Don Francisco de Urzúa
Don
Francisco de Urzúa, quien cambió la grafía de su apellido al llegar a Nueva
España, descendiente directo de Don Francisco Bucareli y Ursúa, virrey de
Navarra, era heredero de algunas tierras en aquellos lugares. Por su situación
económica no era muy fuerte, en comparación con otros descendientes del Virrey
Bucareli; no obstante su reconocida hidalguía le abría puertas con facilidad en
la Corte de Madrid, con lo que obtuvo el beneplácito para ser considerado Encomendero
en Nueva España, encomendándole el Rey las tierras del Bajío comprendidas al sur de Guanajuato,
incluyendo Acámbaro, Jerécuaro, Puruagua, Puruagüita, Chupícuaro Puriantzícuaro
y otros pueblos mas antiguos; se estima que había alrededor de dos mil quinientos
habitantes, entre purépechas, otomíes y pames siendo la mayoría purépechas.
Estas propiedades eran mucho mas de lo que podría tener en Navarra, por lo que
sin más pensarlo se embarcó un buen día en el bergantín “Doña Juana”. La nave
llevaba una carga de herramientas, telas, vinos y aceites para la isla de Cuba
y pasajeros hasta Veracruz.
Entre los pasajeros estaba doña Catalina de Suástegui, quien viajaba a
reunirse con sus padres, don Íñigo de Suástegui y doña Leonor de Iza; el padre
de Catalina era funcionario del Virreinato. La belleza de doña Catalina atrajo
la atención de don Francisco y a ella no le fue indiferente el apuesto joven.
Tres meses de viaje son bastante tiempo para afianzar una amistad; una vez en
la Ciudad de México, don Francisco de Urzúa, apadrinado por el arzobispo, viejo
amigo de su familia, pidió formal la mano de Doña Catalina. En tanto se
realizaban los trámites para entrar en posesión de su Encomienda, los
enamorados prepararon la ceremonia para su casamiento. Fue todo un acontecimiento;
la ceremonia se realizó en la Catedral, oficiada por el propio arzobispo. El
banquete, que duró tres días, se llevó a cabo en la casa solariega de los
padres de la novia, en el pueblo de Tacubaya.
Al terminar los festejos, el nuevo matrimonio partió a sus tierras en el
Bajío. El Traslado se hizo en un carro adquirido para ese fin por don Fernando,
buscando la comodidad de su esposa; detrás de ellos viajaban otros cinco carros
de carga con los muebles y enseres adquiridos para montar su casa en sus
tierras.
En tanto tomaban posesión de su propia casa, el matrimonio fue recibido
en una casa que la Orden de Franciscanos tenía en Jerécuaro. Unas semanas después
y hechos los arreglos correspondientes, el feliz matrimonio se mudó, después de
una intensa remodelación, a la hoy hacienda de Puruagua. Eran una pareja feliz,
juntos recorrieron sus extensas tierras, conocieron los diferentes pueblos y
sus habitantes los recibieron con música y comida.
Los capataces que habían servido al encomendero anterior continuaban al
frente y conocían muy bien a los habitantes. Pasaron una semana en las aguas
termales de Puruagüita, hasta que Doña Catalina dio muestras de fatiga,
entonces se trasladaron a la hacienda. Don Francisco mandó llamar a un médico
de Acámbaro para que revisara a su esposa; después de hacerlo, el médico les
dio la buena noticia de que esperaban un bebé; La buena nueva incrementó alegría
de la pareja.
Los meses pasaban y la salud de Doña Catalina iba disminuyendo, al grado
que el facultativo le ordenó permanecer en cama; había riesgo de que tuviera un
aborto. Don Francisco se desvivía por atender a su amada esposa, rodeándola de
sirvientas, regalos y flores. El día esperado y temido llegó. En la madrugada
de un 8 de diciembre, día de la Purísima Concepción, doña Catalina se puso en trabajo
de parto; una comadrona del pueblo estaba asistiendo al médico; el producto
venía en una mala posición y el cirujano tuvo que practicar un masaje ventral
para tratar de acomodar el feto; ya estaba en peligro la vida del bebé.
