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LA CATACUMBA ROMANA

viernes, 27 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 10

Estando enterado Don José Ortiz de que el ingeniero estaba en el pueblo, ya lo esperaba bajo el frondoso árbol, a la entrada de la hacienda, para llevarlo a cenar a su casa, en compañía del inseparable amigo Pedro.
Los tres hombres se dirigieron a la casa de don José, donde doña Esperanza, la esposa del señor Ortiz, los esperaba con una deliciosa cena, como era su costumbre. Después de cenar, ya satisfechos, los tres salieron a reunirse con los amigos en el portal de la hacienda. Donde ya estaban los viejos Silvestre y Atilano, rodeados por los curiosos que deseaban enterarse de las cosas que recordaban esos libros vivientes, que eran los hombres ancianos. Con todo y estar ciego, don Atilano supo que llegaba el ingeniero Fortuna y le dio la bienvenida:
—Bienvenido, ingeniero, yo creiba que ya nos había abandonao.
—No, don Atilano, a los buenos amigos no se les olvida, pero tengo otras obligaciones que me impiden estar con ustedes con más frecuencia, como es mi deseo, pero lo bueno es que ya estoy por aquí, para seguir escuchando esas historias tan interesantes.
El viejo Atilano siguió con su historia:

El Convento

La vida en el convento fue difícil para Ana María, que estaba acostumbrada a las comodidades de tener quien le sirviera en todo momento; además de tener la libertad de ir y venir por toda la propiedad de los Urzúa, rodeada de amigos, fiestas y música; desde luego sin descuidar sus estudios. Pero todo esto cambió de la noche a la mañana al llegar a estar bajo las órdenes de sor Felipa.
Cuando su padre se retiró, la niña fue llevada a cortarse el pelo y a vestir el hábito de la Orden, algo que ella no esperaba; pensaba que sería un colegio para señoritas laicas, pero había sido la voluntad de su padre y no valía discusión.
Una vez vestida como religiosa, Ana María fue llevada a la presencia de sor Felipa. Cuando entró a su oficina la recién llegada, se levantó y empezó a caminar alrededor de ella, sin decir palabra, observando cada detalle de la indumentaria de la niña, estando satisfecha, habló.
—Hoy es veintisiete de abril fiesta de santa Zita; en su honor y memoria, tú serás llamada sor Zita, de esta forma dejamos en el mundo el nombre que el mundo te puso. Como todas las hermanas de esta santa casa, tú también tendrás un trabajo y este será de sirvienta de cocina; compartirás la celda con sor Elpidia, una chamaca igual que tú, que llegó hace un mes y estará con nosotros los próximos cuatro años, ella te dirá cuales son los horarios que debemos seguir. Ella también te enseñará las reglas y castigos para quien no las cumpla. ¿Está claro?
—Sí, señora, respondió la niña con timidez.
—!REVERENDA MADRE!, ─gritó la Abadesa dando un sonoro manazo sobre su escritorio, haciendo palidecer a Ana María, que estaba apunto de romper en llanto─. ¿Me oíste?... ¡REVERENDA MADRE!... ¡nunca lo olvides!
—Sssí, reverenda madre, no lo olvidaré jamás… ─Ana María temblaba de miedo ante la furiosa mirada de la superiora─.
Todavía lívida por la furia, la religiosa llamó a su asistente para que llevara a la nueva hermana a que conociera el convento; que la llevara a la cocina para que supiera dónde estaba su lugar de trabajo y que la llevara a su dormitorio, con sor Elpidia, con quien compartiría celda.
La asistenta de la superiora hizo una seña a Ana María y salieron en silencio, cerca caminaba la espantada niña; cuando la religiosa consideró que estaban bastante retiradas del despacho de la superiora, le habló a Ana María.
—Mira, hermana Zita, yo soy la hermana Altagracia, lo primero que debes aprender es tu nombre dentro de la Orden, sor Felipa es un tanto gruñona, así es que vale mas que le hables de forma correcta, pero no le demuestres miedo; tampoco te veas soberbia, eso la hace enojar mucho. Recuerda que la voluntad de ella es suprema, nadie puede contradecirla. Cuando tengas algún problema, búscame a mi, pero sin que se de cuenta sor Felipa y yo trataré de ayudarte. Hemos llegado a la cocina. Estamos en el segundo patio del convento; por la cocina se puede ir a la carbonería y a la huerta, así como al refectorio, cuya salida principal es por el primer patio. Las dos jóvenes entraron a la cocina, atrayendo la atención de las religiosas que estaban trabajando. Se dirigieron a la hermana de más edad.
—Sor Epigmenia, buenos días le de Dios, le mandan una nueva ayudante, es sor Zita y estará un tiempo con nosotras.
–Buenos días, hermana Altagracia, ─contestó la religiosa, una mujer blanca de pelo gris y mirada inteligente, de unos profundos ojos azules y un poco entrada en carnes, de unos cincuenta años. Miró con detenimiento a Zita y comentó─:
—Estás muy flaca muchachita, pero aquí vas a engordar, solo pórtate bien, se obediente y aquí encontrarás una madre y varias hermanas, ─dijo la monja, señalando con un movimiento circular del brazo a las religiosas que se afanaban en diferentes actividades─.
—Gracias, madrecita, repuso sincera la nueva hermana Zita. ¿Cuáles van a ser mis obligaciones?
—Me gusta tu buena disposición, niña. Mira, como veo que no estás acostumbrada a los trabajos, empezaremos con cosas sencillas, como el lavado de ollas y cazuelas. Por lo pronto ve a conocer tu celda y empezarás por la tarde, después de la merienda.
Guiada por la hermana Altagracia, Zita conoció lo que sería su lugar de descanso y a la hermana Elpidia, quien sería su compañera. La joven era un poco mas chica que Zita, de piel blanca y ojos azules, tan vivos como un cielo, pero nublados por el llanto y el miedo; cuando vio a Zita, sintió un gran alivio y se acercó a abrazarla.
—Bien, ─dijo la hermana Altagracia─ ella es Elpidia y, por lo que parece, serán buenas amigas. Les dejo ahora para que se conozcan, Elpidia te dirá los horarios de actividades, para que no lleguen tarde. Queden con la Virgen, queridas niñas.
Con estas palabras cariñosas, se despidió la religiosa, saliendo con paso presuroso para volver a sus obligaciones y evitar los regaños de sor Felipa.
Zita y Elpidia se quedaron solas, se miraban tristes, pero un rayo de esperanza parecía brillar entre ambas; se daban cuenta que el contar con un corazón amigo en esos momentos, era un regalo de Dios. Viendo el estado de Elpidia, Zita le preguntó:
—Debes tranquilizarte, recuerda que ahora somos hermanas y nos cuidaremos entre las dos, pero dime, ¿de dónde vienes y cuándo llegaste?, ¿cómo te llamas, afuera?
—Llegué hace un mes y ha sido el más horrible de mi vida; mi nombre de pila es Rosario y soy hija de don Rosendo de Ayala y doña Cristina de Dávila; mis padres son españoles de Guadalajara y yo nací en la ciudad de México; muy pequeña me trajeron a Acámbaro, donde mi padre administra una finca. Estoy por cumplir quince años y mis padres consideran que es mejor que siga mi educación con las religiosas; en el pueblo no hay escuelas, mas que la de la parroquia, pero no quieren que me junte con los hijos de los indios, a mi no me molesta, son buenos chicos, pero a mis padres no les gustan.
—Estamos igual, mi nombre es Ana María de Urzúa y mi madre murió al nacer yo; mi padre es don Francisco de Urzúa y tiene una encomienda en Jerécuaro, vivimos en una bonita hacienda, en un lugar muy agradable que se llama Puruagua. Yo ya cumplí los quince años y siempre he estado rodeada de los llamados “indios”, que han sido muy buenos conmigo y yo los quiero mucho, mi nana es Juana Cisneros y me crió desde que nací; yo la quiero como a la madre que no conocí. Mi mejor amigo y casi hermano, es Serafín, hijo de Juana, un año mayor que yo y siempre me ha cuidado. Me internó mi padre porque no hay escuelas en los pueblos cercanos y piensa que debo tener una buena educación para casarme con un buen partido, hijo de alguno de sus amigos.
