EL SECRETO DEL ADORATORIO
Derechos
reservados
Sergio A. Amaya
Santamaría
14/03/2021 2103147169956
La casa del anticuario
Esto que voy a relatar es la afortunada
experiencia que he tenido en mi actividad comercial; ocurrió en la década de
los 60 en esta maravillosa ciudad. Mi nombre es Fernando Cabañas, tengo treinta
años y he sido un estudioso de la historia de México, que me encanta; esta
pasión me llevó a abrir un negocio de antigüedades; comercio con piezas que
estudio a fondo para entregar al cliente la realidad de lo que adquiere. Tuve
la suerte de abrir la tienda en un sitio emblemático, el barrio viejo de la
ciudad de México. Calles coloniales llenas de historia y encanto; sitios que
han sido testigos de hechos históricos desde los años de su fundación. Mi
tienda goza de fama bien ganada y es visitada por coleccionistas nacionales y
extranjeros, siempre convencidos de que lo que adquiere, en realidad es un
objeto de colección, lo mismo un jarrón de porcelana, que una pintura del siglo
XVII.
Soy egresado de la Facultad de Antropología
de la UNAM y he sido habitante constante del barrio desde mis tiempos de
preparatoria. Me gusta vestir como si estuviera a punto de entrar a una
excavación: Pantalón y chamarra de mezclilla y camisa de franela. Fui un buen
estudiante, pero sin ser una lumbrera; siempre me esforzaba en escudriñar todos
los secretos que pudiese guardar una pintura, escultura o arte lapidario; creo
con firmeza que cada pieza lleva algo de su creador.
Con este entusiasmo y un poco de capital
heredado de mi padre, renté una vieja casona y puse en ella la tienda de
antigüedades, en el viejo barrio; el llamado Primer Cuadro de la ciudad de
México, cercana a la Catedral Metropolitana y al recién descubierto templo
mayor de los antiguos pobladores del Anáhuac. El llamado Zócalo, llamado así en
recuerdo de algo que casi nadie sabe: En ese sitio se colocó el zócalo o
basamento para levantar el monumento de Carlos IV, que nunca se colocó, pero el
zócalo o base de la escultura quedó allí, a la vista de todos, que dieron en
llamar “zócalo” a toda la plaza. La estatua ecuestre de Carlos IV. Ahora, 1980,
se encuentra a un costado del Palacio de Minería.
La ahora llamada Plaza de la Constitución,
una hermosa plaza pública hasta hace poco sembrada de elegantes palmeras y
floridos prados, que luce desde 1960 una fría capa de cemento. Rodeada por
emblemáticos edificios: hacia el norte, la Catedral Metropolitana; al oriente,
el Palacio Nacional, donde estuviera el palacio de Moctezuma; hacia el sur, el
Palacio Municipal y al poniente, el portal de Mercaderes; también, pero a un
costado de Catedral, el bello palacio que construyó don Pedro Romero de
Terreros el primer monte pío de la Nueva España y conocido hoy como el Monte de
Piedad.
En esa plaza estuvo el mercado del Parián,
donde se expendían las mejores telas llegadas en la Nao de China. A un costado
de Palacio Nacional, sobre la calle de La Moneda se encuentra el Palacio del
Arzobispado y poco adelante el Museo Nacional de Historia, antiguamente la Casa
de Moneda, que le dio nombre a la calle.
Tantos sitios históricos para recordar, como la Plaza del Volador, que
debe su nombre a que en ella se levantaba el poste donde se celebraba el ritual
solar de los voladores, conocido como los Voladores de Papantla y donde hoy se
encuentra la Suprema Corte de Justicia.
Soy un buen conversador y asiduo visitante
de las cafeterías de los alrededores; he tenido facilidad para hacerme de
amistades que, de una u otra forma, me han acercado clientes; este carácter, en
mi actuar como especialista en antigüedades, me ha creado fama entre los
coleccionistas; mi actuar amistoso con algunos de ellos, me llevaron a tener
amistad con un Monseñor que me acercó a las jerarquías eclesiásticas, fui nombrado como asesor de la Arquidiócesis en el
ramo de arte sacro.
En varias ocasiones, las autoridades
eclesiásticas han recurrido a mis servicios para autentificar piezas de arte religioso
que de pronto aparecen en manos de algunos devotos feligreses, quienes
prefieren donarlo a su parroquia, a fin de preservarlo para la posteridad.
En esa forma llegó a mis manos para su
estudio, una pintura religiosa en apariencia auténtica, pero carente de firma.
El tema era la Virgen María vestida con rico manto, llevando en brazos al Niño
Jesús, también vestido con elegancia; a un costado de la virgen, tres nobles,
uno de ellos hincado frente a un religioso. La pintura fue recibida en la
Parroquia de San José y a petición del Arzobispado, fui citado para revisar la
pintura. Empecé por lo básico, su realización: fue pintada sobre madera,
tratada tal vez con aceite de linaza, que la había preservado de las polillas,
técnica propia del siglo XVII. La pintura en sí muestra trazos firmes y buena
proporción de las figuras y el trazo de la perspectiva es correcto. El
claroscuro recuerda a la pintura flamenca, pero para mejor y mayor información
debería llevarla a mi taller para hacer un estudio detallado.
Tomadas todas las precauciones, fue
trasladada a mi taller en la tienda de antigüedades. Empacada de forma
conveniente, el traslado se hizo bajo la protección de una empresa de
seguridad.
La pintura mostraba algunos craquelados, tal
vez causados por un ambiente demasiado seco o que hubiese estado expuesta a la
luz directa; valiéndome de una potente lupa, pude observar en esos pequeños
cortes, que debajo de esa capa de pintura, había otra, algo común en aquellos
tiempos, cuando una obra era cubierta con pintura y pintado un nuevo trabajo.
Contraté los servicios de profesionales en
el análisis por rayos X y el resultado fue asombroso. La pintura superior, era
obra de un pintor desconocido, pero con seguridad trabajó bajo la guía de algún
maestro. El fondo de ambas pinturas era una capa de pintura blanca con base de
plomo; la primera pintura representaba un ángel custodiando a una persona, no
identificable con ninguna pintura religiosa; sobre ella se había pintado la
virgen y los personajes.
En definitiva, era una pintura realizada en el
siglo XVII, aunque no se podía atribuir a ninguno de los pintores notables de
aquella época; los trazos señalaban en el sentido de recordar la pintura de
Pedro de Villegas. No habiendo otra cosa que averiguar acerca de la pintura, el
cuadro fue regresado a la parroquia.
Tal vez por mi pasión por las antigüedades y
su estudio, me he dedicado poco a las cosas románticas me he convertido en un
solterón empedernido, de esa forma puedo dedicarle toda mi atención a mi
trabajo y profesión de anticuario.
Mientras estudiaba el plano en mi estudio,
pensaba que de alguna manera no era yo nuevo en esta casa y quedé convencido de
que el plano encontrado era el perteneciente a esta; las medidas de la planta
baja lo corroboraban.
Fue entonces que reparé en un detalle: En
cierto punto de la construcción, donde debería estar la cocina, que en aquellos
tiempos eran construcciones de mampostería con quemadores de leña o carbón y un
enorme cenicero, se había construido una meseta de mampostería que se habría
utilizado como lugar para almacenar cosas inútiles. En el plano se marcaba con
claridad una puerta de entrada a un sótano, debajo del cenicero.
Conocer esos detalles, me decidió a romper
esa mampostería, pero no me era posible hacerlo yo solo, por lo que hablé con
mi hermano Felipe, unos años menor que yo y a quien le tenía suficiente
confianza para relatarle lo que suponía que podríamos encontrar: Una entrada a
un lugar secreto, tal vez donde guardaran objetos valiosos que yo pudiera
vender en la tienda. Mi hermano estuvo de acuerdo en ayudarme y decidimos
contratar a unos trabajadores para que realizaran la demolición, que es el
trabajo pesado, debían transportar el escombro a un lugar donde luego fuera
sencillo deshacerse de él, Felipe atendio los trabajos de los obreros, en tanto
yo continuaba al pendiente de los clientes, no tenía intenciones de cerrar el
negocio.
Felipe estudiaba en la Facultad de
Arquitectura, en Ciudad Universitaria y solo dispondría de tiempo libre los
fines de semana, o de plano habría que esperar hasta las vacaciones, ya que le
quedaba poco tiempo para asistir a la escuela y estudiar en casa o con amigos,
cuando de algún proyecto en equipo se trataba.
Al contrario de mí, Felipe es más dado a la
introspección; tiene pocos amigos, es un lector constante y regular jugador de
ajedrez en la cafetería de la Universidad. Hombre de pocas palabras, no es dado
a entrar en discusiones, pero es un analista profundo de lo que le representa
algún interés y, desde luego, la posibilidad de estar en contacto con la
arquitectura de antaño, le llamó la atención. Mi hermano, con quien llevo una extraordinaria
relación consideró que era prioritario ayudarme.
Felipe siempre va vestido de forma correcta
para un estudiante: Pantalón de casimir, alguna camisa a juego y algún suéter
de acuerdo con la temporada. Bien parecido, es asediado por compañeras que se
integraban a los grupos de trabajo. Como estaba cercano un período de
vacaciones, Felipe no tuvo inconveniente en participar en la exploración.
Explorando la casona
Después de vaciar de cosas inservibles esa habitación, los trabajadores
empezaron a demoler la mampostería; no fue tan complicado como pensábamos, era sólo
un muro de tabiques recocidos, recubiertos con argamasa de cal. Luego
encontraron un relleno de tierra y piedras, sobre el cual se había hecho una
cubierta de cemento; al retirar ese material encontraron el brasero que yo
suponía; a partir de ese momento, despedimos a los trabajadores, nosotros continuamos
con la investigación.
Notifiqué a la clientela que realizaría un
viaje durante varias semanas en busca de mercancías, por lo que permanecería
cerrada la tienda. Entonces empezamos por demoler el piso debajo del cenicero,
trabajo que hicimos a marro y cincel, agachados debajo del cenicero; no tardamos
en encontrar la puerta que había identificado en el plano.
Sin gran dificultad removimos la puerta de
madera, podrida por el tiempo y la humedad, quedó a la vista un pozo negro, mi
hermano y yo nos acercamos un poco, descubrimos una escalera de piedra que se
internaba debajo de la construcción.
Del obscuro pasaje salía un fétido olor a podrido y a humedad; en algún
momento pensamos si no habrían dejado enterrado a alguien, igual como se
acostumbraba, según las leyendas, a emparedar a algunos habitantes de los múltiples
conventos existentes en la Metrópoli.
Durante todo el día dejamos abierta la
habitación para permitir que se ventilara el sótano; por la tarde y valiéndonos
de un larga extensión eléctrica descendimos por la escalera. Los escalones de
piedra se sentían mohosos y resbalosos, por lo que pisábamos con sumo cuidado.
Contamos trece escalones hasta llegar al piso del sótano, al reparar en el
número trece, pensé en cábalas y cosas herméticas; no hubo nada de eso. La
lámpara nos permitió ver la amplitud del lugar. Si alguna vez ese sótano tuvo
iluminación, las ventanas habían quedado por debajo de la calle actual, por lo
que permaneció en la ignorancia durante decenas, o tal vez, cientos de años. El
propio hundimiento de la ciudad en el fondo cenagoso del antiguo lago obligaba
a levantar las calles cada cierto tiempo; así sucedía en el monumento a la
Independencia, que cuando fue inaugurado se encontraba a nivel de banqueta y en
la actualidad ya tiene más de diez escalones.
El piso de esa estancia era de piedra de
cantera, lo cubría una gruesa capa de polvo endurecido por la humedad y el paso
de los años. El techo estaba soportado por robustas vigas de mezquite, por lo
que habían perdurado hasta entonces sin menoscabo de su dureza y resistencia. Recargado en uno de los muros, había un viejo
librero que contenía algunos antiguos manuscritos, que al contacto de los dedos
se hicieron polvo.
En el entrepaño superior, vi una caja de
madera, se lo hice notar a mi hermano y luego de llevar una escalerilla de
mano, subí para bajarla y conocer su contenido; para entonces ya me había
colocado guantes de hule y cubre boca, al igual que Felipe; tomé con cuidado la
caja y se la pasé a mi hermano. Se sentía pesada, por lo que supusimos que
podría contener algo valioso; para revisarla mejor, la llevamos al exterior,
hasta mi estudio.
Ya sobre mi mesa de trabajo y conociendo los
procedimientos para tratar objetos encontrados, tanto enterrados, como en
lugares húmedos y valiéndome de una brocha de pelo fino, empecé a limpiarla, a
fin de conocer el estado de la madera. Luego de paciente trabajo, me percaté de
que no era madera, sino una superficie de cuero repujado, era un trabajo muy
fino. Antes de abrirla y dado que el mismo cuero hacía las veces de bisagra,
unté la superficie con aceite, para quitarle lo reseco y evitar que se fuera a
romper al tratar de abrirla. La envolví en un paño impregnado de aceite y la
metí en una vitrina, para evitar que estuviera al aire y permitir que el aceite
hiciera su trabajo. Ya era noche y decidimos descansar, para intentar abrir la
caja por la mañana.
Nos retiramos a las habitaciones de la
planta alta de la casa y luego de darnos un buen baño, nos reunimos en el
comedor. Durante la cena comentamos nuestras primeras impresiones de lo
hallado. Yo me centraba en la caja y su contenido; en tanto que mi hermano,
estudiante de arquitectura hablaba de la obra en sí, le admiraba que se
construyeran tales casas con los elementos rudimentarios de la época.
–Bueno, hermano, los españoles que
edificaron esta casa, llevaban alguna tecnología de la época, pero piensa en
las grandes construcciones que realizaron los habitantes de Tenochtitlán; ¿cómo
hicieron para transportar las enormes piedras, llevadas desde las riberas del
lago y fueron acarreadas desde regiones alejadas? No disponían de animales de
tiro, por lo que requerían grandes cantidades de trabajadores, muchos esclavos
conseguidos en las guerras con sus vecinos. Fabricar enormes barcas, que
también utilizaban troncos llevados tal vez desde Chapultepec.
Felipe me escuchaba con atención; siempre
aprendía de mi experiencia adquirida, tanto en la escuela, como en años de
ejercerla a través de las antigüedades que llegaban a la tienda. Así se nos iban las horas; yo muy
locuaz, mi hermano parco pero receptivo.
A la mañana siguiente, luego de desayunar,
estábamos ya en el estudio, ansiosos por conocer el contenido del cofre, tuve
cuidado de no estropear la cubierta, me daba cuenta de que, solo como pieza
antigua, tenía un buen valor. La extraje de la vitrina y la coloqué sobre la
mesa de trabajo; le retiré el lienzo y limpié con cuidado el aceite remanente.
Acaricié con suavidad la superficie; era una piel de color café rojizo. Ante la
mirada ansiosa de mi hermano, empecé a levantar la tapa, revisé que el lomo que
hacía la bisagra, no se rompiera. No ocurrió así, la previsión de aceitar la
piel, le había devuelto su flexibilidad.
Cuando abrí el cofre, quedó a la vista un
libro del tamaño de la caja; era bastante antiguo, la cubierta era de piel, tal
vez de oveja, como se usaba en la antigüedad. Con los guantes de látex puestos
y mucho cuidado, extraje el libro y lo deposité sobre la mesa. El libro no
contenía título o nombre de autor y se encontraba bastante deteriorado por
efecto del tiempo; lo abrí con mucho cuidado y entre las páginas de una vieja
historia de caballería, se encontraba un texto en letras góticas escrito en un
antiguo trozo de pergamino, el que, aun con mi preparación y frecuentes
encuentros con textos antiguos, me costaba entender, acerqué una lupa con
iluminación y empecé a intentar comprender esa escritura que nuestros
antepasados utilizaban:
«Hace muchos años, entre los soldados del
Capitán don Hernando de Cortez, se estableció en esta noble ciudad un hombre
que incorporose al ejército del conquistador, en la escala que la armada hizo
en Gran Canaria, un hombre liberado de galeras, Antonio de Garmendia; personaje
de pasado obscuro, pero de notable inteligencia y sabiduría. Este tal Garmendia
peleó tenazmente contra los indios que defendían el diabólico adoratorio de
Tezcatlipoca, de piedras ennegrecidas por la sangre de cientos de sacrificios
hechos a los diablos. Por su valentía, don Nuño de Guzmán lo recomendó al
Capitán Cortez para ser recompensado. Una vez tomada la Gran Tenochtitlán y los
indios sometidos, al Garmendia le fueron otorgados unos terrenos afuera de la
traza, en la cercanía de un gran canal que era utilizado por los comerciantes
que llegaban con sus mercaderías a ofrecerlas en el gran tianguis. Antonio de
Garmendia se enriqueció en breve tiempo, lo que nunca despertó sospecha alguna.
Unos indios que estaban a su servicio corrieron la noticia de que Garmendia
había descubierto el tesoro de Moctezuma que se había perdido en aquella
terrible noche de triste memoria, cuando los hombres de Cortez salieron
huyendo, ante la embestida de los indios que querían recuperar sus adoratorios.
La noticia que hacía referencia al Garmendia voló por toda la ciudad y no dejó
de ser atendida por el propio Garmendia, quien temeroso de ser despojado de su
riqueza, tuvo buen cuidado de esconderla en diferentes sitios. No solamente
para Garmendia, también la noticia llegó al Santo Oficio, por boca de alguien
que deseaba hacerse con las riquezas del Garmendia. El hombre falleció a causa
de los tormentos a que fue sometido. Nunca se han encontrado los indicios de
tales enterramientos, solamente un trozo de papel que dice:
“En la tercia
petra a la sinestra escala
debajo della se
fhalla ella”
Por ser yo un hombre viejo y de escasa vista
y menos entendederas, no he encontrado el sitio que menciona, por lo que dejo
este escrito para quien el Señor Dios o la fortuna se lo tenga reservado.
Juan de Cisneros y Guzmán
Anio del Señor de 1570
En un principio, Felipe estaba muy
interesado en el contenido del escrito, pero al paso de las horas y sin tener
actividad en ese momento, vio que ya pasaba del medio día y yo no mostraba
deseos de detener la interpretación del texto, optó por irse a la cocina a preparar
algo, para cuando sintiéramos hambre.
Cuando al fin terminé la lectura, los ojos
me ardían por el esfuerzo realizado, me fijé en el reloj de pared que decoraba
el estudio y vi que eran casi las tres de la mañana; se me habían pasado las
horas sin apenas darme cuenta; no sentí el cansancio ni el hambre, tanta era mi
emoción como arqueólogo de tener esta oportunidad, quizás única en mi vida, de
poder interpretar por vez primera un documento escrito en el silo XVI.
Me levanté de la silla y enderecé el cuerpo,
que dolía como si me hubiesen apaleado, dejé el libro y me eché a dormir en un
catre que tenía cerca de la mesa y donde con frecuencia dormía por unas cuantas
horas, cuando el trabajo me absorbía, como era el caso actual.
A la mañana siguiente, a primera hora me
levanté y me dirigí a la recámara a despertar a Felipe, ya que no podía esperar
para poder tratar de resolver este misterio, que tal vez nos tuviera reservada
alguna agradable sorpresa.
─¡Felipe, Felipe, despierta! ─dije a mi
hermano al apenas entrar a la habitación─.
─¿Qué pasa?… ¿Por qué vienes tan alterado? ─preguntó
Felipe medio en sueños─
─Lo que pasa es que he entendido lo del
escrito; me pasé gran parte de la noche para interpretarlo y creo que estamos
parados sobre un tesoro.
Luego de explicar a mi adormilado hermano lo
que acababa de leer, los dos volvimos al estudio, donde el mismo Felipe intentó
leer el documento, pero como estaba menos preparado para ello, desistió de
hacerlo, confiaba en mi buen juicio.
─Este es el mensaje importante y creo que
dice así: “En la tercia petra a la
sinestra escala debajo della se fhalla ella” ─dije a mi sorprendido hermano─.
─Pues sigo sin entender, ¿me lo puedes
explicar?
─Desde luego, dice: “En la tercera piedra, a la izquierda de la escalera, debajo de ella,
se halla ella”.
─Felipe no comprendía─. Me has de perdonar,
hermano, pero entiendo a medias, ¿a qué ella encontraremos?
─Con certeza, no sé qué hallaremos, pero de
que lo vamos a buscar, lo vamos a hacer.
─Estoy de acuerdo, Fernando, pero lo que
esté enterrado, lo está desde hace cientos de años y te aseguro que no se
perderá si antes de buscarlo nos damos un baño y desayunamos.
Tienes toda la razón, hermano, lo que pasa
que la emoción me hace apresurar. Pero es cierto, necesito de un buen baño y,
desde luego, alimentarme de forma adecuada. Entra tú a bañarte y yo preparo el
almuerzo.
Felipe se dirigió al baño y yo salí
apresurado rumbo a la cocina; de pronto se me mezclaban las ideas y no sabía si
cocinar unos libros con tocino o me encontraba a punto de desenterrar unos
huevos de gallina… Al fin me despejé del mal dormir y me centré en la
preparación del desayuno. Cuando Felipe entró a la cocina, muy fresco y
afeitado, yo me dirigí al cuarto de baño. Felipe puso en funcionamiento la
cafetera, esperaba que saliera yo, su acelerado hermano.
Luego de desayunar y beber con calma un café
bien platicado, nos pusimos en obra; al bajar la escalera, ubicamos la tercera
piedra de la izquierda, que era más oscura que el resto del piso. Las losas
medían medio metro por lado y de inmediato empezamos a intentar levantarla;
algo nada sencillo, la piedra era bastante pesada para removerla.
Trabajamos con energía, turnándonos, porque
el espacio no permitía que lo hiciéramos los dos a un mismo tiempo. Consideré
que nos hacía falta una herramienta para hacer una palanca y tener mejores
posibilidades de levantar la losa con un menor esfuerzo; indiqué a mi hermano
que descansara un poco, yo saldría en busca de una barreta; al darme cuenta de
que no la tenía, indiqué a Felipe que saliera para refrescarse y descansar, yo
tendría que ir a una ferretera a comprarla, lo que me podría llevar una hora.
Siguió Felipe mi recomendación, volvió a la superficie; en la cocina bebió agua
y se fue a recostar al catre, en tanto yo regresaba.
Cuando volví encontré a Felipe en el catre;
me di cuenta de que el cansancio lo había vencido y se quedó dormido. Cuando
despertó me contó un extraño sueño:
«Se vio en un sitio desconocido para él, se
encontraba dirigiendo una construcción, pero sus ropajes eran diferentes a lo
que él usaba; los trabajadores eran indígenas apenas cubiertos por taparrabos,
en tanto que él vestía un pantalón como de piel volteada y botas hasta las
rodillas, una camisa blanca holgada con holanes en los puños y un sombrero tipo
chambergo. Todo le era conocido, pero a la vez extraño. Se veían pocos
edificios en los alrededores; mirando hacia el poniente, se estaba levantando
una iglesia de madera y frente a ella un edificio en plena demolición. Dejó a
sus trabajadores y se dirigió hacia el edificio que se estaba demoliendo;
entonces se dio cuenta de que muchas piedras se encontraban ennegrecidas, como
pintadas por una pintura rojiza negruzca, cayendo en la cuenta de que se
trataba de sangre reseca. Muchos peones semi desnudos desmontaban las piedras y
las trasladaban hacia una gran construcción que se situaba hacia el oriente de
dicha plaza. Dentro de su extraño sueño, que bien sabía que no era real, pero
se miraba tan real a sí mismo, que pensaba que estaba enloqueciendo. Se dio
cuenta que unos hombres, soldados españoles según se percató, acompañaban a un
personaje que debería ser noble indígena, con un tocado de plumas multicolores
y un gran manto de tela blanca bordado también con plumas azules, el personaje
calzaba una especie de sandalias de cuero, sujetas las suelas con tiras de cuero
que se enredaban en sus pantorrillas; los indígenas que trabajaban, bajaban la
vista cuando el personaje se acercaba» De pronto sentí que algo me golpeaba en el hombro y escuché una voz. ¡Felipe,
Felipe, despierta! Era mi voz que le llamaba.
Me hizo el relato de su sueño y sólo pude
decirle que los acontecimientos que veíamos le habían influido. Te quedaste
dormido, flojonazo, vamos a trabajar, ya tengo la barreta. Se levantó
adormilado y me siguió cuando ya descendía por la escalera de piedra.
Trabajamos todavía un par de horas, hacíamos
palanca, pero la losa se encontraba adherida, tal vez con argamasa de cal. Al fin,
sudorosos y cansados pudimos levantar la piedra y ponerla a un lado.
Tal
como lo pensé, la piedra de cantera había sido fijada con argamasa de arena y
cal; debajo de la argamasa, una capa de tierra había servido de asiento a la
piedra; retiramos la tierra encontrando unos viejos tablones medio podridos,
pero aún lo bastante resistentes para sostener la piedra. Sin miramiento
alguno, Felipe empezó a tratar de romper los tablones, suponiendo que se
trataba de una cimbra muerta; cuando al fin las retiraron, quedó al descubierto
una escalera de piedra rústica que se adentraba en un obscuro y húmedo
pasadizo. El hedor a humedad y putrefacción era nauseabundo.
Sabiendo lo que esos ambientes encerrados
durante siglos podían hacer daño a sus descubridores, decidí, por prudencia,
que en ese momento no debíamos adentrarnos al pasaje, la obscuridad era total y
las emanaciones nos podrían intoxicar; además la extensión eléctrica no era
suficiente, por lo que salimos en busca del equipo necesario, dimos tiempo a
que penetrara aire fresco al sótano para renovar ese ambiente viciado por
siglos de encierro. Aprovechamos el tiempo para comer y por la tarde veríamos
si ya era seguro el acceso o tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente.
Caminamos rumbo al poniente, dirigimos
nuestros pasos hacia la calle Brasil, a fin de encaminarnos a la Plaza de Santo
Domingo, portales donde por decenas de años existieron unos escribanos que eran
conocidos como “Evangelistas”, (tal vez tal denominación se les dio en recuerdo de
los Apóstoles de Jesucristo; dado que en Las Escrituras dice que “Escribieron
lo que El Señor les decía) que elaboraban y leían cartas que mucha
gente les requería, algunas para escribirlas y otras para leerlas. Eran tiempos
en que había un gran analfabetismo, por lo que cumplían una importante función
social de comunicaciones.
Para la fecha actual, había varios negocios
de imprenta, donde lo mismo elaboraban las invitaciones para la quinceañera;
las participaciones de la boda; las tarjetas de presentación y hasta títulos
profesionales apócrifos. Esto me hizo pensar en mis amigos de la Prepa, de algunos
sabía que habían terminado sus carreras; de otros no supe ya. «─Pensé al
ver los títulos profesionales apócrifos─, recordé los tiempos en la escuela,
¿qué se habrían hecho mis compañeros?, ¿sería posible que algunos de ellos
obtuvieran sus títulos en este lugar?» al descubrirme en esos pensamientos,
sonreí y seguí caminando.
En esos locales también había fondas con
comida casera para atender a los empleados de los alrededores a precios
módicos, en uno de tales sitios entramos a comer, ya que con la tienda cerrada
no había generación de ingresos y convenía cuidar los fondos existentes por lo
que se avecinara. La comida del día eran unas deliciosas albóndigas de res en
salsa de tomate rojo, arroz a la mexicana, frijoles y agua fresca. Las
tortillas eran a discreción, las cocineras sabían que era el complemento
indispensable en la dieta nacional.
En mi salida a la ferretera, había previsto
que tal vez necesitaríamos una extensión eléctrica mayor, por lo que compré
material eléctrico. Con esos elementos nos hicimos de una extensión eléctrica
mayor a cincuenta metros, nos pusimos guantes y botas y un ventilador para
inyectarle aire fresco al pasaje, ya que no sabíamos lo que pudiéramos
encontrar. Antes de entrar, bajamos la extensión, a fin de disponer de una
buena iluminación.
La sorpresa que llevamos Felipe y yo fue
enorme, nos dimos cuenta que nos encontrábamos en una construcción
prehispánica, tal vez un adoratorio. El piso estaba cubierto de una capa de
tierra humedecida; supuse que los muros superiores del adoratorio se habían
utilizado como cimentación de la casa.
Mi preparación académica me permitió darme
cuenta de la importancia del hallazgo; no quería dañar lo que bien suponía era
de importancia histórica, opté por salir. Lo comenté con Felipe.
─Hermano, lo que hay debajo de este piso es,
creo yo, un adoratorio prehispánico y no quisiera dañar algo por ignorancia o
descuido, por lo que sugiero recurrir a algún conocedor y creo tener la persona
indicada.
─Me parece bien Fernando, pero debe ser
alguien de confianza, porque si se entera el Instituto, te pueden confiscar
hasta la casa.
─Lo sé hermano, es algo delicado, pero
quiero saber lo que encierra este misterio, sin dañar, desde luego, algo que es
patrimonio nacional. Para ello, voy a buscar a Aníbal, un amigo que tuve en la
Preparatoria y que siguió la carrera de antropología, sé que trabaja en el
Museo Nacional, iré a buscarlo y juntos planearemos todo esto.
En tanto yo me encargaba de localizar a mi
amigo y de explicarle lo hallado, Felipe se fue a su departamento para darse un
buen baño y comunicarse con su novia, a quien tenía varios días sin ver.
Me comentó mi hermano, cuando volvimos a
reunirnos, que Mónica estaba medio molesta por su ausencia, pero aceptó que se
vieran a tomar un café y, tal vez, asistir al cine a ver una buena película.
─¿En dónde te has metido?, ─le reprochó en
cuanto se encontraron─ solo espero que no me entere que me andas poniendo el
cuerno, porque entonces me conocerás…
─Nada de eso, mi amor, ─le contestó cariñoso─
bien sabes que no tengo corazón más que para ti, lo que pasa es que mi hermano me
pidió ayuda para hacer un inventario de sus cachivaches y habías de ver cuántas
cosas encontramos que ya ni recuerda cómo llegaron a su tienda. Todavía no
hemos terminado, pero él tuvo que salir a ver algún pendiente con un amigo, por
eso lo primero que hice fue llamarte para poder verte.
Mira que te lo creo, ─dijo Mónica a Felipe─
siempre has sido muy serio, pero no me dan confianza esas compañeritas
resbalosas que tienes…
─Felipe rio con ganas por la ocurrencia de
su novia─ no te preocupes, Mónica, yo pienso que nos llevaremos el resto de las
vacaciones, pero trataré de hablarte desde la tienda en cuanto me sea posible.
De esa forma, ya tranquilos Mónica y Felipe
disfrutaron de una tarde de café y por la noche, de una película que Mónica
deseaba ver. Después de la función fueron a cenar a un sitio tranquilo, donde siguieron
platicando, hasta que Mónica miró su reloj y se dio cuenta que ya era tarde.
─¡Vámonos pronto, mi amor!, que ahora sí mi
papá me va a sacar los ojos como mínimo.
Estudiando el hallazgo
Horas después, logré comunicarme con Aníbal,
mi amigo desde la Prepa que trabaja en el Museo Nacional, que se sorprendió y a
la vez le dio gusto recibir comunicación de su antiguo compañero; quedamos de
vernos esa misma noche en una cafetería de la Plazuela de El Carmen, lugar que
a ambos nos era cómodo.
El resto del día, lo ocupé en limpiar, tanto
en el estudio como en los lugares que con ayuda de Felipe habíamos descubierto;
preparé con cuidado la extensión eléctrica para asegurar una buena iluminación
cuando bajáramos al supuesto adoratorio. Comí algo ligero a base de verduras y
carne de pollo y luego de bañarme me recosté en el catre a reponer las fuerzas
para lo que vendría.
Hubo sinceros abrazos por el reencuentro y
los comentarios personales, la charla se centró en las actividades
profesionales de ambos. Aníbal se sorprendió de saber que la tienda de
antigüedades que era reconocida hasta por funcionarios del museo, fuese
propiedad mía. Por su parte, Yo me puse al corriente de las actividades de
Aníbal dentro del museo, quien me comentó que estaba participando en la
limpieza y clasificación de objetos encontrados en las excavaciones del Templo
Mayor. Aprovechando ese comentario, entré en materia:
─Aníbal, sé que te sorprendió mi llamado,
después de varios años sin vernos. Además de tener el placer de saludarte,
tengo necesidad de tu ayuda profesional; debe ser algo privado, hasta estar
seguros de lo que es y una vez definido, tú tendrás el mando de la situación.
─¡Caramba, Fernando! me sorprendes, me da la
impresión de que hubieras hallado un tesoro… Pero desde luego, conozco tu
honradez y estoy seguro, que por ello me llamaste; es decir que quieres hacer
las cosas de forma correcta y yo estoy de acuerdo. Tú dirás.
Relaté a mi amigo a lo que me dedicaba y
cómo, de manera fortuita había llegado a mi poder el plano de mi casa, que,
aunque la databa de los primeros tiempos de la Colonia, el plano se había hecho
en los primeros años del siglo XIX. De cómo había deducido la entrada al sótano
y lo referente al antiguo libro y la nota hallada dentro de él. Que, al
descifrarla, la curiosidad me llevó a levantar una losa de la escalera del
sótano y el hallazgo de que la cimentación de la casa fuese un viejo adoratorio
prehispánico. El antropólogo se sorprendió de que yo hubiera llegado a la
cimentación de la casa, no por el posible adoratorio, pues todas las grandes
obras que se hicieron dentro de la llamada “traza”, fueron construidas en esa
forma, o con las piedras obtenidas de las edificaciones prehispánicas.
─Tú sabes, ─me dijo─ que cuando ocurren
estos descubrimientos, de inmediato se debe notificar a Antropología e Historia
y sólo ellos pueden excavar el sitio. De no hacerlo así, nos podrían acusar de
robo arqueológico…
Me quedé pensativo, calculaba si hubiera
otra posibilidad.
─Mira, Fernando, voy a cooperar contigo, no
quisiera que perdieras tu casa y negocio. Vamos a entrar y tomaré nota de todo
lo encontrado, no sacaremos nada y al terminar la revisión, volveremos a cerrar
y se termina el asunto. ¿Estás de acuerdo?
─En principio sí, Aníbal, tampoco quiero
dañar ese testimonio de nuestra cultura antigua, pero debes dejarme un cierto
espacio para extraer algo, no sé qué pudiera ser, en tanto no forme parte del
adoratorio.
─Bien, ─accedió─ no me imagino a qué cosa te
pudieras referir, pero estoy de acuerdo. ¿Cuándo empezamos?
─Mañana mismo, si te parece bien, te espero
en la esquina de República de Argentina y Guatemala, a un costado de la
Catedral. En esa esquina tengo mi negocio y ahí mismo vivo. Frente a Porrúa.
─De acuerdo, inventaré algo para ausentarme
del trabajo un par de días, suponiendo que no tengamos que demorarnos uno o dos
días más.
Al día siguiente se presentó Aníbal a la
hora indicada; ya lo esperábamos mi hermano y yo; el antropólogo llegó con una
gran caja de madera que un taxi le dejó en la banqueta. Luego de introducirla a
mi oficina, nos explicó que eran herramientas apropiadas para el trabajo que
harían. Llevaba también una cámara fotográfica con tripié y una lámpara para
iluminar el área de excavación. Antes de empezar, me pidió ver los papeles que
llevaron a ese descubrimiento, lo que me pareció razonable. Mas acostumbrado a
descifrar textos antiguos, Aníbal no tuvo mucho problema para leer la carta.
También le llamó la atención el ejemplar del libro de caballería, se trataba de
“Policisne de Boesia”, de don Juan de Silva y Toledo, considerado el último
libro de este género, escrito a finales del XVI o principios del XVII.
─Te aseguro, querido amigo que con este
ejemplar del libro encontrado, puedes obtener una bonita cantidad, hay
coleccionistas que dan una pierna por una de estas copias.
─Lo sé, Aníbal, pero de momento lo que me
interesa es lo que dice la nota. Vamos a bajar para que veas el sitio.
Los tres bajamos al sótano y yo retiré una
hoja de triplay que había colocado sobre la boca del pasaje. Aníbal observó
todo el entorno, calculó la diferencia de niveles con la calle y dedujo que
podría tratarse de una prolongación del Templo Mayor, sobre el que fue
construido el Palacio Nacional que vemos en la actualidad y que en su origen
fueron las casas de Moctezuma.
Antes de seguir adelante, encendió la
lámpara y tomó fotografías de todo el espacio disponible. Ayudado por nosotros;
medimos con cuidado todos los espacios y después Aníbal cuadriculó todo lo medido
sobre un dibujo que elaboraba en tanto se medía. Felipe y yo le auxiliábamos en
lo que solicitaba. Así pasaron unas dos horas. Hasta entonces empezamos en
realidad a buscar algún indicio relacionado con el extraño mensaje.
─Ahora sí, –me dijo─ dime por dónde quieres
empezar y lo haremos de una forma adecuada, para no ir a perder algo o
perjudicar algún vestigio.
─Si estos restos corresponden a un
adoratorio, busquemos el lugar de los sacrificios ─dije─, empecemos por allí.
No me pregunten por qué, pero es una intuición que
como anticuario debo seguir.
El espacio disponible medía cerca de
cincuenta metros por el Norte; treintaiséis en el Sur; cuarenta y ocho en el
Poniente y cincuenta en el Oriente. El resto estaba ocupado por lo que
supusimos sería material de relleno, piedras y tierra.
─Muy bien ─dijo Aníbal─, como los
sacrificios humanos se dedicaban a Tonathiu,
por lo general se ubicaba el techcatl,
o piedra de sacrificios, al este de la construcción, por donde se levanta el
sol. Empecemos ya.
Aníbal nos proporcionó unas cucharillas y
brochas de pelo para empezar a remover la tierra; nos pidió que conforme
extrajéramos material, lo fuésemos cerniendo, para recuperar pequeños trozos de
cerámica, hueso u otros objetos. Así trabajamos durante varias horas, en una
posición muy cansada para mí y mi hermano; no así para el antropólogo, que ya
estaba acostumbrado a tales tareas.
─Sin lugar a dudas, el hallazgo debe ser muy
importante, estoy muy emocionado, Fernando, creo que ya encontramos a “ella”,
si no me equivoco, esta es una piedra que representa a la Coyolxauqui, quien,
según el mito del nacimiento de Huitzilopochtli, , al enterarse de que su
madre, Coatlicue, estaba embarazada de un padre desconocido, furiosa guio a sus
hermanos (los cuatrocientos surianos) hacia Coatepec, donde aquélla se
encontraba, para matarla, y así lavar la afrenta.(*) Dicen los códices que la
mujer, Coyolxauhqui, fue descuartizada y la imagen esculpida en esta piedra,
muestra una mujer desmembrada. Necesito limpiarla bien para estar seguros.
Después la descubriremos en su perímetro para cerciorarnos de que es una piedra
independiente del resto de la construcción; si esto es correcto, trataremos de
ver si hay algo debajo de ella.
─Aníbal ─dije preocupado─, si esto es en verdad
lo que supones, ¿durante cuánto tiempo puedes mantener este hallazgo en
reserva?
─Me temo que no por mucho tiempo ─respondió
con seriedad─, desde luego que se han dado casos en que un afortunado
arqueólogo, encuentre algo valioso al trabajar solo, de manera que durante
algunos meses trabaja sin notificar, hasta estar seguro de la importancia de lo
encontrado y poder llevarse la gloria que busca todo profesional.
─En cuanto a que te lleves el mérito como
arqueólogo ─dije con sinceridad─, desde luego que lo entiendo y no me opondré,
aunque yo haya sido quien los encontró, por ser mi propiedad y por haberme
llegado el plano, adquirido como anticuario, no podría haber hecho más de lo
que hice; sólo quiero tener tiempo para tratar de esclarecer el mensaje y, tal
vez, eso nos lleve a otros descubrimientos. Yo te aseguro que, si lo encontrado
tiene algún valor de mercado, lo hallado se dividirá entre nosotros tres, ─dije
al señalar también a mi hermano─.
Por lo pronto ─dijo Aníbal─, veamos que nos
tiene reservado la descuartizada Coyolxauqui.
Esto dijo el arqueólogo, en tanto empezaba a
remover la tierra perimetral, trataba de constatar que no formaba parte de la
piedra base. Poco a poco se confirmó que era una pieza separada, por lo que una
vez descubierta, utilizamos unas estacas como cuñas y palancas, logramos
levantarla lo suficiente para ver el cuello de un cántaro de barro, cuya boca
estaba sellada.
Seguimos la misma rutina, Aníbal tomó
fotografías y medidas del objeto encontrado y después empezó a retirar la
tierra en que estaba empacado. Antes de retirar el cántaro de su lugar, tomó
nuevas fotografías y medidas, hizo a la vez un dibujo. Después, con los guantes
de látex puestos, tomó la vasija y la retiró, colocándola sobre tierra sin
piedras, para evitar que se fuese a romper.
─Opino, Fernando y Felipe, que esperemos a
que se seque el jarrón, que se siente demasiado húmedo y no quisiera que se
hiciera pedazos al tratar de abrirlo; además de que ignoramos con qué material
esté tapado. Llevémoslo arriba, al taller y en tanto se seca, trabajamos otro
poco aquí, ¿les parece bien?
─Por nuestra parte no hay problema ─expresé y
miré a mi hermano, que asintió─, tú eres el experto y sabes mejor que nosotros
cómo se deben manejar estas cosas.
Los tres procedimos a llevar la vasija hasta
el taller, donde la cubrieron con un lienzo húmedo para que la vasija recuperara,
de a poco, su propia humedad; después volvimos al adoratorio, donde constatamos
que el resto era, parte de la construcción, que se perdía debajo de los
edificios vecinos.
Una vez determinado esto, Aníbal procedió a
cerrar la entrada con tablas nuevas, bien aceitadas, colocó encima la piedra
original. Subimos al taller, pero de momento no se podía hacer nada, por lo que
salimos en busca de algún alimento. Las horas se nos habían pasado sin darnos
cuenta.
Temprano al día siguiente, Aníbal se hizo
presente en la tienda de antigüedades. Ya lo esperaba en compañía de mi hermano
Felipe, ansiosos por conocer lo que pudiera haber dentro del cántaro de barro,
que para esa hora ya se veía bastante seco. Aníbal tomó algunas herramientas y
empezó a retirar la capa de tierra que cubría la boca de la vasija, encontró un
material resinoso a modo de tapón. Valiéndose de la lupa, determinó que la
substancia era un tipo de cera de abeja mezclada con cascarilla vegetal, por lo
que empezó a tratar de despegarla de las paredes de barro.
Destrozó lo mínimo posible, retiró todo el
tapón, y dejó a la vista una vieja hoja de algo que parecía ser piel muy
delgada; con todo cuidado lo extrajo y lo colocó sobre la mesa, estaba
enrollado y atado con un cordón de ixtle. Antes de desplegarlo comprobó la
flexibilidad del material, para evitar lesionarlo. Cuando al fin lo extendió,
miramos unos garabatos parecidos a los
escritos antiguos.
Yo quedé desconcertado, al igual que Felipe,
de ninguna manera podíamos entender el mensaje que encerraba. Aníbal nos
tranquilizó, dijo que él trataría de descifrarlo, pero le llevaría algo de
tiempo; necesitaba algunos libros que tenía en su casa, por lo que salió de
prisa y en menos de una hora estaba de vuelta; de inmediato se puso a trabajar.
Al tenerlo descifrado nos leyó el mensaje contenido: Este es un fragmento de un
documento mayor, nos comentó Aníbal, tal parece que luego de escribirlo lo
cortaron en trozos, a fin de que no se conozca el todo de una vez; dice así:
«Yo, Antonio de
Garmendia, español de Gran Canaria, liberado de galeras por el Capitán don
Hernando de Cortés, que al servicio de S. M. Don Felipe I, rey de España,
reclutaba gente para dirigirse a conquistar las Indias. Por mi trabajo como
soldado me gané respeto y fortuna. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a la
Santísima Virgen de la Candelaria, en tierras de mi propiedad hallé piezas de
oro y otros materiales, olvidados por soldados españoles en la mentada “Noche
triste” Parece ser parte del tesoro de Moctezuma, que mi señor don Hernando
encontró.
Gente envidiosa
me ha denunciado al Santo Oficio y antes de que me confisquen lo que por ley es
mío, lo he dejado en varios sitios. Esta carta os debe llevar a un lugar
llamado Tepozteco, al sur de la Capital. En la cumbre del cerro Tlahuiltepetl,
hay un gran cúmulo de mampostería muy antiguo que los naturales denominaron
“Casa del tepozteco” lugar consagrado al dios Ome Tochtli, que en lengua mexica
quiere decir “Dos conejos”, al sur del cúmulo, bajando a la barranca, trece
rocas ocultan la gruta donde he depositado parte de mi fortuna, tal vez, si el
Santo Oficio me libera, vaya a recuperarlo y llevar una vida obscura»
─La hoja está cortada aquí, ─dije─.
─En efecto, es una parte de un escrito
mayor. Esto es lo que dice el manuscrito ─dijo Aníbal, dejando el papel sobre
la mesa─, por lo que creo que deberemos hacer una excursión al Tepozteco y
seguir la huella de tal enterramiento.
─Desde luego que iremos ─dijimos al unísono Felipe y yo─, esto está muy
intrigante y creo que podremos encontrar parte del supuesto tesoro.
En el Tepozteco
A la mañana siguiente, a bordo del auto del
anticuario y la caja de herramientas de Aníbal, los tres amigos nos dirigimos
hacia el Sur, salimos por la Calzada de Tlalpan, la antigua Calzada de
Iztapalapa. En menos de una hora, luego de almorzar en Tres Marías, entramos al
pueblo de Tepoztlán; nos detuvimos en una tienda a comprar agua, pan y queso
para comer en el cerro. Acercamos el auto hasta el aparcamiento y con las
mochilas a la espalda, empezamos la fatigosa subida, por la cara sur del Tepozteco.
Cuando al fin alcanzamos la cima,
contemplamos embelesados el Valle de México, hacia el Norte y hacia el Sur, el
tranquilo pueblo de Tepoztlán, de rojas tejas en las techumbres. Pero no íbamos
de paseo; una vez recuperadas las fuerzas que la ascensión nos había quitado;
de dar unos tragos a nuestras botellas de agua y pese al calor que ya era
sofocante, y de orientarnos mediante la brújula de Aníbal, empezamos a bajar; algo
nada sencilla, estábamos en la orilla de un barranco profundo, por lo que
propuse tomar referencias del sitio, dejar un paño visible desde abajo para
marcar el lugar en que estábamos parados y buscar el descenso por el sitio menos peligroso.
Se impuso la cordura y así
lo hicimos; después de poner un paliacate rojo atado a una higuerilla, colgado
hacia el barranco; empezamos a bajar por la vereda, buscado el paso que nos
llevara a la barranca. Descendimos unos cincuenta metros y entre piedras y
espinos llegamos al fondo; mirando hacia arriba se veía hondear el paliacate.
Aníbal rectificó el rumbo, quedamos parados frente a un montículo de piedras.
Por ser el de mayor experiencia de campo, el antropólogo nos indicó tener
cuidado dónde íbamos a pisar o apoyarnos, era un terreno propicio para la
víbora de cascabel; en todo caso y por experiencia, siempre llevaba en su
mochila el suero anticrotálico y jeringuillas para aplicarlo.
Por ser un día entre semana, nos encontrábamos
solos en el monte, sin nadie que nos ayudara en determinado momento, pero
también a salvo de miradas inoportunas.
Así, entre piedras y espinos, los tres
exploradores llegamos a lo que parecía ser la boca de una cueva, que se
encontraba cerrada por una acumulación de rocas de diferentes tamaños. Todo
coincidía con la descripción que Garmendia dejó en su escrito. La recomendación
de Aníbal de estar atentos a la posible presencia de reptiles aumentó el
nerviosismo mío y de mi hermano, que llevábamos nuestras vidas en la
tranquilidad de la ciudad.
Valiéndonos de las herramientas que llevó
Aníbal y con las manos protegidas por gruesos guantes de cuero, empezamos a
retirar las piedras. Una…, dos…, tres, fueron cayendo una a una; la décimo
tercera piedra nos costó un poco retirarla, porque era la de mayor tamaño, pero
al fin pudimos ver la entrada a una gruta, como una breve grieta entre dos
grandes piedras, apenas lo suficiente para el paso de un hombre.
Valiéndonos de unas varas a manera de
antorcha, los tres penetramos en la gruta, espacio reducido donde quedaba poco
lugar libre al ocupado por los tres. En una rincón, sobre una roca, se
encontraba una calavera humana; sirviéndose del flash de su cámara, Aníbal tomó
algunas placas, luego retiró la calavera y removió la piedra, debajo de ella
había tierra y hojas, lo que le indicó que esa pedrusco había sido colocada de forma
determinada; empezó a quitar la tierra, poniendo al descubierto un cofre de
madera con herrajes de hierro; la madera se encontraba en buen estado, había
sido impregnada de algún aceite. Emocionados, los tres hombres extrajimos el
cofre, lo colocamos fuera del agujero. Preso de una intensa emoción, puse al
descubierto una gran cantidad de monedas de oro y plata y algunas joyas de
origen prehispánico: un gran pectoral de oro; unas orejeras del mismo metal;
brazaletes de oro y esmalte y una gran profusión de joyas de lapidario de
distintos materiales, predominban los chalchihuites y la obsidiana.
Aníbal tomó las fotografías suficientes para
dar fe de lo encontrado; entonces nos comentó a Fernando y a mí:
─Estas joyas son de un valor incalculable,
pero son patrimonio de la nación, por lo que yo les sugiero que, las monedas de
origen español, con todo y tener su valor histórico, las repartamos entre
nosotros y los artículos prehispánicos los reportemos al Instituto; yo creo que
las monedas, vendidas como anticuario entre numismáticos, pueden reportar una
buena suma de dinero, ¿qué opinan?
─Yo estaré de acuerdo con lo que diga
Fernando ─dijo Felipe─, ustedes dos son especialistas en sus propias
profesiones.
─Por mi parte ─repuse─, desde un principio,
cuando encontramos el adoratorio, le dije a mi hermano que esto era propiedad
nacional, así que estoy de acuerdo contigo Aníbal. Ahora hay que ver cómo nos
llevamos esto.
─Empecemos por repartir lo encontrado en
nuestras mochilas ─dijo Aníbal─, el cofre lo volveré a enterrar, colocaré la
piedra y la calavera. Al salir volveremos a amontonar las piedras y ya cuando
haga la entrega de las piezas encontradas, haré la denuncia de todo, procuraremos
que no vaya a perjudicar tu propiedad, aunque eso no lo puedo garantizar.
La leyenda del Tepozteco
Satisfechos consumimos una generosa cantidad de agua para reponer la
perdida durante la ascensión. Al terminar la improvisada comida, Aníbal nos
propuso que, en tanto descansábamos, nos podría contar la leyenda del Tepozteco,
lo que aceptamos gustosos, ya que eso era parte de la cultura popular.
«Desde tiempo inmemorial, ─empezó Aníbal el
relato─ un grupo de tlahuicas del Valle de México, se trasladaron a habitar en
este valle; el personaje que los guiaba y gobernaba, era su rey y tenía una
hija muy bella, a quien protegía con la finalidad de casarla con algún gran
señor y establecer una alianza ventajosa para su pueblo. La joven era
custodiada por una guardiana, que la cuidaba con celo de las miradas
indiscretas. La joven acostumbraba a bañarse en las frescas aguas del río
Atongo. Un cierto día en que la bella doncella se bañaba, bajo los ojos
vigilantes de su cuidadora, se posó en la rama de un árbol un vistoso pájaro de
un rojo brillante y empezó a silbar melodiosamente. La joven estaba dichosa, el
agua fresca le aliviaba del abrasante calor y el canto del ave le acariciaba el
alma. Estas visitas del pájaro rojo se repitieron día a día; hasta que, en una
de tantas visitas, al emprender el vuelo se le desprendió una pluma roja que se
fue a posar sobre la cabeza de la doncella; nunca más se volvió a ver el ave.
La joven se entristeció y desmejó a la vista de sus afligidos padres, quienes
mandaron traer al curandero del pueblo; el chamán la revisó y al final dijo a
los ansiosos padres: Su hija está en espera de un niño. El padre se enfureció,
eso echaba a la basura sus planes a futuro; de inmediato mandó desterrada a la
cuidadora y cuando nació el niño, el padre lo arrebató de los brazos de la
madre y lo echó a un hormiguero, para que se lo comieran los insectos; pero
lejos de ello, las hormigas lo cuidaron y lo alimentaron con los mismos granos
de comida que tenían para la colonia. Al ver eso, el padre enojado tomó al niño
y lo echó en un maguey para que el sol lo calcinara; pero la planta dobló sus
pencas para darle sombra al niño y lo alimentó con la rica leche del aguamiel fortaleciéndolo. Desesperado, el
padre agraviado metió al niño en una canasta y lo tiró al río, para que la corriente
lo lanzara lejos y desapareciera de sus vidas; una pareja de ancianos que nunca
habían podido tener hijos, vieron la canasta con el niño y se lo llevaron para
criarlo como hijo propio. El niño creció fuerte, en contacto con la naturaleza
y como era hijo del dios del viento, una simple flecha que lanzara, hacía caer
aves y frutos para alimentar a los ancianos. En aquellos tiempos habitaba un
terrible gigante en las cercanías de Xochicalco y los habitantes, para
mantenerlo alejado, con regularidad le llevaban a un hombre, que nunca regresaba,
porque el gigante lo devoraba. Uno de tantos días llegó el turno a la casa de
los ancianos, debiendo entregar al vigoroso joven que con tanto amor habían
criado. El muchacho obedeció y se dirigió en busca del gigante, pero en el
camino recogió unos trozos de obsidiana y cuando el gigante se lo tragó,
extrajo del morral las piedras y con ellas cortó las entrañas del monstruo,
salió por un agujero en forma de viento y mató al gigante. El joven héroe subió
al cerro para prender una fogata, cuyo humo blanco anunciaría la muerte del
gigante; al cerro lo nombraron como “El Tepozteco” en donde se escucha el soplo
del viento y con frecuencia se mira aquella nube blanca simulando el humo de la
victoria»
Mi hermano y yo estábamos emocionados con el
relato que el arqueólogo nos acababa de hacer, nunca habíamos escuchado esa
historia. Una de tantas que enriquecen el imaginario popular.
─Bien amigos ─continuó Aníbal─, ya comimos y
descansamos, ahora es tiempo de bajar y salir de esta montaña, no es
conveniente que nos sorprenda la noche.
Con las mochilas cargadas, ahora pesadas por
las monedas que iban dentro, emprendimos la marcha. Salir del barranco fue
lento y fatigoso, pero una vez en la cima, ya el descenso fue tranquilo y hasta
placentero, tan solo de pensar en el tesoro que cada uno llevábamos en la
espalda.
Cansados y hambrientos volvimos a la ciudad.
Como Aníbal también vivía en una vieja vecindad del barrio estudiantil, siguió
con nosotros. Felipe no quiso llegar a su departamento con su parte del tesoro,
por lo que convinieron ambos conmigo para que les ayudara a vender cada uno su
parte y conservar el tesoro dentro de la misma tienda, aprovechábamos su caja
de seguridad.
─Con todo, gusto, amigos ─dije a mis
compañeros de aventura─, moveré mis contactos para conocer el valor de estas
piezas y la manera conveniente de venderlas. No va a ser pronto; tendremos que
conseguir coleccionistas e inversionistas que viajen a México, para evitar dar
explicaciones a las Autoridades Hacendarias.
Un día aciago
La actividad era constante, Aníbal reunía datos y evidencias
para documentar la presentación que haría tiempo después de la denuncia del
hallazgo; estábamos conscientes de la importancia que el hecho tenía, de manera
especial en esos tiempos en que se trabajaba en la recuperación de los
testimonios arqueológicos del proyecto conocido como “Templo Mayor” y que
estaba el mando de un reconocido arqueólogo mexicano de talla mundial.
Pero el negocio que nos daba para vivir era la tienda de
antigüedades y no se podía descuidar por mucho tiempo. Me llegaron informes de
una venta de objetos de principios del siglo XVIII en la ciudad de Morelia.
Todos quienes nos dedicamos a este ramo, sabemos que en aquella ciudad se
encuentran muy buenos ejemplares de cuadros y adornos de las fastuosas
residencias que existieron, por lo que me vi obligado a asistir en busca de
mercancía para el negocio.
En esas condiciones no me fue posible acompañar a Aníbal en
un viaje al cerro del Tepozteco,
por lo que le pedí a mi hermano Felipe que lo acompañara para ayudarle en lo
que fuese necesario; debía llevar el equipo de fotografía para hacer buenas
tomas del lugar y del recorrido seguido para localizarlo. Esa noche yo viajé a
Morelia y pensaba demorarme unos tres días.
Al día siguiente, mi hermano y mi amigo cargaron el equipo y
salieron con rumbo a Cuernavaca. La mañana era un tanto nubosa en la Capital,
pero a medida que se alejaban de la mancha urbana, el cielo se fue aclarando.
La pareja de amigos se detuvo en Tres Marías para almorzar.
Una hora después reanudaron el viaje; el tráfico era un
tanto bajo por ser entre semana; algunos camiones de carga circulaban en ambos
sentidos. De pronto se escuchó un fuerte sonido, se había tronado un neumático
delantero; Aníbal perdió el control y el auto hizo un brusco viraje y se volcó,
dando varias vueltas hasta detenerse sobre el arcén.
Aníbal estaba consciente, se quitó el cinturón de seguridad,
sentía un fuerte dolor en la pierna izquierda, se inclinó hacia Felipe para
intentar reanimarlo y pudiera salir del auto, pero seguía inconsciente. Aníbal
le soltó el cinturón de seguridad e intentó jalarlo, imposible; algo lo tenía
aprisionado entre el retorcido tablero y la guantera.
Herido como
estaba, Aníbal se arrastró fuera del auto, ya para entonces se habían detenido
algunos automovilistas que le ayudaron a salir; alguien de los presentes había
llamado a la patrulla de caminos y la ambulancia iba en auxilio de los
accidentados.
Veinte minutos
después se detuvo una unidad de la patrulla de caminos y el oficial se acercó a
Aníbal a que declarara la posible causa del accidente. Enseguida llegó la Cruz
Roja y los paramédicos intentaron sacar a Felipe; no era posible, se requerían
las “pinzas de la vida”, que de inmediato pidieron al cuerpo de bomberos de
Cuernavaca. En tanto llegaba la herramienta solicitada, un paramédico se
deslizó hasta alcanzar a Felipe; tomó sus datos vitales e informó a su
compañero que el herido estaba vivo, pero su ritmo cardiaco empezaba a bajar;
le transfundieron alguna solución para mantenerlo en tanto lo trasladaban al
hospital. En cuanto llegaron los bomberos y se dieron cuenta del estado del
vehículo, con las pinzas de la vida cortaron los fierros que evitaban que
Felipe saliera.
Yo no había tenido la precaución de indicar en dónde me
hospedaría, por lo que no me pudieron localizar ese día; hasta que Mónica, la
novia de Felipe, me encontró registrado en uno de tantos hoteles de la ciudad.
Llorosa y angustiada me puso al corriente del accidente y
del estado de mi hermano y de Aníbal; ambos estaban heridos, Aníbal sólo con
una pierna enyesada, pero Felipe estaba en Terapia Intensiva y no se tenía un
pronóstico de momento. Intenté tranquilizarla diciéndole que en ese momento me
dirigiría a tomar el primer autobús que me regresara al D. F.
Cerca de las siete de la noche me presenté en el hospital de
la Cruz Roja en Cuernavaca, donde me reuní con Mónica; se encontraba pálida y
llorosa. Aun no había noticias de Felipe, pero nos dirigimos a la habitación de
Aníbal. Mi amigo se encontraba bien; esa misma noche sería dado de alta. Nos
hizo un rápido relato de lo ocurrido. Un inesperado accidente que le puede
ocurrir a cualquier conductor, por cuidadoso que sea al conducir un auto.
Dadas las condiciones de mi hermano, reportado como
“estable”, convencí a Mónica que se retirara a su casa, a descansar y
alimentarse bien; al día siguiente pasaría por ella a primera hora para
regresar al hospital.
