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LA CATACUMBA ROMANA

sábado, 21 de marzo de 2020

Las grutas de la - Capítulo 15

Capítulo 15


La revuelta


El final del verano se estaba presentando con un poco de frío. Las últimas lluvias veraniegas azotaban los caminos, que estaban convertidos en auténticos barriales, donde era difícil el paso de los animales y casi imposible el tránsito de carretas.
El domingo dieciséis de septiembre, fray García Diéguez, franciscano, párroco de Jerécuaro, que se había comprometido con el Padre Miguel; estaba terminando de oficiar la misa de ocho, cuando vio llegar a Anselmo, quien apresurado se dirigió a la sacristía; cuando hubo terminado el oficio, el religioso se dirigió al encuentro con Anselmo.
—¿Qué ocurre Anselmo?, te veo muy agitado y me alarmas.
—¡Que ya ha empezao, Padre!, ─dijo casi sin aliento, mirando en todas direcciones para cerciorarse de que no había extraños─. Esta mañana ha llegao un enviado de don Miguel y nos dice que fueron descubiertos, por lo que se tuvo qué adelantar el levantamiento. En la madrugada han liberado a los presos y todo el pueblo se armó de lo que pudo. Al grito de "¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!", se lanzaron hacia Atotonilco, donde el padre Hidalgo tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe para llevarla como estandarte. Lo más preocupante es que un grupo de descontentos van gritando consignas en contra de los españoles y me temo que esto pueda degenerar en excesos; según los informes, ahora se dirigen a Guanajuato cruzando la sierra de Santa Rosa.
—Gracias por avisarme, Anselmo; vuelve ahora a la gruta y carga las armas y municiones en los animales, yo hablaré con mi gente de confianza y nos encontraremos en el camino a Acámbaro; mientras tanto, yo le mandaré recado a doña María Catalina Gómez de Larrondo, para que haga lo propio; ella tiene instrucciones de pasar la noticia al padre Morelos y que Dios nos ilumine y en su infinita misericordia perdone nuestros pecados.
—Amén, ─respondió el indígena y salió a cumplir con su misión─.
Tal como lo temía Anselmo Casimiro, el grupo de resentidos contra los españoles iba gritando ¡Vamos a matar gachupines!, lo que dio lugar a lamentables hechos de sangre contra gente inocente; eso ya no se podía detener. A media mañana del día veintiocho de septiembre, el grupo rebelde llegó a Guanajuato. Las calles estaban desiertas; ya había llegado la noticia del levantamiento. Las autoridades y notables de la ciudad se habían refugiado en la alhóndiga de Granaditas, resguardados por un batallón de realistas, que custodiaban los granos que se almacenaban en el lugar.
El Intendente Juan Antonio Riaño mandó a la guardia cerrar las puertas para evitar el paso de la turba. Los macizos portones de mezquite fueron cerrados y desde la azotea, los soldados disparaban a todo aquel que se atreviera a acercarse a la puerta. Mientras los insurgentes se desesperaban por no poder tomar el edificio, se acercó al cura Hidalgo un hombre, Juan José de los Reyes Martínez, a quien apodaban “el pípila”; decían que tenía cara de guajolote, que le propuso quemar la puerta para poder entrar.
 —Pero hombre de Dios, ─repuso el Sacerdote─ ¿cómo supones que podremos llegar a la puerta?, los soldados que están en la azotea nos acabarían en pocos minutos.
—Perdone, padrecito, pero si uste lo permite, yo lo puedo intentar, si me colocan una loza en el lomo, me puedo acercar y pegarle fuego a la puerta.
El Cura Hidalgo lo vio alejarse, cerca de él se encontraba su hermano Mariano, a quien preguntó:
—¿Sabes quién es este hombre, Mariano?, ─señalando a quien le acababa de proponer quemar las puertas de la alhóndiga─.
—Sí, le conozco, se llama Juan José de los Reyes, lo conocen como “el pípila” y es oriundo de San Miguel el Grande, es un minero de La Valenciana.
—Me acaba de proponer quemar las puertas para poder tomar el edificio.
Es esa plática estaban cuando vieron que el referido Juan José, con una losa atada a la espalda, llevando un atado de leña y una antorcha; se acercaba avanzando agachado a la puerta principal de la alhóndiga y le pegaba fuego a la puerta.
Los disparos que desde la azotea hacían los guardias, rebotaban contra la losa que protegía al valiente. Luego de unos minutos, la puerta entera era consumida por el fuego, penetrando las fuerzas Insurgentes, ante el terror de los españoles guarecidos en ella. La lucha duró varias horas, la Guardia Real ofreció una escasa resistencia; se vieron sometidos por la superioridad numérica de los atacantes. Fue una matanza terrible; lo mismo cayeron militares que civiles. La turba enardecida no respondía más que al instinto, liberando el rencor acumulado por tantos años de abusos recibidos.

Anselmo se encontraba supervisando la carga de los animales con las armas, municiones y pólvora que habían logrado acumular; organizando a la gente, de a pie y de a caballo, que saldría para escoltar el envío que hacían a las fuerzas insurgentes y que mandarían a Acámbaro, para ponerlo a disposición del cura Hidalgo.
En las primeras horas de la tarde tenía todo dispuesto, partiendo cuando la noche empezaba a caer, a fin de evitar cualquier enfrentamiento que pudiera poner en peligro toda la operación; aunque aún no tenía noticias del avance insurgente, consideraba que no llegarían a Acámbaro antes del lunes por la tarde.
Cuando llegaron a la casa de doña María Catalina Gómez, se enteraron de que ella ya había lanzado a sus seguidores, armándolos de puñales y machetes, a someter a la escasa guarnición de la plaza; lo que había logrado, haciendo preparativos para defender la ciudad; no dudaban que el general Calleja pronto se enteraría de la situación e intentaría retomar esa importante plaza. Felicitó a Anselmo Casimiro y recibió con beneplácito las armas y municiones que llevaban. Hacía unas horas que había enviado mensajes al cura Morelos, enterándolo de la situación, a fin de que estuviera alerta a los acontecimientos.
Doña Catalina tuvo amistad con Miguel Hidalgo y Costilla. Acompañada de su cajero y el torero Luna marchó a su hacienda San Antonio para reclutar un pelotón de peones a los que armó con puñales, machetes y pistolas para atacar una comitiva de europeos con destino a Valladolid. Dejó heridos a todos los viajeros, y después los entregó al ejército independiente en Acámbaro
“María Catalina escribió la siguiente carta a Hidalgo: "Habiendo sabido que pasaban por este pueblo tres coches con europeos con destino a Valladolid, hice que mi cajero auxiliado con algunos sujetos saliese a aprehenderlos; suponiendo que de este modo servía a vuestra excelencia, y cooperaba a sus ideas. Se logró en efecto la acción prendiendo al conde de Casa Rul, intendente del expresado Valladolid y al teniente coronel de Dragones de México, pero con tanta ventaja que para nuestra parte no se derramó una gota de sangre y para la de ellos todos quedaron gravemente heridos. Yo quedo gloriosamente satisfecha de haber manifestado mi patriotismo y deseosa de acreditar a vuestra excelencia los sentimientos de amor y respeto que tengo a su persona. Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Acámbaro octubre 7 de 1810". (Wikipedia)
Al cuidado de Serafín habían quedado unos cuantos hombres, quienes continuaban fabricando pólvora y municiones; así como los herreros trabajando en las fraguas. Los hombres viejos ahora colaboraban como arrieros, buscando los materiales necesarios y acarreando leña para el abastecimiento de los habitantes de la gruta. 
Cuando tuvo todo organizado, acompañado de sus inseparables amigos Ignacio y Domitilo, Serafín se encaminó a la hacienda de Puruagua, para poner sobre aviso a su madre y a Ana María y, de ser posible, también a don Francisco de Urzúa. Cuando llegaron ya estaba obscuro y penetraron por la puerta de la huerta, encontrando a Juana en la cocina, ignorante de lo que estaba sucediendo en las ciudades cercanas a la Villa de Dolores.
—Buenas noches, mamacita, saludó Serafín cariñoso. Necesito hablar con Ana María y con don Francisco, si es posible.
—‘Orita tan merendando, mejor esperamos a que terminen, pos luego se enmuina el patrón si les interrumpo, pero siéntense pa servirles un taco.
Juana sirvió unos platos de frijoles y tortillas calientes a los muchachos y salió rumbo al comedor, para ver si algo se ofrecía a los patrones; entró sigilosa y se apostó cerca de la mesa de servicio, donde estaban las cacerolas con los alimentos.
Don Francisco cenaba en silencio; Ana María se dio cuenta de la presencia de su nana, a quien miró y entendió que algo quería decirle. Luego salió Juana, en el mismo silencio con que había entrado al comedor.
Al terminar de cenar y con el permiso de su padre, se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina. Cuando vio a Serafín corrió a abrazarlo.
—¡Serafín, Serafín!, ¡qué bueno que viniste!, te extraño tanto…
—Yo también te extraño, Ana María, pero he estado muy ocupado y vengo a prevenirlos, ─dijo mirando a ambas mujeres─ nos han avisado que ya empezó el levantamiento que se esperaba hasta diciembre; no sé cuántos días tarde en llegar aquí, pero no creo que sean más de dos; mi padre ya debe estar en Acámbaro y yo quiero llevarlas a lugar seguro; si tu padre lo desea, también lo llevaremos; puede haber violencia contra los españoles.
Las mujeres se miraron asustadas; no esperaban que la situación se desarrollara tan pronto.
—Déjame hablar con mi padre, Serafín; ya sabes cómo se enoja cuando te ve en la hacienda, espero hacerlo entrar en razón.
La joven salió presurosa en busca de su padre, a quien encontró aún en la mesa, pensativo, en tanto degustaba una copa de vino.
—Papacito, quiero hablar con usted…
—Dime, hija mía, ─respondió levantando la vista para mirar a Ana María, dándose cuenta de que la chica se encontraba agitada, nerviosa─.
—He recibido noticias de que ya empezó el levantamiento de que se ha estado hablando; se teme que la chusma empiece a matar españoles, o a quienes piense que lo son.
—No te preocupes, Ana María, no se atreverán a desafiarme; bien saben que no lo permitiría y mi venganza sería terrible.
—No se confíe, papacito, mejor vamos a lugar seguro, Serafín está aquí para llevarnos a donde no nos puedan hacer daño.
—No menciones a ese mal nacido, solo nos llevará a entregarnos con los rebeldes, con los de su calaña.
—Perdone que lo contradiga, papacito, pero Serafín es bueno y solo busca que no nos vayan a hacer daño, nos protegerá a mi nana Juana y a mí y si usted lo acepta, también a usted, nos llevará a lugar seguro.
—Si estás tan segura, ─repuso obstinado don Francisco─ vete tú con la nana Juana, pero dile a ese sinvergüenza que, si algo te sucede, lo despellejaré vivo con mis propias manos.
La joven abrazó a su padre y le hizo prometer que, si se veía en peligro, no dudara en mandar buscar a Serafín con cualquiera de los sirvientes, ellos sabían cómo hallarlo.
Ana María volvió a la cocina, al lado de su nana y Serafín; Juana ya tenía preparado un atado con sus pocas pertenencias; la joven se colocó sobre los hombros una capa de viaje y se caló el sombrero; los tres se dirigieron al pasaje, cuya entrada estaba disimulada entre la paja del granero; Serafín retiró la paja, dejando al descubierto una portezuela de no más de una vara de alta; sirviéndose de una barra, el muchacho abrió la portezuela, tomó una antorcha apagada que había en el granero y mojándola en aceite la encendió; luego penetró al pasaje, sin permitir que le siguieran las mujeres, hasta estar seguro que no tendrían contratiempos. Con la antorcha fue quemando las grandes telarañas que con el paso del tiempo se habían formado. Rápido recorrió el pasaje hasta llegar a la salida, medio oculta por la vegetación, donde ya le esperaban sus amigos, quien al verle se levantaron para recibirlo.
—Qué pues, Serafín, ¿ya vienen las mujeres?, ─preguntó Agustín─.
—No, amigos, solo entré yo a explorar el pasaje, pero ya me esperan en la entrada, ahora regreso por ellas; buscaré a alguien que vuelva a ocultar la entrada. Es posible que me dilate; tenemos que meter algunas cosas de valor de Ana María, para después irlas llevando de a poco. Yo creo que mejor se van pal frente de la hacienda; así pensarán que yo estoy con mi madre y mañana, antes de que salga el sol, nos veremos aquí mismo. Por favor, vean la manera de conseguir unos caballos para las mujeres; por mi parte lo comentaré con Ana María, para ver si pueden ser caballos de la hacienda, más tarde les mando la razón, espérenla junto al árbol. Donde se juntan los hombres por la noche.
—Ta güeno, ─repuso Domitilo─ tú no te dispriocupes, que pa eso semos tus ayudantes, ¿qué no?
Sonriendo ante los disparates que hablaba su amigo, Serafín les agradeció su cooperación y se regresó por el pasaje, donde ya le esperaban, ansiosas, Ana María y la nana Juana.
—Todo está despejado, les dijo para tranquilizarlas, pero yo creo que debemos traer tus pertenencias de valor, le dijo a Ana María; de otra manera las puedes perder, si tienes dinero o joyas, te podrán servir más adelante. Vamos a la casa, mientras yo hago otros preparativos.
—También es necesario, Ana María, que le digas al caballerango que muy temprano te tanga listos dos caballos y se los deje a Agustín y Domitilo; te van a llevar de paseo, pero debe ser antes de que salga el sol, los muchachos estarán esperando al frente de la hacienda. ¿Considera que sea de confianza? No debe decírselo a nadie.
—No te preocupes por eso, ─contestó la nana Juana─ yo me encargo de que lo haga alguien de toda nuestra confianza, tú asegúrate que estén los muchachos para recibir los caballos.
Esa misma noche llegó un carruaje llevando a un personaje que buscaba a don Francisco de Urzúa; era cerca de la una de la mañana cuando el conductor del carruaje se apeó para llamar a la puerta de la hacienda, luego de largos minutos abrió la puerta uno de los sirvientes, medio amodorrado y envuelto en una cobija.
—¡Qué escándalo, amigo!, ¿no ve que la gente se encuentra dormida?
—Pos han de perdonar, ─habló el cochero─ pero el patrón quiere palabriar con don Francisco, dice que’s urgente y, pos el mandao no es culpable, ¿Qué no?
—Bueno, pos así la cosa cambea, ¿y quién es el patrón?, porque si voy a despertar a don Francisco y no le llevo la razón completa, pueque me ande cintareando.
—Dile que don Everardo de Bustos, viene de Guanjuato.
El sirviente se perdió en la obscuridad de las galerías; solo se escuchaban los pasos a todo correr por los largos pasillos. Poco después se empezaron a encender las luces y el sirviente volvió a la puerta, dejando entrar al carruaje, luego condujo al visitante a la sala, donde le ofrecieron un café, que aceptó gustoso, en tanto llegaba el hacendado. Al cochero lo llevaron a la cocina principal, donde le sirvieron de cenar. Cuando don Francisco se presentó en la sala, don Everardo se levantó del equipal y se apresuró a ir al encuentro del anfitrión.
—Don Francisco, ─dijo tendiendo la mano─ gracias por recibirme, le traigo noticias muy graves; este medio día una chusma encabezada por un cura, el tal Miguel Hidalgo, ha tomado la alhóndiga de Granaditas y han pasado a cuchillo a los españoles y criollos que se encontraban en el lugar; la Guardia Real ha sido superada por la cantidad de gente vociferante, armada con palos y hoces. Fue algo horrible, yo he podido escapar, aunque no pude saber de Fermín, mi hijo; se había ido de paseo a la presa de los Pozuelos. He venido a ponerle sobre aviso y a pedirle me dé asilo por unos días; temo que, si regreso, puedan matarme. Hemos despachado mensajeros a México, pero tardarán dos o tres días en llegar y otros tantos en volver con alguna respuesta.
—En verdad me habéis alarmado, don Everardo; aunque hace unos momentos mi hija me hizo algunos comentarios; me parecía imposible que la chusma se quiera enfrentar al ejército Real. Por lo demás, no se preocupe, querido amigo, que aquí estará usted seguro, voy a dar órdenes de que se mantenga una vigilancia constante para que no nos vayan a sorprender.
—Por lo pronto, vamos a descansar, le mostraré su habitación; ya mañana tomaremos alguna decisión. Supongo que usted no ha cenado, así es que pasemos al comedor y enseguida le servirán algo caliente.
Los amigos se dirigieron al comedor y don Francisco impartió algunas órdenes a unos sirvientes que estaban en espera de instrucciones del amo. Mientras llevaban algún alimento, don Francisco sirvió una copa de coñac a su huésped y se sirvió otra para él; se daba cuenta que la noche podría ser larga.
Pretextando algunas diligencias a realizar, don Francisco dejó solo a don Everardo y se dirigió a los aposentos de Ana María, a quien encontró colocando algunas prendas en un baúl, ayudada por la nana Juana.
—Hija mía, ─dijo abrazando a Ana María─ tenías razón en lo que me contaste, ya se ha iniciado la revuelta en Guanajuato y debemos esperar muchos problemas; vete con tu nana y ese muchacho, Serafín. Dile que te proteja, ya veré cómo recompensarlo, tu seguridad es lo más importante para mí.
—Venga con nosotras, papacito, yo me moriría si a usted le sucede algo.
—No puedo ahora, hija mía, recién ha llegado don Everardo de Bustos y me ha contado de las atrocidades que se están cometiendo; se quedará unos días en la hacienda y yo debo ver que todo esté bien; espero que la violencia no llegue a la hacienda, en todo caso, si veo que hay peligro, iré en tu busca. ¿Sabes a dónde las llevará Serafín?
—No lo sabemos, don Francisco, intervino la nana Juana, ni creo que nos lo digan; pero si lo juzga necesario, mande un peón a que lleve una razón a Serafín, le aseguro que llegará a él y vendrá de inmediato si usted le necesita.
—Gracias, Juana, ─era la primera vez que le agradecía algo a la mujer─ pero me respondes con tu vida por la seguridad de Ana María.
—Le aseguro que estará bien, don Francisco, si mi hijo viene por nosotras, es que nos llevará a donde no corramos ningún peligro.
—A propósito, papacito, ─dijo Ana María─ me llevaré dos caballos y partiremos antes del amanecer, si quiere usted hablar con Serafín, saldremos por el granero.
—Por qué por el granero, ¿van a tirar alguna pared?
—No, papacito, en ese sitio está la entrada a un túnel que nos lleva hasta el río, será bueno que usted lo conozca, por si necesita escapar sin ser visto.
Tal como le aconsejó Ana María, don Francisco estuvo puntual en el granero, ya Serafín había metido el baúl de la joven y solo esperaban despedirse de don Francisco.
—Papacito, deme su bendición, y espero que nos podamos reunir muy pronto, yo estaré esperando noticias suyas.
La joven se acercó a su padre, le abrazó y besó en ambas mejillas, mientras las lágrimas inundaban sus ojos.
—Serafín, ─dijo dirigiéndose al joven─. Sé que no hemos tenido una buena relación, pero siempre has protegido a mi hija; hoy la pongo en tus manos y espero que me la devuelvas sana y salva, yo te recompensaré. Dime a dónde las llevarás.
—Perdone, don Francisco, pero por nuestra propia seguridad no se lo puedo decir; pero si necesita mandar alguna razón, dígale a cualquier peón que me la lleve y me llegará, téngalo por seguro. Solo le pediré que ordene que, cuando nos vayamos, cierren la puerta del túnel y le amontonen la paja, para volverla a disimular.
—No te preocupes, muchacho, que así lo haremos, que Dios los acompañe y, si te es posible, hazme saber que están bien.
Los dos hombres se miraron a los ojos y se estrecharon las manos, cerrando una brecha que estaba abierta desde siempre; se encontraron dos seres humanos con un mismo fin, la protección de Ana María, depositaria de dos amores distintos, pero igual de intensos.
Cuando las tres personas se perdieron en la obscuridad del túnel, don Francisco cerró la puerta y él mismo echó paja contra el muro, volviendo a quedar fuera de la vista de cualquier curioso.
Protegidos por la obscuridad de la noche, que no se decidía a amanecer, los tres amigos caminaban guiando a los caballos del ronzal, llevando a cuestas los dos amores de Serafín, su madre y Ana María; cuando los primeros rayos del sol tocaron la cumbre de la sierra de San Agustín, los cinco caminantes se encontraban seguros en el interior de la gruta, ante el asombro de las mujeres y las miradas curiosas de los habitantes del lugar.
 

La vida en la gruta

Tomás, Silvestre y Atilano se encontraban rodeados de hombres maduros y jóvenes, todos deseosos de escuchar las historias que los tres viejos les contaban. Atilano, el viejo invidente, era el que mejores historias se sabía, o, cuando menos, quien les ponía mas sabor; tal vez algunas partes de las historias las inventara, pero en todo caso, imaginación tenía, pues entretejía hechos reales con sus propias fantasías, haciendo historias fascinantes, pintorescas y muy estimulantes para las mentes jóvenes.
—Cuéntanos, Tomás, tú eras caballerango de la hacienda y debes haber conocido historias. ─Pidió don Atilano─.
—Es verdá, yo mesmo era caballerango, pero ya habían pasao cien años desde la historia que cuenta Atilano, cuando yo era chamaco, fue cundo empezó la “bola”. Siempre me ha parecido curioso que hayan sido cien años justos lo que separa a las dos revoluciones importantes de México. Pero volviendo a la historia, lo que yo escuchaba de escuincle, era que, pa bien de Puruagua, nunca pasaron por aquí los ejércitos en lucha, pos siempre ganaban pa Acámbaro o pa Querétaro y al pueblo no lo tocaron, por esa razón la hacienda se conservó, cuando más sufrió fue cuando la mentada Reforma Agraria; tonces sí la pasamos más canija, sobre todo los patrones, pos les quitaron todo; casi, solo les dejaron el casco de la hacienda y doce hectáreas de tierras y no se crea que fue para beneficiar a los peones, nada de’so, pos a nosotros nos dieron tierras en el monte, entre las piedras y las buenas tierras se les quedaron los líderes y políticos; eran gente que no sabía cuál era el tallo y cuales las raices, pero se hicieron ejidatarios, onque nunca venían a sus tierras, pos las alquilaban.
–Pero, ¡Ah qué muchachos estos!, ya me hicieron salir de la historia, ya tense sosiegos, pa poderme acordar bien.
Don Tomás siguió el relato de Atilano:
—Pos como nos dijo Atilano, los muchachos y Juana llegaron a la gruta en San Agustín, en tanto don Francisco se quedaba en la hacienda, acompañando a don Everardo, pensando que en ese lugar no tendrían problemas. Pa su buena suerte, el movimiento ganó pa Acámbaro, onde los esperaba doña María Catalina Gómez de Larrondo, quien días antes había sorprendido a una partida de soldados realistas que transportaba oro y dinero. Días después, en la mañana del domingo había detenido unas carretas, donde viajaban algunos principales rumbo a Valladolid, la gente de María Catalina hirió a todos los viajeros y los llevaron presos; antes habían tomado el control del pueblo y estaban preparando las defensas, previendo que Calleja tratara de recuperar la importante plaza.
—Solo unos cuantos peones, enterados de alguna manera que se habían levantado contra las autoridades de Guanajuato, se atrevieron a intentar tomar la hacienda de Puruagua, cosa que don Francisco impidió por medio de sus más fieles sirvientes. Como había ofrecido a Ana María, le envió una nota oral dirigida a Serafín; se la dio a uno de los peones y, sin decir más, el hombre salió apresurado a cumplir el encargo. El recado cambió varias veces de manos y de lengua; pues se decía en purépecha, el habla de los naturales de esa región; era necesario ser muy cautos en mantener en secreto el refugio de San Agustín; cuando llegó a las manos de Ana María, solo le informaron que su padre se encontraba bien y le urgía a que volviera a la hacienda.
—Ora déjame contarla a mí, dijo el viejo Atilano, pos esa historia de la niña Ana María, siempre me ha cudrao.
—Ta bueno, aceptó Tomás, como que tú le pones más sabor a la historia. En esos momentos hizo presencia el ingeniero Fortuna, que llegaba de la Ciudad de Guanajuato, saludando a todos.
—Buenas noches, amigos, ¿me estoy perdiendo de algo?
—Buenas ingeniero, respondió Atilano, no es mucho lo que hemos palabriao, tamos en el momento en que Serafín y Ana María han llegao al refugio de la gruta, el día siguiente a la toma de la Alhóndiga de Granaditas.
 
Mientras Serafín se iba a reunir con los hombres a fin de supervisar la fabricación de pólvora y municiones, Juana se fue con las mujeres para ayudarles en la preparación de los alimentos, a la espera que regresara Anselmo, su marido.
Por su parte, Ana María, quien en un principio fue vista como una intrusa, pronto se ganó la confianza de las madres, al proponerles formar una escuela para enseñar a los niños a leer y escribir, por lo que, al aceptar las madres, se puso a habilitar un espacio en la zona de las mujeres, para poder acomodar a los niños. 
Cuando se reunieron a comer con Juana, Ana María y Serafín ya habían platicado respecto a la estancia de la joven entre los insurgentes y la chica había decidido quedarse al lado de su querido compañero; por su parte, Serafín seguía viviendo ese amor secreto que sentía por Ana María; ya vería cómo irse declarando a la joven, aprovechando la cercanía que tendrían en adelante.
—Serafín, ─dijo Ana María cuando terminaron de comer─ me preocupa mi padre, se quedó en la hacienda y temo que lo puedan atacar.
—Para que estés más tranquila, enviaré a uno de los hombres de confianza para que se entere como están las cosas en la hacienda.
Serafín salió, dejando a su madre y a Ana María comentándose los pormenores de sus actividades del día. Juana estaba enterada de la buena disposición de la mayoría de las mujeres para que sus hijos aprendieran a leer y escribir; intuían que sería bueno para los niños cuando terminara la guerra. Poco después regresó Serafín, a informarles que ya había salido una persona en busca de noticias a la hacienda de Puruagua.
—¿Qué noticias tienes de tu padre, hijo mío?, preguntó Juana. 
—No mucho, madre, solo sé que entregó las armas y municiones en Acámbaro y parece que partió rumbo a Valladolid, a reunirse con el Cura José María, es el Padrecito que conocimos cuando nos fuimos con unos arrieros; es un buen hombre y parece que es amigo del cura Hidalgo, el que empezó este levantamiento, con quien estábamos aprendiendo alfarería en el pueblo de Dolores. Yo espero que mañana tengamos noticias; se estableció un sistema de mensajeros que van y vienen constantes. También debe de llegar temprano el carbonero, que se llevará la pólvora que estamos fabricando, necesitamos mantener abastecida a la gente de Acámbaro.
—Bueno, madre, me tengo que regresar al trabajo, las dejo solas para que platiquen a gusto; me cuida a la niña Ana María, dijo mirando con ojos de enamorado a la muchacha.
—Vete sin pendiente, muchacho, ─contestó Juana, interpretando la mirada que había hecho a Ana María y pensando cómo le podría hacer para favorecer a su hijo─.
Serafín llegó a la zona que se tenía habilitada como fábrica de pólvora y municiones; había una gran actividad. Había muchachos que, casi como un juego, fabricaban bolitas de barro, habiendo aprendido a hacerlas de diferentes medidas y muy regulares en su tamaño; cuando llenaban una charola de barro cocido, la llevaban a la zona de quemado, donde unos hombres atizaban los fogones y colocaban las charolas, para cocer las bolitas, una vez frías, eran colocadas en cántaros, para ser acarreadas sobre asnos o mulas por los arrieros, quienes disimulaban el contenido de los cántaros, poniendo encima algunos otros productos. Luego de verificar que en ese departamento tenían una buena producción, se dirigió al fondo de la gruta, donde solo trabajan personas adultas, era un trabajo de alto riesgo y no podían comprometer, además de la integridad de las personas de la gruta, el abastecimiento de pólvora para los insurrectos. 
—Qué bueno que vienes, Serafín, dijo uno de los encargados, ya se nos ta terminando el azufre, yo pienso que si no llega hoy por la noche el arriero, vamos a tener qué parar la fabricación de pólvora.
—Yo creo que llega antes de que amanezca, Chema, si terminan con el azufre, sigan pulverizando el carbón y el salitre, para hacer la mezcla en cuanto llegue el arriero. Sería bueno también que descansaran un poco, en llegando el azufre, ya no se va a poder.
—Pue’que tengas razón, ya algunos tan cansaos y no vayan a hacer una burrada. Los voy a mandar por tandas, pa que no se pare de a tiro el trabajo. De todas formas, ya tenemos algo de material listo pa que se lo lleven, hicimos cinco quintales y dos arrobas de pólvora de diferentes granos y cosa de diez quintales de bolitas de barro cocido.
—Los felicito, ─dijo Serafín─ con eso que les mandemos tendrán para unos días, pero hay que apurarle a la fabricación; las acciones se van a incrementar.
Luego de revisar varias dependencias, Serafín volvió al lado de Juana y Ana María, quienes ya tenían preparada la cena, que sería comunal, entre varias familias amigas de su madre. La charla era animada y Ana María participaba entusiasmada, como cualquier vecino de Puruagua.
Luego de cenar, Serafín invitó a Ana María a caminar un poco; de forma natural, la joven tomó la mano de Serafín, quien sintió un estremecimiento en su espalda; era la primera vez, ya de grandes, que tocaba la mano de su amada. Llegaron hasta uno de los accesos de las grutas, localizado a media altura del cerro. Serafín observó a través de los matorrales que ocultaban la entrada, cerciorándose de que no hubiera nadie curioseando en los alrededores.
Cuando se sintió satisfecho, invitó a Ana María a salir; una luna esplendorosa, de las que solo se miran en el mes de octubre, filtraba sus rayos entre las ramas de los pinos y los oyameles. El ruido de los grillos y el esporádico ulular de alguna lechuza, invitaban a la meditación en la placidez del bosque; una suave brisa movía las ramas y un viento fresco corría entre la vegetación. Ana María se envolvió en un chal de lana que llevaba sobre los hombros para conservar el calor del cuerpo, no obstante, le pareció maravilloso salir al aire libre y mirar el cielo estrellado que los envolvía. La pareja caminó despacio, como alargando el momento casi mágico que estaban viviendo. Serafín consideró que era ahora, o no tendría otra oportunidad como aquella.
—Ana María, ─empezó medio tropezando con sus palabras─ hace tiempo que quiero decirte algo, pero me da miedo que pueda perderte.
—Dime lo que quieras, Serafín, que no habrá nada que me haga retirarme de ti.
Serafín se alejó unos pasos y se recargó en una gran roca basáltica, en tanto Ana María miraba al joven, pero ya no con ojos de niña, sino de una mujer apreciando el físico de un muchacho que se está convirtiendo en hombre. Lejos en el tiempo parecía haber quedado aquel niño que todos los días compartía sus tardes y a quien le enseñaba de las lecciones que ella misma recibía; aquella limpia amistad y cariño que nació en los dos niños se convirtió, sin apenas darse cuenta, en amor auténtico.
—Tú bien sabes que siempre te he querido, desde que éramos niños; tal vez no te diste cuenta, pero llegó un momento en que yo no podía concebir un día, sin disfrutar de tu compañía, no te imaginas cuánto de extrañé en esos meses que pasamos en San Miguel, sin tener la seguridad de que te encontraría… soltera. Me mataban los celos cuando pensaba que el odioso de Fermín de Bustos te estuviera rondando, decidido a pedir tu mano.
Ana María lo escuchaba en silencio, presintiendo y anhelando que su confesión fuese en la dirección que ella esperaba; su educación y los convencionalismos le impedían lanzarse a sus brazos y decirle que ella lo amaba desde siempre… siguió escuchando.
—Lo que quiero decirte, Ana María, es que… estoy enamorado de ti y si tú no me aceptas, no diré nada, solo me iré a la guerra a servir a los indios, que son mi pueblo. Tal vez sea yo muy poca cosa para ti y tendrás razón, pero el corazón no sabe de esas cosas: se ama a tal o cual persona, sin tasa y sin precio.
—Serafín, ─repuso Ana María con la vista baja─ entiendo lo que me dices y me siento muy halagada, entiendo muy bien cuál es tu preocupación y la oposición que habrá de parte de mi padre; debo decirte que no me importa, porque yo también te amo y si tú vas a la guerra, yo iré a tu lado, aunque preferiría que permanezcamos aquí; estaremos cerca de mi padre y podremos ayudarle en caso de necesidad. No temas, amado mío, que juntos podremos enfrentar lo que venga.
Ana María extendió los brazos, llamando a Serafín, quien nervioso acudió al llamado de la joven y se estrecharon en un cálido abrazo, tanto tiempo esperado. Serafín estaba como en un sueño, aspirando el suave perfume de flores que emanaba de la tersa piel de Ana María. Unos besos tímidos, primerizos para ambos, sellaron ese compromiso de amor, bajo la plateada mirada de una luna llena, que parecía sonreírles. Un remanso de amor en medio de una guerra que iniciaba, igual que esa pareja. Abrazados con calidez, los jóvenes se quedaron recargados en la roca, mirando las estrellas, hablando sin palabras; sus corazones latían al mismo ritmo.

 —Sabe Dios cuanto tiempo pasaron así, ─continuó relatando don Atilano─ el viejo jardinero ciego tenía atento a su auditorio; pendientes de las historias que el viejo relataba; ¿cómo ve ingeniero Fortuna?, esta hacienda de Puruagua está llena de leyendas; pero ninguna como ésta, tan romántica. Pero este viejo ya está cansao, las riumas me acaban cuando ‘toy mucho tiempo sentao y estos carajos muchachos me hacen recordar viejos recuerdos. Mejor le seguimos mañana, ¿le parece bien?
—Claro que sí, ─repuso el ingeniero─ ha de perdonarme que no me haya dado cuenta del tiempo que llevamos escuchándolo, pero la historia es fascinante y tan cercana a nuestra historia patria, que casi creí ver pasar al cura Hidalgo, con su estandarte de la guadalupana al frente de su ejército de valientes mexicanos. Mañana, sin falta, aquí estaré para enterarme de las andanzas de esos muchachos.

—Buenos días, ingeniero, ─saludó el señor Ortiz ─¿cómo durmieron, después de tantas historias del viejo Atilano? ¡Ah que hombre!, ─exclamó el ranchero─ vaya que sabe ponerles pimienta a las historias, si ese viejo hubiera aprendido a leer y escribir, bien podría llenar muchas páginas con las historias vividas y recreadas en su imaginación.
—Buen día, don José, tiene usted mucha razón, ese buen hombre, Atilano, nos cuenta las historias tan reales, que nos deja soñando toda la noche. Yo me pasé buena parte de ella en viajes oníricos, en compañía de Serafín y Ana María, creo que hasta los casé en mis sueños, aunque Atilano no nos ha llevado hasta ese punto de la historia.
—Tienen razón, ─aseveró Pedro─ don Atilano, más que contar una historia, casi nos proyecta una película; ojalá que alguna vez a alguien se le ocurriera escribir las historias de ese hombre, de seguro se venderían bien.

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