—Pero dime, Elpidia, sor Felipa me dijo que tú me indicarías los horarios y lugares donde deberíamos estar y no quisiera que me volviera a regañar, esa mujer es horrible.
—El horario es tan horrible como la superiora, dijo con resignación Elpidia, nuestro día comienza a las cuatro de la mañana, cuando al son de matracas nos levantamos para acudir al coro, donde recibimos la bendición de la madre superiora; luego damos gracias y a las cuatro y media se dice la prima, y la tercia; se desciende al coro bajo a hacer meditación de un punto que se propone; ahí permanecemos para oír misa a las ocho de la mañana y acabada ésta, se rezan la sexta y la nona y luego salimos a tomar una colación y a la sala de labor. A nosotras nos van a llevar a tomar algunas clases, pero las monjas rezan las vísperas a las dos, y las completas  a las cinco, estando en oración hasta las seis.  A esa hora volvemos a reunirnos, ahora  en el refectorio a comer y otra vez al coro, hasta las ocho, en que nos vamos a dormir para retornar a las once, también con matracas, a rezar los maitines y laudes.
—!Pero esto es un horror!, exclamó Zita, ¿a qué hora se supone que podemos dormir?
—Tienes razón, hermana, pero así es aquí y vale mas que no lleguemos tarde, porque los castigos son terribles. De hecho estoy aquí para esperarte, pero ahora debemos reunirnos con la monja que nos da clases hasta las seis de la tarde, para que vayamos al refectorio.
—Otra cosa, esa cama es la tuya y ese es tu jergón; solo tenemos una cobija y una almohada, nos dan una vela de un palmo, con ella estudiamos antes de dormir y debe durarnos toda la semana.
—Zita desenvolvió su jergón, limpio, relleno de paja seca y lo extendió sobre el camastro que le habían designado. La cobija, de lana burda de color café, la tendió sobre el colchón y la almohada, que parecía estar rellena de piedras, la colocó en la cabecera. La miró entristecida; nada qué ver con el mullido lecho de su casa y las suaves sábanas de batista francés con que se cubría. Pero en realidad esto es lo que menos le importaba, lo que extrañaba era la presencia siempre cercana de Juana, su nana y Serafín, el hermano que no tenía y con quien se sentía segura.
Sor Elpidia la apresuró y juntas salieron a toda prisa hacia el salón de clases, donde ya las esperaba la maestra, sor Águeda, una madura y enérgica mujer de piel blanca y ojos verdes, que en el fondo era de carácter maternal, tal vez en compensación a los hijos que siempre deseó y que la decisión del padre por tener una religiosa en la familia, le negó.
—Buenas tardes, niñas, saludó con seriedad la Maestra.
—Buenas tardes, sor Águeda, respondieron a coro las muchachas.
—Así que tú eres la nueva pupila, ─dijo afirmativa la religiosa, mirando con detenimiento a la recién llegada─. ¿Cuál es tu nombre, niña?
—Mi nombre es Zita, madre, según me indicó sor Felipa.
—Pues bienvenida seas, hermana Zita, ─repuso la Maestra con un dejo de satisfacción ante la palabra “madre”─.
Las siguientes dos horas, las pasó Zita (Ana María) de una manera agradable, escuchando las explicaciones de la religiosa a materias que ella ya tenía aprendidas; lo que sorprendió a la mentora. Elpidia (Rosario), también se sintió mejor, ahora tendría con quien comentar las materias que iban aprendiendo, a fin de aclarar algunas dudas sin tener que depender de la maestra. A las seis de la tarde, sor Águeda dio por terminada la clase y las tres se dirigieron al refectorio, donde ya estaban sentadas las religiosas. A las dos niñas les pusieron sus platos en la cocina, pero a la vista de la superiora y participaron en la oración comunitaria y, en tanto comían en silencio, escucharon las palabras de la Lectura del día.
Algo nuevo que aprendió ese día Ana María, era que la deliciosas viandas que le preparaba su nana Juana, quedarían pendientes hasta que volviera a la hacienda; los alimentos en el convento estaban regidos por la austeridad. En su primera cena le sirvieron un plato de frijoles cocidos sin guisar, un poco de pan y una taza de atole de masa sin leche; el azúcar también estaba limitada. Al darse cuenta Elpidia de la reacción de su nueva amiga, le explicó que en las comidas tal vez les sirvieran un poco de arroz, algunas verduras y legumbres, nunca carne y el desayuno era igual que la cena, pero había qué pensar que todo esto sería temporal para ellas. Así lo entendió Zita y no dio mas importancia a ello.
Luego de la cena, las dos chicas se quedaron en la cocina, a cumplir con las obligaciones expuestas; Zita a lavar ollas y cazuelas y Elpidia a tallar mesas y bancos para que estuvieran muy limpios para la hora del desayuno. Pasadas un poco las ocho de la noche, las dos niñas se retiraron a su celda, rendidas de cansancio, con las manos doloridas por hacer trabajos a los que no estaban acostumbradas. A las once de la noche, Zita se despertó sobresaltada ante el estridente ruido de las matracas… ya se iría acostumbrando.

             De viaje a Dolores

Ajeno a lo que ocurría en su pueblo y con su amada amiga Ana María, Serafin estaba  acompañado de sus inseparables amigos Ignacio y Domitilo, quienes le reclamaron el no haber aceptado desayunar con el padre Benito.
—Pos no se dieron cuenta, repuso Serafín, de los chicos ojotes que nos echaba la hermana del señor cura, en un descuido hasta nos enyerba por andar sentándonos a la mesa del patrón.
Los tres amigos se dirigieron a la salida del pueblo, que no les quedaba lejos; detrás de la Iglesia de Guadalupe ya solo se miraban los sembradíos de trigo, que se mecían al ritmo del viento, emitiendo un murmullo que a Serafín siempre le había agradado.
Los muchachos llegaron al camino real, lo cruzaron y caminaron por entre los callejones de las parcelas, a fin de evitar a los ocasionales caminantes que iban o venían de San Miguel. Cuando se sintieron hambrientos, se detuvieron debajo de un mezquite y a fin de no hacer lumbre, sacaron unos trozos de carne seca para comerla, acompañada de agua fresca que llevaban en los guajes.
Holgazanearon un poco, viendo correr las nubes al impulso del viento. El resto del camino lo hicieron sin prisa, el terreno era muy plano, con ocasionales lomeríos y en las primeras horas de la tarde llegaron a Chamacuero. Se sentaron a descansar a la entrada de un mesón, donde llegaban los viajeros y arrieros a reponer fuerzas para continuar el viaje.
Como siempre ocurre, nunca falta alguien que se vaya de la boca y eso ocurrió con un joven caballerango que estaba al servicio de un viajero procedente de la Ciudad de México, quienes se dirigían a San Miguel. El joven, tal vez aburrido de no tener con quien platicar, empezó a platicarle a Serafín, vida y milagros de su patrón, como ufanándose de ser el caballerango de un hombre importante.
—Mi señor, queridos amigos, ─dijo engolando la voz─ es un hombre muy importante y muy rico. Ahora viajamos a la Villa de San Miguel, donde tiene poderosos amigos que se reúnen en un exclusivo club.
—Bueno, preguntó Serafín, ¿y qué club es ese tan exclusivo?
—En realidad el club está en México, de donde procedemos, pero en San Miguel hay otros miembros prominentes, hombres de leyes y militares poderosos. ¿Habrán escuchado algo de los masones?
—No, nunca he escuchado ese nombre, ─repuso Serafín ya interesado─ ¿a qué se dedican?
—En realidad no lo sé, ─contestó el caballerango un poco atolondrado─ pero sí sé que son ricos y poderosos. Sus reuniones son secretas y solo nos enteramos de ellas las personas de confianza de nuestros señores
En eso se escuchó el llamado de alguien desde dentro y el caballerango dio la vuelta y se perdió en el interior del mesón, dejando a los amigos mas intrigados que nunca; el conocer eso, de pronto les pareció interesante. Ya mas adelante tratarían de investigar acerca de ello.
—Bueno amigos, dijo Serafín, ya descansamos y es hora de buscar al padre Anselmo de la parroquia de San Francisco; tenemos qué buscar dónde dormir y ya estoy sintiendo hambre, supongo que ustedes también.
Los amigos estuvieron de acuerdo y se pusieron en camino; preguntando a unos y otros, los tres amigos llegaron al fin al frente de la parroquia de San Francisco. Unas beatas que estaba por entrar al templo para el rezo del Rosario, les informaron que lo podrían encontrar en la casa cural y les indicaron en qué puerta tocar.
A poco de hacer sonar el llamador en forma de mano empuñando una esfera de fierro, acudió a abrir una religiosa.
—Buenas tardes, niños, ─les saludó sonriente─ ¿en qué podemos ayudarles?
—Buenas tardes, madrecita, ─respondió Serafín─ venimos del rumbo de Acámbaro y de paso por Celaya, el padre Ponciano de la parroquia de Guadalupe, nos dijo que buscáramos al padre Anselmo, le traemos sus saludos y queremos ver si nos pueden prestar un rincón donde pasar la noche; vamos de camino a la villa de Dolores.
—¡Vaya con los jovencitos!, ─exclamó asombrada la religiosa─ se han aventurado lejos de sus casas, ¿se puede saber el motivo?
—Claro que sí, madrecita, escuchamos que el párroco de aquel pueblo, el padre Miguel, enseña oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo.
—Eso me parece excelente, muchachos, ─repuso entusiasmada─ pero pasen, pasen, por favor. Tendrán qué esperar un poco, el padre Anselmo dirige el Rosario esta tarde, mientras tanto, supongo que no han comido, ¿es así?
—Así es, madrecita, en la mañana nos comimos los últimos trozos de carne seca y no quisimos perder mas tiempo buscando algún conejo en el camino, pero no se moleste, podemos salir a buscar algo en el mercado.
—¡Ni lo permita Dios, hijos míos!, capaz que se entera el padre Anselmo y la regañiza que me pone por no atender a los viajeros que tocan a su puerta. Pasen por esa puerta al patio, encontrarán una pileta de agua y jabón para que se laven el polvo del camino y luego entran por la otra puerta, es la cocina, ahí los esperaré para que coman.
Los muchachos salieron obedientes a lavarse; aprovecharon la oportunidad para lavarse los pies, la cabeza, brazos y piernas, a fin de estar lo mas presentables ante el padre Anselmo. Una vez satisfechos de su imagen, los jóvenes se acercaron a la cocina, donde otra religiosa, de mayor edad, se ocupaba de atender unas cazuelas puestas al fuego. Al verlos les sonrió y les invitó a pasar y sentarse ante una gran mesa, donde ya había dispuestos tres platos.
—Pases, pasen, muchachos, ya la hermana Lupe me informó de su presencia. En un momento les sirvo una sabrosa sopa y unas tortillas calientitas.
—Gracias, madrecita, ─dijo Serafín─ son ustedes muy amables.
Los muchachos se sentaron y a poco estaban dando cuenta de una sopa de verduras calientita, acompañada de tortillas recalentadas, pero deliciosas. Les sirvieron también unos vasos de agua de tuna, que pocas veces se veía en su pueblo. Cuando estaban por terminar, se presentó un sacerdote joven, de unos treinta y cinco años, de rostro tranquilo, pero de mirada enérgica, quien les saludó con una amistosa sonrisa.
—Bienvenidos, muchachos, me informa la hermana Guadalupe que vienen del rumbo de Acámbaro… está lejos ese pueblo. ¿Qué es lo que les trae tan lejos?, porque eso de que quieren aprender un oficio, no me lo trago, pero se ven valientes y decididos y eso habla muy bien de ustedes.
El Sacerdote los miró uno a uno y se dio cuenta que tenía razón, esos muchachos estaban  movidos por otros intereses, pero no se sentían seguros para hablar; habría qué darles tiempo a que fueran entrando en confianza y, tal vez, le dijeran su verdadero motivo, aunque en el fondo creía adivinarlo.
—Madre Conchita, se dirigió a la cocinera, por favor sírvame algo para cenar junto con los muchachos y, si no es molestia, nos prepara un chocolatito y unos bizcochos, para compartirlos con nuestros invitados.
Los cuatro comieron en silencio, pero el padre no dejaba de observarlos, pensando que sin presiones, acabarían por contarle sus motivos. Luego de la sopa, la hermana Conchita les sirvió unos jarros con chocolate espeso y humeante y puso ante ellos una charola con pan dulce elaborado por las religiosas, a los muchachos se les hizo agua la boca en cuanto lo olieron.
Una vez que terminaron de cenar, el Padre Anselmo los invitó a caminar un poco por el patio trasero, pues supuso que se sentirían mas en confianza sin tener cerca los oídos de las religiosas, que no dejaban de circular cerca de ellos, como esperando el momento de la confesión. Y así fue, solo bastaron unas miradas de Serafín a sus amigos, para que éstos asintieran en contarle la verdad al párroco.
—Padre, inició Serafín. mi nombre es Serafín y estos son mis amigos Ignacio y Domitilo, somos de un pueblo llamado Puruagua, por el rumbo de Jerécuaro y lo que nos trae por acá es que nos enteramos que el señor cura de Dolores y otras personas, están inconformes por la situación en que nos tienen los patrones, igual nos pasa a nosotros y por eso queremos llegar con él, pero preferimos decir que queremos aprender un oficio, de lo demás solo son oídas.
—Hacen bien en ser discretos muchachos, pero deben conocer mas de este asunto para que sepan de qué se trata. Para empezar, deben saber que este asunto es mas bien de criollos y españoles; los criollos no están de acuerdo en el trato de menosprecio que reciben por parte del virrey y su corte. Por otra parte, en España hay una guerra con los franceses que quieren derrocar a Fernando VII e imponer como rey a José Bonaparte, hermano del emperador francés, Napoleón I. Aprovechando esta coyuntura, los criollos pretenden apoyar a Fernando VII como rey de España y pedir que Nueva España tenga su propio rey, independiente de la Metrópoli. Como se darán cuenta, muchachos, en ningún momento se ha mencionado el asunto de los indígenas. ¿Comprendieron todo el entorno?
—La mera verdad, no, padre, usted ha mencionado a personas que nunca hemos oído mentar.
—Pues dense cuenta que no pueden ir en busca de una persona, suponiendo algo; eso lo podría poner en peligro ante las autoridades virreinales y eclesiásticas. Yo les aconsejo que sigan adelante con la intención de aprender oficios, eso los puede llevar a mejorar su situación económica y social, pero a base de su propio esfuerzo. Si ven la oportunidad de platicar con el padre Miguel, a solas, sin ponerlo en riesgo, coméntenle sus inquietudes y él les podrá dar un mejor consejo, es un hombre con mucha experiencia.
—Gracias, padrecito. Como verá usted, somos muy burros, pero queremos aprender y hacer algo por nuestra gente. Por mi parte, ─continuó Serafín─ mi abuelo me está preparando como curandero y este bastón que me dio, es como el anuncio, para que nuestros hermanos sepan que si tienen alguna dolencia, yo los puedo ayudar.
—Eso es algo muy bueno, Serafín, sigue por ese camino y llegarás lejos. Ahora, muchachos, hay que descansar, las jornadas empiezan temprano para nosotros; podrán dormir sobre las bancas del templo, no dispongo de espacio dentro de la casa; con la única molestia que a las cinco y media de la mañana llega el sacristán a llamar para la primera misa y abre el templo, pero ustedes han de estar acostumbrados a madrugar.
El padre Anselmo los acompañó al templo, pasando por la sacristía, comprobó que las puertas estuvieran bien cerradas y dio las buenas noches a los viajeros, que se quedaron a solas, alumbrados por unas velas que, a propósito dejó el padre Anselmo sobre el altar. Ante la mirada austera de un Cristo Crucificado y la mirada dulce y maternal de la Virgen de Guadalupe, los tres amigos se santiguaron y usando de almohada sus morrales, pronto se quedaron dormidos.

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