Como a las tres de la mañana, Don Francisco escuchó el llanto de su
hijo, luego se enteraría que había sido una niña; eso lo llenó de alegría y esperanza;
sin embargo, la madre seguía mal. Al medio día su temperatura había subido demasiado
y el médico no encontraba la manera de bajarla; a media tarde, doña Catalina de
Suastegui y Urzúa, falleció. La tristeza del esposo fue sobrecogedora; pasó
varias semanas encerrado en su habitación, aferrado a su hija. Solo permitía
que la nodriza que había conseguido entrara cada cierto tiempo a amamantar a su
hija; él sobrevivía con lo mínimo indispensable y si no se dejó morir, fue
porque comprendió que su hija lo necesitaba más que nunca.
La hacienda parecía desierta, no se escuchaban voces, ni se veía gente,
todos se movían como sombras, a fin de no molestar al patrón. Don Francisco
salió de su retiro a principios de enero, demacrado y flaco, con su hija en brazos.
Su duelo había terminado, pero el luto lo llevaría por siempre.
Ordenó le prepararan el baño y su mozo personal le escogió la ropa adecuada;
casi toda le quedaba holgada, por lo mucho que había adelgazado durante su
encierro. A su hija Ana María, la puso bajo el cuidado directo de la nodriza,
Juana Cisneros, con la indicación de no separarse de la niña en ningún mínimo.
Puso a su servicio a dos sirvientas para que le ayudaran, pero la responsable
era ella. Don Francisco se fue durante dos semanas a recorrer sus tierras; ante
todo debería cumplir con el compromiso adquirido frente al Rey mismo. Durante
los siguientes catorce años no se escuchó música en la hacienda, hasta que don
Francisco comprendió que necesitaba encontrar un pretendiente adecuado para su
hija, entonces organizó las fiestas de los sábados, con música y baile,
invitando a los jóvenes de las mejores familias de los alrededores.
El nahual
El nahual era un personaje respetado y temido entre los pueblos
indígenas. Un hombre conocedor de las plantas; sabía cuales curaban, o qué
otras podían enfermar. Conocía los hongos y plantas que representaban el
alimento de los Dioses, quienes permitían que el chamán los utilizase, tanto
para su propio consumo, o para las curas de los hombres. Se decía que tenía la
facultad de convertirse en algún animal, su animal secreto; esto no lo podía
probar nadie. Si alguno lo había visto, mas le valía no hablar; el mismo animal
iría por él, para llevarlo a los infiernos.
Esta leyenda fue muy utilizada por los monjes evangelizadores que
llegaron a estas tierras; con eso les hacían creer a los indios que era cosa
del demonio; así, el nahual fue quedando un tanto en la clandestinidad y solo
lo requerían aquellos que no estaban de acuerdo con los monjes y que deseaban
continuar con sus prácticas religiosas ancestrales.
Este era el mundo en el que vivía Abundio Casimiro, el padre de Anselmo
y abuelo de Serafín. Desde muy joven, Serafín fue iniciado como chamán, pues su
abuelo vio que tenía el don, se lo había descubierto una noche de luna en que, cuando
era niño, le relató que veía a unas sombras que danzaban alrededor de ellos,
aunque el abuelo no se daba cuenta de nada, hasta que él mismo comió de los
hongos sagrados y también vio a esas sombras, que eran espíritus que estaban
iniciando a Serafín. A partir de ese momento, el abuelo supo que debería
esperar para darse a la tarea de enseñar a su nieto el mundo del nahual.
Luego de su encuentro en el monte y durante los siguientes meses, le enseñó al joven a conocer las plantas;
cuales eran comestibles, que otras eran venenosas. Caminaron jornadas
interminables guiándose por el sol en el día y por la luna y las estrellas en
la noche; viviendo de comer hojas, raíces y frutos; bebiendo agua en los
manantiales o arroyos que bajaban de la montaña; cazando piezas pequeñas a base de trampas
sencillas. Le mostró cómo desollarlas, extraerles las vísceras y hacer un fuego
para asar los animales conseguidos. Le mostró las huellas de diversos habitantes
del bosque; diferencias en las heces de un oso; de las de un puma o un venado.
Distinguir las marcas del reptar de una víbora de cascabel o de un coralillo.
Le mostró cómo moverse en silencio entre la vegetación; aprovechar las
corrientes de aire para no ser percibido por los animales. Cuando lo sintió
apto, empezó a mostrarle las plantas medicinales y sus usos. Le mostró la gran
variedad de hongos que se encuentran en el monte; cómo saber cuales son
venenosos, cuales alucinógenos y otros son comestibles. Cuando Serafín cumplió
diez y seis años, su abuelo lo llevó al monte. Le entregó un morral con un
pedernal y un trozo de metal, un cuchillo afilado, un puño de sal y un bule de agua.
Le dio también un sarape y cuando la luna nueva empezaba a levantar, le dijo:
—Serafín, mi nieto preferido, eres sangre de mi sangre y hueso de mis
huesos; en estos años te he transmitido muchos conocimientos, pero aún te
faltan muchos mas. Ahora vas a pasar una etapa de crecimiento, si logras salir
adelante con ella, estarás en camino de ser un buen nahual; pero si fracasas, me
dolerá mucho, pero tendrás que volver con tus padres, a vivir trabajando la
tierra del amo.
—A partir de
este día, deberás contar cincuenta y tres lunas, entonces nos volveremos a
reunir en este lugar. Todo lo que te he enseñado, te será suficiente para poder
vivir. Deberás enfrentarte a tus miedos y superarlos; estarás solo. Pero
siempre ten presente que el Gran Espíritu te protege; también el alma de tu
animal, que es el gavilán, te ayudará cuando tú lo invoques. Recuerda que
siempre deberás llamar a tus espíritus por tu nombre secreto: Itzmín. Te he
enseñado los secretos que guarda la montaña; conoces los lugares donde puedes
dormir y en donde hallar agua. Sabes hacer trampas para cazar animales y te
enseñé a evitar encontrarte con aquellos que te pueden hacer daño. Conoces las
plantas y sabes cuales puedes comer y con otras aliviar alguna dolencia que se te
presente. Ahora vete y no vuelvas la mirada atrás; tu futuro está hacia
adelante.
El joven,
tratando de evitar las lágrimas que el miedo le quería arrancar, se echó el
morral al hombro, tomó el sarape que su abuelo le entregó y empezó a alejarse.
Miró la luna y con el cuchillo hizo una muesca en el bule, una vez ubicado y
sabiendo hacia donde se dirigía, se perdió en la obscuridad de la noche.
La primera
noche, durmió en una cueva, muy cerca de la cima del cerro. Tal como había
visto hacerlo a su abuelo, reunió unas varas delgadas y hojas secas, puso un
poco de paja y golpeó el pedernal con el trozo de metal y saltó una chispa que
encendió la paja, le sopló con suavidad hasta que surgió una flama; luego que
encendieron las ramas, colocó unos troncos mas gruesos y se encendió una buena
hoguera; ya tenía protección contra animales, un fuego donde cocer unas raíces
que recogió durante el ascenso y tenía calor para pasar la noche.
Esa noche,
su sueño estuvo poblado de fantasmas que le perseguían; de animales furiosos
que lo acosaban; y de su abuelo, que a base de conjuros ahuyentaba esos
peligros que le acechaban. Pasó la noche intranquilo, pero el cansancio pudo más
y al final durmió, descansando tranquilo. Al despertar escuchó unos ruidos en
el fondo de la cueva; leves gruñidos que le llamaron la atención; tomando un
leño medio encendido, se fue adentrando en la penumbra de la cueva, hasta que
lo vio, acurrucado en un rincón: un cachorro de lobo. Al mirarlo, el cachorro
enderezó las orejas y movió el rabo, con la misma inocencia que un niño le hace
buena cara a un desconocido. Pensando que el animalito tendría hambre y que tal
vez la madre hubiera muerto, Serafín se puso agua en la mano y se la acercó al
pequeño lobo, que la bebió con avidez; luego hizo trocitos de tortilla y se los
ofreció: el animalito los devoró de inmediato; así, de a poco, Serafín se fue
ganando la confianza del cachorro.
Cuando Serafín
salió de la cueva para continuar su peregrinar, el cachorro de lobo salió tras
él; a partir de ese momento, el muchacho no volvió a estar solo.
Bajaron a
las cañadas mas profundas y juntos cazaron; en un principio, Serafín ponía
trampas para atrapar conejos y ratas de campo; mismas piezas que le daba al
cachorro, para que fuera ejercitando sus hábitos alimenticios. Con los
intestinos de un conejo, los cuales lavó perfectamente en un arroyo y luego los
trató con ceniza caliente, logró hacer unas aceptables cuerdas para fabricarse
un arco, buscó luego una rama dura, pero flexible y empezó a tratar la madera
para poderla tallar y fabricarse un arco; esto lo hizo metiendo la vara entre
las cenizas calientes. Una vez satisfecho del arco, empezó a buscar ramas duras
muy rectas, para poder hacer flechas. Las primeras que hizo se iban desviadas; recordó
que su abuelo le había dicho que, cuando él era chamaco, le dijeron que les
colocara unas plumas en la parte trasera, a fin de que se fueran derechas. Como
tenía todo el día para hacer sus pruebas, trabajó con diferentes materiales,
hasta que encontró las plumas adecuadas y logró colocarlas en la posición correcta;
para hacerles la punta dura a las flechas, lo hizo a base de fuego. Después que
tuvo suficientes flechas, vinieron semanas de práctica durante todo el día, solo
paraba para comer y dormir.
Cierta noche
en que se encontraba descansando en una cueva, empezó a ver una luz brillante
en el fondo de la cueva; en un principio se sobresaltó y sintió algo de miedo,
pero recordando lo dicho por su abuelo, se armó de valor y se acercó al punto
de donde parecía venir el resplandor y que resultó ser como una piedra que despedía luz, al lobo se le
erizaron los pelos del lomo y se echó junto al muchacho, luego escuchó la voz
de su abuelo.
—Itzmín, no
temas, soy tu abuelo, tú no me puedes ver porque aún no estás preparado, pero
yo sí te veo y quiero felicitarte; te has portado valiente y eres inteligente. Al
haber dado de comer al cachorro de lobo, te has hecho de un amigo para toda la
vida; habrá momentos en que se vaya de tu lado a seguir sus instintos, pero no
te preocupes, siempre volverá a ti. Veo que has fabricado un arma y eso es
bueno; en algún momento te hará falta y está bien que te adiestres en su uso. Recuerda
que solo deberás matar animales para comer, o para defender tu vida. Procura no
cazar a las hembras para comer; ellas son las continuadoras de la vida; si vas
a cazar para comer, busca a los machos más viejos, ellos impiden que la sangre
joven se reproduzca y eso también va acabando con la especie.
El joven miraba
fascinado la piedra brillante y escuchaba con respeto la voz de su abuelo y en
una pausa del viejo, le habló:
—¡Abuelo,
abuelo!, qué bueno que estás cerca de mi, aunque no pueda verte, eso me da mas
valor para seguir con esta prueba; tal vez mi madre esté preocupada por mi, por
favor dile que me encuentro bien y que pienso en ella.
—No te
preocupes Itzmín, que ella ya lo sabe. No debes ocupar tu mente mas que en
prepararte; aún te faltan muchas lunas para terminar y debes estar pendiente de
lo que ocurre a tu alrededor. No permitas que te vea nadie, has andado cerca de
los ranchos y eso es peligroso para ti. Hazte invisible.
—¿Pero, cómo
abuelo? ¿Cómo me hago invisible?
