La Cristiada
Un grupo de campesinos
platicaba, como todas las tardes y hasta el anochecer, de sus diarios
aconteceres y de algunos problemas que eran comunes a los pobladores del rancho.
Que si la sequía ya se prolongaba demasiado. Que si la lluvia era mucha, o poca
o a destiempo. Que el agua del jagüey ya casi se agotaba. En fin, problemas
comunes que a todos preocupaban; la actividad del pueblo era la agricultura de
temporal; unos pocos, además, tenían algún hato de cabras; algunos burros y los
bueyes necesarios para trabajar las tierras.
Corría el año de 1926,
principios del mes de mayo; apenas tenía dos años en el poder y Plutarco Elías
Calles, alias El Turco, hizo una modificación al Artículo 130 de la
Constitución expedida en 1917; mediante tal modificación, limitaba las
manifestaciones religiosas con el fin de contar con instrumentos más precisos
para ejercer los controles que la Constitución determinaba. Esto tenía muy
molesto al clero nacional y a los fieles, quienes sumaban esta preocupación a
sus diarias tareas.
–Pos cómo la ven,
quesque El Turco quere que los padrecitos ya no digan misa ─dijo Dámaso
Barraza, un hombre de respeto en el rancho.
–Pos yo no sé qué
haiga molestao al hombre, pos si ellos no queren ir a Misa, pos ellos se lo
pierden ─repuso Natividad Rojas.
–Asina mesmamente lo
miramos nosotros, pero el gobierno no ─expresó Tereso Martínez.
–Pos por ai cuentan
que alguna gente de Guadalajara empieza a hablar de problemas mayores ─dijo
otro vecino.
–Pos esperemos al
domingo ─habló Dámaso─, cuando venga el padrecito a decirnos la Misa, veremos
que noticias trai.
Con esas
preocupaciones, los hombres se empezaron a retirar en cuanto la noche caía, ya las mujeres tendrían lista la cena con tortillas calientes y unos
buenos frijoles con chile y, desde luego, un buen jarro de café de la olla.
Esta era la vida en
esos ranchos perdidos en el llano o las colinas; vidas alejadas del ruido de
las grandes ciudades. Dedicados a traba-jar y sostener a sus familias; siempre
en espera de la Divina Provi-dencia; los gobiernos solo acudían a ellos en
tiempo de elecciones, en busca del voto de gente que no sabía leer, hacían una cruz donde el sonriente visitante les dijera. Esa era la “democracia” que
les dejó la Revolución a cambio de las vidas de padres, hermanos y conocidos.
Varios meses después
El domingo esperado,
el padre Benito viajaba de Rincón de Romos, montado en un caballo alazán que el rancho El
Potrerillo le proporcionaba; llegaba antes de las ocho de la mañana para que le
alcanzara el tiempo, ya que también celebraba en Las Rosas y en Escalerillas.
El año de 1928 resultaba complicado para la realización de la Eucaristía en las
rancherías alejadas de las ciudades. Debían moverse con cautela; las partidas
militares podían presentarse en cualquier momento; aunque los propios
campesinos pasaban la ubicación de los soldados dos o tres veces por día.
La mañana era luminosa
y fresca por ser temprano; abejorros y mariposas revolotean sobre las plantas
en floración y al paso del borrico se percibía un aroma fresco y agradable; el
viento sopla en breves ráfagas y forma remolinos de polvo. Al alcanzar una
cuesta de la loma, miró el rancho tendido en el llano. Columnas de humo salen
de las casas; las mujeres estan echando las tortillas para el almuerzo.
Ya lo esperaba el
rancho entero; todos preocupados por las noticias que los arrieros les llevaban.
Apresurado como siempre, el padre Benito entró a la sacristía y se revistió; la
capilla estaba preparada desde temprano.
Sentados en el suelo por falta de bancas, las
mujeres de un lado y los hombres del otro miraban la espalda del sacerdote, que
en palabras e idioma incomprendido por todos, realizaba la celebración. En el
momento oportuno, el padre Benito subió al púlpito y dirigió una mirada a su
asistencia, poco más de cincuenta hombres y otras tantas mujeres con niños y
sintió una honda tristeza al pensar que esas buenas personas se pudieran ver
envueltas en problemas que atacaban sus creencias. Se aclaró la garganta y se
dispuso a decir su sermón.
–Hijos míos, que Nuestro Señor ha puesto en mis
imperfectas manos para guiaros en el camino de la fe. La Palabra que Cristo
Jesús nos ha enviado en este día, como de forma providencial, nos habla de la
obligación de
"…dar a Dios lo que es de Dios y dar al César
lo que sea del César"
Desde
luego que esta es Palabra de Dios y debe ser respetada, pero hay hombres
malvados que pretenden arrebatarnos la fe y la oportunidad de ser guiados en
ella por los sacerdotes consagrados a esa importante labor. Desde el anterior
gobernante, Álvaro Obregón emitió una Ley que limita las actividades de los
sacerdotes; inclusive se piensa en suprimir la participación de las iglesias en
la vida pública. Por si esto no fuera suficiente y dadas algunas de las
características de dicha Ley, en algunos Estados se quiere obligar a que los
sacerdotes sean casados y se prohíbe la existencia de las comunidades
religiosas, sin tomar en cuenta la labor humanitaria que dichas comunidades
realizan, limitan el culto religioso a las iglesias y prohíben el uso
de los hábitos fuera de los recintos religiosos… ─El sacerdote hizo un
prolongado silencio, observa a su grey y el efecto que sus palabras han causado. Los asistentes al servicio se miran unos a otros y se cruzan algunas palabras en voz baja… El sacerdote continuó─: Pero hubo aun casos de
mayor gravedad, con el asunto en Tabasco, donde el Gobernador Tomás Garrido
Canabal, decretó normas que iban más lejos, lo que obliga a que los sacerdotes
sean casados para poder oficiar en los templos. El gobierno de Chihuahua
pretende limitar a un mínimo el número de sacerdotes. El nuevo Gobierno, que
encabeza el general Calles, endurece la Ley, por tales motivos,
nuestros Obispos han llamado a la resistencia civil: No comprar gasolina, no
adquirir productos elaborados por empresas del gobierno, no comprar billetes de
lotería. Si todos aceptamos realizar esas acciones, podemos causarle serios
problemas económicos al gobierno, a fin de obligarlo a dar marcha atrás…”
Una voz se escuchó en
el recinto, lo que hizo que todos voltearan para tratar de saber de dónde
provenía.
–Con el perdón de
asté, padrecito, pero nosotros no mercamos la dicha gasolín; pos nuestros bueyes solo comen pastura y, pos tampoco
mercamos mucho, pos semos probes, comemos lo que nos da nuestro Padre Dios en
el campo y unos cuantos trapos de manta pa hacernos calzones y camisas. Ya ni
se diga la mentada lotería, pos quen sabe que será eso…
–Tienes razón,
Melquiades –dijo el sacerdote luego de escucharlo–, ustedes mismos poco podrán
hacer en ese sentido, más bien va dirigido a quienes viven en las ciudades. No
obstante, deberán estar pendientes por si las cosas empeoraran; por
ahora no puedo decirles más.
Cuando terminó el servicio
religioso, el padre Benito fue conducido a la casa donde ese día le ofrecerían
el desayuno; obligación que pasaba de casa en casa para que todos pudieran
dar su hospitalidad al sacerdote.
En la casa que fue
recibido, rodeado por los familiares y vecinos, amplió sus explicaciones acerca
de lo que ocurría, que hizo crecer la inquietud de los pacíficos vecinos, que siempre
se habían mostrado dóciles con los gobiernos posteriores a la Revolución, con
todo y no saber quién peleaba contra quién y qué buscaban, en los ranchos
alejados sólo llegaban las partidas a robar ganado, caballos y gallinas, además de las inquietantes levas que todos los bandos realizaban para aumentar sus
fuerzas.
Antecedentes
Luego de la sangría
dejada por las luchas revolucionarias, las rancherías empezaron a recuperarse.
A voltear las tierras para nuevas siembras, a contratar brazos que hicieran el
trabajo de tantos hombres perdidos en las luchas enfrentadas. Familias enteras
se empezaban a recomponer. Mujeres viudas arribaban a las rancherías, llevaban consigo a los huérfanos de la Revolución.
Más de una se unió a
hombres solos que requerían la asistencia de mujeres y niños que ayudaran en la
reconstrucción. No fue fácil levantar lo destruido por la guerra; con paciencia
y tesón lo lograban. Miraban con temor y desconfianza a los diferentes
gobiernos que se formaron en esos pocos años. Hasta 1917, cuando
Carranza encabezó la promulgación de la Constitución; que aunque contenía artículos
antirreligiosos, no fueron ejercidos de forma abierta. Fue hasta después de
1920 con la ascensión a la Presidencia de Álvaro Obregón, cuando se a endurecieron las relaciones Estado-Iglesia.
En 1924, Plutarco
Elías Calles llega a la Presidencia y en 1926 aplica las Leyes contenidas en la
Constitución del ’17. Dan comienzo las protestas del Episcopado que no son
escuchadas por el Gobierno. Se forma la Liga para la Defensa de la Libertad de
Cultos, formada por grupos extremistas, que empiezan a inquietar a los creyentes mexicanos: primero en
las ciudades y luego en el campo.
En enero de 1927
empieza el acopio de armas, se levantan voces de sacerdotes inconformes con la
pasividad mostrada por el Episcopado y empiezan algunos levantamientos; como el
encabezado por el sacerdote Aristeo Pedroza, que se pone al frente de un
contingente en los Altos de Jalisco, también en la zona de Tequila, Jalisco
se levanta el padre Toribio Romo.
Con estos antecedentes
se levantaron los Estados del Centro del país: Guanajuato, Michoacán,
parte de Querétaro. Jalisco en la parte centro y sur, Zacatecas, Colima y
Nayarit. El norte, tal vez influenciado por su cercanía con los Estados Unidos
y su fuerte economía, no respondió al llamado. El sur de México, sumido en su
eterna pobreza, tenía más necesidad de ayuda, que recursos para luchar contra el
gobierno.
En junio de 1926 se
publica la llamada “Ley Calles” que penaliza ejercer actos de culto sin ser de
nacionalidad mexicana, enseñar religión en la escuela primaria, incluso que en las escuelas particulares un ministro de culto abra escuela o enseñe en ella, establecer escuelas primarias particulares no sujetas a vigilancia oficial, comentarios de asuntos políticos hechos por prensa religiosa, realizar actos
religiosos fuera de los templos, usar sotana o hábito religioso fuera de los templos, entre otros.
Rancho El Potrerillo
El Padre Benito
Martínez llegó a El Potrerillo un sábado, montado en el caballo alazán prestado por un vecino de la parroquia de Rincón de Romos. Arribó ya cuando pardeaba la tarde. Como siempre, en el centro del rancho debajo de un mezquite, se
encontraban los hombres del pueblo que al ver llegar al sacerdote se
levantaron y fueron a su encuentro. Alguien tomó del ronzal al caballo en
tanto el sacerdote desmontaba. Iba vestido en forma común, no llevaba la
sotana. Luego de beber un buen trago de agua de un bule que le acercaron, el cura les dijo la razón de su visita.
–Hijos míos, como
pueden ver, ahora no vengo vestido como sacerdote, las Leyes nos lo tienen
prohibido y si nos sorprenden vestidos con sotana fuera del templo nos llevan
a la cárcel.
–La razón de mi
visita –dijo ante la expectativa de sus oyentes–, es que está próximo el cierre
de todas las iglesias y capillas, esto lo ha decidido el Episcopado como
protesta ente el endurecimiento de las leyes anticlericales. Desde luego que no
todos los sacerdotes estamos de acuerdo, en la Ciudad de México ya se ha
formado una Liga de creyentes que se oponen a dichas leyes. Me doy cuenta de que
ustedes son gente pacífica, pero ante todo, son fieles seguidores de Nuestro
Señor Jesucristo y estarán dispuestos a defender su fe y su derecho a
expresarla. ¿Estoy en lo cierto?
–Pos desde luego que
sí, padrecito –respondieron casi a una sola voz–, ¡naiden nos puede impedir que
créamos en Nuestro Señor! ¡No, mesmamente que no! Faltaba más…
–Muy bien, si están
dispuestos a defender la causa de Jesucristo, no pondrán reparo en acompañarme
a los ranchos en donde celebro cada domingo. Nos iremos mañana, antes de que
salga el sol, solo vendrán los hombres más fuertes; los muchachos, los viejos y
las mujeres se queden a cuidar y levantar las cosechas. Traigan las armas que
tengan, pistolas, carabinas, parque, lo que tengan. Iremos a Las Rosas y
Escalerillas. En alguna parte nos podemos hacer de caballos y de armas; ya que
seamos un buen número, trataremos de sorprender a los soldados de Rincón de
Romos; ya tenemos hablados a pobladores de ese lugar. También habrá que
cuidarse de algunos hacendados ricos, a los que les dieron tierras luego de la
Revolución, ellos están de parte del Gobierno. Pidan a las mujeres que les
hagan buenos itacates, sólo Dios sabe dónde podremos obtener comida. Llenen sus
bules de agua, la caminata será larga. Por esta noche les pido me hagan la
caridad de un taco para cenar y un lugar dónde poder dormir; ¡ah! y que atiendan
al caballo.
–No se dispriocupe,
padrecito, en mi humilde casa puede cenar con nosotros; onque solo sean
frijolitos con chile y café de la olla y del caballo, yo mesmo me encargo.
Todos, convencidos de
las palabras del cura, se retiraron a sus jacales, comentaban entre
ellos lo que podrían llevar, animados ante la posibilidad de defender su
religión.
–Esto ha de ser culpa
de los mentaos masones –dijo alguno─.
–O de los mesmos
gringos, que son protestantes. No, si les digo, estos endinos siempre están
listos pa echarse encima de nosotros.
–¡Faltaba más!, –dijo
otro.
–Pos yo voy a buscar a
mi compadre Dámaso –dijo uno–, ya debe de haber llegao, pos se jue al potrero a
buscar a sus bueyes.
El grupo
se adelgazaba, en la medida que llegaban a sus casas. El último fue
el compadre de Dámaso, ya que éste vivía en las orillas del rancho.
–Buenas noches,
compadre –saludó al llegar a la puerta de la casa–, pos le traigo noticias.
–Pos usté dirá,
compadre, pero pásele pa dentro, pa que se tome un jarro de café. Mira vieja –dijo a su esposa que se encontraba de espaldas, hincada ante el fogón–, es el
compadre, anda, sírvenos un cafecito pa palabriar a gusto.
–Pos mire compadre –empezó a contarle–, hace unas horas llegó al rancho el Padre Benito… (le relata
lo dicho por el sacerdote) Mañana, antes del amanecer nos juntaremos en el
mezquite pa irnos con el padrecito, debemos llevar cualquier arma que téngamos, llevar agua y comida, pos vamos a caminar hasta Escalerillas y luego pal Rincón
de Romos.
–Pos no se hable más,
compadre, yo no tengo más que mi escopeta güilotera, pero me la llevaré, onque
sea pa’cer ruido. Nos vemos pronto.
A las cuatro de la mañana
ya había algunos vecinos calentándose en una fogata. Poco a poco se acercaban otros, como fantasmas salidos de las sombras, gente que portaba
escopetas, machetes y hasta aperos de labranza. El Padre Benito llegó al grupo
a las cinco de la mañana, llevaba el caballo por el ronzal, ya para entonces
se habían juntado todos los hombres disponibles, unos cuarenta, envueltos en
sus sarapes y con los sombreros bien calados.
–Pos ya estamos todos,
Padrecito –dijo Dámaso Barraza, que parecía comandar el grupo─.
–Muy bien hijos –dijo
el sacerdote, extrayendo del morral una estola bendita. Se quitó el sombrero y
el sarape y se colocó la estola–. Ya que no podemos celebrar la Santa Misa,
pongámonos de rodillas, demos gracias a Dios y pidamos la bendición y guía de
Jesucristo y el Espíritu Santo.
Todos se quitaron los
sombreros y se pusieron de rodillas; en tanto el sacerdote leía algunas
oraciones en latín, incomprensible para los hombres. Al terminar la lectura,
impartió la bendición a todos, se santiguaron y se pusieron de pie. Sin montar
en el caballo, el sacerdote abrió la marcha, enseguida iba Dámaso y detrás de
ellos el resto de los campesinos.
–¿Hay alguna noticia
de los militares? –preguntó el sacerdote.
–Parece que andan
retiraos –dijo Dámaso–, los muchachos no han reportado nada.
Natividad Rojas y
Tereso Martínez, buenos amigos de Dámaso, caminaban detrás de él, como
cuidándole la espalda. Platicaban entre ellos.
–Pos cómo ves, Nati –decía Tereso–, yo no sé en qué vaya a parar esto, pero si nos pidieron que
lleváramos armas, es que va’ber pleito. Yo espero que no nos encuéntrenos a los
de la Partida, pos si nos echan bala, nos acaban.
Al salir el sol, el
grupo de hombres había recorrido unos cuatro kilómetros, el señor cura ordenó
descansar y se formaron grupos que hicieron lumbre para calentar los tacos mandados
por sus mujeres, al padre Martínez le habían preparado uno, pero esa era
una comida igual para todos. El Padre Benito hizo la oración de Gracias, les comentó que estaban como los primeros cristianos, que comían todos de los mismos alimentos comunales, como sucedía ahora.
Luego de almorzar,
algunos se echaron a dormir un poco y otros rodearon al sacerdote y a Dámaso,
para enterarse de lo que irían a hacer.
–Ahora verán –les
dijo el sacerdote–, el día de ayer, Luis
Román prohibió el paso de la Santa Cruz por las calles de Rincón de Romos, pero
el señor cura Richkarday siguió con la celebración de las fiestas del Señor de las
Angustias; pero tiene miedo de que lo vayan a matar y parece que se va a ir a
otra parte. Todo esto lo hemos visto algunos curas, pero no nos dejan
ni acercar al templo; si se va el párroco, se dice que dejarán dos
encargados, tal vez sean don Nicho Vázquez y don Apolonio Muñoz y si pasa lo que
se rumora que sucederá, ellos tendrán que cerrar la iglesia.
–Pero eso no es justo –dijo alguien–, nosotros tenemos el derecho de poder entrar a la iglesia y si no lo podemos hacer, ¿onde vamos a ir?
–Tienes razón, hijo –respondió el sacerdote–, yo les recomiendo hacer oración en sus casas, rezar el
Santo Rosario y pedirle a Dios que pronto termine este conflicto. Pero bueno,
basta de plática; tenemos que caminar para llegar a Las Rosas a buena
hora, hablar con los hombre y seguir a Escalerillas.
La columna se puso
otra vez en movimiento, el caminar era lento y por delante se habían enviado
exploradores, para estar seguros de que no se encontrarían con la Partida
Militar; por lo que, de tanto en tanto, tenían que detenerse a esperar el aviso
de los exploradores. Como buenos conocedores del monte; seguían a
Dámaso, caminaban fuera de la vereda real, con el fin de minimizar algún
encuentro inconveniente.
Cuando se encontraban
con alguna pequeña ranchería, el sacerdote explicaba a los moradores la razón
de su marcha, algunos se sumaron a la columna y ésta se estiró un poco, lo que no encontraron fueron caballos, eran familias pobres, campesinos
de temporal, que mal sacaban para su autoconsumo.
Ya con el sol alto, se
detuvieron en la cima de una loma a descansar, beber algo de agua y comer lo
que llevaran. Todavía deberían atravesar un llano extenso y al pie de una
serranía que azulaba en la lejanía, se encontraba el rancho Las Rosas. El Padre
Benito pensaba que era el recorrido que hacía cada domingo cuando llevaba la Palabra
de Dios a esa pobre gente, tan alejada de la ciudad, claro que montado en el
caballo, que tenía buen paso, llegaba a medio día, celebraba la Santa Misa, comía
un taco y seguía adelante para llegar a Escalerillas a media tarde. El Oficio
era en las primeras horas de la noche, al terminar lo invitaban a cenar y a
dormir en alguna casa.
Rancho Las Rosas
La columna se puso en
movimiento, al bajar la loma se encontraron en un llano reseco y duro, donde
solo crecían huizaches y nopales raquíticos. Aun para los hombres del campo acostumbraos a caminar, el día había sido fatigoso; el caballo del padre Benito
iba cansado, por la tarde llegaron a Las Rosas, como desde temprano alguien los había
visto, el rancho ya los esperaba; temerosos de que llevaran malas noticias, lo
que pudieron confirmar en cuanto el sacerdote les relató los acontecimientos.
Al conocer la noticia, uno de ellos le relató al padre Benito la noticia
llegada hacía unos cuanto días, por medio de un arriero que venía de Zacatecas.
–Pos asegún cuenta el
arriero –empezó el relato–, un don Pedro Quintanar llegó a Valparaíso, onde ya
estaban aprevenidos un Aurelio Acevedo y sus amigos. Se realizó una
movilización en Peñitas y Peñas Blancas y hace unos días se enfrentaron a los
Federales, ganó el Quintana y todos gritaron triunfantes: ¡Viva Cristo Rey!
–Bueno, eso les
confirma lo que yo les digo –repuso Benito–, ahora vamos rumbo a Escalerillas,
si contamos con ustedes y con ellos, ya tenemos manera de intentar tomar el
cuartel de los Federales en Rincón de Romos. No tenemos más armas que las que
ustedes mismos tengan en sus casas, pero tenemos la protección de Nuestro Señor
Jesucristo que verá que pelamos por su causa. Yo propongo que para
identificarnos, peguen en sus sombreros una imagen de Nuestro Señor o de la
Virgen de Guadalupe y seremos los Cristeros.
Todos los reunidos
gritaron ¡vivas! Y lanzaron sus sombreros al aire; estaban jubilosos y con
deseos de recuperar su libertad de creencias. Esa noche fue de poco dormir, los
habitantes de Las Rosas preparaban sus bultos y limpiaban sus escopetas, los
que la tenían. Unos pocos poseían pistolas 38 súper y algo de parque. Uno de
los afortunados que tenía dos pistolas, le dio una a Dámaso Barraza; a quien
desde entonces le decían “Coronel”, y fue el encargado de dirigirlos, ya que
era un viejo conocido en la región.
Escalerillas
El rancho Escalerillas
no estaba muy retirado de Las Rosas, por lo que antes de anochecer ya se
encontraban reunidos con sus pocos habitantes. Todos estuvieron de acuerdo, por
lo que se pusieron en movimiento esa misma tarde, para intentar llegar de
madrugada y sorprender a los soldados. Fatigados pero ansiosos de entrar en
acción llegaron a Rincón de Romos cerca de las cuatro de la madrugada.
Encabezados por Dámaso, los que llevaban pistolas y escopetas, se situaron por
delante, el resto venía comandado por el Padre Benito. Los guardias del
cuartelillo dormían a pierna suelta, por lo que los asaltantes no tuvieron
ningún problema en someterlos; les quitaron las armas y los ataron y
amordazaron, encerrándolos en un cuarto, dejaron a dos hombres de vigilancia.
Luego avanzaron a los dormitorios, no eran más de veinticinco soldados y dos tenientes, quienes fueron sorprendidos
cuando abrieron la puerta de golpe.
Cuando al fin se
dieron cuenta de lo que ocurría, ya estaban sometidos; sin pantalones fueron
formados en el patio del cuartelillo, en tanto que los hombres del Padre Benito
se apoderaban de los caballos, de pastura y de sillas de montar, albardones
reglamentarios, pero servirían. Otro grupo de hombres encabezados por Natividad
Rojas y Tereso Martínez, penetraron en la armería, llevándose todas las armas y
el parque en un remolque jalado por mulas. Cuando salió el sol, los vecinos se
sorprendieron de no haber escuchado el toque de Diana de todos los días. Los
policías del pueblo, no más de seis, se unieron a los cristeros, llevándose sus
armas de cargo y su respectivo parque.
Así fue el inicio de
la Cristiada en Aguascalientes. Algunos habitantes del Rincón se les unieron, así como otros, venidos de los ranchos cercanos, algunos del Estado de
Zacatecas. Llegaban con caballos y armas, lograron reunir un buen contingente.
Se les conoció como la gente del padre Benito y tuvieron la oportunidad de participar
en batallas formales, en alguna oportunidad a las órdenes del general
Enrique Gorostieta, comandante en jefe de los cristeros.
Pasaron los tiempos de
guerra, los templos reabrieron sus puertas y todo volvió a una aparente
normalidad, aunque al no ser derogadas las Leyes, siguieron pendientes de
aplicarse en cualquier momento. Hubo muchos muertos; algunos sobrevivientes
volvieron al lado de sus familias, a seguir trabajando la tierra para
sobrevivir, asistían a las misas dominicales, ya no oficiadas por el padre Benito, que no se sabe si fue fusilado en Guadalajara u obligado a
retirarse a algún convento para alejarlo de las venganzas que se cernían sobre
los religiosos participantes, de cualquier forma se guardaba buen recuerdo del
valiente sacerdote.
Dámaso Barraza,
regresó a su casa y vivió muchos años. Su compadre murió en alguna batalla.
Natividad volvió al rancho; aunque había perdido una pierna, luego de una
herida de bala mal cuidada. Tereso también volvió con una bala en una
pierna, por lo que le quedó una cojera de por vida. Los tres sobrevivientes se
sentaban bajo el mezquite y noche a noche contaban sus historias a los jóvenes, que los escuchaban, unos con atención y otros pensaban que eran “charras”,
como le dicen a las historias fantasiosas.
Lo cierto es que la
Revolución les dejó el cacicazgo del Grupo Sonora, que lo componían De la
Huerta y Calles, ya era difunto Álvaro Obregón. El turco Calles se erigió en
Jefe Máximo y gobernó tras las cortinas durante varios cuatrienios, hasta la
llegada de Cárdenas, que tuvo la valentía de manarlo al exilio para poder
gobernar con libertad. Modificó la Constitución para tener mandatos
presidenciales de seis años y llevó a cabo la Expropiación Petrolera. También
realizó un enérgico reparto agrario. Deberán pasar muchos años para que la
historia lo juzgue; por lo pronto, los campesinos, supuestos beneficiarios de
estas medidas, no han quedado satisfechos, por la mala calidad de tierras que a
algunos les tocó; miraban como a gente influyente y amigos les dotaron de
buenos terrenos.
FIN
Sergio A. Amaya Santamaría
Agosto 9 de 2017
Julio 14 de 2019
Puerto Nuevo, Rosarito, B. C.
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