Capítulo 12
La Villa de Dolores
Serafín y
sus amigos arribaron al antiguo pueblo de Cocomacán,
que significa "lugar donde se cazan tórtolas" y hoy se conoce como el
pueblo de Dolores. Como no quisieron detenerse en San Miguel, llegaron ya
obscureciendo a su destino; en busca de un sitio donde pasar la noche, los
muchachos se quedaron en las orillas del pueblo. Se acercaron a una mujer que
vendía atole y tamales, con el fin de adquirir algo con qué calmar el hambre
que ya sentían.
La mujer vio
acercarse a los muchachos y reparó en el bastón del chamán-curandero, aunque le
pareció muy joven su portador.
—Buenas
noches, madrecita, ─saludó respetuoso Serafín─ ¿ya tendrá algo para cenar?
—Claro que
sí, muchachos, en lo’rita les sirvo unos tamalitos.
Los tres
amigos se frotaron las manos de gusto, hacía muchas horas que habían almorzado,
pasando el resto de la jornada a base de agua. La mujer sirvió sendos jarros de
un atole de masa de maíz de agradable aroma y lo pasó a los muchachos, quienes
lo recibieron con deleite, en tanto ella extraía de un bote de hoja de lata,
los humeantes tamales.
Los amigos
se sentaron en el suelo, apoyados en la banqueta, dejando los jarros de atole
en el suelo para poder desenvolver los ardientes tamales, servidos en cazuelas
de barro. Al descubrir el alimento, el vapor les quemaba los dedos, soplando
con energía para poder tomar un trozo y llevárselo a la boca. El tamal estaba
relleno de carne de cerdo en salsa de mole rojo, un manjar exquisito para esos
estómagos vacíos de tres jóvenes acostumbrados a los largos ayunos.
Una vez que
la mujer vio satisfechos a los muchachos, se dirigió a Serafín, quien era el
portador del bastón de chamán.
—Y tú,
muchacho, ¿eres curador?, tas muy chamaco.
—Sí lo soy,
madre, aunque me vea chamaco, mi abuelo que es chamán en mi pueblo, me ha enseñado
desde muy chico y me dio el bastón para que nuestros hermanos me reconozcan
cuando tengan algún apuro.
—Y que andan
haciendo por aquí, pos luego se ve que son fuereños.
—Es cierto,
venimos del rumbo de Acámbaro.
—Pos yo no
conozco mas allá de San Felipe, pero he oyido que ta muy lejos. ¿Pos que buscan
pues por acá, muchachos?
Recordando
las advertencias del cura de Chamacuero, Serafín contestó cauteloso a la mujer.
—Pos como en
el rancho no hay mucho trabajo y supimos que el cura de este pueblo les ha enseñado
algunos oficios, pos nosotros queremos aprender algo, pa no tener qué vivir solo
de peones. ¿No le parece?
—Pos eso ta
güeno, muchachos. Es cierto, el padrecito Miguel les está enseñando a algunos
indios a hacer jarros y platos.
Ya mas en
confianza, Serafín preguntó:
—De
casualidad, madrecita, sabe usted donde nos podemos echar pa dormir un poco,
pos venimos rete cansados y ya mañana buscaremos al padrecito.
—Pos miren,
muchachos, tengo mi’ja que está bien mala de calenturas, si tú la puedes vesitar
y curar, pos les dejo dormir en algún rincón en mi jacal.
—Desde luego
que sí, ¿cuánto le debemos de la cena?
—Pos si la
curan, no será nada. Miren, si me esperan un poco, voy a buscar a mi otra hija
pa que se quede en el puesto. No me tardo.
La mujer los
dejó al cuidado del puesto, en tanto ella corrió por un callejón; al poco rato
volvió acompañada de una muchacha de unos doce años, quien les saludó con la
vista en el piso, jugueteando con la punta de su rebozo.
—Vamos pues,
muchachos. Tienes cuidado, Lupe, no te vayas a quemar con el atole. No me
tardo.
Los
muchachos siguieron a la mujer hasta el final del callejón por donde había
desaparecido. Los hizo pasar a un jacal, dando una patada a un perro que se
aprestaba a ladrar a los extraños, retirándose con la cola entre las patas a
refugiarse debajo de la mesa. La mujer guió a Serafín al lado de un camastro,
donde se encontraba postrada una joven de unos quince años; ojerosa y con la
boca seca por la calentura. Siguiendo las instrucciones de su abuelo, Serafín
se puso de rodillas para hacer su oración:
—”Oh, dioses de mis padres, de mis abuelos y
de los abuelos de mis abuelos! miren a este pobre e inmerecido servidor y
permítanme que siga con la tarea de servirles a ustedes y a mis hermanos enfermos,
guíenme para entender la enfermedad y para curarla con las yerbas que ustedes
nos proporcionan”
Después de
hacer su oración, el joven curandero se acercó a la enferma, pidió a sus dos
ayudantes que empezaran a tocar la música agradable a los dioses. Le tocó la
frente y el cuello a la enferma y sintió la alta temperatura; le palpó el
cuello debajo de las orejas; satisfecho con su auscultación, el joven pidió a
la madre de la joven que le quitara la cobija, dejando solo una sábana delgada;
extrajo de su morral unas yerbas y pidió a la madre que preparara una infusón;
cuando estuvo lista, se la dio a beber a la muchacha; puso a asar unos tomates
rojos y con ellos le frotó las plantas de los pies y las coyunturas de piernas
y brazos. Al terminar la arroparon bien y la joven empezó a sudar bastante; poco
después la enferma empezó a dar muestras de restablecimiento.
Como lo
ofreció la madre de la enferma, dejó que los tres amigos se durmieran en un
rincón del jacal, aprovechando también la cercanía del curandero para estar
pendiente de la enferma, quien por la mañana se encontraba restablecida
Antes de retirarse, aceptaron el desayuno que
la agradecida madre ofreció a los muchachos y les indicó donde podrían encontrar
al padre Miguel; los amigos salieron rumbo a la parroquia de Nuestra Señora de
los Dolores. El pueblo era pequeño, por lo que solo caminaron unas cuantas
calles y llegaron al templo donde preguntaron por el sacerdote; el sacristán
les informó que lo podían encontrar en la alfarería, la cual se encontraba en
la calle posterior de la parroquia, a donde se dirigieron los amigos.
En cuanto
preguntaron por el sacerdote, se acercó a ellos un hombre no muy alto, medio
calvo y de tez blanca, de unos cincuenta años. Vestía camisa blanca con
alzacuello, pero llevaba puesto un mandil de cuero, el cual se veía manchado de
arcilla.
—Buenos días, muchachos, yo soy el padre Miguel, ¿en qué puedo
servirles?
Los
muchachos se quitaron los sombreros y, como siempre, el que habló fue Serafín:
—Padrecito,
mi nombre es Serafín y mis amigos son Agustín y Domitilo y venimos del rumbo de
Jerécuaro; nos enteramos de que usted está enseñando algunos oficios a los
indios y nosotros queremos aprender algo, para ya dejar de ser sirvientes en el
campo.
—¡Caramba,
muchachos!, ─repuso sorprendido el sacerdote─ vienen de muy lejos y con deseos
de aprender; algo encomiable y, desde luego que les voy a enseñar, pero, por
favor, vengan conmigo, vamos a tomar un chocolatito y me platican de sus
inquietudes.
El padre Miguel
Hidalgo y los tres amigos se dirigieron a un cobertizo donde había una mesa y
un gran brasero; sobre las brasas se encontraba una olla de barro, de donde el
anfitrión sirvió sendos jarros de chocolate caliente.
—Ahora sí,
muchachos, quiero que me lo cuenten todo. No es que dude de sus deseos de
aprender, pero no creo que sea la única razón que los ha movido para hacer tan
grande excursión. Por favor, ténganme confianza, que lo que se diga en este
sitio, no saldrá jamás.
Después de
mirar a sus amigos, Serafín contó al Padre Miguel la verdadera razón que los
impulsó a buscarlo. Le hablaron del padre José María, su antiguo discípulo en
el Seminario de Valladolid. De su trabajo en la hacienda de Puruagua y de lo
hastiados que se encontraban de seguir en esa servidumbre. Le platicaron que
conocían unas cuevas en el cerro, donde habían ido haciendo acopio de fierros y
de una fragua, donde se podrían fabricar lanzas, espadas y algunas otras armas.
El Sacerdote los escuchaba en silencio, imaginando la vida que podrían
haber llevado esos muchachos, casi unos niños; las carencias ancestrales que
vivirían y el riesgo que corrieron al acopiar en la cueva los materiales que le
contaron. Lo inquietante de todo, era que si ellos se habían enterado de las
inquietudes del sacerdote, sería probable que muchas otras personas estuvieran
enteradas. Serafín le habló también del padre Ramiro, párroco de San Francisco
en Chamacuero y de lo que les había platicado acerca de las inquietudes de los
criollos, aconsejándoles que no platicaran a nadie, salvo al padre Miguel, de
esas cosas. Le confesaron que ellos no entendían de los problemas que había en
España y que en realidad lo que querían entender era lo que pasaba en sus
ranchos.
—Bueno, continuó
el Padre Miguel, ante todo deben hacerle caso al padre Ramiro y no andar contando
estas cosas por ahí; se pueden meter en dificultades. En cuanto a los problemas
que se presentan hoy en día, son complejos y aunque son distintas las caras que
presentan, según quien las vea, los indios o los criollos, en realidad es un
mismo problema.
Trataré de explicarme
lo mas claro que sea posible: El asunto de los indios, que ya de por sí, ese
tratamiento me repugna; lleva un dejo de menosprecio, prefiero llamarles
“naturales”. Pues bien, a los naturales se les ha tenido en un sometimiento de
esclavitud disfrazada por los llamados “encomenderos”; se les llamó de esa
forma porque se les “encomendaba” un cierto territorio, para que cuidasen de él
y de sus habitantes.
Las Leyes de
Burgos, son muy claras, “…la Corona tiene pleno derecho sobre las tierras, pero
no puede maltratar ni explotar a los indios, quienes tienen el derecho de ser
propietarios; si son contratados, a una retribución justa por su trabajo…” De
tal suerte, se nombró o se encomendó a ciertas personas, a que administraran, a
favor de la Corona, un cierto territorio bajo las Leyes de Burgos.
La distancia y la corrupción permitieron que
los encomenderos se convirtieran en amos de los naturales y propietarios de las
tierras; a éstas las explotaron a su antojo y a los propietarios los
esclavizaron y de esto hace ya sus buenos trescientos años. Esta situación ha
tenido esporádicas explosiones que se han sofocado a sangre y fuego; pero
cuando el hombre se decide a tomar su condición natural, que es de libertad, nada
ni nadie puede pararlo. Podrán pasar muchos años y costar muchas vidas, pero al
final triunfa la razón. ¿Me han entendido esta parte?
—Pos, más o menos,
dijo Domitilo rascándose la cabeza.
—Pos si está bien
clarito, ─intervino Agustín─ así como su mercé el padrecito Miguel lo cuenta,
pos sí, se entiende que ya tamos hartos de que nos miren como sus tarugos ¿Qué
no, Padrecito?
—Pues en esencia, es eso, Agustín, aunque tienes una forma
muy peculiar de expresarlo.
—Yo entiendo, ─dice Serafín─ que estamos en lo correcto,
nosotros ya no queremos ser peones de nadie, pero los patrones no nos van a
soltar nomás porque lo pidamos; nosotros les damos a ganar mucha plata, entonces
la forma es exigirlo por la fuerza.
—También estás en lo cierto, Serafín, pero lo planteas de
forma muy cruda. Siempre debemos buscar el justo medio para resolver nuestras
diferencias. Después de todo, para las formas violentas, siempre habrá tiempo.
—En cuanto a la preocupación de los criollos, el asunto es más
complejo. También intentaré explicarles. El Emperador Napoleón I invadió España
y coronó rey a su hermano José. Tanto españoles, como criollos, queremos que se
reponga a Fernando VII, el legítimo soberano de España. Esa es una parte, la
otra, es que los españoles que viven en Nueva España acaparan todos los puestos
disponibles, dejando afuera a los criollos; por tal motivo, pedimos que se
nombre un rey para la Nueva España, independiente de la Corona Española y que,
tanto españoles, como criollos, seamos considerados iguales.
—Eso me parece bien, ─dijo Serafín─ pero ¿dónde quedamos los
indios?
—Es una cuestión que todavía no hemos podido llegar a un acuerdo;
algunos piensan que se deben quedar en la misma situación y otros pensamos que
se les deben dar las libertades que establecen las Leyes de Burgos. Aún así,
deberán pasar muchos años para que alcancen el nivel educativo suficiente para
hacerse cargo de ciertas responsabilidades; para ello, el gobernante deberá
dotar a todo el país de escuelas y profesores suficientes y tener planes de estudios
adecuados para cada región; con la diversidad de lenguas que se hablan en el territorio
de Nueva España, se convierte en un problema de gran magnitud.
–Yo creo, ─continuó Serafín─ que
los indios debemos tener nuestras propias tierras y que no estemos atados a los
amos, como animales.
—Tienes razón Serafín, ─repuso
Don Miguel─ eso se resuelve con las Leyes de Burgos, pero revertir una
situación que ha prevalecido durante trescientos años, va a ser muy complicado.
—Padre Miguel, ─volvió a hablar
Serafín─ yo tengo una duda que no sé si se relacione con lo que estamos
hablando, ¿qué son los masones?
El sacerdote se desconcertó con
la pregunta que le formuló el muchacho y de momento no supo que responder.
Cuando sintió que ya había asimilado la dimensión de la pregunta, se aclaró la
garganta y respondió.
—No sé dónde escuchaste esa
palabra, muchacho, pero debo decirte que no es conveniente que lo hables fuera
de aquí, ¿está claro? La masonería es una sociedad de estudio y trabajo que
tiene como lema la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Cuando se logre que
todos los seres humanos gocen de estas tres formas de vida, seremos una gran nación.
Es todo lo que te puedo decir.
—Pero ya basta de charla, vamos a
la alfarería para presentarlos con el encargado y puedan empezar a aprender esa
noble actividad.
El Sacerdote los llevó a la parte
del fondo del terreno, donde estaba ubicada la alfarería; se encontraban unos
diez aprendices, todos bajo la dirección de don Tomás Hernández, un hombre como
de cuarenta y cinco años, robusto de manos fuertes y ojos castaños de mirar
directo; un grueso bigote entrecano ocultaba casi su boca. Don Tomás era hijo
de españoles, nacido en la ciudad de Querétaro e íntimo amigo del padre Miguel.
—Mira Tomás, ─dijo el padre
Miguel─. Estos tres muchachos acaban de llegar, son Serafín, Domitilo y Agustín
y desean aprender el oficio, te los encargo, por favor. Muchachos, ─dijo
dirigiéndose a los recién llegados─ quedan en buenas manos.
El sacerdote dejó a los muchachos
y volvió a sus actividades. Los recién llegados miraban fascinados lo que
realizaban los aprendices.
—Bienvenidos, me entero de que
vienen de tierras lejanas y eso habla bien de ustedes, espero que pongan en el
aprendizaje, el mismo entusiasmo que en llegar aquí. Primero veremos qué
tenemos en este lugar, para que se vayan compenetrando del trabajo.
—El primer paso, es seleccionar
la arcilla mas adecuada. En estas tierras no la hay de buena calidad, por lo
que la compramos a personas que la traen del rumbo de San Diego de la Unión. La
arcilla que se encuentra cercana es buena para fabricar tabiques y tejas, pero
no para hacer alfarería; ya se irán dando cuenta de la diferencia. Los arrieros
nos la traen en costales y la tendemos en el patio, donde hay que romper los
terrones hasta que quede hecha polvo; ese polvo lo pasamos por tamices finos, a
fin de tener la seguridad de que no nos encontraremos con un trozo que eche a
perder una pieza.
—Cuando está listo el polvo, lo
guardamos en sacos de manta en algún sitio donde no se vaya a humedecer. Ese
polvo lo depositamos en las mesas de amasado, donde le vamos adicionando el
agua necesaria para trabajarla.
Tomás continuó con su
explicación, caminando entre los artesanos que realizaban distintas
actividades.
—Cuando la masa de barro está
hecha, el alfarero la coloca en este aparato, llamado “torno egipcio”, por ser
de esa tierra su origen.
Los muchachos miraban fascinados a
un hábil artesano que, en tanto hacía girar el torno con los pies, en la base
superior tenía un jarrón en elaboración; se humedecía las manos y luego iba
dando la forma a la vasija, que giraba de manera uniforme. Valiéndose de un
cordón fino, mojado, cortó la boca de la vasija, luego aplicó el mismo hilo a
la base y la separó del resto de la masa de arcilla. Al acabar le dio forma a
la boca y, tomándola con cuidado, la colocó sobre una tabla y la cubrió con un
lienzo húmedo.
—Esto, les explicó Tomás, es para
dejar que la pieza se vaya secando de forma lenta, para que no se agriete;
cuando esté bien seca, se pasará al horno para hacer el “sancocho”, es decir,
la primera quema. Pero sigamos adelante.
Serafín y sus amigos estaban
maravillados de las cosas que miraban. Un obrero hacía jarros, aquel otro
elaboraba vasos; el de mas allá se ocupaba de producir platos y cazuelas. Así
llegaron al fondo del taller, donde se localizaban los hornos de cocido;
estaban fabricados de ladrillos de barro cocido; eran cilíndricos y terminaban
en forma de botella. Al frente había una puerta de hierro por donde hacían la
carga y descarga del producto en proceso.
Tomás les explicó que las piezas
se colocaban alrededor del horno, para que el, fuego no les pegara de manera
directo. Debajo de la puerta de carga se encontraba el sitio donde ponían la
leña que serviría de combustible. Era este un horno de tipo moderno y les
permitía hacer buenos cocidos.
—Vamos a seguir, muchachos, les
dijo el ceramista, veremos ahora la zona donde se hacen los decorados; utilizamos
distintos materiales, dependiendo el color que queramos darle a la pieza. Si la
pieza es verde, utilizamos óxido de cobre; si roja, manganeso; el negro se obtiene
aplicando óxido de hierro, en fin, los amarillos claros e intensos, así como
los colores lechosos, de plomo y estaño. Como se darán cuenta, haciendo
combinaciones con estos elementos, podemos obtener una amplia gama de colores.
Luego que el “sancocho” esté decorado, una vez seco se vuelve a hornear, a fin
de fijar los colores.
—Muy bien, muchachos, hemos hecho
un recorrido rápido por el taller, así es que mañana, a primera hora, empezarán
por el triturado de la arcilla, para que vayan conociendo todo el trabajo que
se realiza. Pero ya es la hora de almorzar y supongo que no han comido nada, ¿o
me equivoco?
Aunque los
muchachos habían comido algo en la casa de la niña enferma, no dejaron pasar la
oportunidad de llevarse algo a la boca; tenían por experiencia que en ocasiones
podían pasar varias horas, inclusive el día entero, sin comer nada.
Al llegarse
la hora de la comida, los trabajadores limpiaban una mesa de trabajo y sobre el
horno que estuviese encendido calentaban los alimentos que el padre Hidalgo les
enviaba. En esta ocasión y tal vez por la llegada de los nuevos aprendices, el
mismo sacerdote los acompañó a comer.
—Y bien
Tomás, preguntó el padre Miguel, ¿cómo les fue a nuestros nuevos amigos?
—Yo supongo
que bien, padre, se vieron muy interesados en el proceso y los miro dispuestos
a empezar su aprendizaje, así que los he citado para mañana, empezarán en el
molido de la arcilla, como inician todos.
—Bien, muy
bien, bienvenidos hijos míos, espero que lo que aprendan con nosotros les sirva
en el futuro y, de ser posible, lleven estos conocimientos a sus amigos y
conocidos en su pueblo.
—Supongo, que
no tienen lugar donde dormir, así que te voy a pedir, Tomás, que les ofrezcas
algún sitio a resguardo dentro del taller y por la mañana que vayan a la casa cural
a desayunar conmigo; de hecho los espero a que me acompañen a misa de seis, por
lo general solo asisten tres o cuatro beatas, por lo que pueden dar el ejemplo
a los hombres, un tanto renuentes a las cuestiones de la Iglesia.
No muy de acuerdo
en cuanto a lo de la Misa, los muchachos comprendieron que no tenían muchas
alternativas, dado que ya tenían resuelto el problema de vivienda, de alimentación
y de aprendizaje. Solo Serafín pensó que mas adelante tal vez tuviera la
oportunidad de platicar mas en confianza con el padre Miguel, a fin de irse
enterando del rumbo que pudiera tomar el asunto de los indios y su inconformidad.
El sitio que
les asignaron a los muchachos para dormir, si bien no era una habitación
formal, estaba limpia y ventilada y les prestaron tres catres que les
permitieron dormir mejor que a campo raso.
Debido al
cansancio acumulado durante el viaje, los tres amigos se quedaron dormidos casi
en cuanto reposaron la cabeza en el catre. El cuarto estaba ubicado cerca de la
entrada del taller; en un cuarto similar, descansaban otros aprendices que
venían de las rancherías de los alrededores. Al fin gente de campo, a las cinco
de la mañana ya estaban listos para iniciar actividades, aunque aún faltaba una
hora para llegar al templo. El ambiente estaba frío, como todas las mañanas en
esos lugares. Era un viento fresco y limpio, con olor a pino; el cielo estrellado,
se mostraba majestuoso, sin que los primeros rayos del sol ocultaran sus
eternos misterios.
Puruagua
La vida en
Puruagua continuaba. Aunque pareciera que todo seguía igual, no era así, las
inconformidades de los peones eran cada vez mas evidentes; ya no tan dóciles
acataban las órdenes del capataz, Diódoro Garfias, tan temido y odiado por los
indios, quienes estaban cansados de sus malos tratos y abusos. Hartos de sus
exigencias de ejercer el derecho de
pernada a nombre del amo, amaneció un día muerto en el camino que va de
Puruagua a Puruagüita, en apariencia iba borracho y cayó del caballo, abriéndose
la cabeza contra unas piedras. El Alguacil y sus hombres fueron a enterarse de
los pormenores de la muerte del capataz, pero al no encontrar nada irregular,
cerraron el caso determinando que el hombre había muerto a causa de un
accidente.
La realidad
era otra, Anselmo, el padre de Serafín, experto cazador con la honda, había
esperado a que Diódoro pasara rumbo a la finca donde vivía, cerca de las aguas
termales de Puruagüita; luego que cayó del caballo, Anselmo le echó encima una
botella de aguardiente, para que pareciera que el hombre iba borracho. Al
quedar sin jinete, el caballo corrió hacia su caballeriza, donde los peones, al
ver llegar el caballo sin su amo, salieron en su busca; no era extraño que
cuando fuera a la Hacienda se tomara sus mezcales.
Cuando don Francisco
se enteró de la muerte de su capataz, sintió cierta pena por él, pero mas por
la mujer y los huérfanos que dejaba; lo molesto del caso, es que tendría que
ponerse a buscar un substituto a la brevedad posible, la peonada era como los animales,
no trabajaban si no se les fustigaba lo suficiente.
Cuando Juana
se enteró del asunto, pensó en Anselmo, quien estaba enterado de las bajas
intenciones que el capataz tenía hacia Juana, que para el patrón no era mas que
la sirvienta que le atendía la hacienda. Siempre que Diódoro estaba en la hacienda,
Juana procuraba no presentarse por el despacho, enviando a un peón de confianza
para que atendiera al patrón y su invitado.
Esa noche,
ya en su cuarto, Juana pidió a Dios que perdonara a Anselmo, pero también le
agradeció que hubiera recogido a Diódoro y rezó un Rosario por que perdonaran
sus pecados y por el eterno descanso de su alma. Esa noche durmió tranquila, solo
le hacía falta Serafín y que la niña Ana María saliera de ese horrible
convento.
Un grupo de
criollos, amigos de Diódoro, se reunieron en su casa para acompañar a la viuda,
presentarle sus respetos y llenar la tripa con buenos alimentos y mejores vinos.
No faltó quien contratara los servicios de unas plañideras para que ambientaran
el velorio.
El cortejo
fúnebre, llevaría el cuerpo del difunto hasta su última morada. La peonada pidió
permiso a la viuda para rendir homenaje al difunto, aunque en el fondo era para
tener oportunidad de hacer fiesta por su muerte. La inocente mujer pensó en los
peones; pobrecitos, se habían quedado como en la orfandad, por lo que no negó
el permiso y les ofreció regalarles un novillo gordo para que lo prepararan a
su gusto; también les mandó suficiente aguardiente para que no faltara la
alegría en el velorio.
Acompañados
de sus instrumentos musicales tradicionales, los indígenas acasillados en la hacienda
acompañaron el cuerpo de Diódoro hasta su última morada; después de la
inhumación siguió la música y la fiesta, pero ahora y sin que la viuda lo
comprendiera, para celebrar la muerte del odiado capataz
En realidad,
la vida no era muy diferente entre la peonada, vivir en las condiciones en que
estaban, era casi estar muertos. La mayor parte de los habitantes de esas rancherías,
nacían, crecían, se multiplicaban y morían en el mismo lugar; sin alejarse más
que unas cuantas leguas a la redonda de donde habían visto la primera luz y
donde verían la última. Por eso, cuando empezaron, de forma clandestina, a
escuchar la posibilidad de levantarse en contra de los españoles, no lo
pensaban demasiado; era preferible morir ahorcado, a hacerlo con lentitud, a base
de malos tratos y peor comer. La semilla de la rebelión estaba cayendo en
terreno fértil.
Anselmo era
quien encabezaba ese primer esbozo de rebelión, pero solo unos cuantos
allegados, de probada fidelidad, estaban enterados. El primer paso para iniciar
actividades había sido la muerte de Diódoro. También a oídos de estos rebeldes
en ciernes habían llegado noticias del norte del Estado, donde algunos oficiales
Realistas criollos, se encontraban descontentos por la falta de oportunidades
de ascenso frente a los soldados de origen español. Las noticias que llegaban
eran transmitidas de boca a boca a través de los arrieros, quienes viajaban por
todo el país, lo hacían en su propia lengua, que no entendían los patrones. Los
mesones, sitios a los que todos llegaban, era el lugar donde se intercambiaban
noticias. Los arrieros y caballerangos, de origen indígena, pasaban casi
desapercibidos y los patrones los consideraban un poco por arriba de los
animales, por lo que no se cuidaban de comentar sus asuntos en presencia de su
servidumbre, a quienes consideraban incapaces de entender los asuntos que
trataban entre sus iguales.
Con cierta
frecuencia pasaban por Puruagua los comerciantes que iban de Querétaro a
Maravatío, quienes sabedores de la inquietud que se estaba formando entre los
indígenas, buscaban a las personas adecuadas para pasarles información, a la
vez que recibían mensajes para gente ubicada en otros sitios. Así se enteró
Anselmo de lo que se conspiraba en Querétaro, San Miguel el Alto y la villa de
Dolores. Se enteró, que su hijo Serafín estaba de aprendiz en un taller de
cerámica del padre Miguel Hidalgo, quien era uno de los criollos que buscaban
la emancipación de la Corona de España.
Por este
medio de comunicación, cierto día en que Serafín y sus amigos salieron a
caminar, después de la jornada de trabajo, se encontraban sentados bajo un
árbol, en la explanada que se hallaba frente a la parroquia, hasta donde llegó
un arriero, quien les preguntó en dónde habría un mesón para pasar la noche.
—Está muy
cerca, ─informó Serafín─ si quieres te acompañamos, nosotros solo estamos matando
el tiempo. ¿De dónde vienes?
—Del rumbo
de Jerécuaro, ¿saben pa’llá?
—Pero si de
allá mesmo semos, ─dijo emocionado Domitilo─.
—Pos mira
que chiquito es el mundo. Y de casualidá, ¿conocen a un tal Serafín, del rancho
de Puruagua?
—Pos ese
mero soy yo, ─dijo Serafín preocupado─ ¿es que hay problemas en mi casa?
—No,
muchacho, calmao, solo te truje un recao de Anselmo, tu tata.
—Dime pues, ─le
urgió Serafín─ ¿está bien mi tata?
—Sí pues.
Solo te manda decir que’stés preparao, tú y tus amigos, pos la indiada está
inquieta, que tú le entenderás. Yo voy pa san Diego y vuelvo en una semana, si
tienes alguna razón, nos encontraremos por aquí. ¿Ta bueno?
—Está bien, dijo Serafín, pero ¿cómo te llamas?
—Mi nombre no importa, mejor asina, nos encontraremos.
El grupo había
llegado a las puertas del mesón, por lo que el arriero encaminó sus animales al
interior y los muchachos regresaron a sentarse bajo el árbol, muy pensativos.
—¿Qué crees
que sea?, ─preguntó Agustín─.
—Pos para lo que hemos preparado las cuevas. Yo creo que ya falta poco.
Lo que me preocupa es Ana María, que no vaya a tener problemas; espero que mi
mama esté enterada. Yo creo que sí, pues mi tata no deja de verla cada semana.
De cualquier modo, le pediré a mi tata que la cuide, no le vaya a pasar algo.
Así las cosas, los muchachos se retiraron a descansar, aunque Serafín no
pudo conciliar el sueño muy pronto, no dejaba de pensar en las repercusiones
que estos hechos pudiesen tener en la vida de la joven hija del encomendero
Francisco de Urzúa.
A la mañana siguiente, luego de terminar de desayunar con el cura de
Dolores, Serafín le pidió que le diera unos minutos para platicar en privado, a
lo que accedió don Miguel de buena gana, pensando que, el muchacho tendría
necesidad de confesarse.
—Claro que sí, Serafín, ¿quieres que platiquemos en la sacristía, o en
un confesonario?
—No, padrecito, si su mercé no tiene inconveniente, creo que sería mejor
en la huerta.
—Está bien, muchacho, ya me preocupaste, espero no sea grave. Agustín y
Domitilo, adelántense al taller y digan a Tomás que Serafín se quedó conmigo y
los alcanza en unos momentos.
Se levantaron de la mesa y los dos amigos salieron rumbo a su trabajo,
en tanto que don Miguel y Serafín se fueron hacia la huerta. Allí, caminando
entre manzanos y membrillos y a la sombra de unas grandes parras que se
encuentran llenas de gordos racimos de uvas rojas y jugosas. Don Miguel corta
un racimo y ofrece unas uvas al joven acompañante, como para darle confianza y
soltarle la lengua.
—Y bien, Serafín, ya estamos solos, dime lo que te preocupa; veo en tu
rostro que algo te aflige.
—Así es, padre Miguel. Le suplico que no me pregunte cómo estoy enterado,
pero sé que hay ciertas reuniones en Querétaro y en San Miguel el Grande, usted
es uno de los asistentes.
—Pero ¿qué dices, muchacho?, ─interrumpe alarmado el sacerdote, temiendo
que hubieran sido descubiertos─. ¿De dónde sacas esas cosas?
—No se alarme, padre, lo que quiero decirle es que, cuando se haga lo
que se tenga qué hacer; recuerde que le comenté que nosotros tenemos preparadas
unas cuevas donde puede entrar mucha gente; además tenemos algunas armas,
forjas y fierros, donde podemos hacer otras armas. Sólo esperamos el momento adecuado
para empezar. El grupo de ustedes busca la independencia de España y nombrar un
rey en Nueva España. Nosotros también buscamos nuestra libertad, ya no queremos
seguir sometidos al rey de España ni a sus enviados, lo mismo virreyes que encomenderos…
Se hizo un espeso silencio entre los dos hombres; el más joven, que en
los últimos tiempos había ganado en estatura y fortaleza y el hombre maduro,
quien siempre había destacado por su inteligencia y rectitud. No se miraban,
pero una corriente de confianza y entendimiento parecía fluir en ambos
sentidos. Los dos hombres comían las dulces uvas, calibrando lo que acababa de
decirse y valorando muy bien las palabras que se debían pronunciar.
—Así es que ¿esto es lo que los trajo a Dolores?, preguntó el cura
mirando a su interlocutor.
—Así es, padre Miguel, hace tiempo que he sabido de esas reuniones y de
lo que se habla en ellas y he pensado que, de alguna forma, los dos buscamos
algo en común: que España deje de gobernar en estas tierras. Ustedes tienen un
fin, nosotros tenemos otro, pero el principio es el mismo.
—¿Quién mas sabe de esto?, ─preguntó preocupado el sacerdote─.
El viento movía la blanca melena que, como corona de oliva, rodeaba sus
sienes, haciendo resaltar su avanzada calvicie. Los pensamientos de Miguel
volaban en diferentes direcciones; por una parte, los fines que los criollos
perseguían. Pero estaban los mestizos, los indígenas naturales de esas tierras
y las otras castas desarrolladas entre españoles, mestizos, indígenas y negros
traídos como esclavos de diferentes lugares. Cada grupo tenía sus intereses
particulares; tal vez confluyera en un mismo punto, hasta ahora desconocido… «preocupante…
muy preocupante» pensaba.
—Pocos, padre, por eso no se preocupe. Yo solo le estoy comunicando algo
que es real y que en algún momento nos va a ser de utilidad.
—Bien, Serafín, vamos a dejar esta plática pendiente en este punto, yo
necesito platicar con otras personas; en tanto, por favor, no comentes con
nadie, ni con tus amigos. Nos va la vida a mucha gente, ¿estás consciente de
ello?
—Sí, padrecito, le repito que no se preocupe. Hasta que usted me dé una
respuesta, no daré el siguiente paso.
—Bien, bien, Serafín, si acaso te preguntan, diles que te estaba
confesando. Vete ahora, muchacho y nos vemos mañana o pasado.
Serafín besó la mano del sacerdote, recibió su bendición y salió corriendo
hacia el taller, a continuar con su vida diaria.
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