—No es que te
hagas invisible, sino que te ejercites para que la gente no se fije en ti, es
solo cuestión de práctica. Fíjate en los animales, son especialistas en pasar
desapercibidos; unos por el color de sus cuerpos y otros por ser silenciosos y
moverse con cuidado entre las plantas. Yo he estado muy cerca de ti y nunca me
has visto. En algún momento estuve casi frente a ti mientras comías y no me
viste. Desde luego que en esas ocasiones no estaba el lobo junto a ti, él me
hubiera detectado y te habría avisado.
—Bien,
abuelo, trataré de hacerlo, aunque prefiero alejarme de las zonas donde se
mueven los rancheros. Pero por ahora me intriga saber cómo le haces para
hablarme sin que yo te vea.
—Itzmín, hijo
mío, los hombres estamos hechos de un cuerpo opaco, que es el que vemos
siempre, pero tenemos también un cuerpo ligero, como el aire, lo sientes, pero
no lo ves. A base de ejercicios y una alimentación adecuada, logramos que ese
cuerpo ligero vaya a donde nosotros queramos; nuestro cuerpo opaco ve y siente
lo que el cuerpo ligero está viendo y transmite nuestra voz. Es algo que no
alcanzo a explicarte, pero que sí puedo enseñarte a utilizar, pero tendrá que
ser cuando hayas aprendido muchas otras cosas.
─Por ahora
debes preocuparte por salir bien de la prueba en que te encuentras. Aprende, conoce
el monte, las plantas, los árboles y los animales; todo ello es parte de la
vida que nos dio el Gran Espíritu, Curicaveri,
el creador de todo. Cuando salgas del monte, al cumplirse el tiempo fijado,
habrás avanzado un paso en el camino del nahual.
─Es un
camino largo y pesado, pero tú eres fuerte y podrás lograrlo. Mi tiempo está
marcado y queda poco pabilo en mi vela; cuando se termine iré a reunirme con mis
antepasados, pero debo dejar a mi heredero bien preparado para ayudar a
nuestros hermanos. Ahora, debes descansar, Itzmín, yo me retiro, mi cuerpo
viejo también necesita reposo.
Al terminar
de decir esto, la piedra que brillaba se empezó a opacar y a poco toda la cueva
se llenó de obscuridad; solo brillaban los amarillos ojos del lobo, echado
junto a Serafín, quien se dejó caer de costado y se cubrió con su manta. El
noble animal lo cuidaba con celo.
El viejo campesino invidente quedó en silencio, todos los oyentes se
mantenían atentos a escuchar el resto del relato, pero el viejo sonrió socarrón
y les dijo:
—Mira nomás como los tengo, calladitos, calladitos... ¿Les'ta gustando,
verdá?, pero hay que descansar, al igual que Serafín y su Tata. Ya mañana, si
Dios lo permite, seguiremos con la historia. No vaya a creer, ingeniero, que es
pura historia inventada, aquí Tomás y Silvestre, que son igual de veteranos que
yo, no me dejarán mentir.
—A qué don Atilano, ahora sí que nos dejó picados, pero tiene razón,
mañana todos tenemos qué trabajar, a don José no le perdonan sus vacas para que
las ordeñe temprano.
—Es cierto, ingeniero, esas ingratas son peores que mi mujer, nomás me
tardo tantito y empiezan a protestar.
Poco a poco la reunión se fue disolviendo, el Ingeniero Fortuna y Pedro
se despidieron y entraron a la hacienda, recorrieron la galería para llegar a
su habitación y sentían el aire y escuchaban el aletear de los murciélagos que
volaban en busca de su nocturno alimento. Entraron a su aposento y la hacienda
fue quedando en silencio, solo roto por el croar de las ranas y el sonido de
los grillos. La luna se ocultó detrás de unas nubes espesas, que presagiaban
lluvia, Los cuerpos cansados encontraron el reparador sueño y los hombres
realizaron oníricos paseos, entre nahuales, lobos y grandes árboles.
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