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LA CATACUMBA ROMANA

viernes, 3 de abril de 2020

Las grutas de la libertad - Capítulo 3

El Padrecito José María


Serafín y sus dos amigos entraron al Templo Parroquial de Churumuco, era una construcción de finales del XVI, de fuertes muros de piedra y alta bóveda, no era un edificio muy grande; debe haber tenido unos quince metros de ancho por treinta y cinco de fondo, estaba amueblado con dos hileras de bancas de madera y en el presbiterio un altar de piedra adosado al muro; sobre el Altar, un Cristo de gran tamaño, al costado izquierdo del Cristo, una escultura policroma de San Pedro Apóstol, santo patrono del lugar; al lado contrario, una imagen de la Virgen de Guadalupe. A los pies del Cristo está el Sagrario y una veladora alumbra el sitio de manera permanente. Son apenas las seis de la mañana y las campanas tocan la tercera llamada para la Misa; algunas beatas ya están ocupadas, pasando las cuentas de su rosario o leyendo en sus devocionarios; otras personas entran de prisa al templo y se santiguan de cualquier manera, en el momento en que entra el Sacerdote, precedido por un par de acólitos que caminan medio adormilados.
El Sacerdote se acerca al Altar y reverente se inclina y lo besa, voltea hacia la asamblea e inicia el rito, todos los presentes se persignan y en seguida voltea hacia el Altar y da comienzo la Misa. La realiza en latín, lengua que nadie de los presentes comprende, la mayoría sigue con las actividades que tenían desde el momento de llegar al templo, unos el Santo Rosario; otros sus devocionarios, sin faltar unos mas que miraban en todas direcciones, ausentes a lo que se realizaba en la iglesia. Luego de largas lecturas en latín, el sacerdote se encamina al púlpito, sube despacio la escalera y empieza su sermón: le habla a la asamblea acerca de los pasajes que ha leído:
«Qué ha querido decirnos Jesús aceptando participar en una fiesta de bodas? Ante todo, de este modo, Él con su presencia, ha honrado las bodas entre un hombre y una mujer recalcando, que ellas son una cosa hermosa, querida por el creador y bendecida por Él»
Sobre el tema del matrimonio siguió hablando; parece ser que en el pueblo y rancherías de los alrededores, se daba mas la unión libre, que el matrimonio religioso; lo que los curas intentaban corregir. Su sermón duró mucho tiempo, unos cabeceaban y otros de plano estaban dormidos; otros tantos hacían como que prestaban atención. El sacerdote terminó, bajó del púlpito y volvió al Altar a terminar la ceremonia. Al final impartió la bendición y todos salieron a la carrera, a iniciar sus actividades del día. Solo permanecieron los tres amigos; cuando vieron a uno de los monaguillos que levantaba las cosas del Altar, se acercó Serafín a hablar con él:
—Oye, muchacho, ¿podríamos platicar con el señor cura?
El monaguillo volteó a verlo, en tanto continuaba con su actividad, respondió:
—Le voy a preguntar al Padrecito, pa ver si quiere platicar con usté.
El niño salió por la puerta trasera, rumbo a la sacristía; pasado un rato largo volvió y les pidió a los muchachos que lo siguieran. Los condujo a través de la sacristía y salieron a un patio interior que comunicaba con la casa sacerdotal. En la puerta de una habitación estaba parado el sacerdote, vestido con su sotana negra y alzacuello, con la cabeza descubierta; era un hombre moreno claro, no muy alto, fornido tirando a una ligera obesidad, de mediana edad y mirada directa.
—Hola, hijos, ustedes no son de por aquí, ¿en qué puedo servirles?
—Gracias por recibirnos, ─habló Serafín, en tanto sus amigos se estrujaban las manos, nerviosos y apenados─ venimos desde un sitio que se llama Puruagua, mas allá de Acámbaro.
—Pues vienen de lejos, hijos, ¿qué hacen tan lejados de su tierra?
—Pos la mera verdá, Padrecito, es que he escuchado allá por mi pueblo, en Jerécuaro, que usté se junta con otras personas y platican de que no están contentos con la vida que nos dan los españoles y, pos nosotros también no estamos contentos.
—!Válgame la Santísima Virgen! ¿Y solo por eso han venido hasta acá?
—Pues sí, Padrecito, nosotros semos indios y si nos ven juntos mucho tiempo, pues alueguito nos quieren levantar. Tonces pensamos que era mejor venir pa'cá, pa platicar con usté. Nos juntamos a unos arrieros que venían pa este rumbo y aquí estamos.
—A qué muchachos estos, ─dijo como para sí el sacerdote─ supongo que no han desayunado, acompáñenme, por favor.
Los muchachos siguieron al Cura hacia el interior de la habitación, era un amplio comedor y en el cuarto contiguo se veía una gran cocina, con un brasero de cuatro hornillas y ollas y cazuelas colgadas en la pared. En el comedor, en un aparador, había muchos platos y jarros, parecía que vivía mucha gente en esa casa. En la pared contraria, estaba colgado un cuadro grande de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz. Cerca del cuadro estaba el filtro de piedra que dejaba gotear el agua a un cántaro policromado, junto había un aguamanil con una tela colgada, para lavarse las manos. La mesa era rústica, con diez sillas de madera con asiento de otate. Las paredes del comedor estaban pintadas de color azul claro, con un guardapolvo de color mas fuerte; el piso era de ladrillos cocidos, muy regado y barrido. Dos grandes candelabros daban luz sobre la mesa, aunque la habitación tenía una amplia ventana que daba a la galería. El sacerdote ocupó una silla a la cabecera de la mesa e invitó a los muchachos a sentarse, lo que hicieron medio cohibidos; nunca se habían sentado a una mesa tan elegante.
Durante el desayuno, no se habló nada respecto al asunto que había llevado a Serafín y sus amigos en un viaje tan largo; la sirvienta del sacerdote estaba muy pendiente de lo que hablaba el señor cura; luego corría a comunicarlo a las feligresas, ansiosas de noticias o chismes. Se habó de cosas intrascendentes, de que el padre del cura había sido carpintero; de que el sacerdote, antes de serlo, había sido arriero, viajando de un lejano lugar llamado Acapulco, hasta la ciudad de México, llevando mercancías que un tío, hermano de su padre, comerciaba entre ambas ciudades. Les contó a los asombrados muchachos, que a Acapulco llegaba un gran navío procedente del otro lado del mar, cargado de mercancías maravillosas. Los muchachos nunca habían oído de ningún mar, por lo que el sacerdote les contó que era como una enorme laguna, que no se le veía el otro lado y era tan profunda, que se podrían sumergir la montaña mas alta de la región, sin que se le pudiera ver la punta. Los amigos estaban maravillados y lo creían porque se los decía el padrecito.
Cuando terminaron, los invitó a caminar por la huerta; necesitaba ver cómo se estaban desarrollando algunos árboles, lo cual era el pretexto para alejarse de los curiosos oídos de la sirvienta, que se ocupó en levantar los trastos utilizados para llevarlos a lavar.
La huerta era grande y tenía al centro un gran tamarindo, cargado de sus dulces vainas. Había chirimoyas y tejocotes y una gran variedad de plantas en floración. En un rincón de la huerta se miraban unos cajones como para panales de abejas. Don José María los llevó hasta un pozo y se sentaron en el brocal y en la banqueta perimetral. Serafín se asomó y miró su imagen reflejada en las aguas y un cielo azul surcado por unas tenues nubes. Todo olía a fruta y flores.
—Miren, hijos míos, ─empezó paternal el sacerdote─ esto que ustedes piensan es muy peligroso, yo sé que ustedes actúan con limpieza de corazón. Tienen razón en pensar en todas las injusticias que viven y en desear ponerles fin. Yo mismo las he vivido; aunque mi madrecita, que en gloria esté, era criolla, yo soy y me siento indio, como mi padre, como ustedes mismos.
—Pero padrecito, ─intervino Serafín─ usté es cura y no tiene problemas como nosotros, que semos piones.
—En parte tienen razón, Serafín, nuestros problemas son diferentes, pero también son preocupantes; por ser indio me mandan a estos pueblitos tan lejanos. No me quejo de ello, porque aquí miro el rostro de Nuestro Señor en los indios que sufren, que son explotados como si fueran animales de carga; que viven casi en la miseria y trabajan de sol a sol. Todo ello me hace pensar en que es necesario un cambio; lo que pasa es que no sé cómo hacerlo, entonces solo lo platicamos entre amigos. Yo les voy a recomendar que no hablen de esto con nadie, a menos que sientan en tal persona la suficiente confianza para hacerlo, que estén bien seguros de que no los va a traicionar.
—Pero díganme, ─continuó el cura─ ¿qué piensan esos personajes que me mencionas y que hicieron referencia a mi?
—Pues eso, padrecito, que usted no está contento y que habla de hacer algún cambio, pero como dice, todo se queda en pura platicada.
—Es cierto, Serafín, pero dime, ¿ustedes qué piensan? Me refiero a ti y a tus amigos, tan callados, Ignacio y Domitilo ¿verdad?, ¿así son sus nombres?
—Mesmamente, contestó Ignacio medio mosqueado. Domitilo asintió con un movimiento de cabeza.
—La mera verdad, padre, yo me imagino que para enfrentarse a los soldados españoles necesitamos armas, pero no tenemos como mercarlas; pero sí podemos hacer lanzas, flechas; entre nosotros, los indios, hay herreros que hacen arados, espuelas y armas, solo hay que juntarlos y nos ponemos a fabricar algo.
—Me parece bien lo que dices, pero, ¿qué supones que harán los soldados cuando se den cuenta que están haciendo armas? ¿Qué van a pensar tus patrones cuando vean que sus herreros están usando sus fraguas para hacer armas? ¿Qué piensas que harían?
Los tres amigos se quedaron en silencio, como analizando esas posibilidades que les había planteado el sacerdote, algo en lo que tal vez no hubiesen pensado. Se miraron unos a otros y al fin volvió a hablar Serafín.
—Creo que ya le entendí, padrecito, está difícil, ¿verdad?... Pero hay un lugar donde podemos hacer muchas cosas sin que nos miren. Mis amigos y yo conocemos unas cuevas muy grandes; están abajo de los cerros de San Agustín; tienen varias entradas, una es por un arroyo que pasa por Jerécuaro; hay otras que están en el cerro y otras que salen para Acámbaro. Sin saber para qué, nosotros hemos juntado algunos alimentos, palos y fierros y creo que ahora me doy cuenta para qué nos pueden servir.
—Yo les recomiendo, muchachos, que no se precipiten, están jóvenes. Mejor piensen en estudiar algo para que puedan salir de su situación. Mírenme a mi, yo era como ustedes; cuando murió mi padre yo me tuve que ir a trabajar con mi tío, primero en el rancho y luego como arriero; se sufre mucho, ustedes han vivido solo un poco de ese trabajo, por lo que me cuentan, fue el trayecto hasta aquí. Ahora imagínense hacer esos recorridos, tres veces mas largos; aguantando aguaceros, lodazales, fríos intensos, todo ello durante varios años. Claro que se puede ir ganando algo de dinero, pero si no se ponen listos, no falta quien se los quite: los juegos de azar, las mujeres, las borracheras con los amigos, no falta quien. Yo logré ahorrar un poco y fui comprando mulas y burros; yo quería ser el patrón. Para lograrlo hace falta mucho dinero: comprar mercancías en un lugar y llevarlas a donde hacen falta, pero ya con los animales es menos difícil. ¿sí me entienden?
Serafín y sus amigos guardaron silencio, sopesando las palabras del padre José María. Sí, comprendían lo que el cura les decía, pero no era fácil para ellos pensar en cómo hacerle para estudiar algo, si apenas tenían tiempo de cumplir con el patrón. Ahora andaban de vagos, pero al volver, a lo mejor los cintareaban por irse sin avisar.
—Usted habla bonito, ─dijo Serafín─ pero es que su padre tenía un oficio, no se alquilaba con ningún patrón; nosotros vivemos en las casas del patrón, en las tierras del patrón y tenemos que trabajar para el patrón, ¿cómo pues hacerle?
Yo he tenido la suerte de recibir las lecciones de una niña muy buena, hija del patrón. Mi madre la crió desde pequeña, pues su mamá murió cuando ella nació. Cuando le pusieron maestros, me empezó a enseñar a leer y escribir y ya sé algo, pero estos, ─refiriéndose a sus amigos─ van a tener que estar pegados a la tierra, sus padres son campesinos.
—Es cierto, ─respondió el religioso─ es más complicado para ustedes, pero no imposible, tú, Serafín, que recibiste de una forma generosa alguna enseñanza, tienes el compromiso de pasarla también a tus amigos, de esa forma todos nos iremos preparando. Yo les recomiendo que se acerquen al cura de su localidad para pedirle que les enseñe las letras.
—Me va a perdonar, padrecito, eso va a estar mas difícil; el padre José es un español, atiende la Capilla de la hacienda y no quiere ni vernos por ahí cerca. Diario celebra la Misa, pero solo para la familia de Don Francisco y sus amigos, que siempre hay en la casa.
—Te entiendo, muchacho; sí que la vida es difícil. «Piensa con tristeza en las lamentables condiciones en que se tenía a las castas mas bajas. ¿Cuándo podría haber un cambio, si se tenía en la ignorancia a los indígenas, mestizos y mulatos? Habrá que esperar que los criollos y algunos mestizos ilustrados se animen a iniciar un movimiento que reivindique a estos hermanos.»
—¿Cuándo regresan a su pueblo?, ─preguntó el Sacerdote─.
—Quedamos de esperar a los arrieros, para irnos con ellos, fueron a la costa y en unos días volverán; así vamos mas seguros y nos ganamos unos reales por trabajar.
—Me parece muy bien, muchachos, mientras tanto, conozcan estos lugares, son muy bonitos, es un valle en el que corre un río importante, el  Tepalcatepec, pero tengan cuidado, de pronto tiene corrientes muy traicioneras. Si no tienen dónde comer o dormir, vengan con confianza a buscarme, por lo general como solo y me agradará compartir el pan con ustedes y para dormir, hay bastantes cuartos. No lo olviden.
El Sacerdote se despidió de Serafín y sus amigos y los acompañó hasta el atrio, donde los despidió; él tenía que atender a unas señoras que lo esperaban. Los muchachos caminaron hacia la plaza principal, donde se sentaron en una banca a platicar.
─¿Cómo la ves, Serafín?, ─preguntó Ignacio─ ¿ta difícil, que no?
—Pos yo no entiendo bien, ─intervino Domitilo─ pero eso sí, el patrón no nos va a dar permiso de ir a aprender las letras, pos si nomás nos quiere tener como burros, pa nada le servimos muy leidos.
—Ya veremos qué hacer, ─respondió Serafín─ el padre José María tiene razón, tenemos que aprender muchas cosas, ser mayores; ahora nos ven muy chamacos y si nos alebrestamos, nos van a romper el hocico y no vamos a ganar nada; pero eso sí, a nadie le diremos de las cuevas y seguiremos llevando cosas. Algún día nos servirán de algo.
Pasaron los días esperando a los arrieros y platicando con el sacerdote. Llegaban ya tardeando, cenaban con él y luego dormían en uno de los cuartos. Para ellos fue novedad dormir en una cama con colchón y la primera noche no encontraban acomodo. Lo que no les gustó mucho fue que el señor Cura les pidió que se bañaran. Lo hicieron en una tina de lámina donde cabían hasta acostados, fue diferente a bañarse en el río; pensaron que era como bañarse con agua sucia, estaban acostumbrados a la corriente del río.
Luego se unieron a los arrieros y juntos volvieron hasta Acámbaro; la recua se dirigía a Celaya y ellos se fueron para Puruagua cruzando el cerro, para salir a Jerécuaro. Habían estado fuera de sus casas, poco mas de dos semanas, así es que Juana le dio una buena regañada a Serafín y como lo habían predicho Ignacio y Domitilo, el Capataz les dio una cintariza por haberse ido sin permiso. Todo quedó en unos días con los lomos doloridos, pero felices por las cosas que habían aprendido.

Cuando el ingeniero Fortuna miró su reloj, se dio cuenta que ya eran casi las tres de la mañana; las horas se le habían ido sin darse cuenta, el interés de la historia le había hecho olvidarse de la realidad de su compromiso. La mayoría de los contertulios se habían ido de a poco, todos empezaban sus actividades con las primeras luces del día. El Ingeniero y Pedro se levantaron, agradeciendo a los viejos su tiempo para hacer el relato, comprometiéndose a volver en pocos días a que lo continuaran; se habían quedado muy interesados en conocer el resto de la historia. Todos se levantaron; los viejos, quejumbrosos por las dolencias de sus piernas, tantas horas en la inmovilidad, pero todos contentos; para muchos de los concurrentes, por ser tan jóvenes, era una historia nueva.

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