La preparación
Serafín y
sus amigos continuaron su viaje hacia San Andrés de Salvatierra, a donde
llegaron casi al caer la tarde; el camino se les había alargado; por rodear los
ranchos encontrados en su camino, se veían obligados a realizar desviaciones,
las mas de las veces subiendo las laderas de los cerros. Cuando tuvieron a la
vista el caserío, donde destacaba la torre de su iglesia, los muchachos
hicieron un alto para descansar y comer; desde la mañana solo habían tomado algunos
que tragos de agua de sus guajes. A la sombra de grandes pinos y ocultos por
los matorrales, pero teniendo a la vista el camino, los muchachos hicieron su
fogata y pusieron a calentar las tiras de carne de conejo que les habían sobrado,
así como unas tortillas duras, que puestas sobre las piedras calientes se
empezaron a dorar.
En tanto comían,
Serafín fue relatando a sus amigos lo que había vivido con su abuelo esa
mañana; su encuentro con Curicaveri
el dios de los recolectores y quien le había tomado bajo su protección; también
les comentó la recomendación del propio dios para que Ignacio y Domitilo
estuviesen siempre a su lado, serían valiosos auxiliares. Por tanto, debería
enseñarles las cosas que su abuelo le fuese indicando.
—Una de las cosas
que deberán saber, ─empezó a explicarles Serafín─ es que existe un hongo
llamado “teonanácatl”, y es el alimento de los dioses. Estos hongos
son pequeños, como clavos y para cortarlos se tiene que realizar una ceremonia
especial y, algo muy importante, solo yo los puedo comer; si alguna otra
persona lo hace, los dioses lo castigarán.
—Ustedes siempre
estarán junto a mí, desde luego si están de acuerdo.
—Pos claro
que sí, ─contestó Ignacio─ si semos como hermanos, así mesmamente te lo hemos
dicho, ¿verdá, Domitilo?
—Pos seguro
que sí, tú, Serafín, solo dinos qué tenemos qué hacer y vamos a ser como tu
sombra.
—Gracias,
queridos hermanos, desde luego que yo lo sabía, pero era necesario escucharlo
de ustedes; el mismo Curicaveri me dijo
que siempre estarían a mi lado. Bien, tendremos que estudiar; no podemos
presentarnos como personas que no sabemos la
castilla.
—Pos eso
va’star re difícil, pos semos bien tarugos, ─repuso Domitilo─.
—No, amigos,
no es que seamos tarugos, lo que pasa es que no nos han dado facilidades para
ir a la escuela; de no haber sido por la niña Ana María, que nos enseñaba lo
que ella aprendía, estaríamos peor; pero ya verán cómo sí podemos. Además de
ello, yo les iré enseñando algunas cosas de las que me va mostrando mi abuelo; nos
tenemos que dedicar a ayudar a la gente, a nuestra gente y para ello me guiará Curicaveri.
Esta y otras
explicaciones les fue haciendo Serafín, para que fuesen aprendiendo las labores
de los ayudantes de un chamán, los muchachos se mostraron entusiasmados, eso
les aseguraba seguir unidos los tres, como lo habían sido desde niños.
Los amigos
terminaron sus alimentos y apagaron bien la fogata que habían encendido, utilizando
un poco del agua que llevaban en sus guajes. Ya pardeando la tarde, los tres se
fueron acercando al pueblo. Cuando alcanzaron las primeras casas, les salió de frente
un hombre, a quien no miraban bien porque el sol poniente les daba de frente, al
verlos les habló:
—!Eh, chamacos!,
vengan pacá!... ya tengo rato esperándolos, pos ¿onde se metieron, pues? ¿Quién
de ustedes es Serafín?
—¿Y quien se
supone que es usted?, ─preguntó Serafín─.
—No, pos sí,
tú mesmo eres Serafín. Me dijeron que’ras muy lebrón y eso ta’bueno. Yo soy Roque
Guadalupe, soy chamán y mi nombre es Tepiltzin, tu abuelo me dijo que venías y
te tenía que esperar. Pero vamos pa mi jacal.
Roque, un
hombre de unos cincuenta años, indígena casi puro, de ojos negros y mirada
profunda, los llevó por unos callejones de las orillas del pueblo hasta un
jacal donde se veía un leve resplandor, tal vez de una vela encendida en el
interior. Roque empujó la puerta y pasaron al interior. Una sola habitación de
unos cuatro por cinco metros. En un brasero hecho de adobe en un rincón, una
vieja echaba las tortillas; era la mujer de Roque, quien no se inmutó con la
llegada de los forasteros, siguió en su labor, como si nadie hubiese irrumpido
en su jacal.
Colgando de clavos
hincados en los troncos del jacal, había listones de colores; diferentes
hierbas y algunos instrumentos musicales. Había también algunas bolsas de ixtle
y unos bultos, tal vez conteniendo alguna ropa de los habitantes del jacal.
—Mi trabajo
con ustedes, ─expresó Roque─ de acuerdo con lo que tu tata me encomendó, es que
estos tus amigos sean iniciados en el mundo que gira alrededor de los chamanes.
No crean que es solo el andar pa todas partes con su chamán, no, tienen qué saber
algunas cosas y yo se las voy a enseñar, asina ustedes podrán ayudar a Serafín.
—Nuestro
dios, Curicaveri, el dios del sol,
del fuego y de los recolectores, siempre cuida del bienestar de su pueblo
purépecha; así mismo, Curivaperi, la
madre de todos los dioses, la madre tierra, cuida de que nunca nos falten los
alimentos, que la tierra fructifique y que las mujeres tengan muchos hijos.
—Nuestro amado
dios Curicaveri, continuó Roque, es
el protector de Serafín y de ustedes mismos y, desde el principio del tiempo
los escogió a ustedes como sus ayudantes.
Deben
aprender que cuando le llegue una persona enferma a Serafín, ustedes deben
estar preparados para tener los elementos que se requieran para su sanación. La
enfermedad es una pérdida de la armonía entre el cuerpo y la naturaleza y la primera
cosa que deben hacer, es aprender a tocar los instrumentos musicales que nos
heredaron nuestros dioses.
La flauta de
carrizo y el tamborcillo deberán ser tocados sin parar, en tanto permanece el
enfermo en el jacal de Serafín; eso es para que vayan a ustedes los espíritus
buenos y ayuden a la sanación del enfermo; lo hacen evitando que los espíritus
malignos se acerquen a impedir el trabajo del chamán. Ustedes deberán
recolectar el copal suficiente para que no falte durante las curaciones; por medio
de sus vapores, suplicamos a Curicaveri,
que dé sabiduría al chamán para que pueda curar al enfermo.
Deberán
tener suficientes flores y hierbas para limpiar el cuerpo, para dar baños y
friegas y tener siempre la charanda
para limpiar por dentro el cuerpo y proteger al chamán. Pero ustedes no podrán
tomar nunca la charanda, pues es
bebida del curandero y del enfermo.
—Bien,
muchachos, vamos a empezar a aprender a tocar los instrumentos; en pocos días
Serafín atenderá a su primer enfermo y ustedes tocarán para que el haga la
danza de la salud, agradable a Curicaveri.
Roque
entregó a los muchachos los instrumentos y les indicó cómo sentarse y cómo
preparar su mente para que su música sea agradable a los dioses. A Domitilo le
entregó el tamborcillo y la flauta de carrizo a Ignacio. Luego de algunas horas
de estarlo intentando, ambos empezaron a extraer sonidos armónicos de sus
instrumentos, llenando el espacio de un ritmo tranquilizador, ante la
aceptación del chamán Roque; mientras su mujer dormitaba sentada en un rincón,
casi invisible para los muchachos.
En tanto
Roque instruía a los amigos, Serafín era entrenado por su abuelo, que lo
encontró sentado sobre un tronco caído, en las cercanías del jacal de Roque.
—¿Qué tas
haciendo, nieto, aplastao en ese tronco?, vamos, sígueme, pos no tienes mucho
tiempo y vas a necesitar saber algunas cosas.
El viejo echó
a caminar rumbo al monte y Serafín se apresuró a seguirlo, nada indicaba que el
viejo fuera invidente. Subieron la ladera del cerro y se internaron entre los árboles;
sin pronunciar palabra, el chamán caminaba con energía, siendo difícil para
Serafín seguir el paso a su abuelo. Luego de un buen tiempo, el chamán retiró
unas ramas que ocultaban la entrada a una cueva y pasaron al recinto, casi en
penumbra. Volvieron a colocar las ramas y Abundio tomó un hachón mojado en
resina y, utilizando su pedernal, lo encendió, iluminando la cueva; todo ello
para beneficio de Serafín, pues él mismo no necesitaba la luz.
La cueva era
poco profunda, de diez a quince metros por unos cinco de ancho y cuatro de
altura, estaba formada por enormes rocas superpuestas y era de origen natural;
entre unas piedras había una pequeña afloración de agua, la que se acumulaba en
un hueco practicado en la piedra que le servía de basamento. El piso de tierra
y piedra se miraba limpio y regado, impregnando el espacio de un agradable
aroma a tierra húmeda. Entre las piedras de los muros habían encajado unas
estacas que servían para colgar diversos objetos: algunas ropas, tal vez del
abuelo; ramos de diversas plantas y algunas pieles de animales. Hincado en el
piso se encontraba un bastón alto, donde habían atado plumas de ave de
diferentes colores y en la parte superior un pequeño renuevo de un maguey de
hojas angostas de un verde pálido. El abuelo “miraba con su instinto” a su
nieto sin decir nada, a fin de adivinar el efecto que el espacio le causaba.
—Siéntate
pues, Serafín, tenemos que empezar. El día de mañana deberás caminar pa Celaya
y te encontrarás con un hombre mordido por una víbora, si no lo puedes curar,
morirá. Asina de importante es tu trabajo como curandero. Empecemos pues.
—Debes
empezar por conocer de qué se enferma la gente, unos se enferman del alma, por muinas
y angustias, por celos y envidias; otros están enfermos del espíritu y pueden
traer problemas de otras vidas, son esos hombres corajudos, pendencieros,
buscapleitos y hay otros que se enferman por causas naturales. Pa todos tendrás
que aprender a curarlos. No será fácil ni rápido, pero tienes toda la vida para
aprender, siempre bajo la guía de nuestro dios Curicaveri. Él te irá llevando por donde le plazca y tú deberás
seguir su guía, ‘onque te duela; pos si dice que a tal o cual ya es su hora de
morir, ‘onque te pares de cabeza no podrás evitarlo.
—Cuando
jalles a un enfermo, debes pedir permiso a nuestro dios para curarlo, él te
dirá qué tiene y cómo deberás curarlo; en caso contrario, ya te dirá qué hacer.
¿Entendido?
—Esta cueva
es para ti, continuó el viejo chamán; pos seguido andarás por estos rumbos. Tú
conoces las cuevas cercanas a tu rancho, tendrás que arreglarlas pa usarlas cuando
te convenga. Solo tus ayudantes y tú deberán conocer los lugares donde se
quedan a dormir. Deberán aprender a caminar sin dejar huellas. Si quieren ser invisibles
pa otra gente, muévanse lento y en silencio; cuando haiga gente, quédense
sosiegos entre las plantas y naiden los verá. En un principio no es fácil, pero
deberán practicarlo. Yo he estado junto a ustedes varias veces, tan cerca, que
siento su respiración y ustedes no me han visto. Practiquen, pues lo van a
necesitar. Vienen tiempos muy malos y deberás tener cuidao.
—Ora, pa
empezar a curar a alguien, tus ayudantes estarán tocando, pos la música asosiega
los ánimos, en tanto tú haces la oración a Curicaveri,
ya cuando te diga, verás si lo trabajas acostao o sentao.
El viejo
chamán le fue mostrando las diferentes plantas que iría ocupando. Sus nombres y
utilidades, dónde y cómo cortarlas. Las diversas formas de usarlas. Unas cocidas
y bebidas, otras cocidas con aceite y puestas como emplaste; unas maceradas y
puestas en aguardiente; tanto para frotar, como para beber. Serafín, casi en
estado de trance, escuchaba y almacenaba en su memoria toda la información que
su abuelo le pasaba. Casi diez horas después, el viejo le entregó un morral con
hierbas y el bastón con plumas, el cual le identificaría en cualquier parte
donde hubiera indios.
Cuando
salieron de la cueva ya estaba obscureciendo, hasta entonces se dio cuenta que
no había comido en todo el día; su estómago se lo recordó. Empezó a caminar
bajando la pendiente, pensando que su abuelo lo seguía; en cierto momento
volvió la cara en su busca para comentarle algo, entonces se dio cuenta que
caminaba solo. No supo en qué momento su abuelo lo dejó a solas en el monte.
Nunca se dio cuenta que el viejo caminaba a unos tres metros de él, mimetizado en
el bosque. Cuando llegó al jacal de Roque, sus amigos estaban sentados afuera,
en compañía del chamán; se levantaron a darle la bienvenida, invitándolo a
pasar al jacal a comer unos frijoles con chile y un jarro de atole de maíz.
Luego de cenar, los tres muchachos se tiraron en un rincón, cayendo en profundo
sueño.
A la mañana
siguiente, muy temprano, los tres amigos se pusieron en marcha; la distancia a Celaya
era de casi seis leguas, lo que les llevaría todo el día. Caminaron a buen paso
y sin detenerse; se fueron comiendo algunas guayabas que la mujer de Roque les
había puesto en los morrales. Antes de que el sol llegara a lo alto, los
muchachos pasaron a un costado de un pequeño caserío y poco mas adelante se
encontraron a un hombre echado a la sombra de un mezquite; les llamó a gritos
para que le ayudaran; una víbora le acababa de morder en un tobillo.
Serafín, que
ya esperaba que apareciera el individuo y sin saber cómo su abuelo sabía de
ello de manera anticipada, de inmediato acudió en auxilio del herido.
—Calma,
hermano. No conviene que te muevas mucho. Recuéstate bien, mientras te reviso
la pierna, ¿hace mucho que te mordió la víbora?
—!Apenitas!…
iba yo a buscar la leña pa que la vieja eche las tortillas. Pueque el animal
ande todavía cerquita.
Serafín vio
la pierna del hombre y luego notó las marcas de los colmillos de la serpiente.
Extrajo de su morral una botella con aguardiente y le aplicó un poco en la
herida, luego le dio de beber al herido y se puso en oración.
—«!Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos
y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y
permítanme ayudar a este hombre, permítanme comer el “teonanácatl”, alimento
sagrado de ustedes, benevolentes dioses de mis padres, permitan a este servidor
que pueda ver en el tiempo y conozca sus designios»
En tanto
Serafín extraía un poco de hongo, Ignacio y Domitilo empezaron a tocar sus
instrumentos, con suavidad, logrando un ambiente de tranquilidad que sumió al
herido en un ligero letargo. Serafín, con los ojos cerrados, escuchaba la voz
de Curicaveri, que le hablaba:
—«Hijo mío, Itzmín, que obediente te diriges a
mi, tu oración es grata a mis oídos; debes saber que este hombre es grato a los
dioses; es un buen marido y padre y nos hace sacrificios de alimentos que nos
son gratos. Todos los hombres tienen en la Gran Cueva, una cera encendida y solo
yo determino cuando se apaga. La de este hombre estará encendida durante muchas
lunas. Para curarlo cortarás las hierbas que veas a tu alrededor, yo las he
puesto en ese sitio, las macerarás y harás un emplasto con aguardiente, que le
colocarás donde están las marcas de la mordida. El hombre dormirá medio día,
cuando despierte, le darás un trago de aguardiente y un poco de comida.
Mientras tanto, que tus hermanos sigan tocando para alegrarnos, cesará la
música cuando despierte el hombre. Eso es todo, hijo mío»
Luego de decir
esto, Serafín abrió los ojos y se dio cuenta que el herido reposaba tranquilo,
miró a los lados y vio verdes matas de ruda,
por lo que se dio a la tarea de recolectar suficientes hojas, las machacó en
una piedra y mezcló la pasta con aguardiente, luego lo colocó sobre la herida y
envolvió la pierna en un trozo de tela cortado da la camisa del enfermo, a quien
dejó dormir; Domitilo e Ignacio continuaban tocando. Serafín les dio las
instrucciones de Curicaveri y luego
se fue a sentar junto al enfermo.
A media
tarde el hombre despertó, Serafín le dio un trago de aguardiente y luego le pasó
una tortilla con chile. Los amigos dejaron de tocar, estaban exhaustos y
hambrientos. Serafín descubrió la herida, el emplasto se había puesto negro,
pero la herida ya no estaba inflamada y el hombre se sentía bien; a manera de
agradecimiento, invitó al chamán y sus ayudantes a comer a su casa, lo que
Serafín no aceptó, porque tenían qué llegar a Celaya. El hombre fue a su casa y
volvió con un itacate preparado por su mujer y los amigos continuaron su
camino.
Ignacio y Domitilo
estaban asombrados de la habilidad de Serafín para curar al herido; no se
imaginaban que, bajo los efectos de los hongos, su amigo hablara con los dioses
y de ellos recibiera las instrucciones necesarias.
A fin de
evitar mas demoras, los muchachos fueron comiendo las viandas sin detenerse, a
un paso rápido, debido a que el terreno era casi plano o descendente. Como
hombres de campo, estaban habituados a los grandes recorridos y su misma
juventud les ayudaba a poder cubrir grandes distancias en menos tiempo del
común. Cuando el sol se estaba ocultando por el rumbo de Irapuato, los
muchachos llegaron a las primeras casas de la ciudad, dirigiendo sus pasos hacia
el Templo de Nuestra Señora de Guadalupe, que estaba enclavado en una hermosa
alameda, sitio apropiado para pasar la noche y lugar de paso para su siguiente
destino, la ranchería de Chamacuero.
El viento
estaba fresco, lo que aliviaba los calores del día, incrementados por la caminata
que habían hecho; la luz de una luna brillante, se filtraba a través de los árboles
y, de cuando en cuando, un claro entre el follaje les permitía ver un cielo
hermoso y estrellado. Se sentaron a descansar a orillas de una lagunilla que
estaba en las cercanías del templo. En esos pueblos chicos la gente se retira
temprano; la obscuridad y las supersticiones les han enseñado que la noche es
para los rufianes, las brujas y los espíritus malignos. Cuando los muchachos se
quedaron quietos, escucharon que cerca de ahí había una pequeña corriente de
agua. Acostumbrados a la obscuridad, se dieron a la tarea de buscar de dónde
procedía el ruido, encontrando un pequeño manantial protegido por piedras
amontonadas, a fin de evitar que los animales del bosque lo ensuciasen. Los
tres amigos bebieron grandes tragos del refrescante líquido, luego se dieron un
buen baño, que tanta falta les hacía, lavaron sus ropas, utilizando como jabón
las raíces de una planta; también llenaron sus guajes. De sus morrales
extrajeron unas tiras de carne seca y salada y así se la comieron, tirándose a
descansar debajo de un gran mezquite. La ropa puesta a secar semejaba banderas
blancas ondeando a la luz de la luna.
La campana
del templo de Guadalupe los despertó, aunque aún estaba obscuro. Los amigos
verificaron que sus ropas estaban secas y se las pusieron, luego se dirigieron
a la entrada del templo, donde el sacristán estaba barriendo. Los muchachos se
quitaron los sombreros, se humedecieron los dedos en agua bendita y se hicieron
una cruz en la frente; fueron a sentarse en las primeras bancas, el bastón del
chamán se erguía como el mástil de una pequeña lancha. Algunas beatas vestidas
de negro hacían a un lado sus velos para ver a los muchachos, no era común
hallarlos en misa y menos a esa hora de la mañana.
Cuando salió
el Cura, los miró con extrañeza, pero continuó su camino hacia el Altar, que
besó con reverencia, luego inició la misa matutina. Al término de la ceremonia,
las mujeres fueron saliendo con las cabezas bajas, pero los muchachos indígenas
no se movieron de su asiento, el sacerdote se acercó a ver qué se les ofrecía,
reparando desde luego en el bastón de Serafín.
—Buenos días,
hijos míos, veo que no sois de estos pueblos, pero os veo muy limpios y eso me
desconcierta, ¿en qué puedo serviros?
—Buenos
días, padrecito, respondió Serafín, venimos de mas allá de Salvatierra y caminamos
pa llegar a Dolores, a la hacienda de la Erre; sabemos que el Señor Cura está
enseñando algunos oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo,
¿verdá muchachos?
—Sí, pues, ─dijeron
ambos con los sombreros en la mano y las cabezas gachas─.
—!Vaya!, ─dijo
asombrado el sacerdote─ vienen de muy lejos y todavía les falta un gran trecho,
soy el padre Ponciano, pasen a mi casa, los invito a desayunar y allá me
platican un poco mas.
Los amigos
siguieron al sacerdote saliendo hacia la sacristía, donde se quitó las
vestiduras ceremoniales, quedando solo con su sotana negra; los guió hacia el
patio y entraron a la casa cural, donde ya lo esperaba una mujer para desayunar;
vestida toda de negro, con un peinado terminado en una trenza por la espalda,
su mirada era dura y su rostro anguloso. El padre Ponciano la presentó como su
hermana Altagracia, quien nos invitó a sentarnos en unas sillas colocadas frente
a ella, el sacerdote ocupó la cabecera de la mesa. La hermana del cura llamó
con una campanilla y de inmediato se presentó una joven de rasgos indígenas, a
quien indicaron que pusiera platos para los invitados.
—Y bien,
muchachos, habló el padre Ponciano, me dicen que van en busca del señor cura
del pueblo de Dolores. ¿Quién les habló de ese sacerdote?
—Verá usted,
padrecito, ─dijo Serafín─ en un viaje que hicimos con unos arrieros, llegamos
al pueblo de Carácuaro, en Michoacán, donde conocimos al señor cura José María,
quien había sido alumno del cura don Miguel en el Seminario de Valladolid; él
nos comentó que, en el pueblo de Dolores, su maestro, el cura Miguel, estaba
enseñando oficios a los indios y, pos nos venimos pa’cá.
—A que muchachos
estos, pero dime, Serafín, ese bastón que llevas, ¿qué representa?
—Para los
indios, padrecito, quiere decir que yo soy un curandero; bien sabe usted que
nosotros no tenemos doctores que nos curen; así, cuando me ven, saben que si
tienen alguna dolencia, pos se acercan a mi y yo los curo, si Dios así lo
quiere.
—Eres muy
joven para curandero, ─repuso el Padre Ponciano─ pero bien dices, si Dios
quiere, todo es posible, ¿Quién te ha enseñado el arte de curar?
—Mi abuelo,
que es curandero en el pueblo, dice que yo tengo madera pa ser un buen
curandero y poder ayudar a nuestra gente.
—Quiera Dios
que así sea, Serafín; buena falta les hace a los indígenas tener quien vea por
ellos… Tiempos difíciles estamos viviendo, ─dijo el sacerdote
como para sí mismo─.
Todo esto
lo relató Serafín utilizando medias verdades, pues no le gustaba decir mentiras
y mucho menos a un sacerdote.
—Bien, hijos
míos, disfruten el chocolate y los bizcochos, está delicioso, esto les dará
fuerza para su siguiente etapa, una pequeña ranchería llamada Chamacuero, son
unas cuantas casas, pero ya tiene un bonito templo dedicado a San Francisco, busquen
al padre Anselmo y díganle que yo los mando; él les permitirá dónde dormir y
alguna comida caliente. Y los felicito por hacer este esfuerzo por aprender
algún oficio. Cuando vean al padre Miguel en Dolores, salúdenlo de mi parte, es
un buen amigo y hermano en Cristo.
—Bueno,
muchachos, me apena dejarlos, pero tengo qué atender otras obligaciones. Si
gustan quedarse un poco mas, están en su casa.
—Gracias, padrecito,
─agradeció Serafín─ pero queremos seguir adelante, si usted nos da su merced y
su bendición.
Los chicos
se arrodillaron frente al sacerdote y con humildad recibieron la bendición que
el buen cura les impartió, luego se levantaron, se despidieron de la hermana
del cura y besándole la mano, salieron a la calle, para seguir el viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario