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LA CATACUMBA ROMANA

martes, 24 de marzo de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 12

Capítulo 12


La Villa de Dolores


Serafín y sus amigos arribaron al antiguo pueblo de Cocomacán, que significa "lugar donde se cazan tórtolas" y hoy se conoce como el pueblo de Dolores. Como no quisieron detenerse en San Miguel, llegaron ya obscureciendo a su destino; en busca de un sitio donde pasar la noche, los muchachos se quedaron en las orillas del pueblo. Se acercaron a una mujer que vendía atole y tamales, con el fin de adquirir algo con qué calmar el hambre que ya sentían.
La mujer vio acercarse a los muchachos y reparó en el bastón del chamán-curandero, aunque le pareció muy joven su portador.
—Buenas noches, madrecita, ─saludó respetuoso Serafín─ ¿ya tendrá algo para cenar?
—Claro que sí, muchachos, en lo’rita les sirvo unos tamalitos.
Los tres amigos se frotaron las manos de gusto, hacía muchas horas que habían almorzado, pasando el resto de la jornada a base de agua. La mujer sirvió sendos jarros de un atole de masa de maíz de agradable aroma y lo pasó a los muchachos, quienes lo recibieron con deleite, en tanto ella extraía de un bote de hoja de lata, los humeantes tamales.
Los amigos se sentaron en el suelo, apoyados en la banqueta, dejando los jarros de atole en el suelo para poder desenvolver los ardientes tamales, servidos en cazuelas de barro. Al descubrir el alimento, el vapor les quemaba los dedos, soplando con energía para poder tomar un trozo y llevárselo a la boca. El tamal estaba relleno de carne de cerdo en salsa de mole rojo, un manjar exquisito para esos estómagos vacíos de tres jóvenes acostumbrados a los largos ayunos.
Una vez que la mujer vio satisfechos a los muchachos, se dirigió a Serafín, quien era el portador del bastón de chamán.
—Y tú, muchacho, ¿eres curador?, tas muy chamaco.
—Sí lo soy, madre, aunque me vea chamaco, mi abuelo que es chamán en mi pueblo, me ha enseñado desde muy chico y me dio el bastón para que nuestros hermanos me reconozcan cuando tengan algún apuro.
—Y que andan haciendo por aquí, pos luego se ve que son fuereños.
—Es cierto, venimos del rumbo de Acámbaro.
—Pos yo no conozco mas allá de San Felipe, pero he oyido que ta muy lejos. ¿Pos que buscan pues por acá, muchachos?
Recordando las advertencias del cura de Chamacuero, Serafín contestó cauteloso a la mujer.
—Pos como en el rancho no hay mucho trabajo y supimos que el cura de este pueblo les ha enseñado algunos oficios, pos nosotros queremos aprender algo, pa no tener qué vivir solo de peones. ¿No le parece?
—Pos eso ta güeno, muchachos. Es cierto, el padrecito Miguel les está enseñando a algunos indios a hacer jarros y platos.
Ya mas en confianza, Serafín preguntó:
—De casualidad, madrecita, sabe usted donde nos podemos echar pa dormir un poco, pos venimos rete cansados y ya mañana buscaremos al padrecito.
—Pos miren, muchachos, tengo mi’ja que está bien mala de calenturas, si tú la puedes vesitar y curar, pos les dejo dormir en algún rincón en mi jacal.
—Desde luego que sí, ¿cuánto le debemos de la cena?
—Pos si la curan, no será nada. Miren, si me esperan un poco, voy a buscar a mi otra hija pa que se quede en el puesto. No me tardo.
La mujer los dejó al cuidado del puesto, en tanto ella corrió por un callejón; al poco rato volvió acompañada de una muchacha de unos doce años, quien les saludó con la vista en el piso, jugueteando con la punta de su rebozo.
—Vamos pues, muchachos. Tienes cuidado, Lupe, no te vayas a quemar con el atole. No me tardo.
Los muchachos siguieron a la mujer hasta el final del callejón por donde había desaparecido. Los hizo pasar a un jacal, dando una patada a un perro que se aprestaba a ladrar a los extraños, retirándose con la cola entre las patas a refugiarse debajo de la mesa. La mujer guió a Serafín al lado de un camastro, donde se encontraba postrada una joven de unos quince años; ojerosa y con la boca seca por la calentura. Siguiendo las instrucciones de su abuelo, Serafín se puso de rodillas para hacer su oración:
—”Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y permítanme que siga con la tarea de servirles a ustedes y a mis hermanos enfermos, guíenme para entender la enfermedad y para curarla con las yerbas que ustedes nos proporcionan”
Después de hacer su oración, el joven curandero se acercó a la enferma, pidió a sus dos ayudantes que empezaran a tocar la música agradable a los dioses. Le tocó la frente y el cuello a la enferma y sintió la alta temperatura; le palpó el cuello debajo de las orejas; satisfecho con su auscultación, el joven pidió a la madre de la joven que le quitara la cobija, dejando solo una sábana delgada; extrajo de su morral unas yerbas y pidió a la madre que preparara una infusón; cuando estuvo lista, se la dio a beber a la muchacha; puso a asar unos tomates rojos y con ellos le frotó las plantas de los pies y las coyunturas de piernas y brazos. Al terminar la arroparon bien y la joven empezó a sudar bastante; poco después la enferma empezó a dar muestras de restablecimiento.
Como lo ofreció la madre de la enferma, dejó que los tres amigos se durmieran en un rincón del jacal, aprovechando también la cercanía del curandero para estar pendiente de la enferma, quien por la mañana se encontraba restablecida
 Antes de retirarse, aceptaron el desayuno que la agradecida madre ofreció a los muchachos y les indicó donde podrían encontrar al padre Miguel; los amigos salieron rumbo a la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores. El pueblo era pequeño, por lo que solo caminaron unas cuantas calles y llegaron al templo donde preguntaron por el sacerdote; el sacristán les informó que lo podían encontrar en la alfarería, la cual se encontraba en la calle posterior de la parroquia, a donde se dirigieron los amigos.
En cuanto preguntaron por el sacerdote, se acercó a ellos un hombre no muy alto, medio calvo y de tez blanca, de unos cincuenta años. Vestía camisa blanca con alzacuello, pero llevaba puesto un mandil de cuero, el cual se veía manchado de arcilla.
—Buenos días, muchachos, yo soy el padre Miguel, ¿en qué puedo servirles?
Los muchachos se quitaron los sombreros y, como siempre, el que habló fue Serafín:
—Padrecito, mi nombre es Serafín y mis amigos son Agustín y Domitilo y venimos del rumbo de Jerécuaro; nos enteramos de que usted está enseñando algunos oficios a los indios y nosotros queremos aprender algo, para ya dejar de ser sirvientes en el campo.
—¡Caramba, muchachos!, ─repuso sorprendido el sacerdote─ vienen de muy lejos y con deseos de aprender; algo encomiable y, desde luego que les voy a enseñar, pero, por favor, vengan conmigo, vamos a tomar un chocolatito y me platican de sus inquietudes.
El padre Miguel Hidalgo y los tres amigos se dirigieron a un cobertizo donde había una mesa y un gran brasero; sobre las brasas se encontraba una olla de barro, de donde el anfitrión sirvió sendos jarros de chocolate caliente.
—Ahora sí, muchachos, quiero que me lo cuenten todo. No es que dude de sus deseos de aprender, pero no creo que sea la única razón que los ha movido para hacer tan grande excursión. Por favor, ténganme confianza, que lo que se diga en este sitio, no saldrá jamás.
Después de mirar a sus amigos, Serafín contó al Padre Miguel la verdadera razón que los impulsó a buscarlo. Le hablaron del padre José María, su antiguo discípulo en el Seminario de Valladolid. De su trabajo en la hacienda de Puruagua y de lo hastiados que se encontraban de seguir en esa servidumbre. Le platicaron que conocían unas cuevas en el cerro, donde habían ido haciendo acopio de fierros y de una fragua, donde se podrían fabricar lanzas, espadas y algunas otras armas.
El Sacerdote los escuchaba en silencio, imaginando la vida que podrían haber llevado esos muchachos, casi unos niños; las carencias ancestrales que vivirían y el riesgo que corrieron al acopiar en la cueva los materiales que le contaron. Lo inquietante de todo, era que si ellos se habían enterado de las inquietudes del sacerdote, sería probable que muchas otras personas estuvieran enteradas. Serafín le habló también del padre Ramiro, párroco de San Francisco en Chamacuero y de lo que les había platicado acerca de las inquietudes de los criollos, aconsejándoles que no platicaran a nadie, salvo al padre Miguel, de esas cosas. Le confesaron que ellos no entendían de los problemas que había en España y que en realidad lo que querían entender era lo que pasaba en sus ranchos.
—Bueno, continuó el Padre Miguel, ante todo deben hacerle caso al padre Ramiro y no andar contando estas cosas por ahí; se pueden meter en dificultades. En cuanto a los problemas que se presentan hoy en día, son complejos y aunque son distintas las caras que presentan, según quien las vea, los indios o los criollos, en realidad es un mismo problema.
Trataré de explicarme lo mas claro que sea posible: El asunto de los indios, que ya de por sí, ese tratamiento me repugna; lleva un dejo de menosprecio, prefiero llamarles “naturales”. Pues bien, a los naturales se les ha tenido en un sometimiento de esclavitud disfrazada por los llamados “encomenderos”; se les llamó de esa forma porque se les “encomendaba” un cierto territorio, para que cuidasen de él y de sus habitantes.
Las Leyes de Burgos, son muy claras, “…la Corona tiene pleno derecho sobre las tierras, pero no puede maltratar ni explotar a los indios, quienes tienen el derecho de ser propietarios; si son contratados, a una retribución justa por su trabajo…” De tal suerte, se nombró o se encomendó a ciertas personas, a que administraran, a favor de la Corona, un cierto territorio bajo las Leyes de Burgos.
 La distancia y la corrupción permitieron que los encomenderos se convirtieran en amos de los naturales y propietarios de las tierras; a éstas las explotaron a su antojo y a los propietarios los esclavizaron y de esto hace ya sus buenos trescientos años. Esta situación ha tenido esporádicas explosiones que se han sofocado a sangre y fuego; pero cuando el hombre se decide a tomar su condición natural, que es de libertad, nada ni nadie puede pararlo. Podrán pasar muchos años y costar muchas vidas, pero al final triunfa la razón. ¿Me han entendido esta parte?
—Pos, más o menos, dijo Domitilo rascándose la cabeza.
—Pos si está bien clarito, ─intervino Agustín─ así como su mercé el padrecito Miguel lo cuenta, pos sí, se entiende que ya tamos hartos de que nos miren como sus tarugos ¿Qué no, Padrecito?
—Pues en esencia, es eso, Agustín, aunque tienes una forma muy peculiar de expresarlo.
—Yo entiendo, ─dice Serafín─ que estamos en lo correcto, nosotros ya no queremos ser peones de nadie, pero los patrones no nos van a soltar nomás porque lo pidamos; nosotros les damos a ganar mucha plata, entonces la forma es exigirlo por la fuerza.
—También estás en lo cierto, Serafín, pero lo planteas de forma muy cruda. Siempre debemos buscar el justo medio para resolver nuestras diferencias. Después de todo, para las formas violentas, siempre habrá tiempo.
—En cuanto a la preocupación de los criollos, el asunto es más complejo. También intentaré explicarles. El Emperador Napoleón I invadió España y coronó rey a su hermano José. Tanto españoles, como criollos, queremos que se reponga a Fernando VII, el legítimo soberano de España. Esa es una parte, la otra, es que los españoles que viven en Nueva España acaparan todos los puestos disponibles, dejando afuera a los criollos; por tal motivo, pedimos que se nombre un rey para la Nueva España, independiente de la Corona Española y que, tanto españoles, como criollos, seamos considerados iguales.
—Eso me parece bien, ─dijo Serafín─ pero ¿dónde quedamos los indios?
—Es una cuestión que todavía no hemos podido llegar a un acuerdo; algunos piensan que se deben quedar en la misma situación y otros pensamos que se les deben dar las libertades que establecen las Leyes de Burgos. Aún así, deberán pasar muchos años para que alcancen el nivel educativo suficiente para hacerse cargo de ciertas responsabilidades; para ello, el gobernante deberá dotar a todo el país de escuelas y profesores suficientes y tener planes de estudios adecuados para cada región; con la diversidad de lenguas que se hablan en el territorio de Nueva España, se convierte en un problema de gran magnitud.
–Yo creo, ─continuó Serafín─ que los indios debemos tener nuestras propias tierras y que no estemos atados a los amos, como animales.
—Tienes razón Serafín, ─repuso Don Miguel─ eso se resuelve con las Leyes de Burgos, pero revertir una situación que ha prevalecido durante trescientos años, va a ser muy complicado.
—Padre Miguel, ─volvió a hablar Serafín─ yo tengo una duda que no sé si se relacione con lo que estamos hablando, ¿qué son los masones?
El sacerdote se desconcertó con la pregunta que le formuló el muchacho y de momento no supo que responder. Cuando sintió que ya había asimilado la dimensión de la pregunta, se aclaró la garganta y respondió.
—No sé dónde escuchaste esa palabra, muchacho, pero debo decirte que no es conveniente que lo hables fuera de aquí, ¿está claro? La masonería es una sociedad de estudio y trabajo que tiene como lema la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Cuando se logre que todos los seres humanos gocen de estas tres formas de vida, seremos una gran nación. Es todo lo que te puedo decir.
—Pero ya basta de charla, vamos a la alfarería para presentarlos con el encargado y puedan empezar a aprender esa noble actividad.
El Sacerdote los llevó a la parte del fondo del terreno, donde estaba ubicada la alfarería; se encontraban unos diez aprendices, todos bajo la dirección de don Tomás Hernández, un hombre como de cuarenta y cinco años, robusto de manos fuertes y ojos castaños de mirar directo; un grueso bigote entrecano ocultaba casi su boca. Don Tomás era hijo de españoles, nacido en la ciudad de Querétaro e íntimo amigo del padre Miguel.
—Mira Tomás, ─dijo el padre Miguel─. Estos tres muchachos acaban de llegar, son Serafín, Domitilo y Agustín y desean aprender el oficio, te los encargo, por favor. Muchachos, ─dijo dirigiéndose a los recién llegados─ quedan en buenas manos.
El sacerdote dejó a los muchachos y volvió a sus actividades. Los recién llegados miraban fascinados lo que realizaban los aprendices.
—Bienvenidos, me entero de que vienen de tierras lejanas y eso habla bien de ustedes, espero que pongan en el aprendizaje, el mismo entusiasmo que en llegar aquí. Primero veremos qué tenemos en este lugar, para que se vayan compenetrando del trabajo.
—El primer paso, es seleccionar la arcilla mas adecuada. En estas tierras no la hay de buena calidad, por lo que la compramos a personas que la traen del rumbo de San Diego de la Unión. La arcilla que se encuentra cercana es buena para fabricar tabiques y tejas, pero no para hacer alfarería; ya se irán dando cuenta de la diferencia. Los arrieros nos la traen en costales y la tendemos en el patio, donde hay que romper los terrones hasta que quede hecha polvo; ese polvo lo pasamos por tamices finos, a fin de tener la seguridad de que no nos encontraremos con un trozo que eche a perder una pieza.
—Cuando está listo el polvo, lo guardamos en sacos de manta en algún sitio donde no se vaya a humedecer. Ese polvo lo depositamos en las mesas de amasado, donde le vamos adicionando el agua necesaria para trabajarla.
Tomás continuó con su explicación, caminando entre los artesanos que realizaban distintas actividades.
—Cuando la masa de barro está hecha, el alfarero la coloca en este aparato, llamado “torno egipcio”, por ser de esa tierra su origen.
Los muchachos miraban fascinados a un hábil artesano que, en tanto hacía girar el torno con los pies, en la base superior tenía un jarrón en elaboración; se humedecía las manos y luego iba dando la forma a la vasija, que giraba de manera uniforme. Valiéndose de un cordón fino, mojado, cortó la boca de la vasija, luego aplicó el mismo hilo a la base y la separó del resto de la masa de arcilla. Al acabar le dio forma a la boca y, tomándola con cuidado, la colocó sobre una tabla y la cubrió con un lienzo húmedo.
—Esto, les explicó Tomás, es para dejar que la pieza se vaya secando de forma lenta, para que no se agriete; cuando esté bien seca, se pasará al horno para hacer el “sancocho”, es decir, la primera quema. Pero sigamos adelante.
Serafín y sus amigos estaban maravillados de las cosas que miraban. Un obrero hacía jarros, aquel otro elaboraba vasos; el de mas allá se ocupaba de producir platos y cazuelas. Así llegaron al fondo del taller, donde se localizaban los hornos de cocido; estaban fabricados de ladrillos de barro cocido; eran cilíndricos y terminaban en forma de botella. Al frente había una puerta de hierro por donde hacían la carga y descarga del producto en proceso.
Tomás les explicó que las piezas se colocaban alrededor del horno, para que el, fuego no les pegara de manera directo. Debajo de la puerta de carga se encontraba el sitio donde ponían la leña que serviría de combustible. Era este un horno de tipo moderno y les permitía hacer buenos cocidos.
—Vamos a seguir, muchachos, les dijo el ceramista, veremos ahora la zona donde se hacen los decorados; utilizamos distintos materiales, dependiendo el color que queramos darle a la pieza. Si la pieza es verde, utilizamos óxido de cobre; si roja, manganeso; el negro se obtiene aplicando óxido de hierro, en fin, los amarillos claros e intensos, así como los colores lechosos, de plomo y estaño. Como se darán cuenta, haciendo combinaciones con estos elementos, podemos obtener una amplia gama de colores. Luego que el “sancocho” esté decorado, una vez seco se vuelve a hornear, a fin de fijar los colores.
—Muy bien, muchachos, hemos hecho un recorrido rápido por el taller, así es que mañana, a primera hora, empezarán por el triturado de la arcilla, para que vayan conociendo todo el trabajo que se realiza. Pero ya es la hora de almorzar y supongo que no han comido nada, ¿o me equivoco?
Aunque los muchachos habían comido algo en la casa de la niña enferma, no dejaron pasar la oportunidad de llevarse algo a la boca; tenían por experiencia que en ocasiones podían pasar varias horas, inclusive el día entero, sin comer nada.

Al llegarse la hora de la comida, los trabajadores limpiaban una mesa de trabajo y sobre el horno que estuviese encendido calentaban los alimentos que el padre Hidalgo les enviaba. En esta ocasión y tal vez por la llegada de los nuevos aprendices, el mismo sacerdote los acompañó a comer.
—Y bien Tomás, preguntó el padre Miguel, ¿cómo les fue a nuestros nuevos amigos?
—Yo supongo que bien, padre, se vieron muy interesados en el proceso y los miro dispuestos a empezar su aprendizaje, así que los he citado para mañana, empezarán en el molido de la arcilla, como inician todos.
—Bien, muy bien, bienvenidos hijos míos, espero que lo que aprendan con nosotros les sirva en el futuro y, de ser posible, lleven estos conocimientos a sus amigos y conocidos en su pueblo.
—Supongo, que no tienen lugar donde dormir, así que te voy a pedir, Tomás, que les ofrezcas algún sitio a resguardo dentro del taller y por la mañana que vayan a la casa cural a desayunar conmigo; de hecho los espero a que me acompañen a misa de seis, por lo general solo asisten tres o cuatro beatas, por lo que pueden dar el ejemplo a los hombres, un tanto renuentes a las cuestiones de la Iglesia.
No muy de acuerdo en cuanto a lo de la Misa, los muchachos comprendieron que no tenían muchas alternativas, dado que ya tenían resuelto el problema de vivienda, de alimentación y de aprendizaje. Solo Serafín pensó que mas adelante tal vez tuviera la oportunidad de platicar mas en confianza con el padre Miguel, a fin de irse enterando del rumbo que pudiera tomar el asunto de los indios y su inconformidad.
El sitio que les asignaron a los muchachos para dormir, si bien no era una habitación formal, estaba limpia y ventilada y les prestaron tres catres que les permitieron dormir mejor que a campo raso.
Debido al cansancio acumulado durante el viaje, los tres amigos se quedaron dormidos casi en cuanto reposaron la cabeza en el catre. El cuarto estaba ubicado cerca de la entrada del taller; en un cuarto similar, descansaban otros aprendices que venían de las rancherías de los alrededores. Al fin gente de campo, a las cinco de la mañana ya estaban listos para iniciar actividades, aunque aún faltaba una hora para llegar al templo. El ambiente estaba frío, como todas las mañanas en esos lugares. Era un viento fresco y limpio, con olor a pino; el cielo estrellado, se mostraba majestuoso, sin que los primeros rayos del sol ocultaran sus eternos misterios.

Puruagua

La vida en Puruagua continuaba. Aunque pareciera que todo seguía igual, no era así, las inconformidades de los peones eran cada vez mas evidentes; ya no tan dóciles acataban las órdenes del capataz, Diódoro Garfias, tan temido y odiado por los indios, quienes estaban cansados de sus malos tratos y abusos. Hartos de sus exigencias de ejercer el derecho de pernada a nombre del amo, amaneció un día muerto en el camino que va de Puruagua a Puruagüita, en apariencia iba borracho y cayó del caballo, abriéndose la cabeza contra unas piedras. El Alguacil y sus hombres fueron a enterarse de los pormenores de la muerte del capataz, pero al no encontrar nada irregular, cerraron el caso determinando que el hombre había muerto a causa de un accidente.
La realidad era otra, Anselmo, el padre de Serafín, experto cazador con la honda, había esperado a que Diódoro pasara rumbo a la finca donde vivía, cerca de las aguas termales de Puruagüita; luego que cayó del caballo, Anselmo le echó encima una botella de aguardiente, para que pareciera que el hombre iba borracho. Al quedar sin jinete, el caballo corrió hacia su caballeriza, donde los peones, al ver llegar el caballo sin su amo, salieron en su busca; no era extraño que cuando fuera a la Hacienda se tomara sus mezcales.
Cuando don Francisco se enteró de la muerte de su capataz, sintió cierta pena por él, pero mas por la mujer y los huérfanos que dejaba; lo molesto del caso, es que tendría que ponerse a buscar un substituto a la brevedad posible, la peonada era como los animales, no trabajaban si no se les fustigaba lo suficiente.
Cuando Juana se enteró del asunto, pensó en Anselmo, quien estaba enterado de las bajas intenciones que el capataz tenía hacia Juana, que para el patrón no era mas que la sirvienta que le atendía la hacienda. Siempre que Diódoro estaba en la hacienda, Juana procuraba no presentarse por el despacho, enviando a un peón de confianza para que atendiera al patrón y su invitado.
Esa noche, ya en su cuarto, Juana pidió a Dios que perdonara a Anselmo, pero también le agradeció que hubiera recogido a Diódoro y rezó un Rosario por que perdonaran sus pecados y por el eterno descanso de su alma. Esa noche durmió tranquila, solo le hacía falta Serafín y que la niña Ana María saliera de ese horrible convento.
Un grupo de criollos, amigos de Diódoro, se reunieron en su casa para acompañar a la viuda, presentarle sus respetos y llenar la tripa con buenos alimentos y mejores vinos. No faltó quien contratara los servicios de unas plañideras para que ambientaran el velorio.
El cortejo fúnebre, llevaría el cuerpo del difunto hasta su última morada. La peonada pidió permiso a la viuda para rendir homenaje al difunto, aunque en el fondo era para tener oportunidad de hacer fiesta por su muerte. La inocente mujer pensó en los peones; pobrecitos, se habían quedado como en la orfandad, por lo que no negó el permiso y les ofreció regalarles un novillo gordo para que lo prepararan a su gusto; también les mandó suficiente aguardiente para que no faltara la alegría en el velorio.
Acompañados de sus instrumentos musicales tradicionales, los indígenas acasillados en la hacienda acompañaron el cuerpo de Diódoro hasta su última morada; después de la inhumación siguió la música y la fiesta, pero ahora y sin que la viuda lo comprendiera, para celebrar la muerte del odiado capataz
En realidad, la vida no era muy diferente entre la peonada, vivir en las condiciones en que estaban, era casi estar muertos. La mayor parte de los habitantes de esas rancherías, nacían, crecían, se multiplicaban y morían en el mismo lugar; sin alejarse más que unas cuantas leguas a la redonda de donde habían visto la primera luz y donde verían la última. Por eso, cuando empezaron, de forma clandestina, a escuchar la posibilidad de levantarse en contra de los españoles, no lo pensaban demasiado; era preferible morir ahorcado, a hacerlo con lentitud, a base de malos tratos y peor comer. La semilla de la rebelión estaba cayendo en terreno fértil.
Anselmo era quien encabezaba ese primer esbozo de rebelión, pero solo unos cuantos allegados, de probada fidelidad, estaban enterados. El primer paso para iniciar actividades había sido la muerte de Diódoro. También a oídos de estos rebeldes en ciernes habían llegado noticias del norte del Estado, donde algunos oficiales Realistas criollos, se encontraban descontentos por la falta de oportunidades de ascenso frente a los soldados de origen español. Las noticias que llegaban eran transmitidas de boca a boca a través de los arrieros, quienes viajaban por todo el país, lo hacían en su propia lengua, que no entendían los patrones. Los mesones, sitios a los que todos llegaban, era el lugar donde se intercambiaban noticias. Los arrieros y caballerangos, de origen indígena, pasaban casi desapercibidos y los patrones los consideraban un poco por arriba de los animales, por lo que no se cuidaban de comentar sus asuntos en presencia de su servidumbre, a quienes consideraban incapaces de entender los asuntos que trataban entre sus iguales.
Con cierta frecuencia pasaban por Puruagua los comerciantes que iban de Querétaro a Maravatío, quienes sabedores de la inquietud que se estaba formando entre los indígenas, buscaban a las personas adecuadas para pasarles información, a la vez que recibían mensajes para gente ubicada en otros sitios. Así se enteró Anselmo de lo que se conspiraba en Querétaro, San Miguel el Alto y la villa de Dolores. Se enteró, que su hijo Serafín estaba de aprendiz en un taller de cerámica del padre Miguel Hidalgo, quien era uno de los criollos que buscaban la emancipación de la Corona de España.
Estos mismos arrieros, a la vez que llevaban noticias, transportaban armas entre sus bultos de mercancía; por lo general eran machetes, puntas de lanzas y espadas. Como no podían llevar mucha cantidad, por el peso del acero, dejaban dos o tres piezas en cada viaje; por tratarse del único medio de transporte, era frecuente el cruzar de arrieros con recuas grandes o chicas y casi todas dejaban su tributo a la causa. Estas armas y por indicaciones de Anselmo, eran escondidas en el monte, en distintos lugares conocidos por unos cuantos. Buen cuidado había tenido que una sola persona no conociera todos los escondites; en caso de ser descubierto, no pondría en riesgo el total de armas. Para mayor seguridad, muchos de los mensajes que se cruzaban, estaban dichos en sus lenguas vernáculas, que era como por lo general se comunicaban entre sí los indígenas; esto hacía mas difícil que fuesen descubiertos; pocos criollos y ya no se diga españoles, conocían las lenguas que se hablaban en la Nueva España.
Por este medio de comunicación, cierto día en que Serafín y sus amigos salieron a caminar, después de la jornada de trabajo, se encontraban sentados bajo un árbol, en la explanada que se hallaba frente a la parroquia, hasta donde llegó un arriero, quien les preguntó en dónde habría un mesón para pasar la noche.
—Está muy cerca, ─informó Serafín─ si quieres te acompañamos, nosotros solo estamos matando el tiempo. ¿De dónde vienes?
—Del rumbo de Jerécuaro, ¿saben pa’llá?
—Pero si de allá mesmo semos, ─dijo emocionado Domitilo─.
—Pos mira que chiquito es el mundo. Y de casualidá, ¿conocen a un tal Serafín, del rancho de Puruagua?
—Pos ese mero soy yo, ─dijo Serafín preocupado─ ¿es que hay problemas en mi casa?
—No, muchacho, calmao, solo te truje un recao de Anselmo, tu tata.
—Dime pues, ─le urgió Serafín─ ¿está bien mi tata?
—Sí pues. Solo te manda decir que’stés preparao, tú y tus amigos, pos la indiada está inquieta, que tú le entenderás. Yo voy pa san Diego y vuelvo en una semana, si tienes alguna razón, nos encontraremos por aquí. ¿Ta bueno?
—Está bien, dijo Serafín, pero ¿cómo te llamas?
—Mi nombre no importa, mejor asina, nos encontraremos.
El grupo había llegado a las puertas del mesón, por lo que el arriero encaminó sus animales al interior y los muchachos regresaron a sentarse bajo el árbol, muy pensativos.
—¿Qué crees que sea?, ─preguntó Agustín─.
—Pos para lo que hemos preparado las cuevas. Yo creo que ya falta poco. Lo que me preocupa es Ana María, que no vaya a tener problemas; espero que mi mama esté enterada. Yo creo que sí, pues mi tata no deja de verla cada semana. De cualquier modo, le pediré a mi tata que la cuide, no le vaya a pasar algo.
Así las cosas, los muchachos se retiraron a descansar, aunque Serafín no pudo conciliar el sueño muy pronto, no dejaba de pensar en las repercusiones que estos hechos pudiesen tener en la vida de la joven hija del encomendero Francisco de Urzúa.
A la mañana siguiente, luego de terminar de desayunar con el cura de Dolores, Serafín le pidió que le diera unos minutos para platicar en privado, a lo que accedió don Miguel de buena gana, pensando que, el muchacho tendría necesidad de confesarse.
—Claro que sí, Serafín, ¿quieres que platiquemos en la sacristía, o en un confesonario?
—No, padrecito, si su mercé no tiene inconveniente, creo que sería mejor en la huerta.
—Está bien, muchacho, ya me preocupaste, espero no sea grave. Agustín y Domitilo, adelántense al taller y digan a Tomás que Serafín se quedó conmigo y los alcanza en unos momentos.
Se levantaron de la mesa y los dos amigos salieron rumbo a su trabajo, en tanto que don Miguel y Serafín se fueron hacia la huerta. Allí, caminando entre manzanos y membrillos y a la sombra de unas grandes parras que se encuentran llenas de gordos racimos de uvas rojas y jugosas. Don Miguel corta un racimo y ofrece unas uvas al joven acompañante, como para darle confianza y soltarle la lengua.
—Y bien, Serafín, ya estamos solos, dime lo que te preocupa; veo en tu rostro que algo te aflige.
—Así es, padre Miguel. Le suplico que no me pregunte cómo estoy enterado, pero sé que hay ciertas reuniones en Querétaro y en San Miguel el Grande, usted es uno de los asistentes.
—Pero ¿qué dices, muchacho?, ─interrumpe alarmado el sacerdote, temiendo que hubieran sido descubiertos─. ¿De dónde sacas esas cosas?
—No se alarme, padre, lo que quiero decirle es que, cuando se haga lo que se tenga qué hacer; recuerde que le comenté que nosotros tenemos preparadas unas cuevas donde puede entrar mucha gente; además tenemos algunas armas, forjas y fierros, donde podemos hacer otras armas. Sólo esperamos el momento adecuado para empezar. El grupo de ustedes busca la independencia de España y nombrar un rey en Nueva España. Nosotros también buscamos nuestra libertad, ya no queremos seguir sometidos al rey de España ni a sus enviados, lo mismo virreyes que encomenderos…
Se hizo un espeso silencio entre los dos hombres; el más joven, que en los últimos tiempos había ganado en estatura y fortaleza y el hombre maduro, quien siempre había destacado por su inteligencia y rectitud. No se miraban, pero una corriente de confianza y entendimiento parecía fluir en ambos sentidos. Los dos hombres comían las dulces uvas, calibrando lo que acababa de decirse y valorando muy bien las palabras que se debían pronunciar.
—Así es que ¿esto es lo que los trajo a Dolores?, preguntó el cura mirando a su interlocutor.
—Así es, padre Miguel, hace tiempo que he sabido de esas reuniones y de lo que se habla en ellas y he pensado que, de alguna forma, los dos buscamos algo en común: que España deje de gobernar en estas tierras. Ustedes tienen un fin, nosotros tenemos otro, pero el principio es el mismo.
—¿Quién mas sabe de esto?, ─preguntó preocupado el sacerdote─.
El viento movía la blanca melena que, como corona de oliva, rodeaba sus sienes, haciendo resaltar su avanzada calvicie. Los pensamientos de Miguel volaban en diferentes direcciones; por una parte, los fines que los criollos perseguían. Pero estaban los mestizos, los indígenas naturales de esas tierras y las otras castas desarrolladas entre españoles, mestizos, indígenas y negros traídos como esclavos de diferentes lugares. Cada grupo tenía sus intereses particulares; tal vez confluyera en un mismo punto, hasta ahora desconocido… «preocupante… muy preocupante» pensaba.
—Pocos, padre, por eso no se preocupe. Yo solo le estoy comunicando algo que es real y que en algún momento nos va a ser de utilidad.
—Bien, Serafín, vamos a dejar esta plática pendiente en este punto, yo necesito platicar con otras personas; en tanto, por favor, no comentes con nadie, ni con tus amigos. Nos va la vida a mucha gente, ¿estás consciente de ello?
—Sí, padrecito, le repito que no se preocupe. Hasta que usted me dé una respuesta, no daré el siguiente paso.
—Bien, bien, Serafín, si acaso te preguntan, diles que te estaba confesando. Vete ahora, muchacho y nos vemos mañana o pasado.
Serafín besó la mano del sacerdote, recibió su bendición y salió corriendo hacia el taller, a continuar con su vida diaria.


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