, había qué descargarlos, levantarlos entre varios y luego de
llevarlos a terreno firme, volver a cargarlos;
los arrieros llevaban como veinte
animales, entre asnos y mulas y cuando se presentaban estos casos, los brazos
de los tres muchachos eran de mucha utilidad. Como ya se había perdido mucho
tiempo en esas maniobras, el grupo no se detuvo a la hora de la comida, sino
que continuaron hasta un pequeño caserío que se encontraba a orillas de un
pequeño arroyo.
Los perros anunciaron su llegada y los habitantes del lugar salieron a
recibirlos, eran conocidos de varios años. Luego de descargar los animales,
comisionaron a los muchachos a limpiar a burros y mulas, les dieron de comer y
beber. Cuando terminaron de atenderlos, ya estaba casi obscuro; estaban
cansados y hambrientos y dieron cuenta de la comida que les obsequiaron. Luego
de cenar se retiraron a acostarse envueltos en sus sarapes, quedando dormidos
de inmediato.
Al día siguiente, mucho antes de la salida del sol, el encargado de hacer
los alimentos ya tenía preparado el café y una cazuela de huevos con chile y
frijoles, así como una provisión de tortillas que les prepararon las mujeres
del caserío. Durante el almuerzo, el jefe les explicó que estaban por llegar al
punto mas peligroso del trayecto; estarían en la parte alta de la montaña,
donde eran frecuentes los asaltos. Fueron repartidos algunos mosquetes entre la
gente de confianza del jefe de la recua; a los amigos solo les recomendaron que
se mantuvieran alertas. Una avanzada de exploradores fue enviada por delante, a
fin de que avisaran en caso de encontrar gente armada.
Como a las diez de la mañana la recua estaba en movimiento, cuando se
recibió el aviso de los exploradores; el grupo empezó un suave descenso hacia
el río, que había qué cruzar en un vado, luego de batallar con los animales y
la carreta del bastimento, que era tirada por fuertes bueyes, comenzó la penosa
ascensión que los llevaría hasta la cima de la montaña; en cierta parte, el
camino se internaba en un pequeño cañón, cuando se escuchó un silbido de unos
de los exploradores, avisando que en lo alto del cerro estaba una partida de
hombres armados.
Todos se prepararon para ser atacados, ataron los animales a los árboles
de los lados del camino, parapetándose detrás de los árboles; los muchachos se
quedaron al lado del camino, aunque entre la vegetación no podían usar sus
hondas; de pronto se empezó a escuchar un intenso ruido de cascos. Entre gritos
y disparos hicieron su aparición los primeros jinetes; los muchachos salieron de entre los árboles y
prepararon sus hondas; en tanto los arrieros que tenían mosquete, empezaron a
disparar; eran solo cinco o seis armas de fuego, por lo que había largos lapsos
de tiempo sin que dispararan, en lo que recargaban sus armas; esos momentos lo
utilizaban los tres amigos para accionar sus hondas; como siempre, Domitilo era
el que mejor acertaba; casi era jinete por piedra, en tanto que Serafín e Ignacio,
tiraban cinco piedras para abatir a un jinete, así y todo, no dejaron pasar a
los asaltantes, que se tuvieron qué retirar, dejando diez cuerpos en el campo;
ocho de ellos solo estaban heridos; a esas personas y de acuerdo a la
costumbre, se les ahorcó, colgándolos de los árboles cercanos; los dos muertos
fueron cubiertos con piedras, para evitar que se los comieran las fieras. Era
una costumbre terrible, pero era una manera de impartir una forma de justicia,
que las Autoridades virreinales estaban lejos de poder cumplir a cabalidad, por
lo que hacían la vista gorda ante tal situación.
Por parte de la reata, se tenían cuatro heridos, que fueron colocados en
la carreta para ser llevados al siguiente poblado, que era Tipetío, a donde
llegaron ya casi de noche; de inmediato dieron parte a las autoridades
judiciales del lugar, quienes partirían al día siguiente a dar fe de los
cadáveres. Los heridos fueron atendidos por el curandero local; no había médico
en ese pueblo.
El jefe de la recua llamó a los amigos y los felicitó por su valentía y efectiva
cooperación en la defensa del grupo, invitándolos a unirse de manera definitiva
a ellos. Serafín, a nombre de los tres, le explicó que solo iban a Churumuco en
busca de un señor cura y luego de hablar con él, volverían a su pueblo. De
cualquier forma, el jefe les recomendó que los esperaran para volver con ellos,
de esa forma irían más seguros y podrían ganar unos duros en su viaje, a lo que
Serafín respondió que tratarían de hacerlo.
En Tipetío estuvieron detenidos durante tres días, en tanto los heridos
sanaban, tiempo que emplearon los muchachos para conocer los alrededores;
conocieron también al cura del lugar, que resultó ser un español, que estaba
satisfecho con la situación que imperaba en el país, mismo que sentía como una
extensión de España. Ni Serafín, ni sus amigos, hicieron alusión alguna al
descontento que sentían contra la actual situación; se dedicaron a cumplir con
sus obligaciones religiosas, a fin de no despertar suspicacias entre los vecinos;
no obstante, entre el grupo de arrieros encontraron dos o tres que dejaban
entrever su deseo de cambios; dos de ellos eran de origen indígena y un
mestizo. El jefe era un criollo, buena persona, pero desde luego que no
permitiría que cambiara una situación que para él era natural y ventajosa.
