Capítulo 11
Como todas las noches, el grupo de vecinos estaba reunido en la puerta
de la hacienda, platicando de sus aventuras y cotidianidades; entre los
reunidos, estaban los viejos Silvestre y Atilano, quienes eran los relatores de
las cosas antiguas de los alrededores. Si alguien quería saber qué había
ocurrido en Puruagua durante la Guerra Cristera, uno de los dos viejos se
apresuraba a relatarlo; ambos habían participado en algunas escaramuzas en la
región en la Sierra de San Agustín, donde podían confundir a los “pelones”,
como llamaban a los soldados federales, que llevaban el pelo cortado al rape.
En esas pláticas estaban cuando llegaron don José, el ingeniero Fortuna
y Pedro, su ayudante.
—Buenas noches, muchachos, ─saludó el ingeniero─ ya estamos listos para
seguir escuchando esa historia de la niña Ana María. ¿En qué nos quedamos?
—¡A qué Ingeniero, ¿ya se le olvidó?, cómo le va a hacer cuando tenga
mis años, ja, ja, ja.
—No se crea, don Atilano, lo que pasa es que lo estoy tanteando, para
ver si usted se acuerda.
—Pero cómo pasa a creer que no me acuerdo, si la historia la tengo aquí
merito, ─dijo el viejo tocándose la cabeza─. Si parece que yo viví en esos años.
—Pos si no vivites, ─repuso algún bromista─ te han de haber faltao uno o
dos años, ja, ja, ja.
—¡O’verás Tiburcio!, si te conozco bien tu cascada voz, ─repuso alegre
el viejo─.
—Pos nos quedamos en que, por un lao, la niña Ana María estaba encerrada
en el convento de Acámbaro y Serafín y sus amigos andaban por Chamacuero, hoy Comonfort.
Pero pa no hacernos bolas, vamos primero a seguir a la niña en el convento.
Vida en el convento
Ha pasado
casi un año desde que Ana María, sor Zita, llegó al convento. La joven se ha
distinguido por ser buena estudiante y obediente pupila; sor Epigmenia, la jefa
de cocina, la ha adoptado casi como una hija, procura darle trabajos no muy
pesados; sabe que la niña nunca había trabajado con sus manos. Procuraba darle
alimentos mas nutritivos, sabía que la escasa alimentación era de sacrificio
para las religiosas, pero las niñas no estaban obligadas a seguirla; no obstante,
sor Felipa era de la idea de que todas las habitantes de la abadía debían
seguir las mismas reglas.
Cuando llega
el tiempo de navidad, don Francisco, va por su hija para llevarla a pasar las
fiestas en la hacienda, algo que acepta de mala gana la abadesa; así también, a
pedido de Ana María, logran llevar a su buena amiga Rosario de Ayala. Don
Francisco se encarga de extender la invitación a los padres de Rosario, quienes
aceptan gustosos de poder conocer y convivir con el influyente personaje.
Al enterarse
la nana Juana de la inminente llegada de Ana María, pone en movimiento a toda
la casa, a fin de que se encuentre muy limpia y con flores en todos los
rincones; encarga a la cocina la elaboración de los platillos y postres que a
su niña le agradan y supervisa que la cava del patrón esté bien abastecida; está
enterada de que tendrán invitados, además de los que por costumbre visitaban a
Ana María. El día indicado para su llegada, Juana pide a todos los sirvientes
que estén muy limpios y formados a la entrada de la hacienda, a fin de dar la bienvenida
a su amada niña, como todos quieren bien a Ana María, están dispuestos a
recibirla con flores y sonrisas.
Asomados al
camino real, unos chamacos corren avisando que ya se ve la polvareda que
levanta la carreta de la hacienda y su comitiva. Todo es agitación a la puerta
de la casa grande. La servidumbre, limpia y uniformada, espera con alegría la
llegada de la niña Ana María. Cuando al fin se detiene la carreta frente a la
puerta, Juana corre a abrir la puerta y recibe en sus brazos a su amada niña, que
corresponde con su calidez a las muestras de cariño que recibe. En seguida
desciende Rosario, que es presentada a la nana Juana y a toda la servidumbre.
Los hombres se apresuran a bajar el equipaje y a recibir a don Francisco, que
se encuentra complacido con el recibimiento dispensado a su amada hija.
En tanto las
niñas se retiran a refrescarse y descansar en sus habitaciones, van llegando
algunos invitados, quienes portan regalos para la amiga ausente: Este llega con
flores frescas y aromáticas; otro lleva dulces regionales; aquel algún paquete
para darlo en propia mano a la festejada. En fin, la tropilla de amigas y amigos
ruidosos que hacen las delicias de Ana María y su amiga Rosario, quien pronto es
integrada al grupo de amigos.
El banquete
de bienvenida se ha servido en el comedor grande, con la fina vajilla de
porcelana y los cubiertos de plata. Las sirvientas se mueven diligentes, ante
la atenta mirada de la nana Juana, quien se ha convertido en una celosa ama de
llaves y jefa del servicio. Los platillos se suceden, todos deliciosos: Arroz
con mole y piezas de guajolote; pescado blanco de Pátzcuaro; barbacoa de
borrego, puesta a cocer desde la madrugada; tortillas recién hechas, todo
regado con vinos generosos de los propios viñedos que don Francisco poseía por
el rumbo de Querétaro. Después de los postres, el anfitrión invitó a los padres
de los amigos de Ana María a pasar a la terraza, donde se sirvió aromático
café, coñac a los señores y oporto a las damas. Para animar la reunión, don
Francisco había llevado a un grupo de música de cámara, quienes mantenían un
ambiente agradable y relajado.
Los jóvenes
se fueron a la huerta a inventar juegos y procurar momentos a solas con las
chicas. Como estaba previsto, don Fermín de Bustos fue invitado a recibir a Ana
María, aunque no se formalizaba ningún compromiso entre los padres de los
muchachos, el joven criollo ya se sentía con derechos para ver en Ana María, a
su futura esposa, por lo que adoptaba hacia ella, posiciones que en ocasiones
molestaban a la joven.
Ese día en
especial, Ana María deseaba departir con todos esos amigos a quienes no había
visto en un año y con quienes se sentía muy a gusto, lo que debe haber
molestado a Fermín, quien le reclamó de forma ostentosa, como para que todos se
diesen cuenta de que él era quien supervisaba las amistades de “su” novia.
Rosario se dio cuenta de ello y le hizo la observación a su amiga, reclamándole
de manera amistosa, que no le comentara que ya estaba comprometida en matrimonio.
—De ninguna
manera, ─respondió en voz alta para que escuchara Fermín─ yo no estoy
comprometida con nadie, aunque parece que este mozo piensa lo contrario.
—Pero es que
tu padre está interesado en esa unión, ─contestó muy seguro Fermín─.
—Pues si de
ello estás seguro, ─replicó irritada Ana María─ dile a mi padre que se case
contigo, porque yo, ni loca, aceptaré unirme a semejante tonto.
El grupo de
amigos que había estado escuchando el diálogo, estalló en risas, lo que acabó
de molestar a Fermín que, enojado, dio la vuelta y a grandes pasos se dirigió a
la casa, en busca de su padre, a quien encontró departiendo amablemente con el
anfitrión.
—Padre, le
pido por favor, me tengo que retirar de esta casa, ─dijo Fermín casi sofocado
por la rabia─.
—Pero ¿de
qué hablas, muchacho?, ─preguntó intrigado don Everardo─ te exijo que te
expliques.
—Usted me
dijo que me iba a casar con doña Ana María, pero me acaba de humillar delante
de todos.
—¿Qué cosa
dices, Fermín?, no es posible lo que dices, ─interroga don Francisco en tanto
se levanta de su asiento y se acerca al muchacho─.
—¡Juana…
Juana…!, ─llama a la nana que entra apresurada, pensando que algo ha ocurrido
al patrón─.
—Ve de
inmediato a buscar a mi hija y que se presente cuanto antes. ─dijo enérgico a
la fiel sirvienta, que salió presurosa, temiendo por su niña─.
Ana María se
encontraba contenta, disfrutando la tarde con sus amigos cuando llegó agitada
su nana.
—Niña mía,
tu padre te llama con urgencia, ¿qué has hecho, pequeña, que tu padre se ve muy
molesto?
Ana María se
alejó del grupo de amigos y, seguida por la nana Juana, se dirigió en busca de
su padre.
—Dime, amado
padre, ¿para qué me has hecho llamar?
—Hija mía,
se queja Fermín de que lo has humillado delante de tus amigos, ¿es cierto esto?
—Pues si así
lo tomó, le ofrezco una disculpa, pero me enojó que me tratara como si fuera de
su propiedad. Lo lamento, padre, pero eso no lo acepto.
Al darse
cuenta de la realidad de los hechos, don Everardo de Bustos miró con reproche a
su hijo y de inmediato trató de remediar la situación.
—Permite,
querida niña, a nombre de mi atolondrado hijo, te ofrezca una amplia disculpa; es
una cuestión de jóvenes y no dudo que tu belleza esté haciendo en él un
sentimiento de amor que no ha sabido interpretar, ¿verdad que es así, Fermín?
—Así es, Ana
María, lamento que te haya molestado mi actitud irreflexiva y te pido que
olvidemos este molesto incidente.
—Por mi
parte no hay problema, Fermín, solo te pido que respetes mi libertad de elegir
a mis amistades, a quienes aprecio tanto como a ti.
A fin de zanjar
el molesto momento, don Francisco de Urzúa propuso un brindis, haciendo traer
de su cava personal, una botella del mejor coñac con qué agasajar a su invitado
y para los muchachos, pidió les sirvieran un delicioso rompope. Todos brindaron
felices, en particular los padres de los jóvenes, quienes, cada uno por su parte,
pensaba en la conveniencia que tal unión podría reportar a su prestigio
personal.
Por su
parte, los muchachos, luego de brindar con sus padres, salieron a reunirse con
sus amigos. La nana Juana miró retirarse a Ana María, pensando también en
Serafín, su amado hijo ausente y secreto enamorado de la niña, quien, sin que
su padre se diera cuenta, preguntó a Juana por el paradero de Serafín. La joven
se entristeció al saber que su amigo se había ido de la hacienda cuando a ella
la internaron en el convento. No obstante, la nana Juana la tranquilizó; su
corazón le decía que cualquier día volvería su hijo amado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario