El Padrecito José María
Serafín y
sus dos amigos entraron al Templo Parroquial de Churumuco, era una construcción
de finales del XVI, de fuertes muros de piedra y alta bóveda, no era un
edificio muy grande; debe haber tenido unos quince metros de ancho por treinta
y cinco de fondo, estaba amueblado con dos hileras de bancas de madera y en el
presbiterio un altar de piedra adosado al muro; sobre el Altar, un Cristo de gran
tamaño, al costado izquierdo del Cristo, una escultura policroma de San Pedro
Apóstol, santo patrono del lugar; al lado contrario, una imagen de la Virgen de
Guadalupe. A los pies del Cristo está el Sagrario y una veladora alumbra el
sitio de manera permanente. Son apenas las seis de la mañana y las campanas
tocan la tercera llamada para la Misa; algunas beatas ya están ocupadas, pasando
las cuentas de su rosario o leyendo en sus devocionarios; otras personas entran
de prisa al templo y se santiguan de cualquier manera, en el momento en que
entra el Sacerdote, precedido por un par de acólitos que caminan medio
adormilados.
El Sacerdote
se acerca al Altar y reverente se inclina y lo besa, voltea hacia la asamblea e
inicia el rito, todos los presentes se persignan y en seguida voltea hacia el
Altar y da comienzo la Misa. La realiza en latín, lengua que nadie de los
presentes comprende, la mayoría sigue con las actividades que tenían desde el
momento de llegar al templo, unos el Santo Rosario; otros sus devocionarios,
sin faltar unos mas que miraban en todas direcciones, ausentes a lo que se
realizaba en la iglesia. Luego de largas lecturas en latín, el sacerdote se
encamina al púlpito, sube despacio la escalera y empieza su sermón: le habla a
la asamblea acerca de los pasajes que ha leído: “
«Qué ha
querido decirnos Jesús aceptando participar en una fiesta de bodas? Ante todo,
de este modo, Él con su presencia, ha honrado las bodas entre un hombre y una
mujer recalcando, que ellas son una cosa hermosa, querida por el creador y
bendecida por Él»
Sobre el tema del matrimonio siguió hablando;
parece ser que en el pueblo y rancherías de los alrededores, se daba mas la
unión libre, que el matrimonio religioso; lo que los curas intentaban corregir.
Su sermón duró mucho tiempo, unos cabeceaban y otros de plano estaban dormidos;
otros tantos hacían como que prestaban atención. El sacerdote terminó, bajó del
púlpito y volvió al Altar a terminar la ceremonia. Al final impartió la
bendición y todos salieron a la carrera, a iniciar sus actividades del día. Solo
permanecieron los tres amigos; cuando vieron a uno de los monaguillos que
levantaba las cosas del Altar, se acercó Serafín a hablar con él:
—Oye, muchacho, ¿podríamos platicar con el señor cura?
El monaguillo volteó a verlo, en tanto continuaba con su actividad,
respondió:
—Le voy a preguntar al Padrecito, pa ver si quiere platicar con usté.
El niño
salió por la puerta trasera, rumbo a la sacristía; pasado un rato largo volvió
y les pidió a los muchachos que lo siguieran. Los condujo a través de la sacristía
y salieron a un patio interior que comunicaba con la casa sacerdotal. En la
puerta de una habitación estaba parado el sacerdote, vestido con su sotana
negra y alzacuello, con la cabeza descubierta; era un hombre moreno claro, no
muy alto, fornido tirando a una ligera obesidad, de mediana edad y mirada directa.
—Hola, hijos, ustedes no son de por aquí, ¿en qué puedo servirles?
—Gracias por
recibirnos, ─habló Serafín, en tanto sus amigos se estrujaban las manos, nerviosos
y apenados─ venimos desde un sitio que se llama Puruagua, mas allá de Acámbaro.
—Pues vienen de lejos, hijos, ¿qué hacen tan lejados de su tierra?
—Pos la mera
verdá, Padrecito, es que he escuchado allá por mi pueblo, en Jerécuaro, que
usté se junta con otras personas y platican de que no están contentos con la
vida que nos dan los españoles y, pos nosotros también no estamos contentos.
—!Válgame la
Santísima Virgen! ¿Y solo por eso han venido hasta acá?
—Pues sí,
Padrecito, nosotros semos indios y si nos ven juntos mucho tiempo, pues alueguito
nos quieren levantar. Tonces pensamos que era mejor venir pa'cá, pa platicar
con usté. Nos juntamos a unos arrieros que venían pa este rumbo y aquí estamos.
—A qué
muchachos estos, ─dijo como para sí el sacerdote─ supongo que no han desayunado,
acompáñenme, por favor.
Los
muchachos siguieron al Cura hacia el interior de la habitación, era un amplio
comedor y en el cuarto contiguo se veía una gran cocina, con un brasero de
cuatro hornillas y ollas y cazuelas colgadas en la pared. En el comedor, en un
aparador, había muchos platos y jarros, parecía que vivía mucha gente en esa
casa. En la pared contraria, estaba colgado un cuadro grande de Nuestro Señor
Jesucristo en la Cruz. Cerca del cuadro estaba el filtro de piedra que dejaba
gotear el agua a un cántaro policromado, junto había un aguamanil con una tela
colgada, para lavarse las manos. La mesa era rústica, con diez sillas de madera
con asiento de otate. Las paredes del comedor estaban pintadas de color azul
claro, con un guardapolvo de color mas fuerte; el piso era de ladrillos
cocidos, muy regado y barrido. Dos grandes candelabros daban luz sobre la mesa,
aunque la habitación tenía una amplia ventana que daba a la galería. El sacerdote
ocupó una silla a la cabecera de la mesa e invitó a los muchachos a sentarse,
lo que hicieron medio cohibidos; nunca se habían sentado a una mesa tan
elegante.
Durante el
desayuno, no se habló nada respecto al asunto que había llevado a Serafín y sus
amigos en un viaje tan largo; la sirvienta del sacerdote estaba muy pendiente
de lo que hablaba el señor cura; luego corría a comunicarlo a las feligresas,
ansiosas de noticias o chismes. Se habó de cosas intrascendentes, de que el
padre del cura había sido carpintero; de que el sacerdote, antes de serlo,
había sido arriero, viajando de un lejano lugar llamado Acapulco, hasta la
ciudad de México, llevando mercancías que un tío, hermano de su padre,
comerciaba entre ambas ciudades. Les contó a los asombrados muchachos, que a
Acapulco llegaba un gran navío procedente del otro lado del mar, cargado de
mercancías maravillosas. Los muchachos nunca habían oído de ningún mar, por lo
que el sacerdote les contó que era como una enorme laguna, que no se le veía el
otro lado y era tan profunda, que se podrían sumergir la montaña mas alta de la
región, sin que se le pudiera ver la punta. Los amigos estaban maravillados y lo
creían porque se los decía el padrecito.
Cuando
terminaron, los invitó a caminar por la huerta; necesitaba ver cómo se estaban
desarrollando algunos árboles, lo cual era el pretexto para alejarse de los
curiosos oídos de la sirvienta, que se ocupó en levantar los trastos utilizados
para llevarlos a lavar.
La huerta
era grande y tenía al centro un gran tamarindo, cargado de sus dulces vainas.
Había chirimoyas y tejocotes y una gran variedad de plantas en floración. En un
rincón de la huerta se miraban unos cajones como para panales de abejas. Don
José María los llevó hasta un pozo y se sentaron en el brocal y en la banqueta
perimetral. Serafín se asomó y miró su imagen reflejada en las aguas y un cielo
azul surcado por unas tenues nubes. Todo olía a fruta y flores.
—Miren,
hijos míos, ─empezó paternal el sacerdote─ esto que ustedes piensan es muy
peligroso, yo sé que ustedes actúan con limpieza de corazón. Tienen razón en
pensar en todas las injusticias que viven y en desear ponerles fin. Yo mismo las
he vivido; aunque mi madrecita, que en gloria esté, era criolla, yo soy y me
siento indio, como mi padre, como ustedes mismos.
—Pero padrecito,
─intervino Serafín─ usté es cura y no tiene problemas como nosotros, que semos
piones.
—En parte
tienen razón, Serafín, nuestros problemas son diferentes, pero también son
preocupantes; por ser indio me mandan a estos pueblitos tan lejanos. No me quejo
de ello, porque aquí miro el rostro de Nuestro Señor en los indios que sufren,
que son explotados como si fueran animales de carga; que viven casi en la
miseria y trabajan de sol a sol. Todo ello me hace pensar en que es necesario
un cambio; lo que pasa es que no sé cómo hacerlo, entonces solo lo platicamos
entre amigos. Yo les voy a recomendar que no hablen de esto con nadie, a menos
que sientan en tal persona la suficiente confianza para hacerlo, que estén bien
seguros de que no los va a traicionar.
—Pero díganme,
─continuó el cura─ ¿qué piensan esos personajes que me mencionas y que hicieron
referencia a mi?
—Pues eso, padrecito,
que usted no está contento y que habla de hacer algún cambio, pero como dice,
todo se queda en pura platicada.
—Es cierto,
Serafín, pero dime, ¿ustedes qué piensan? Me refiero a ti y a tus amigos, tan
callados, Ignacio y Domitilo ¿verdad?, ¿así son sus nombres?
—Mesmamente,
contestó Ignacio medio mosqueado. Domitilo asintió con un movimiento de cabeza.
—La mera
verdad, padre, yo me imagino que para enfrentarse a los soldados españoles
necesitamos armas, pero no tenemos como mercarlas; pero sí podemos hacer
lanzas, flechas; entre nosotros, los indios, hay herreros que hacen arados,
espuelas y armas, solo hay que juntarlos y nos ponemos a fabricar algo.
—Me parece
bien lo que dices, pero, ¿qué supones que harán los soldados cuando se den
cuenta que están haciendo armas? ¿Qué van a pensar tus patrones cuando vean que
sus herreros están usando sus fraguas para hacer armas? ¿Qué piensas que
harían?
Los tres
amigos se quedaron en silencio, como analizando esas posibilidades que les
había planteado el sacerdote, algo en lo que tal vez no hubiesen pensado. Se
miraron unos a otros y al fin volvió a hablar Serafín.
—Creo que ya
le entendí, padrecito, está difícil, ¿verdad?... Pero hay un lugar donde
podemos hacer muchas cosas sin que nos miren. Mis amigos y yo conocemos unas
cuevas muy grandes; están abajo de los cerros de San Agustín; tienen varias
entradas, una es por un arroyo que pasa por Jerécuaro; hay otras que están en
el cerro y otras que salen para Acámbaro. Sin saber para qué, nosotros hemos
juntado algunos alimentos, palos y fierros y creo que ahora me doy cuenta para
qué nos pueden servir.
—Yo les
recomiendo, muchachos, que no se precipiten, están jóvenes. Mejor piensen en
estudiar algo para que puedan salir de su situación. Mírenme a mi, yo era como
ustedes; cuando murió mi padre yo me tuve que ir a trabajar con mi tío, primero
en el rancho y luego como arriero; se sufre mucho, ustedes han vivido solo un
poco de ese trabajo, por lo que me cuentan, fue el trayecto hasta aquí. Ahora
imagínense hacer esos recorridos, tres veces mas largos; aguantando aguaceros, lodazales,
fríos intensos, todo ello durante varios años. Claro que se puede ir ganando
algo de dinero, pero si no se ponen listos, no falta quien se los quite: los
juegos de azar, las mujeres, las borracheras con los amigos, no falta quien. Yo
logré ahorrar un poco y fui comprando mulas y burros; yo quería ser el patrón. Para
lograrlo hace falta mucho dinero: comprar mercancías en un lugar y llevarlas a
donde hacen falta, pero ya con los animales es menos difícil. ¿sí me entienden?
Serafín y
sus amigos guardaron silencio, sopesando las palabras del padre José María. Sí,
comprendían lo que el cura les decía, pero no era fácil para ellos pensar en
cómo hacerle para estudiar algo, si apenas tenían tiempo de cumplir con el
patrón. Ahora andaban de vagos, pero al volver, a lo mejor los cintareaban por
irse sin avisar.
—Usted habla
bonito, ─dijo Serafín─ pero es que su padre tenía un oficio, no se alquilaba
con ningún patrón; nosotros vivemos en las casas del patrón, en las tierras del
patrón y tenemos que trabajar para el patrón, ¿cómo pues hacerle?
Yo he tenido
la suerte de recibir las lecciones de una niña muy buena, hija del patrón. Mi
madre la crió desde pequeña, pues su mamá murió cuando ella nació. Cuando le
pusieron maestros, me empezó a enseñar a leer y escribir y ya sé algo, pero
estos, ─refiriéndose a sus amigos─ van a tener que estar pegados a la tierra, sus
padres son campesinos.
—Es cierto, ─respondió
el religioso─ es más complicado para ustedes, pero no imposible, tú, Serafín,
que recibiste de una forma generosa alguna enseñanza, tienes el compromiso de
pasarla también a tus amigos, de esa forma todos nos iremos preparando. Yo les
recomiendo que se acerquen al cura de su localidad para pedirle que les enseñe
las letras.
—Me va a perdonar,
padrecito, eso va a estar mas difícil; el padre José es un español, atiende la
Capilla de la hacienda y no quiere ni vernos por ahí cerca. Diario celebra la
Misa, pero solo para la familia de Don Francisco y sus amigos, que siempre hay
en la casa.
—Te
entiendo, muchacho; sí que la vida es difícil. «Piensa con tristeza en las lamentables
condiciones en que se tenía a las castas mas bajas. ¿Cuándo podría haber un
cambio, si se tenía en la ignorancia a los indígenas, mestizos y mulatos? Habrá
que esperar que los criollos y algunos mestizos ilustrados se animen a iniciar
un movimiento que reivindique a estos hermanos.»
—¿Cuándo
regresan a su pueblo?, ─preguntó el Sacerdote─.
—Quedamos de
esperar a los arrieros, para irnos con ellos, fueron a la costa y en unos días
volverán; así vamos mas seguros y nos ganamos unos reales por trabajar.
—Me parece
muy bien, muchachos, mientras tanto, conozcan estos lugares, son muy bonitos,
es un valle en el que corre un río importante, el Tepalcatepec, pero tengan cuidado, de pronto
tiene corrientes muy traicioneras. Si no tienen dónde comer o dormir, vengan
con confianza a buscarme, por lo general como solo y me agradará compartir el
pan con ustedes y para dormir, hay bastantes cuartos. No lo olviden.
El Sacerdote se despidió de Serafín y sus amigos y los acompañó hasta el
atrio, donde los despidió; él tenía que atender a unas señoras que lo
esperaban. Los muchachos caminaron hacia la plaza principal, donde se sentaron
en una banca a platicar.
─¿Cómo la ves, Serafín?, ─preguntó Ignacio─ ¿ta
difícil, que no?
—Pos yo no entiendo bien, ─intervino Domitilo─ pero eso sí, el patrón no
nos va a dar permiso de ir a aprender las letras, pos si nomás nos quiere tener
como burros, pa nada le servimos muy leidos.
—Ya veremos qué hacer, ─respondió Serafín─ el padre José María tiene razón,
tenemos que aprender muchas cosas, ser mayores; ahora nos ven muy chamacos y si
nos alebrestamos, nos van a romper el hocico y no vamos a ganar nada; pero eso
sí, a nadie le diremos de las cuevas y seguiremos llevando cosas. Algún día nos
servirán de algo.
Pasaron los días esperando a los arrieros y platicando con el sacerdote.
Llegaban ya tardeando, cenaban con él y luego dormían en uno de los cuartos. Para
ellos fue novedad dormir en una cama con colchón y la primera noche no encontraban
acomodo. Lo que no les gustó mucho fue que el señor Cura les pidió que se
bañaran. Lo hicieron en una tina de lámina donde cabían hasta acostados, fue
diferente a bañarse en el río; pensaron que era como bañarse con agua sucia, estaban
acostumbrados a la corriente del río.
Luego se unieron a los arrieros y juntos volvieron hasta Acámbaro; la recua
se dirigía a Celaya y ellos se fueron para Puruagua cruzando el cerro, para
salir a Jerécuaro. Habían estado fuera de sus casas, poco mas de dos semanas,
así es que Juana le dio una buena regañada a Serafín y como lo habían predicho
Ignacio y Domitilo, el Capataz les dio una cintariza por haberse ido sin
permiso. Todo quedó en unos días con los lomos doloridos, pero felices por las
cosas que habían aprendido.
Cuando el ingeniero Fortuna miró su reloj, se dio cuenta que ya eran
casi las tres de la mañana; las horas se le habían ido sin darse cuenta, el
interés de la historia le había hecho olvidarse de la realidad de su
compromiso. La mayoría de los contertulios se habían ido de a poco, todos
empezaban sus actividades con las primeras luces del día. El Ingeniero y Pedro se
levantaron, agradeciendo a los viejos su tiempo para hacer el relato,
comprometiéndose a volver en pocos días a que lo continuaran; se habían quedado
muy interesados en conocer el resto de la historia. Todos se levantaron; los
viejos, quejumbrosos por las dolencias de sus piernas, tantas horas en la
inmovilidad, pero todos contentos; para muchos de los concurrentes, por ser tan
jóvenes, era una historia nueva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario