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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 28 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 9


La preparación


Serafín y sus amigos continuaron su viaje hacia San Andrés de Salvatierra, a donde llegaron casi al caer la tarde; el camino se les había alargado; por rodear los ranchos encontrados en su camino, se veían obligados a realizar desviaciones, las mas de las veces subiendo las laderas de los cerros. Cuando tuvieron a la vista el caserío, donde destacaba la torre de su iglesia, los muchachos hicieron un alto para descansar y comer; desde la mañana solo habían tomado algunos que tragos de agua de sus guajes. A la sombra de grandes pinos y ocultos por los matorrales, pero teniendo a la vista el camino, los muchachos hicieron su fogata y pusieron a calentar las tiras de carne de conejo que les habían sobrado, así como unas tortillas duras, que puestas sobre las piedras calientes se empezaron a dorar.
En tanto comían, Serafín fue relatando a sus amigos lo que había vivido con su abuelo esa mañana; su encuentro con Curicaveri el dios de los recolectores y quien le había tomado bajo su protección; también les comentó la recomendación del propio dios para que Ignacio y Domitilo estuviesen siempre a su lado, serían valiosos auxiliares. Por tanto, debería enseñarles las cosas que su abuelo le fuese indicando.
—Una de las cosas que deberán saber, ─empezó a explicarles Serafín─ es que existe un hongo llamado “teonanácatl”, y es el alimento de los dioses. Estos hongos son pequeños, como clavos y para cortarlos se tiene que realizar una ceremonia especial y, algo muy importante, solo yo los puedo comer; si alguna otra persona lo hace, los dioses lo castigarán.
—Ustedes siempre estarán junto a mí, desde luego si están de acuerdo.
—Pos claro que sí, ─contestó Ignacio─ si semos como hermanos, así mesmamente te lo hemos dicho, ¿verdá, Domitilo?
—Pos seguro que sí, tú, Serafín, solo dinos qué tenemos qué hacer y vamos a ser como tu sombra.
—Gracias, queridos hermanos, desde luego que yo lo sabía, pero era necesario escucharlo de ustedes; el mismo Curicaveri me dijo que siempre estarían a mi lado. Bien, tendremos que estudiar; no podemos presentarnos como personas que no sabemos la castilla.
—Pos eso va’star re difícil, pos semos bien tarugos, ─repuso Domitilo─.
—No, amigos, no es que seamos tarugos, lo que pasa es que no nos han dado facilidades para ir a la escuela; de no haber sido por la niña Ana María, que nos enseñaba lo que ella aprendía, estaríamos peor; pero ya verán cómo sí podemos. Además de ello, yo les iré enseñando algunas cosas de las que me va mostrando mi abuelo; nos tenemos que dedicar a ayudar a la gente, a nuestra gente y para ello me guiará Curicaveri.
Esta y otras explicaciones les fue haciendo Serafín, para que fuesen aprendiendo las labores de los ayudantes de un chamán, los muchachos se mostraron entusiasmados, eso les aseguraba seguir unidos los tres, como lo habían sido desde niños.
Los amigos terminaron sus alimentos y apagaron bien la fogata que habían encendido, utilizando un poco del agua que llevaban en sus guajes. Ya pardeando la tarde, los tres se fueron acercando al pueblo. Cuando alcanzaron las primeras casas, les salió de frente un hombre, a quien no miraban bien porque el sol poniente les daba de frente, al verlos les habló:
—!Eh, chamacos!, vengan pacá!... ya tengo rato esperándolos, pos ¿onde se metieron, pues? ¿Quién de ustedes es Serafín?
—¿Y quien se supone que es usted?, ─preguntó Serafín.
—No, pos sí, tú mesmo eres Serafín. Me dijeron que’ras muy lebrón y eso ta’bueno. Yo soy Roque Guadalupe, soy chamán y mi nombre es Tepiltzin, tu abuelo me dijo que venías y te tenía que esperar. Pero vamos pa mi jacal.