El día de la partida, la actividad empezó casi de madrugada y con la
primera luz se pusieron en movimiento, aún faltaba un buen trecho para llegar a
la cima y empezar a bajar hacia el río Grande o Tepalcatepec. En ese tramo
fueron acompañados por un escuadrón de Lanceros, enviados por la Autoridad
Militar de la zona. Fue un tramo especial y difícil; el camino estaba compuesto
por piedras de todos tamaños, lo que hacía lento el avance; en particular de la
carreta de bastimentos, en una de tales piedras, se rompió una rueda, lo que
nos ocasionó un retraso de medio día; aunque se llevaba una rueda de repuesto,
el descargar la carreta, desmontar el eje y volver a cargar, ocasionó a una
buena demora. Aprovechando la parada forzosa para preparar los alimentos y comer;
de ahí en adelante ya no se podían detener, hasta llegar a Turicato, el
siguiente poblado. Al caer la tarde alcanzaron apenas la cima de la montaña,
procediendo a armar el campamento; llegaron tan cansados, que solo pensaban en
dormir, dejando la comida para el día siguiente. Los muchachos tuvieron que
retrasar el descanso, antes tenían qué limpiar y alimentar a los animales.
Las noches en esas alturas, solían ser frescas, no obstante estar en
verano, pero era maravilloso observar esos cielos estrellados, sin ninguna luz
que impidiera contemplar la Creación de Dios; era tanto el cansancio de Serafín,
que le impedía conciliar el sueño. Una lechuza hacía su lúgubre llamado desde
algún árbol, ante el sobresalto de los indígenas que componían la arria; se tenía
por creencia que el llamado de la lechuza anunciaba la muerte de alguno de
ellos. No obstante, sus compañeros dormían a pierna suelta, sin darse cuenta
del medio que los envolvía.
Al día siguiente se levantó temprano el campamento, había que ganarle al
sol, al llegar al nivel del río, la temperatura podía ser elevada; no obstante,
había qué bajar con cuidado, los animales podían resbalar y caer por las
barrancas. La bajada fue descansada y para el medio día ya se encontraban a la orilla
del río Tepalcatepec, donde descansaron; para la hora de la comida, el calor y
los mosquitos eran bastante molestos pero los amigos tuvieron la oportunidad de
nadar y refrescarse en las aguas del río. Aprovecharon la ocasión para lavar su
ropa y cuando reanudaron la marcha, iban frescos y limpios. Después de cruzar
el río por un vado, continuaron por la margen derecha hasta llegar a Turicato,
lo que lograron con las primeras sombras de la noche. Este era un pueblo
grande, donde concurrían comerciantes de los alrededores para instalarse el Día
de Plaza, lo cual se realizaría al día siguiente.
Antes de salir el sol empezaron a instalarse los puestos, coronados por
mantas de todos los colores imaginables, lo que creaba un paisaje muy vistoso.
Había comercio de compra venta o el tradicional trueque, aún practicado por estos
pueblos serranos. Ese día se encontraban varias recuas que iban a expender su
mercancía o a cambiarla por otra que se vendiera en otros mercados. Se podía
comprar pescado traído de la costa; frutos de tierra caliente, como plátano,
mango, chirimoya. Zapote, etc.; de las zonas altas llevaban manzana, durazno,
membrillo. Se encontraba alfarería de Pátzcuaro, tejidos de Valladolid, metates
y molcajetes de piedra llevados de tierras lejanas y, desde luego, toda la gama
de hortalizas y granos que se cultivaban en las fértiles tierras de esa
provincia. Los tres amigos no paraban de asombrarse de las maravillas que
miraban, lamentando no tener suficiente dinero para comprar tantas cosas que se
les antojaban.
Estos eventos,
con todo y que eran importantes para la economía de la región, también tenían
sus inconvenientes, uno de los cuales era la venta de bebidas embriagantes,
unas fermentadas del maíz como el tesgüino y otras de un tipo de maguey, como el pulque y el aguamiel; ambas
bebidas se vendían en grandes cantidades, por lo que al caer la noche, se
miraba a los arrieros y comerciantes dando tumbos por las calles, ésto desde
luego propiciaba las rencillas y pleitos.
Esa noche
los muchachos presenciaron una pelea entre dos arrieros de diferente grupo; el
motivo pudo haber sido cualquier desacuerdo dado entre borrachos: los
resultados fueron funestos; luego de agredirse a golpes, el que iba mas en
desventaja, extrajo de entre su calzón de manta un cuchillo de hoja curva,
llamado “tranchete”, con el que dio un tajo en el vientre a su contrincante,
quien murió en la calle, con los intestinos de fuera. El agresor se dio a la
fuga, sin que le pudieran dar alcance. Situaciones como esta eran normales en
sitios donde se vendía el aguardiente con tanta facilidad.
Al día siguiente del del mercado, a media mañana, la recua se puso en
movimiento para la última jornada, llegando a Churumuco en las primeras horas
de la tarde. A los muchachos se les hacía curioso el nombre, hasta que un anciano les explicó:
« Su
nombre deriva de la palabra tarasca Churumekua que significa "pico de
ave"» El camino fue tranquilo y descansado, era la parte mas baja de la
zona, donde el río se remansaba y discurría con tranquilidad. Los muchachos se
despidieron de los arrieros, manifestando la posibilidad de esperarlos para su regreso,
que les llevaría entre cinco y seis días. El templo, dedicado a San Pedro, era
la construcción que destacaba en el pueblo, por lo que los tres amigos se
dirigieron a ella, confiando en hallar algo que buscaban sin saber a ciencia
cierta qué era.