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LA CATACUMBA ROMANA

domingo, 29 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 8


Capítulo 8


Vida en la hacienda


Ese día nos invitaron a comer en casa del señor Caballero, quien tenía un taller de artículos de fibra de vidrio y era muy respetado por la comunidad. Fue una atención espléndida, con la sencilla y sincera cortesía del México rural del Bajío.
Ya de sobremesa salió el tema de la historia de la Hacienda, sin faltar algún hombre de edad que recordaba que su abuelo le refería las historias de Ana María, la hija de don Francisco de Urzúa, el segundo Encomendero. Recordaban que la niña Ana María había sido internada en un convento en Acámbaro; sin que quedara claro si era con la intención de que profesara o solo para que estudiara; aunque la tradición siempre se inclinó por la segunda posibilidad. La joven volvió luego de algunos años, convertida ya en una hermosa señorita, cortejada por varios jóvenes, hijos de hacendados y mineros de la región.
La casa grande volvió a llenarse de música, canciones y risas de los jóvenes que llegaban los fines de semana a hacer paseos por los alrededores; a disfrutar de las aguas termales de Puruagüita y de las “elotadas” que los peones hacían en grandes hogueras; esta celebración se realizaba cuando se levantaba la cosecha de maíz. Era muy de ver la alegoría de las carretas, llenas de flores y bellas chicas ataviadas con vestidos a la última moda de España. En alguna de esas ocasiones coincidió el paso de una caravana de los llamados “húngaros”, que no eran tales, sino andaluces que conservaban sus costumbres trashumantes y sus coloridos vestidos. Se transportaban en fuertes carros tirados por caballos percherones y a los lados colgaban ollas, sillas y trastos de todo tipo, necesarios para su vida en el campo; entonces se organizaban los bailes propios de la tierra patria, aunque la mayoría de los jóvenes tal vez nunca hubieran cruzado el océano, pero se sentían tan españoles como sus propios padres.
Las jotas, seguidillas y fandangos competían entre los más gustados por los jóvenes; algunos danzaban en grandes círculos, tomados de las manos, danzando al compás de violines, guitarras y tambores.
En tanto unos grupos danzaban y cantaban, otros se ocupaban en comer las variadas viandas que los sirvientes les servían con prodigalidad. Separados de los grupos ruidosos, las mujeres de los “húngaros” se ocupaban en leer las cartas o las manos de los muchachos mas atrevidos. Al caer la noche, volvían a pernoctar en la hacienda, sin faltar algún joven que hubiese abusado en el consumo de bebidas embriagantes; pero todo quedaba en lo anecdótico, en lo chusco; los padres se encontraban ausentes de las diversiones de sus hijos.
Para Ana María, la situación no era festiva, en su corazón extrañaba la presencia de su casi hermano Serafín. No tenía interés en ninguno de los muchachos que semana a semana se presentaban en la hacienda con el interés de conquistar a la rica heredera. Desde luego que todo esto se realizaba a gusto e interés de don Francisco, que pensaba que ya su hija estaba en edad de tener un marido y él se encargaría de seleccionar al conveniente para su hija y sus propios intereses; no descartaba la posibilidad de emparentar con algún rico minero.

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