Roque, un hombre de unos cincuenta años, indígena casi puro, de ojos negros y mirada profunda, los llevó por unos callejones de las orillas del pueblo hasta un jacal donde se veía un leve resplandor, tal vez de una vela encendida en el interior. Roque empujó la puerta y pasaron al interior. Una sola habitación de unos cuatro por cinco metros. En un brasero hecho de adobe en un rincón, una vieja echaba las tortillas; era la mujer de Roque, quien no se inmutó con la llegada de los forasteros, siguió en su labor, como si nadie hubiese irrumpido en su jacal.
Colgando de clavos hincados en los troncos del jacal, había listones de colores; diferentes hierbas y algunos instrumentos musicales. Había también algunas bolsas de ixtle y unos bultos, tal vez conteniendo alguna ropa de los habitantes del jacal.
—Mi trabajo con ustedes, ─expresó Roque─ de acuerdo con lo que tu tata me encomendó, es que estos tus amigos sean iniciados en el mundo que gira alrededor de los chamanes. No crean que es solo el andar pa todas partes con su chamán, no, tienen qué saber algunas cosas y yo se las voy a enseñar, asina ustedes podrán ayudar a Serafín.
—Nuestro dios, Curicaveri, el dios del sol, del fuego y de los recolectores, siempre cuida del bienestar de su pueblo purépecha; así mismo, Curivaperi, la madre de todos los dioses, la madre tierra, cuida de que nunca nos falten los alimentos, que la tierra fructifique y que las mujeres tengan muchos hijos.
—Nuestro amado dios Curicaveri, continuó Roque, es el protector de Serafín y de ustedes mismos y, desde el principio del tiempo los escogió a ustedes como sus ayudantes.
Deben aprender que cuando le llegue una persona enferma a Serafín, ustedes deben estar preparados para tener los elementos que se requieran para su sanación. La enfermedad es una pérdida de la armonía entre el cuerpo y la naturaleza y la primera cosa que deben hacer, es aprender a tocar los instrumentos musicales que nos heredaron nuestros dioses.
La flauta de carrizo y el tamborcillo deberán ser tocados sin parar, en tanto permanece el enfermo en el jacal de Serafín; eso es para que vayan a ustedes los espíritus buenos y ayuden a la sanación del enfermo; lo hacen evitando que los espíritus malignos se acerquen a impedir el trabajo del chamán. Ustedes deberán recolectar el copal suficiente para que no falte durante las curaciones; por medio de sus vapores, suplicamos a Curicaveri, que dé sabiduría al chamán para que pueda curar al enfermo.
Deberán tener suficientes flores y hierbas para limpiar el cuerpo, para dar baños y friegas y tener siempre la charanda para limpiar por dentro el cuerpo y proteger al chamán. Pero ustedes no podrán tomar nunca la charanda, pues es bebida del curandero y del enfermo.
—Bien, muchachos, vamos a empezar a aprender a tocar los instrumentos; en pocos días Serafín atenderá a su primer enfermo y ustedes tocarán para que el haga la danza de la salud, agradable a Curicaveri.
Roque entregó a los muchachos los instrumentos y les indicó cómo sentarse y cómo preparar su mente para que su música sea agradable a los dioses. A Domitilo le entregó el tamborcillo y la flauta de carrizo a Ignacio. Luego de algunas horas de estarlo intentando, ambos empezaron a extraer sonidos armónicos de sus instrumentos, llenando el espacio de un ritmo tranquilizador, ante la aceptación del chamán Roque; mientras su mujer dormitaba sentada en un rincón, casi invisible para los muchachos.
En tanto Roque instruía a los amigos, Serafín era entrenado por su abuelo, que lo encontró sentado sobre un tronco caído, en las cercanías del jacal de Roque.
—¿Qué tas haciendo, nieto, aplastao en ese tronco?, vamos, sígueme, pos no tienes mucho tiempo y vas a necesitar saber algunas cosas.
El viejo echó a caminar rumbo al monte y Serafín se apresuró a seguirlo, nada indicaba que el viejo fuera invidente. Subieron la ladera del cerro y se internaron entre los árboles; sin pronunciar palabra, el chamán caminaba con energía, siendo difícil para Serafín seguir el paso a su abuelo. Luego de un buen tiempo, el chamán retiró unas ramas que ocultaban la entrada a una cueva y pasaron al recinto, casi en penumbra. Volvieron a colocar las ramas y Abundio tomó un hachón mojado en resina y, utilizando su pedernal, lo encendió, iluminando la cueva; todo ello para beneficio de Serafín, pues él mismo no necesitaba la luz.
La cueva era poco profunda, de diez a quince metros por unos cinco de ancho y cuatro de altura, estaba formada por enormes rocas superpuestas y era de origen natural; entre unas piedras había una pequeña afloración de agua, la que se acumulaba en un hueco practicado en la piedra que le servía de basamento. El piso de tierra y piedra se miraba limpio y regado, impregnando el espacio de un agradable aroma a tierra húmeda. Entre las piedras de los muros habían encajado unas estacas que servían para colgar diversos objetos: algunas ropas, tal vez del abuelo; ramos de diversas plantas y algunas pieles de animales. Hincado en el piso se encontraba un bastón alto, donde habían atado plumas de ave de diferentes colores y en la parte superior un pequeño renuevo de un maguey de hojas angostas de un verde pálido. El abuelo “miraba con su instinto” a su nieto sin decir nada, a fin de adivinar el efecto que el espacio le causaba.
—Siéntate pues, Serafín, tenemos que empezar. El día de mañana deberás caminar pa Celaya y te encontrarás con un hombre mordido por una víbora, si no lo puedes curar, morirá. Asina de importante es tu trabajo como curandero. Empecemos pues.
—Debes empezar por conocer de qué se enferma la gente, unos se enferman del alma, por muinas y angustias, por celos y envidias; otros están enfermos del espíritu y pueden traer problemas de otras vidas, son esos hombres corajudos, pendencieros, buscapleitos y hay otros que se enferman por causas naturales. Pa todos tendrás que aprender a curarlos. No será fácil ni rápido, pero tienes toda la vida para aprender, siempre bajo la guía de nuestro dios Curicaveri. Él te irá llevando por donde le plazca y tú deberás seguir su guía, ‘onque te duela; pos si dice que a tal o cual ya es su hora de morir, ‘onque te pares de cabeza no podrás evitarlo.
—Cuando jalles a un enfermo, debes pedir permiso a nuestro dios para curarlo, él te dirá qué tiene y cómo deberás curarlo; en caso contrario, ya te dirá qué hacer. ¿Entendido?
—Esta cueva es para ti, continuó el viejo chamán; pos seguido andarás por estos rumbos. Tú conoces las cuevas cercanas a tu rancho, tendrás que arreglarlas pa usarlas cuando te convenga. Solo tus ayudantes y tú deberán conocer los lugares donde se quedan a dormir. Deberán aprender a caminar sin dejar huellas. Si quieren ser invisibles pa otra gente, muévanse lento y en silencio; cuando haiga gente, quédense sosiegos entre las plantas y naiden los verá. En un principio no es fácil, pero deberán practicarlo. Yo he estado junto a ustedes varias veces, tan cerca, que siento su respiración y ustedes no me han visto. Practiquen, pues lo van a necesitar. Vienen tiempos muy malos y deberás tener cuidao.
—Ora, pa empezar a curar a alguien, tus ayudantes estarán tocando, pos la música asosiega los ánimos, en tanto tú haces la oración a Curicaveri, ya cuando te diga, verás si lo trabajas acostao o sentao.
El viejo chamán le fue mostrando las diferentes plantas que iría ocupando. Sus nombres y utilidades, dónde y cómo cortarlas. Las diversas formas de usarlas. Unas cocidas y bebidas, otras cocidas con aceite y puestas como emplaste; unas maceradas y puestas en aguardiente; tanto para frotar, como para beber. Serafín, casi en estado de trance, escuchaba y almacenaba en su memoria toda la información que su abuelo le pasaba. Casi diez horas después, el viejo le entregó un morral con hierbas y el bastón con plumas, el cual le identificaría en cualquier parte donde hubiera indios.
