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LA CATACUMBA ROMANA

jueves, 26 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 11

Capítulo 11

Como todas las noches, el grupo de vecinos estaba reunido en la puerta de la hacienda, platicando de sus aventuras y cotidianidades; entre los reunidos, estaban los viejos Silvestre y Atilano, quienes eran los relatores de las cosas antiguas de los alrededores. Si alguien quería saber qué había ocurrido en Puruagua durante la Guerra Cristera, uno de los dos viejos se apresuraba a relatarlo; ambos habían participado en algunas escaramuzas en la región en la Sierra de San Agustín, donde podían confundir a los “pelones”, como llamaban a los soldados federales, que llevaban el pelo cortado al rape.
En esas pláticas estaban cuando llegaron don José, el ingeniero Fortuna y Pedro, su ayudante.
—Buenas noches, muchachos, ─saludó el ingeniero─ ya estamos listos para seguir escuchando esa historia de la niña Ana María. ¿En qué nos quedamos?
—¡A qué Ingeniero, ¿ya se le olvidó?, cómo le va a hacer cuando tenga mis años, ja, ja, ja.
—No se crea, don Atilano, lo que pasa es que lo estoy tanteando, para ver si usted se acuerda.
—Pero cómo pasa a creer que no me acuerdo, si la historia la tengo aquí merito, ─dijo el viejo tocándose la cabeza─. Si parece que yo viví en esos años.
—Pos si no vivites, ─repuso algún bromista─ te han de haber faltao uno o dos años, ja, ja, ja.
—¡O’verás Tiburcio!, si te conozco bien tu cascada voz, ─repuso alegre el viejo─.
—Pos nos quedamos en que, por un lao, la niña Ana María estaba encerrada en el convento de Acámbaro y Serafín y sus amigos andaban por Chamacuero, hoy Comonfort. Pero pa no hacernos bolas, vamos primero a seguir a la niña en el convento.

Vida en el convento

Ha pasado casi un año desde que Ana María, sor Zita, llegó al convento. La joven se ha distinguido por ser buena estudiante y obediente pupila; sor Epigmenia, la jefa de cocina, la ha adoptado casi como una hija, procura darle trabajos no muy pesados; sabe que la niña nunca había trabajado con sus manos. Procuraba darle alimentos mas nutritivos, sabía que la escasa alimentación era de sacrificio para las religiosas, pero las niñas no estaban obligadas a seguirla; no obstante, sor Felipa era de la idea de que todas las habitantes de la abadía debían seguir las mismas reglas.
Cuando llega el tiempo de navidad, don Francisco, va por su hija para llevarla a pasar las fiestas en la hacienda, algo que acepta de mala gana la abadesa; así también, a pedido de Ana María, logran llevar a su buena amiga Rosario de Ayala. Don Francisco se encarga de extender la invitación a los padres de Rosario, quienes aceptan gustosos de poder conocer y convivir con el influyente personaje.
Al enterarse la nana Juana de la inminente llegada de Ana María, pone en movimiento a toda la casa, a fin de que se encuentre muy limpia y con flores en todos los rincones; encarga a la cocina la elaboración de los platillos y postres que a su niña le agradan y supervisa que la cava del patrón esté bien abastecida; está enterada de que tendrán invitados, además de los que por costumbre visitaban a Ana María. El día indicado para su llegada, Juana pide a todos los sirvientes que estén muy limpios y formados a la entrada de la hacienda, a fin de dar la bienvenida a su amada niña, como todos quieren bien a Ana María, están dispuestos a recibirla con flores y sonrisas.
Asomados al camino real, unos chamacos corren avisando que ya se ve la polvareda que levanta la carreta de la hacienda y su comitiva. Todo es agitación a la puerta de la casa grande. La servidumbre, limpia y uniformada, espera con alegría la llegada de la niña Ana María. Cuando al fin se detiene la carreta frente a la puerta, Juana corre a abrir la puerta y recibe en sus brazos a su amada niña, que corresponde con su calidez a las muestras de cariño que recibe. En seguida desciende Rosario, que es presentada a la nana Juana y a toda la servidumbre. Los hombres se apresuran a bajar el equipaje y a recibir a don Francisco, que se encuentra complacido con el recibimiento dispensado a su amada hija.
En tanto las niñas se retiran a refrescarse y descansar en sus habitaciones, van llegando algunos invitados, quienes portan regalos para la amiga ausente: Este llega con flores frescas y aromáticas; otro lleva dulces regionales; aquel algún paquete para darlo en propia mano a la festejada. En fin, la tropilla de amigas y amigos ruidosos que hacen las delicias de Ana María y su amiga Rosario, quien pronto es integrada al grupo de amigos.
El banquete de bienvenida se ha servido en el comedor grande, con la fina vajilla de porcelana y los cubiertos de plata. Las sirvientas se mueven diligentes, ante la atenta mirada de la nana Juana, quien se ha convertido en una celosa ama de llaves y jefa del servicio. Los platillos se suceden, todos deliciosos: Arroz con mole y piezas de guajolote; pescado blanco de Pátzcuaro; barbacoa de borrego, puesta a cocer desde la madrugada; tortillas recién hechas, todo regado con vinos generosos de los propios viñedos que don Francisco poseía por el rumbo de Querétaro. Después de los postres, el anfitrión invitó a los padres de los amigos de Ana María a pasar a la terraza, donde se sirvió aromático café, coñac a los señores y oporto a las damas. Para animar la reunión, don Francisco había llevado a un grupo de música de cámara, quienes mantenían un ambiente agradable y relajado.
Los jóvenes se fueron a la huerta a inventar juegos y procurar momentos a solas con las chicas. Como estaba previsto, don Fermín de Bustos fue invitado a recibir a Ana María, aunque no se formalizaba ningún compromiso entre los padres de los muchachos, el joven criollo ya se sentía con derechos para ver en Ana María, a su futura esposa, por lo que adoptaba hacia ella, posiciones que en ocasiones molestaban a la joven.
Ese día en especial, Ana María deseaba departir con todos esos amigos a quienes no había visto en un año y con quienes se sentía muy a gusto, lo que debe haber molestado a Fermín, quien le reclamó de forma ostentosa, como para que todos se diesen cuenta de que él era quien supervisaba las amistades de “su” novia. Rosario se dio cuenta de ello y le hizo la observación a su amiga, reclamándole de manera amistosa, que no le comentara que ya estaba comprometida en matrimonio.
—De ninguna manera, ─respondió en voz alta para que escuchara Fermín─ yo no estoy comprometida con nadie, aunque parece que este mozo piensa lo contrario.
—Pero es que tu padre está interesado en esa unión, ─contestó muy seguro Fermín─.
—Pues si de ello estás seguro, ─replicó irritada Ana María─ dile a mi padre que se case contigo, porque yo, ni loca, aceptaré unirme a semejante tonto.
El grupo de amigos que había estado escuchando el diálogo, estalló en risas, lo que acabó de molestar a Fermín que, enojado, dio la vuelta y a grandes pasos se dirigió a la casa, en busca de su padre, a quien encontró departiendo amablemente con el anfitrión.      
—Padre, le pido por favor, me tengo que retirar de esta casa, ─dijo Fermín casi sofocado por la rabia─.
—Pero ¿de qué hablas, muchacho?, ─preguntó intrigado don Everardo─ te exijo que te expliques.
—Usted me dijo que me iba a casar con doña Ana María, pero me acaba de humillar delante de todos.
—¿Qué cosa dices, Fermín?, no es posible lo que dices, ─interroga don Francisco en tanto se levanta de su asiento y se acerca al muchacho─.
—¡Juana… Juana…!, ─llama a la nana que entra apresurada, pensando que algo ha ocurrido al patrón─.
—Ve de inmediato a buscar a mi hija y que se presente cuanto antes. ─dijo enérgico a la fiel sirvienta, que salió presurosa, temiendo por su niña─.
Ana María se encontraba contenta, disfrutando la tarde con sus amigos cuando llegó agitada su nana.
—Niña mía, tu padre te llama con urgencia, ¿qué has hecho, pequeña, que tu padre se ve muy molesto?
Ana María se alejó del grupo de amigos y, seguida por la nana Juana, se dirigió en busca de su padre.
—Dime, amado padre, ¿para qué me has hecho llamar?
—Hija mía, se queja Fermín de que lo has humillado delante de tus amigos, ¿es cierto esto?
—Pues si así lo tomó, le ofrezco una disculpa, pero me enojó que me tratara como si fuera de su propiedad. Lo lamento, padre, pero eso no lo acepto.
Al darse cuenta de la realidad de los hechos, don Everardo de Bustos miró con reproche a su hijo y de inmediato trató de remediar la situación.
—Permite, querida niña, a nombre de mi atolondrado hijo, te ofrezca una amplia disculpa; es una cuestión de jóvenes y no dudo que tu belleza esté haciendo en él un sentimiento de amor que no ha sabido interpretar, ¿verdad que es así, Fermín?
—Así es, Ana María, lamento que te haya molestado mi actitud irreflexiva y te pido que olvidemos este molesto incidente.
—Por mi parte no hay problema, Fermín, solo te pido que respetes mi libertad de elegir a mis amistades, a quienes aprecio tanto como a ti.
A fin de zanjar el molesto momento, don Francisco de Urzúa propuso un brindis, haciendo traer de su cava personal, una botella del mejor coñac con qué agasajar a su invitado y para los muchachos, pidió les sirvieran un delicioso rompope. Todos brindaron felices, en particular los padres de los jóvenes, quienes, cada uno por su parte, pensaba en la conveniencia que tal unión podría reportar a su prestigio personal.
Por su parte, los muchachos, luego de brindar con sus padres, salieron a reunirse con sus amigos. La nana Juana miró retirarse a Ana María, pensando también en Serafín, su amado hijo ausente y secreto enamorado de la niña, quien, sin que su padre se diera cuenta, preguntó a Juana por el paradero de Serafín. La joven se entristeció al saber que su amigo se había ido de la hacienda cuando a ella la internaron en el convento. No obstante, la nana Juana la tranquilizó; su corazón le decía que cualquier día volvería su hijo amado.


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