Fueron días angustiosos que vivimos Mónica, Aníbal y yo, en
espera de recibir una buena noticia. Al fin llegó: Al tercer día de estar de
guardia en la sala de espera, salió el médico residente a buscar a las
familiares de Felipe Cabañas; de inmediato Mónica y yo nos acercamos al doctor,
que nos informó que mi hermano estaba fuera de peligro y esa noche sería puesto
en Terapia Intermedia, por lo que esperaban que a la mañana siguiente lo
pudieran pasar a su cuarto, donde lo podríamos visitar.
Alegres con la noticia recibida y sin tener posibilidades de
ver a mi hermano esa noche, nos regresamos a México, nos detuvimos en Tres
Marías para festejar con una buena cena a base de quesadillas y café de olla.
En esas condiciones, Acompañé a Aníbal a hacer la denuncia
del hallazgo, que no podía esperar por más tiempo. Al verlo con muletas, sus
compañeros se acercaban a enterarse de lo ocurrido; lo mismo ocurrió con el
señor director que, al verlo, exclamó:
─!Qué te ha ocurrido!, Aníbal, ¿te caíste de la escalera?
─No, señor director, iba en camino al Tepozteco y me volqué
en el auto, por fortuna sólo salí con una pierna fracturada.
─Es una larga historia ─continuó Aníbal sin dar tiempo a más
plática─, parte de una investigación y hallazgo que se ha hecho dentro de la
propiedad de mi amigo, el señor Cabañas…
Hizo entonces un relato completo de todo lo ocurrido desde
mi compra de aquel documento antiguo que resultó ser el plano de mi casa y
tienda de antigüedades; le mostró las fotografías de los sitios descubiertos
hasta llegar al punto culminante: El hallazgo del adoratorio prehispánico de la
Coyolxauhqui.
─!Esto es sensacional, Anibal! ─casi gritó el arqueólogo─ y
viene a justificar el proyecto Templo Mayor que está iniciando.
─Pero eso no es todo ─interrumpió Aníbal al director─, al
darnos cuenta que la piedra donde estaba esculpida no era parte integral del
adoratorio, la retiramos, encontramos debajo de ella una vasija sellada ─mostró
las fotos respectivas─ y dentro de ella un interesante manuscrito de uno de los
capitanes mencionados por Bernal Díaz del Castillo, español que construyó su
casa sobre ese terreno que le fue obsequiado. El tal escrito nos condujo al
Tepozteco, donde había sepultado parte de su tesoro, supuesto parte del famoso
tesoro de Moctezuma. Esa era mi razón de volver al cerro para comprobar la ruta
de acceso al enterramiento.
El director estaba extasiado, miraba las fotografías
entregadas por Aníbal; tal parecía que se encontraba a solas en el despacho,
nosotros habíamos desaparecido.
Se denuncia el hallazgo
Así pasaron unos meses, Aníbal había
mantenido en secreto el hallazgo realizado, tanto lo descubierto en la casa de
antigüedades, como en el Tepozteco, solo era conocido por el director; pero no
podía ocultarlo siempre. Yo estaba consciente de que en cuanto el Instituto
Nacional conociera lo que se ocultaba en el fondo de mi casa, me sería
expropiada, por lo que muy a tiempo logré hacerme de una propiedad, ya fuera de
la Traza original de la ciudad colonial, pero cercana a la Alameda Central, lo
que me mantendría en las proximidades de la zona de importancia.
El trabajo de limpieza, clasificación y
colocación en álbumes, de las monedas encontradas, fue lenta y laboriosa y
mucho ayudaron Felipe y Aníbal, dedicaron sus ratos libres a trabajar en ello.
Aníbal, por su parte, preparó una
presentación muy profesional para hacer la denuncia del hallazgo; habiéndolo
comentado con su director de área, que le recomendó que convocara a la Prensa,
dado que era un descubrimiento de primera calidad y parte fundamental del
Proyecto Templo Mayor.
El evento se llevó a cabo en el auditorio
del Museo Nacional de Antropología y Aníbal invitó a sus amigos y cómplices a
estar presentes en lo que se iba a anunciar. Desde luego que el mérito
profesional y curricular, fue para Aníbal, pero tuvo la delicadeza de
mencionarme como arqueólogo y anticuario; propietario del inmueble donde fue
localizada la piedra esculpida de la Coyolxauqui y que en ese sitio se habían
obtenido los datos que llevaron al hallazgo del Tepozteco, en donde se
recuperaron valiosas piezas de joyería en oro y de arte lapidario, que se
presume formaba parte del famoso tesoro de Moctezuma, perdido durante la huida
de los españoles en la llamada “Noche triste”, caudal que nunca se ha podido
comprobar su existencia con solidez.
La presentación fue todo un éxito, Aníbal recibió
múltiples felicitaciones e invitaciones para dictar conferencias en diferentes
universidades del país y del extranjero. Esta fama ayudó también a dar un nuevo
impulso a mi tienda de antigüedades y al futuro arquitecto, Felipe Cabañas, ya
repuesto del accidente que pudo haber sido grave, que elaboraría su tesis
profesional sobre la arquitectura colonial y su influencia hasta bien entrado
el siglo XX.
La casa en que se encontró la piedra de la
“Mujer desmembrada”, que ya ha sido expropiada, será convertida en museo de
sitio, donde se expondrán piezas recuperadas en las excavaciones del Templo
Mayor.
Esta historia terminó de manera feliz. En
cuanto al hallazgo, el Instituto agradeció a Aníbal y a nosotros, Felipe y yo
por nuestro esfuerzo. La piedra de Coyolxauqui fue extraída y las casas que se
encontraban sobre el adoratorio, fueron demolidas para dejar a la vista las
importantes ruinas arqueológicas.
«Con todo esto pensaba en que le hubiera
podido sacar una buena cantidad de dólares y las podría haber mandado a París;
mi amigo André Terré, viejo anticuario de La Cité tiene muy buenos
contactos; pero ya no tiene remedio, como profesionista de la carrera debo
aceptar que la pieza hallada debe formar parte del patrimonio histórico y ser
conocida por todos los mexicanos»
Con el dinero de la expropiación y lo
logrado con la venta de las monedas, los tres nos hemos hecho de fortuna y yo,
como anticuario, he podido abrir mi negocio en una zona moderna de la Ciudad.
Esta es la historia de la aventura realizada
con mi hermano Felipe y Aníbal, destacado arqueólogo, en el hallazgo de un
importante testimonio histórico de México. Ahora, en 2010, ya viejo para efectuar
tales aventuras, me dedico a atender mi tienda de antigüedades, hago viajes a
todos los Estados y al extranjero, en busca de piezas para su comercialización.
Felipe, mi hermano, se casó con Mónica,
tienen dos hijos y vive dedicado a su carrera y al estudio de las
construcciones coloniales. Aníbal, con quien me reúno con frecuencia, disfruta
de su jubilación y lleva una vida tranquila con su esposa. Yo, por propia
decisión, permanezco soltero, aunque no solterón, pues amigas nunca me han
faltado.
Referencias
Nota. En realidad,
la piedra de la Coyolxauqui fue encontrada por personal de la Compañía de Luz
en unas obras de ampliación de líneas y ahora está expuesta sobre la zona
restaurada del Templo Mayor.
(*) Nota tomada
de Wikipedia.
Monolito de Coyolxauhqui
Coloración
del monolito original, determinada a partir de rastros químicos de pigmentos.
La gran
piedra con forma de escudo se encontró en la base de las escaleras del Templo
Mayor en febrero de 1978, mientras la Compañía de Luz y Fuerza del Centro,
realizaba excavaciones para el cableado subterráneo, dirigidos por el Ing.
Felipe Curcó Bellet. Esta piedra representa a Coyolxauhqui, quien se encuentra
descuartizada, con la cabeza, brazos y piernas separados alrededor de su
cuerpo. La forma redonda de la piedra, similar a la luna llena, indica que es
la diosa lunar. En ella se distinguen pequeñas bolas de plumas de águila en el
cabello, un símbolo en forma de campana sobre su mejilla, y una pestaña mexica con
el símbolo mexica para determinar el año en su oreja. Como en las imágenes de
su madre, se le muestra con unos cráneos atados a su cinturón. Los estudiosos
opinan también que la decapitación y el desmembramiento de Coyolxauhqui se
refleja en el patrón de los sacrificios rituales de los guerreros. En primer
lugar, los corazones de los cautivos eran extraídos del pecho. En seguida eran
decapitados y desmembrados. Finalmente, sus cuerpos eran arrojados desde el
templo, por las escalinatas de la pirámide, quizás sobre la gran piedra de
Coyolxauhqui. (Nota tomada de Wikipedia)
FIN
Sergio
Alfonso Amaya Santamaría
Diciembre de 2015 – Celaya, Gto.
Noviembre 20 de 2018 - Rosarito, B. C.
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