Cuando salieron de la cueva ya estaba obscureciendo, hasta entonces se dio cuenta que no había comido en todo el día; su estómago se lo recordó. Empezó a caminar bajando la pendiente, pensando que su abuelo lo seguía; en cierto momento volvió la cara en su busca para comentarle algo, entonces se dio cuenta que caminaba solo. No supo en qué momento su abuelo lo dejó a solas en el monte. Nunca se dio cuenta que el viejo caminaba a unos tres metros de él, mimetizado en el bosque. Cuando llegó al jacal de Roque, sus amigos estaban sentados afuera, en compañía del chamán; se levantaron a darle la bienvenida, invitándolo a pasar al jacal a comer unos frijoles con chile y un jarro de atole de maíz. Luego de cenar, los tres muchachos se tiraron en un rincón, cayendo en profundo sueño.
A la mañana siguiente, muy temprano, los tres amigos se pusieron en marcha; la distancia a Celaya era de casi seis leguas, lo que les llevaría todo el día. Caminaron a buen paso y sin detenerse; se fueron comiendo algunas guayabas que la mujer de Roque les había puesto en los morrales. Antes de que el sol llegara a lo alto, los muchachos pasaron a un costado de un pequeño caserío y poco mas adelante se encontraron a un hombre echado a la sombra de un mezquite; les llamó a gritos para que le ayudaran; una víbora le acababa de morder en un tobillo.
Serafín, que ya esperaba que apareciera el individuo y sin saber cómo su abuelo sabía de ello de manera anticipada, de inmediato acudió en auxilio del herido.
—Calma, hermano. No conviene que te muevas mucho. Recuéstate bien, mientras te reviso la pierna, ¿hace mucho que te mordió la víbora?
—!Apenitas!… iba yo a buscar la leña pa que la vieja eche las tortillas. Pueque el animal ande todavía cerquita.
Serafín vio la pierna del hombre y luego notó las marcas de los colmillos de la serpiente. Extrajo de su morral una botella con aguardiente y le aplicó un poco en la herida, luego le dio de beber al herido y se puso en oración.
—«!Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y permítanme ayudar a este hombre, permítanme comer el “teonanácatl”, alimento sagrado de ustedes, benevolentes dioses de mis padres, permitan a este servidor que pueda ver en el tiempo y conozca sus designios»
En tanto Serafín extraía un poco de hongo, Ignacio y Domitilo empezaron a tocar sus instrumentos, con suavidad, logrando un ambiente de tranquilidad que sumió al herido en un ligero letargo. Serafín, con los ojos cerrados, escuchaba la voz de Curicaveri, que le hablaba:
—«Hijo mío, Itzmín, que obediente te diriges a mi, tu oración es grata a mis oídos; debes saber que este hombre es grato a los dioses; es un buen marido y padre y nos hace sacrificios de alimentos que nos son gratos. Todos los hombres tienen en la Gran Cueva, una cera encendida y solo yo determino cuando se apaga. La de este hombre estará encendida durante muchas lunas. Para curarlo cortarás las hierbas que veas a tu alrededor, yo las he puesto en ese sitio, las macerarás y harás un emplasto con aguardiente, que le colocarás donde están las marcas de la mordida. El hombre dormirá medio día, cuando despierte, le darás un trago de aguardiente y un poco de comida. Mientras tanto, que tus hermanos sigan tocando para alegrarnos, cesará la música cuando despierte el hombre. Eso es todo, hijo mío»
Luego de decir esto, Serafín abrió los ojos y se dio cuenta que el herido reposaba tranquilo, miró a los lados y vio verdes matas de ruda, por lo que se dio a la tarea de recolectar suficientes hojas, las machacó en una piedra y mezcló la pasta con aguardiente, luego lo colocó sobre la herida y envolvió la pierna en un trozo de tela cortado da la camisa del enfermo, a quien dejó dormir; Domitilo e Ignacio continuaban tocando. Serafín les dio las instrucciones de Curicaveri y luego se fue a sentar junto al enfermo.
A media tarde el hombre despertó, Serafín le dio un trago de aguardiente y luego le pasó una tortilla con chile. Los amigos dejaron de tocar, estaban exhaustos y hambrientos. Serafín descubrió la herida, el emplasto se había puesto negro, pero la herida ya no estaba inflamada y el hombre se sentía bien; a manera de agradecimiento, invitó al chamán y sus ayudantes a comer a su casa, lo que Serafín no aceptó, porque tenían qué llegar a Celaya. El hombre fue a su casa y volvió con un itacate preparado por su mujer y los amigos continuaron su camino.
Ignacio y Domitilo estaban asombrados de la habilidad de Serafín para curar al herido; no se imaginaban que, bajo los efectos de los hongos, su amigo hablara con los dioses y de ellos recibiera las instrucciones necesarias.
A fin de evitar mas demoras, los muchachos fueron comiendo las viandas sin detenerse, a un paso rápido, debido a que el terreno era casi plano o descendente. Como hombres de campo, estaban habituados a los grandes recorridos y su misma juventud les ayudaba a poder cubrir grandes distancias en menos tiempo del común. Cuando el sol se estaba ocultando por el rumbo de Irapuato, los muchachos llegaron a las primeras casas de la ciudad, dirigiendo sus pasos hacia el Templo de Nuestra Señora de Guadalupe, que estaba enclavado en una hermosa alameda, sitio apropiado para pasar la noche y lugar de paso para su siguiente destino, la ranchería de Chamacuero.
El viento estaba fresco, lo que aliviaba los calores del día, incrementados por la caminata que habían hecho; la luz de una luna brillante, se filtraba a través de los árboles y, de cuando en cuando, un claro entre el follaje les permitía ver un cielo hermoso y estrellado. Se sentaron a descansar a orillas de una lagunilla que estaba en las cercanías del templo. En esos pueblos chicos la gente se retira temprano; la obscuridad y las supersticiones les han enseñado que la noche es para los rufianes, las brujas y los espíritus malignos. Cuando los muchachos se quedaron quietos, escucharon que cerca de ahí había una pequeña corriente de agua. Acostumbrados a la obscuridad, se dieron a la tarea de buscar de dónde procedía el ruido, encontrando un pequeño manantial protegido por piedras amontonadas, a fin de evitar que los animales del bosque lo ensuciasen. Los tres amigos bebieron grandes tragos del refrescante líquido, luego se dieron un buen baño, que tanta falta les hacía, lavaron sus ropas, utilizando como jabón las raíces de una planta; también llenaron sus guajes. De sus morrales extrajeron unas tiras de carne seca y salada y así se la comieron, tirándose a descansar debajo de un gran mezquite. La ropa puesta a secar semejaba banderas blancas ondeando a la luz de la luna.
La campana del templo de Guadalupe los despertó, aunque aún estaba obscuro. Los amigos verificaron que sus ropas estaban secas y se las pusieron, luego se dirigieron a la entrada del templo, donde el sacristán estaba barriendo. Los muchachos se quitaron los sombreros, se humedecieron los dedos en agua bendita y se hicieron una cruz en la frente; fueron a sentarse en las primeras bancas, el bastón del chamán se erguía como el mástil de una pequeña lancha. Algunas beatas vestidas de negro hacían a un lado sus velos para ver a los muchachos, no era común hallarlos en misa y menos a esa hora de la mañana.
Cuando salió el Cura, los miró con extrañeza, pero continuó su camino hacia el Altar, que besó con reverencia, luego inició la misa matutina. Al término de la ceremonia, las mujeres fueron saliendo con las cabezas bajas, pero los muchachos indígenas no se movieron de su asiento, el sacerdote se acercó a ver qué se les ofrecía, reparando desde luego en el bastón de Serafín.
—Buenos días, hijos míos, veo que no sois de estos pueblos, pero os veo muy limpios y eso me desconcierta, ¿en qué puedo serviros?
—Buenos días, padrecito, respondió Serafín, venimos de mas allá de Salvatierra y caminamos pa llegar a Dolores, a la hacienda de la Erre; sabemos que el Señor Cura está enseñando algunos oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo, ¿verdá muchachos?
—Sí, pues, ─dijeron ambos con los sombreros en la mano y las cabezas gachas─.
—!Vaya!, ─dijo asombrado el sacerdote─ vienen de muy lejos y todavía les falta un gran trecho, soy el padre Ponciano, pasen a mi casa, los invito a desayunar y allá me platican un poco mas.
Los amigos siguieron al sacerdote saliendo hacia la sacristía, donde se quitó las vestiduras ceremoniales, quedando solo con su sotana negra; los guió hacia el patio y entraron a la casa cural, donde ya lo esperaba una mujer para desayunar; vestida toda de negro, con un peinado terminado en una trenza por la espalda, su mirada era dura y su rostro anguloso. El padre Ponciano la presentó como su hermana Altagracia, quien nos invitó a sentarnos en unas sillas colocadas frente a ella, el sacerdote ocupó la cabecera de la mesa. La hermana del cura llamó con una campanilla y de inmediato se presentó una joven de rasgos indígenas, a quien indicaron que pusiera platos para los invitados.
—Y bien, muchachos, habló el padre Ponciano, me dicen que van en busca del señor cura del pueblo de Dolores. ¿Quién les habló de ese sacerdote? 
—Verá usted, padrecito, ─dijo Serafín─ en un viaje que hicimos con unos arrieros, llegamos al pueblo de Carácuaro, en Michoacán, donde conocimos al señor cura José María, quien había sido alumno del cura don Miguel en el Seminario de Valladolid; él nos comentó que, en el pueblo de Dolores, su maestro, el cura Miguel, estaba enseñando oficios a los indios y, pos nos venimos pa’cá.
—A que muchachos estos, pero dime, Serafín, ese bastón que llevas, ¿qué representa?
—Para los indios, padrecito, quiere decir que yo soy un curandero; bien sabe usted que nosotros no tenemos doctores que nos curen; así, cuando me ven, saben que si tienen alguna dolencia, pos se acercan a mi y yo los curo, si Dios así lo quiere.
—Eres muy joven para curandero, ─repuso el Padre Ponciano─ pero bien dices, si Dios quiere, todo es posible, ¿Quién te ha enseñado el arte de curar?
—Mi abuelo, que es curandero en el pueblo, dice que yo tengo madera pa ser un buen curandero y poder ayudar a nuestra gente.
—Quiera Dios que así sea, Serafín; buena falta les hace a los indígenas tener quien vea por ellos… Tiempos difíciles estamos viviendo, ─dijo el sacerdote como para sí mismo─.
Todo esto lo relató Serafín utilizando medias verdades, pues no le gustaba decir mentiras y mucho menos a un sacerdote.
—Bien, hijos míos, disfruten el chocolate y los bizcochos, está delicioso, esto les dará fuerza para su siguiente etapa, una pequeña ranchería llamada Chamacuero, son unas cuantas casas, pero ya tiene un bonito templo dedicado a San Francisco, busquen al padre Anselmo y díganle que yo los mando; él les permitirá dónde dormir y alguna comida caliente. Y los felicito por hacer este esfuerzo por aprender algún oficio. Cuando vean al padre Miguel en Dolores, salúdenlo de mi parte, es un buen amigo y hermano en Cristo.
—Bueno, muchachos, me apena dejarlos, pero tengo qué atender otras obligaciones. Si gustan quedarse un poco mas, están en su casa.
—Gracias, padrecito, ─agradeció Serafín─ pero queremos seguir adelante, si usted nos da su merced y su bendición.
Los chicos se arrodillaron frente al sacerdote y con humildad recibieron la bendición que el buen cura les impartió, luego se levantaron, se despidieron de la hermana del cura y besándole la mano, salieron a la calle, para seguir el viaje.

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